miércoles, 2 de marzo de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: La Venezuela posible y la mentira piadosa. Unas reflexiones sobre los mitos patrios.





Hará ya unos dos meses, una amiga Inglesa insistió en preguntarme por qué continuaba viviendo en Venezuela. A pesar de la gravísima crisis económica, de la inseguridad, del peligro que corría a toda hora y en todo lugar. No supe que decir, mientras ella me miraba con preocupación desde la pequeña pantalla del Skype.

— ¿Te crees un héroe o algo así? — preguntó de súbito. Parpadee.
 — ¿Te parece heroico no querer emigrar?
 — En tu caso, sí.
 — Eso es melodrama. No emigro porque no quiero.

Es la verdad. No puedo disimular, ocultarla o hacerla parecer algo que no es: una decisión. Sigo aquí porque quiero, porque aunque la situación es tan crítica como para ser agobiante, cada día encuentro una razón — pequeñas, desiguales y en ocasiones insuficientes — para seguir insistiendo. Mi amiga Arianna, viajera y amante de Venezuela, le llama “terquedad”. Mi madre le llama “tontería”. La verdad yo no sé cómo calificar al asunto. El hecho es que me quedo, sigo aquí. Sobreviviendo a un país en debacle, a punto de caer al abismo. O que ya cayó y lleva una caída muy larga, interminable hacia el fondo que no existe. Cualquiera sea el caso, despierto cada mañana para trabajar, para esforzarme por continuar, para no decaer y pensar que quizás, el país merezca una oportunidad. O yo misma de creermelo, quien sabe.

— ¿Melodrama? Acabo de leer un artículo que menciona que Caracas es la ciudad más peligrosa del mundo — insiste mi amiga. Su rostro de pronto parece muy serio, lleno de una preocupación tan genuina que me conmueve — Oye, hablamos de un país donde asesinan a disparos a un ciudadano cada día. ¿Cómo te hace sentir eso?

Quiero decirle que en realidad son más de sesenta los ciudadanos que asesinan a diario, pero prefiero no abrumarla con estadísticas que no sufrirá y no comprenderá a cabalidad. ¿Cómo explicarle a alguien lo que se siente temer al lugar donde naciste? Tener tanto miedo qué temas salir a calle, subirte en un transporte público, comer en un local comercial. Miedo a la vida normal, a la vida común, a lo que se da por sentado. Miedo puro a que esa bala que tiene tu nombre en algún lugar de Venezuela finalmente te alcance, te convierta en estadística. Que mueras, sólo por el hecho de enfrentarte a la realidad de un país fallido, de una deuda histórica con la violencia incalculable. Uno no le dice esas cosas a los amigos, pienso. No tiene mucho sentido. O al menos en mi caso no lo tiene.

— Me hace sentir como que estoy en medio de una situación complicada con la que tengo que lidiar — le explico, aunque supongo no lo hago tan bien. Nadie puede hacerlo. Realmente nadie puede entender lo que es transitar en una situación persistente de miedo que está en todas partes — y eso es todo.

Mi amiga no parece muy convencida. No insiste en el tema, pero el resto de la conversación, insistirá en el tema de manera sutil. Me dirá que una persona de mi edad debería tomar decisiones conscientes sobre su futuro y que luchar por una utopía, por el espejismo de la Venezuela viable no sólo es irracional, sino directamente peligroso. Al final, volvemos a la vieja discusión. Regresamos a esa noción sobre como me miro como parte del problema y sobre todo, como insisto verme como parte de la solución.

— No pasará nada, Agla — me dice, furiosa — votes o no votes. Insistas en quedarte a trabajar o te vengas. ¿Te parece que va a pasar alguna cosa por qué insistas en ser una especie de bienaventurada ciudadana?

No lo sé. La verdad ¿Qué se le responde a algo semejante? Mejor dicho ¿Por qué cualquiera cree que sigo en Venezuela porque la esperanza me anima y me hace intentar construir un futuro comprensible? No lo hago por eso. En realidad no sé por qué lo hago. Simplemente sigo en el país que me vio nacer porque quizás, el arraigo me pesa, me duele, me obliga a tomar decisiones equivocadas. Porque formo parte de la última generación de Venezolanos que asumió que su futuro estaba aquí, en esta tierra y bajo este cielo. Porque por mucho tiempo, me adapté y me afané por sobrevivir a la crisis, incluso cuando se hizo tan grave que trastocó mi vida cotidiana por completo. Porque a pesar de los dos asaltos, del peregrinar para comprar alimentos, de escasez de medicinas, de todos las pequeñas tragedias diarias, aún existan motivos para confiar en algo más allá que la debacle. ¿Es posible eso? Me pregunto con frecuencia. ¿Es real esta necesidad de esperanza o se trata de simple cobardía?

— Quizás lo sea — me dice mi amigo José, que hace tres años emigró a Canadá y luego de un durísimo período de adaptación, comienza a disfrutar de la vida que soñó — y está bien tener miedo. La emigración no es sencilla. Es un proceso devastador que se idealiza o mejor dicho, se menosprecia. Pero se lleva mucho de ti mismo. Tanto como para que no sepas como calzar los pedazos que sobran, los que ya no tienen tanta importancia pero aún así, te pertenecen.
Que poético, pienso. Pero sé que tiene razón: Para José las cosas fueron complicadas desde el primer día, cuando encontró que el clima de Canadá no sólo le afectaba mucho más de lo que creía sino que además, debía luchar contra una cultura fría, distante, desconcertante para este hombre del trópico, criado entre abrazos y besos y afectuosos. De pronto, se encontró perdido en medio de una distancia insoportable de todo lo que lo definía, quería o tenía importancia para él. Su vida convertida en una especie de tierra arrasada en la que se vio obligado a reconstruir desde un punto de absoluta orfandad. No resulta fácil comprenderlo, protegidos en medio de la circunstancia corriente. Imaginar una soledad semejante.


— Me da miedo no sobrevivir a algo semejante — le confieso con toda sencillez. El teléfono apretado contra la oreja de puro miedo. Intentando contener las lágrimas — me da miedo que quizás no sea lo suficientemente fuerte, lo suficientemente tenaz. Quedarme a mitad de camino de…

No sé como completar la frase. Nos quedamos en silencio y le escucho suspirar, cansado, quizás abrumado por lo su propia experiencia. Quizás sin comprender mis dudas. Durante más de tres años hemos conversado casi una vez a la semana. Le he escuchado llorar, enloquecer de furia, lamentarse. ¿Cómo explicar esa lenta transición que le convirtió en alguien más? En un desconocido que aún continúa telefoneando por un vínculo helado, simple, sin mucho sentido. O al menos así temo pueda verlo. La distancia no es sencilla. Mucho menos cuando te encuentras al otro lado del espectro. A punto de transitar un camino que para el otro, ya es un escollo superado.

— Podrás hacerlo — dice al final. Y reconozco a José, el de las funciones de cines los sábados, la cerveza en el restaurante Chino, el de las risas, las largas conversaciones demenciales — podrás hacerlo porque descubrirás que eres más fuerte de lo que aparentas, de lo que temes, de lo que te imaginas. No tienes otro remedio que serlo.

Pienso en eso unos días después, cuando asisto a la fiesta de cumpleaños de una amiga en común. De las catorce personas que solíamos formar un grupo compacto desde la Universidad, apenas cuatro continuamos en el país. Cuatro que siguen soportando como pueden la tragicomedia diaria, el peligro y la amenaza. Las reuniones de antaño se convierten en algo parecido a un recorrido por los terrores habituales. Por todos los dolores y preguntas que nadie quiere responder. Incluso de esa esperanza un poco deshilachada que todos mantenemos con esfuerzo.

— Oye, yo sigo queriendo demasiado a este pedazo de tierra como para irme — dice M., quien se llama así mismo “el resistente”. Está desempleado, vive con sus padres pero aún insiste que Venezuela es “lo mejor bajo el sol” — nada de eso. ¡Este es el mejor país del mundo!

Me tomo un trago de refresco tan rápido que me atraganto. Aprieto los labios y pienso en cuanto dolor me provoca ese pensamiento. Cuanta furia también. ¿El mejor país del mundo? ¿Esta Venezuela quebrantada y en escombros? Lo lamento, no lo es. Ni lo será en un futuro próximo. Quizás ni siquiera en unas cuantas generaciones más. No importa la belleza extraordinaria de algunos de sus paisajes, de la amabilidad de unos cuantos Venezolanos. De la nostalgia del migrante o de la esperanza del nacional. Venezuela es un país pobre, común y la mayoría de las veces, inhóspito.
Pero ¿Quién quiere escuchar esas cosas? De seguro, no este grupo de alegres sobrevivientes, que beben cerveza y se ríen a carcajadas. Que cuentan chistes sobre las colas para comprar alimentos, que hacen juegos de palabras con “Zika” y “dengue”. Que aseguran que no hay belleza como la del país, que no hay nada más extraordinario que este rincón maravilloso del mundo.

— ¿Donde te vas a encontrar la playa a quince minutos? ¿Donde vas a subir a una montaña preciosa y espléndida a una hora de vuelo? — me dice P., apasionada por la geografía patria — no vale, habrá muchos problemas. Pero este es mi país.

Siento que algo parecido a la furia pero más amargo, me sube a las mejillas. Sí, hay paisajes hermosos. ¿Quién lo duda? Maravillas naturales de importancia geográfica de las que disfrutamos gracias a la casualidad territorial. Pero como esa belleza agreste, incontrolable y espontánea, hay cientos de lugares en el mundo. De belleza asombrosa y conmovedora, de espacios espléndidos para el disfrute y la admiración. Y en Venezuela, esa belleza salvaje, intocada y sin objetivo, parece ser cuando mucho, una condena a la resignación. ¿Cuántas veces no justificamos los dolores y padecimientos de este país gracias a esa ilusión de belleza? ¿En cuántas ocasiones no esgrimimos esa plenitud natural inaudita como la gran excusa para lo terrible, doloroso y persistente de la tragedia nacional? Sí, Venezuela es hermosa, pero esa cualidad simple, no brinda esperanza ni calidad de vida. Mucho menos algo más que una especie de burla superficial sobre la incontable sucesión de desgracias nacionales y dolores diarios a los cuales tenemos que enfrentarnos.

— ¿No te parece suficiente? — insiste P. mirándome con sus ojos muy abiertos, como de niña — ¿No te parece que Venezuela es una especie de tesoro que conservar?

No, la belleza no es suficiente cuando debes enfrentar el hecho de un país que te cercena el derecho a la independencia, que aplasta tus expectativas y que te deja sin futuro. No lo es cuando debes superar el miedo que te mantiene rehén en cuatro paredes sólo porque el Ávila tiene un verde extraordinario o el cielo un azul inolvidable. No lo es cuando trabajas el triple de lo que jamás lo has hecho para sobrevivir a duras penas. No lo es cuando el país es un caldo de odio y enfrentamiento, de luchas insustanciales. No lo es cuando compruebas que el país entero va directo a una debacle de proporciones inauditas.

— Déjala, está obsesionada con la política y lo que pasa en la calle — dice J., apuntándome con un dedo acusador mientras sonríe — Oye Agla, Venezuela no es nada más lo terrible, las tragedias. Hay mucho más fuera de Caracas, de lo que ves a diario.

Suspiro. ¿Cuántas veces he tenido esta discusión antes? Me clavo las uñas en la palma de las manos, temblando de angustia. ¿Cuantas veces no he llegado a la misma encrucijada? La esperanza, que se aferra a cualquier cosa, que insiste en tantas pequeñas cosas para sobrevivir a esta debacle, a este dolor. Quiero gritar, realmente quiero hacerlo. Un grito enloquecido, abrumado, desesperado. Gritar con los ojos cerrados, como cuando eres niño y crees que gritando puedes hacer retroceder el dolor, la angustia, la desazón. Como cuando eras niño querías gritar para que el mundo dejara de girar, de caerse a trozos. De atormentarte.

No lo hago, claro está. Me quedo muy quieta, escuchando las voces de mis amigos, esos huérfanos del caos, que debaten en voz alta las desgracias diarias e intentan brindarles un sentido. Venezuela tiene mucho que dar, dicen. Venezuela tiene todo para ser un Paraíso terrenal. Venezuela, el mejor país del mundo.

— Necesito un poco de aire — comento. Dejo la botella de refresco a un lado, me tambaleo hacia la puerta, todos me miran como si de pronto hubiese enloquecido, como si mi torpeza y la palidez le resultaran incomprensibles — Ya vengo.

Me quedo en las escaleras fuera del apartamento pequeño de P., donde pasé la mayoría de las tardes de mi adolescencia, riendo y conversando en voz alta con los ausentes, con los extraños. Con este dolor que me salpica a toda hora, que me sofoca y apenas puedo soportar. Me inclino, me hago una bola de piernas y brazos y me quedo allí, en un rincón del hueco del pasillo, pensando en esa muchacha pálida llena de esperanzas que fui. Que tantas veces pareció obsesionada con la belleza de este país que consideró suyo de tantas maneras. Sólo para perderlo.

No, no somos el mejor país del mundo sólo por la incomparable belleza del Tepui, tampoco por el milagro del Salto Ángel o los océanos de arena brillante de Coro. No lo somos porque en Venezuela el Venezolano es simplemente una mirada triste y angustiada sobre un panorama cada vez más doloroso y duro. No lo somos porque somos un pueblo caótico, acostumbrado a la servidumbre, a la ignorancia y el resentimiento. Somos el país del “vivo”, del “revirón”, del pendenciero. Del que “ponganme donde hay”, del “lo hago porque todo el mundo lo hace”. Del “hago lo que me da la gana”, del “lo importante es el real y no la educación”.

Eso somos y cada día es más evidente que es imposible subsistir en medio de la debacle. Somos un país pobre, a trozos, sin brújula ni camino. Somos un experimento social fallido, el botín de un grupo político que se sostiene sobre la credulidad del ciudadano común para continuar imponiendo una agenda ideológica superficial. Somos un país a medio construir, que olvidó su historia, de mezquindades, dolores y luchas absurdas. Somos un país que continúa un ciclo de destrucción que comenzó hace tanto que ya se hizo un hábito, que ya forma parte de una idea insistente sobre el Venezolano que acepta, se resigna, mira a otro lado. Eso no lo consuela ni lo repara un día soleado, el olor de la playa, las montañas de Mérida.

— ¿Estás bien?
La voz de M. me sobresalta. Está allí de pie, viéndome llorar. Quien sabe desde cuando estará allí. No respondo, tirándome del cabello con las manos ciegas, queriendo correr escaleras abajo y desaparecer a la carrera. No lo hago por supuesto. Me quedo muy quieta cuando se sienta a mi lado y me echa una mirada larga y triste. Me extiende su cerveza y cuando bebo el trago helado, río y lloro a la vez.

— No sé que hacer con este país — balbuceo — no sé qué hacer con lo mucho que lo quiero y lo mucho que detesto en lo que se ha convertido.

M. no responde. Nos quedamos allí los dos, compartiendo la cerveza hasta que se acaba. Ya no estoy llorando pero tampoco más tranquila, así que me levanto, tambaleandome. Tan cansada y abrumada que creo me derrumbaré de rodillas apenas eche a andar. No pasa nada, claro. Simplemente me quedo de pie, allí mirando a M., la escalera con sus miles de recuerdos. El vacío que vienes después.

— Me voy en seis meses — dice entonces. Lo dice como si tal cosa. Como si antes no hubiese estado alabando las glorias tristes de un país a media. No respondo a eso — ¿Qué podría responder — sino que sigo de pie, tomando lentas bocanadas de aire para calmarme.
 — Me lo imaginaba.

Vuelvo adentro, tomo mi morral y sin despedirme de nadie, salgo de nuevo. Él sigue allí, de pie, con los labios apretados.
— Amo a este país, pero ¿Qué más puedo hacer? — me dice y la voz le tiembla — ¿Qué hago para sobrevivir? ¿Qué hago?
No respondo. Bajo los escalones de dos en dos, con el pecho cerrado de furia y de dolor. Lo escucho seguirme, el paso desordenado de muchacho que aún conserva, a pesar de todo. Me detengo para mirarlo.
— No te estoy reclamando nada.
 — Pero no me entiendes.
 — Estas resentida con Venezuela, es todo. Yo me voy porque simplemente lo necesito. No porque odie al país o a su gente. Lo hago porque debo.
Sí, sé que parezco llena de resentimiento, dolor y frustración. Tal vez lo esté ¿Cómo podría negarlo? Luego de casi diecisiete años de enfrentarme a Venezuela, de sobrevivirle, difícilmente puedo engañarme con facilidad sobre la realidad que enfrentamos, sus implicaciones y dolores. ¿Eso hace que quiera menos al país? La verdad no lo sé. Lo que sí tengo claro es que la fantasía del “mejor país del mundo” nos ha hecho mucho daño. Y seguirá haciéndolo a medida que insistamos en mirarnos a través del ego y no la crítica. De la arrogancia y no la humildad de admitir que Venezuela se desploma cada día.
— Quizás tienes razón — le digo — pero ¿qué puedo hacer?
 — Quizás entender que a pesar de todo, esta sigue siendo tu casa.
Que fácil parece todo, dicho así, me digo. Que sencillo esa percepción del país en ninguna parte. Del gentilicio roto a pedazos, destrozado por la angustia y la desazón. En realidad, se trata de una visión de un idea mucho más compleja y dura, relacionada con los límites del país ideal, del país de todos los días y del país imaginario.
A veces pienso que Soy apátrida. Que quizás, todo se trate me quedé sin país, sin lugar al cual regresar, de un lugar que llamar mio. Pero en medio de un país roto como el mio, eso puede ser incluso una ventaja. Una forma de sobrevivir.

1 comentarios:

Héctor J. Román P. dijo...

Además, no cualquiera tiene recursos / capital / credenciales / preparación / apoyo / oportunidades / whatever para irse.

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