domingo, 20 de marzo de 2016

Un espíritu con alas de fuego y otras historias de brujería.





Juan era mi amigo más querido de la infancia. Era audaz, muy listo y además no le tenía miedo a casi nada, a no ser las polillas de alas negras que solían revolotear en el jardín de su casa en Maracay. Además, era muy guapo: con su mata de cabello oscuro y sus grandes ojos castaños. Pasé buena parte de mi infancia secretamente enamorada de él y a los diez le informé mi firme decisión de que contrajermos matrimonio cuando ambos crecieramos.

Tal vez escogí un mal momento para hablarle sobre mis ideas de un departamento en la ciudad para ambos, comprar un coche de bomberos para recorrer el mundo y tener una granja de animales fabulosos. Ese día acababa de pelearse con uno de los muchachos más grande de la calle y no parecía muy interesado en mi propuesta amorosa. Lo miré indignada.

- Eres un sapo grosero - le grité. Me dedicó una mirada preocupada.
- Ahora no brujita, me metí en un buen lío.

Echó a andar por la acera hacia la casa de su tia, que era vecina de la de mi familia. Le seguí, intentando caminar con la misma rapidez con él lo que hacia. Pero no lo logré: Con diez años, Juan era mucho más alto que yo y empezaba a tener toda la apariencia de un chico grande. Pero seguía siendo un niño, tanto como para poner un mohín de angustia cuando intentó explicarle el problema en que se había metido.

- Entonces resulta que perdí la pelota preferida de Nano y es casi seguro me va a romper la cabeza por haberlo hecho - me explicó con la respiración convertida en jadeos - ¿Sabes lo grave que es eso?

La verdad no lo sabía. No me llevaba bien con ninguno de los niños de la calle y no tenía mucha idea de su juego de jerarquías y posiciones de importancia. Lo que sí sabía era que Nacho era un chico alto y gordiflón que solía burlarse de todo el mundo y salirse con la suya, justamente por tener puños peligrosos y mirada de matón. Más de una vez me había llamado "piernas de gallina" por mis rodillas flacuchas y huesudas y no había tenido otro remedio que apretar los labios y evitar responderle alguna cosa. Después de todo, nadie quería que Nacho la tomara con uno, siendo tan grande y pasotas como era.

Y menos aún si eras un chico, me dije mientras Juan se apretaba las manos con nerviosismo. Suponía que entre muchachos las cosas eran aún más duras y complejas que entre las niñas, que solíamos darnos empujones y tirones de cabello. Más de una vez había visto a los niños de la cuadra con la nariz rota por alguna pelea entre ellos y hasta en una ocasión, Pedro, el flaco de pecas de la calle junto al parque, había terminado en urgencias por recibir una piedra en la cabeza durante alguna discusión. Así que aunque no entendía bien que tan grave podía ser perder una pelota, si sabía que enfurecer a Nacho - o alguien de su tamaño - no era una buena idea.

- ¿Y por qué no le compras otra pelota? - pregunté preocupada. Juan puso los ojos en blanco.
- No entiendes nada ¿No? Nacho amaba su pelota. Era la mejor pelota de toda la calle. Y entonces vengo yo y le doy una patada muy fuerte y...

Tragó saliva. Unos metros más allá, Nacho y su pandilla de gordinflones se daban empujones y reían a carcajadas. Uno de ellos nos dedicó una mirada rápida y se inclinó hacia Nacho, que maniobraba su bicicleta como si enorme el armatoste no pesara nada. Entonces se volvió a mirarnos, con una mueca socarrona.

- ¡Pero si son la gallina turuleca y su amigo el soplidos! - gritó y todos sus amigotes rieron en voz alta - La parejita de moda.

A Juan solían llamarle "El soplidos" debido a su respiración lenta y afanosa de asmático. Me pareció una crueldad innecesaria, siendo que Juan no podía controlar que sus pulmones no siempre funcionaran como debía. En cuando a la broma sobre mis rodillas...las orejas se me colorearon de pura cólera. Algún día me vengaría del gordo insoportable de Nacho.

Pero por ahora, teníamos otros problemas. Nacho se acercaba a donde nos encontrábamos, balanceando su enorme humanidad en un tongoneo peligroso. Juan irguió los hombros y en un gesto protector, extendió el brazo para hacerme retroceder. No le hice ni caso y me solté de su mano sudorosa como pude.

- Una bruja no le tiene miedo a nada - declaré muy orgullosa. Juan me dedicó una mirada angustiada.
- Agla, ahora no.
- ¿Y mi pelota? Me la tenías que traer hoy - exclamó Nacho con su vozarrón de muchacho mayor. Tuve la exacta impresión que Juan se encogía ante el sonido.

Que Nacho te prestara su pelota favorita quería decir dos cosas: Que te apreciaba - lo cual casi nunca ocurría - o que quería le prestaras algo tuyo de enorme valor. En este caso, se trataba de lo segundo: A regañadientes, Juan había intercambiado con Nacho su guante de baseball, una reliquia familiar de cuero envejecido por la pelota de Nacho. No era un trato muy justo: se trataba de guante de verdad verdad contra una fea pelota de Basquet que había visto tiempos mejores.  Pero con Nacho las cosas eran de una sola manera y si te ofrecía intercambiar una de sus cosas por una de las tuyas, lo mejor era aceptar. Eso, si querías conservar tu nariz en su lugar. O eso me había explicado Juan.

Y ahora había perdido la dichosa pelota. Me pregunté que ocurriría a continuación.

- Se me fue por la barda de Cristobal - explicó Juan refiriéndose a la casa de un viejo cascarrabias subiendo por la esquina - mira, puedo pedirla pero ya sabes que no me la va a dar.

Era verdad. Lo más probable es que el viejo Cristobal, que era catalán, malhumorado y muy intransigente, ya hubiese arrojado la pelota desinflada y rota a patadas al bote de la basura. Me pareció muy valiente que Juan se ofreciera a enfrentarse con aquel viejo remilgado y desdentado. Pero a Nacho, no le impresionó mucho la historia. De hecho, todo su rostro gordo y blanco pareció hacerse de pronto de piedra por la cólera.

- Botaste mi pelota - dijo, como si escupieras las palabras. Juan sacudió la cabeza.
- No fue a propósito. Es tan buena pelota que le di una patada tan fuerte que...se me fue. Puedo comprarte otra. De verdad puedo comprarte otra.

Juan dijo todo lo anterior a toda velocidad, como si las palabras se le escaparan de la boca de puro miedo. Nacho apretó su boca pequeña, como de niña y se inclinó hacia él.

- No quiero otra. Quiero mi pelota.
- Pero no puedo...

No vi venir el puño y supongo que Juan tampoco. De pronto, había un revuelo de polvo, gritos y patadas del que me aparté a tropezones. De inmediato, la pandilla de Nacho nos rodeó gritando y animando a Nacho a seguir golpeando a Juan, mientras ambos muchachos rodaban de un lado para el otro.

- ¡No le pegues! - grité y un demencial impulso, me lancé hacia el barullo de brazos y piernas que se sacudían sobre el suelo. Recibí un empujón, después un golpe en la cadera y antes de comprender que sucedía me encontré tendida en el suelo, escupiendo polvo y sin respiración. Unos metros más allá, Nacho seguía dándole puñetazos a Juan, que se defendía como podía y no siempre de manera muy afectiva.

Intenté acercarme de nuevo pero uno de los muchachos me tomó del brazo y me empujó hacia atrás, mirándome entre risas. Cuando intenté darle una patada, dio un salto hacia atrás y me miró entre risas, quizás un poco sorprendido que alguien de mi tamaño insistiera en golpearle. Pero no me soltó. Seguí retorciendome contra su mano y gritando hasta que Nacho se levantó del suelo, donde Juan estaba acurrucado, lleno de polvo y temblando.

- ¡Eso te lo ganaste por botar mi pelota! - gritó con su voz meliflua de niño malcriado - ¡Ya sabes entonces! ¡Vas a tener que conseguirla como sea o te romperé la cabeza como un melón!

Aquello era una amenaza muy seria, no sólo porque Nacho parecía bastante dispuesto a hacerlo sino porque yo estaba segura, podía realmente romperle la cabeza a Juan como una fruta tropical. Cuando se fue con su grupo de amigotes, aún riendo por la paliza que le había propinado a Juan, sentí miedo real de lo que podía pasar. Sobre todo, cuando Juan se levantó del suelo y le eché una mirada: tenía la nariz y la boca llena de sangre y su camisa favorita rota.

- Estoy bien - farfulló cuando echó a caminar. Toda su cara era un amasijo de sangre, mocos y lágrimas - no importa.

Pero por supuesto que importaba, pensé aterrorizada mientras caminábamos por la calle. Rengueaba de la pierna derecha y a juzgar por la manera en que respiraba, el cuerpo le dolía en cuatro o cinco formas distintas.  Me pregunté por qué alguien disfrutaba golpeando a alguien más pequeño y que evidentemente no podía defenderse. Recordé al muchacho que me había sostenido del brazo mientras Nacho le daba la paliza a Juan: Reía a carcajadas mientras me sujetaba, como si burlarse de mi era la cosa más graciosa que hubiese visto jamás. Supongo que para ellos era divertido. Sentí que la furia me recorría como un escalofrío.

- No voy a poder conseguir la pelota - dijo en voz baja Juan, en la puerta de la casa de su tia. Parecía infinitamente cansado y viejo - me va a matar.

No se volvió para mirarme cuando entró en la casa con su paso lento y cansado.  Me quedé de pie, escuchando la voz de su tia gritándole y pensando que podía hacer yo para remediar todo aquello.

***

- ¡Nada! ¡Eso es lo que vas a hacer!

Mi tia E. se escandalizó cuando le conté lo sucedido y mucho más cuando le pregunté que podía hacer para ayudar a Juan. Se revolvió con su acostumbrado paso pesado y exhuberante, sacudiendo la cabeza de un lado a otro.

- ¡Pero soy una bruja! ¡Tu misma me dijiste que jamás debemos tener miedo a nada! - le recordé, enfurecida y muy ofendida. Tia puso los ojos en blanco.

- ¿Y por eso te vas a pelear con un muchacho que es veinte veces más grande que tu?
- ¡Eso es lo que hace la gente valiente!
- ¡Eso es lo que hace la gente loca Aglaia! - me recriminó con los ojos muy abiertos y espantados - ¿Que bicho te ha picado?

Me fulminó con la mirada pero yo no me di por enterada. Ella no había visto a Juan, maltrecho, respirando entre jadeos y la nariz hinchada por culpa del tal Nacho. Y ella no sabía lo humillante que había resultado todo, lo triste que había sido que un grupo de gente gritara y se riera de Juan mientras alguien más le golpeaba. ¡Tenía que hacer algo! ¡No podía imaginar no hacerlo!

- Tia, tu abuela y todo el mundo vive diciendo que las brujas son audaces, fuertes y osadas - le solté repitiendo de golpe las cosas que había memorizado en los últimos meses - ¿Y ahora me dices que no puedo defender a Juan?

- Agla, el calor no es sólo salir a enfrentarte a un matón de calle. Hay muchas formas de demostrar valor, osadía y fuerza - me recriminó - Una bruja es una mujer que siempre encuentra la forma de encontrar una respuesta, una mente curiosa y creativa que no se conforma con lo obvio y que jamás lo ha hará.

Me quedé de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, sin saber que decir. Tia siguió cortando la verdura para la sopa del almuerzo.

- Pero eso no se escucha muy valiente - protesté. Tia sacudió la cabeza y apretó los labios, como siempre hacía cuando intentaba contener las ganas de reir.

- No se es valiente por enfrentar violencia contra violencia, ignorancia contra ignorancia, miedo contra miedo. Somos valientes cuando encontramos la manera más inteligente, creativa y firme de enfrentarnos a lo que nos produce miedo.

No supe que decir a eso. Me quedé sentada en una de las sillas de la cocina, mordiendome las uñas.

- El tipo ese va a matar a Juan si no le devuelven su pelota - le informé con dramatismo. Tia suspiró, con cansancio, como si ya estuviera muy anciana para aquellos escándalos.
- Tal vez deberías dejar que Juan resolviera...
- ¡Pero una bruja siempre se atreve! - volví a la carga - tu y abuela siempre dicen que una bruja tiene el corazón de cien batallas y espíritu.
- Y así es - convino tia, aunque no parecía muy feliz por escucharme - Pero también se hace preguntas, encuentra el camino menos transitado. ¡Así podrás ayudar a Juan!

Como si fuera tan sencillo, pensé recordando un poco alarmada el enorme puño de Nacho. ¿Cómo podíamos enfrentarnos a eso? ¿Cómo podía enfrentarme yo a ese grupo de muchachos agresivos sólo con inteligencia?

Miré una de las escobas colgadas en la pared, con su talla de estrellas y pequeñas plumas. El corazón de una bruja siempre vuela, decía una de ellas.

La idea me hizo sonreír.


***

Cristobal era además del gruñón oficial de la calle, un anciano temible al que nadie osaba acercarse. Hasta mi abuela, que se llevaba bien con todo el mundo y que jamás decía nada malo sobre nadie, había insistido en una ocasión que Cristobal tenía una especial aficción por el grito y el regaño. Tal vez por ese motivo, no me extrañó para nada su expresión furiosa cuando me encontró de pie en su puerta, un par de días después de la pelea de Juan con la pandilla de Nacho.

Se me había ocurrido ir a la casa de Cristobal luego de visitar a Juan en casa de su tia y encontrarlo no sólo golpeado - luego de dos días de la paliza, tenía un aspecto incluso peor que el día en que nos habíamos encontrado con Nacho - sino también muy asustado. Me había roto el corazón sus grandes ojos llenos de angustia y sobre todo, esa zozobra que parecía hacerle más daño que los golpes. Estaba convencido que a la siguiente ocasión que se tropezara con Nacho y su pandilla, le matarían.

- Oye, pero dile a tu tia - le recomendé muy preocupada. Juan me miró entre ofendido y cansado.
- Eso sólo lo hace un soplón. Y prefiero que me maten antes de serlo.

Así que Juan tenía dos posibilidades: O pasarse la vida en eterna reclusión escondiéndose de Juan...o recuperar la pelota. Y a la vista de la fama de Cristobal, incluso el encontronazo con los puños de Nacho parecía lo menos malo del tema. Juan sacudió la cabeza, cansado.

- Tendré que dejarle mi guante y ahorrar para comprarle otra pelota - me explicó en voz baja - No hay otra manera de salir de esta.

Pensé en el rostro de Juan todo el día. En lo angustiado que parecía, en lo mucho que quería a su guante. Y también en la frase grabada a fuego en la Escoba que colgada del salón: Una bruja siempre vuela. Siempre lucha contra el miedo, siempre avanza a pesar del viento en contra. Me pregunté como podía ayudar a Juan a salir de aquel embrollo. Como podía...

Corrí como un vendaval calle abajo. La idea había surgido de pronto, como si siempre hubiese estado allí, esperando que le prestara atención.  La verdad, todavía dudaba que tuviera el valor de tocar a la puerta de Cristobal. Si eran como decía, lo más probable era que me gritara y me echara de allí incluso antes que pudiera decir una sola palabra. Imaginé al anciano de cabello hirsuto y blanco caminando hacia la puerta, temible y leonilo. Dispuesto a insultarme, a tirarme la puerta sin escucharme. Sentí un tirón de pánico cuando toqué el timbre. Me pregunté si así se habría sentido Juan cuando le confesó a Nacho había perdido su pelota.

Toque y toque y toque. Pero nadie abrió la puerta. Me quedé de pie en el porche descuidado y lleno de sillas rotas y trozo de basura. Me enfureció el pensamiento que Cristobal me estuviera mirando desde alguna de las ventanas contrahechas, muy divertido de verme llamar y muy poco dispuesto a responder. Seguí intentándolo hasta que simplemente dejé caer el brazo, agotada. Solté un gruñido de furia y frustración.

- ¿Y a vos que os ocurre Chica?

La voz salió de algún lugar del jardín y me llevó esfuerzo distinguir allí a la anciana de cabello blanco con enormes antojos de leer. Me quedé mirándola sin saber que decir. No tenía idea que en la casa viviera alguien más.

- Busco al Señor Cristobal.
- Mi marido está dormido y vos perdéis el tiempo con el timbre, tiene años dañado - se levantó de la silla de mimbre donde estaba sentada y se acercó - ¿Para que lo buscáis?

Me quedé de pie sin saber que hacer. Esto si que era inesperado, pensé incómoda. Y aunque la anciana parecía mucho más amable de lo que según las malas lenguas era su marido, me amedrentaba un poco su mirada verde y su expresión hosca. Tragué saliva.

- Yo sé que a lo mejor no me va a entender y va a creer que estoy exagerando, pero necesito buscar en su jardín de atrás una pelota que se me perdió - le expliqué, cuidando de no disimular lo angustiada que me sentía - es un asunto de vida o muerte.

Era la verdad, claro, pero ella no lo podía entender. A pesar de eso, sonrío. Una beatifica sonrisa de amabilidad muy lejos de lo que se contaba sobre su marido.

- Pues búscala, pero que Cristobal no te vea o se armará la gorda - dijo. Extendió la mano sarmentosa hacia el jardín - allí debe de estar.

Me lancé a buscar la pelota, que como bien había dicho la anciana, estaba entre los restos de basura y el matorral mal cortado. La tomé entre las manos, un poco desconcertada por su aspecto vulgar y corriente. ¿Y por esa cosa verde con rayas carmesí estaba dispuesto Nacho a romperle la cara a cualquiera?

Cuando regresé junto a la anciana, ella volvía a estar sentada en su silla de mimbre. Me miró con una sonrisa maliciosa cuando me acerqué para agradecerle.

- Es de valientes venir aquí - opinó - mi marido tiene un genio y una fama.

Se río. Me encogí de hombros, sosteniendo la pelota entre los brazos.

- Alguien tenía que hacerlo.
- Y esa eras tu, por supuesto - se burló un poco - ve Chica, eres de las que vuelan.

Ya caminaba por la calle cuando caí en el sentido de lo que me había dicho y me detuve para mirar hacia el jardín. Pero la anciana volvía a estar oculta entre la maleza, disfrutando del tibio sol de enero de su feo jardín.


***

De haber estado menos asustada, seguramente me habría reído de la cara de Nacho cuando Juan le arrojó la pelota a la cara. Se quedó muy quieto, con la cara gordinflona enrojecida y los ojos llenos de furia.

- Ahora dame mi guante ¿O eres de los que roban? - le gritó Juan. No sabía muy bien como estaba seguro que un tipo como Nacho, que además siempre estaba rodeado de matones como él, le iba a hacer algo semejante. Ya tenía su pelota, ya sabía que podía romperle la cara a Juan sin mayor esfuerzo. ¿Qué evitaba le rompiera la cabeza como un melón?

Supongo que lo evitaba ese rara lealtad entre muchachos, pensaría muchos después, para tratar de entender la insólita escena cuando Nacho sacó de su morral el guante y lo arrojó a los pies de Juan. El resto de la pandilla murmuró entre sí y alguien le hizo un gesto grosero a Juan, pero nadie se acercó para golpearle o burlarse. Cuando se fueron, nos quedamos ambos de pie solos en medio de la calle. Juan, con la respiración agitada por el miedo y yo tan sorprendida que apenas podía creeme lo que acaba de pasar.

- ¡Tienes tu guante! - grité emocionada. Juan sonrío con cautela. Aún le dolían los moretones y rasguños de la cara.

- No puedo creer que fueras a hablar con el viejo Cristobal - me dijo entonces, desconcertado. Me encogí de hombros.

- Una bruja nunca tiene miedo.
- Ya veo - comentó. Se puso el guante en la mano - ¿Me vas a contar cómo fue esa aventura en el jardín de Cristobal?
- ¡Algún día! - grité muy contenta y nada dispuesta a explicarle que en realidad no había vivido ninguna aventura - ¡Y será una gran historia esa!

***

Tía sonrío cuando escuchó la historia sobre la pelota de Juan y la mujer del viejo Cristobal. Cuando terminé de contarla suspiré, tomando un sorbo de mi café con leche.

- Ya ves, que tampoco soy muy valiente. Sólo fue casualidad - concluí. Tia me dedicó una de sus sonrisas amables, toda hoyuelos.

- Niña, el valor no tiene nada de espectacular en ocasiones. Tampoco son grandes hazañas de fuerza. Es vencer lo que nos provoca el miedo, es avanzar a pesar de todo. Y tu lo hiciste.
- Pero una bruja es osada... - comencé. Ella soltó una de sus carcajadas.
- Hay que cuidar lo que se te dice - sentenció - y sí, una bruja es osada. Y sabe el valor de sus fuerzas, la forma de continuar a pesar de la desazón. No todos los actos de valor son enormes y arriesgados. Los hay pequeños, cotidianos, intimos. Y una bruja lo sabe.

Sonreí. El siguiente sorbo de café me supo mejor.

- Soy de las que vuelan - comenté en voz baja. Mi tia soltó una de sus carcajadas traviesas.
- Como toda bruja, siempre querrás lanzarte hacia el abismo solo para permitirte flotar hacia arriba. Somos gente de viento y de fuego, de tierra y de agua, mi niña. Gente forjada en dolor y en alegría. Somos valientes en lo mínimo, en lo realmente importante. En lo poderoso y discreto. Esos pequeños secretos que llevamos a todas partes como un tesoro inolvidable.

A veces, me hace sonreír ese recuerdo. El poder de la bruja en mi mente para enfrentarse a los pequeños dolores y tristezas. De la sabiduría de la alegría y la belleza. Y me reconforta - en las infinitas batallas diarias - el recuerdo a la niña osada que fui - llena de buenas intenciones y torpeza - y la bruja urbana en que me convertí.

Una forma de esperanza entre mis dedos, una manera de soñar y crear.


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