jueves, 9 de octubre de 2014

En territorio de la Ceguera.




La fiebre me colorea las mejillas, me enfría los dedos de las manos, me cierra la garganta. Seca, árida. El dolor me recorre en escalofríos lentos: se detiene en las articulaciones pero continúa. A través de la espalda rígida, los hombros, los músculos del cuello endurecidos por la tensión. Tengo la sensación perdí el control de mi cuerpo, que no puedo comprender esta reacción furiosa y violenta. Tan agotadora que me lleva esfuerzos los mínimos movimientos, incluso intentar comprender donde empieza el malestar y termina esta cierta tristeza frustrada del paciente. Y es que ahora mismo, tengo la sensación que mi cuerpo es una casa abandonada, de puertas desvencijadas, con un jardín roto y descuidado. Un lugar mental que no reconozco. Quizás se trate de una sensación infantil, una imagen simple para describir esta sensación desoladora de la enfermedad, me digo mientras me acurruco entre las sábanas, pero es inevitable sentirme de esta manera. Inevitable pensar que en Venezuela enfermar es un riesgo imprevisible, un temor sin nombre.

Hace unos días leí que “Chikungunya” es una palabra del idioma Kimakonde que significa “doblarse”. Hace alusión, por supuesto, al aspecto encorvado de los pacientes debido a los intensos dolores que la enfermedad provoca. Recuerdo el fragmento de información mientras espero, un poco acurrucada, que un médico de la sala de emergencias de una clínica privada me atienda. No puedo mantenerme derecha. Tengo las manos un poco hinchadas y la sensación de encontrarme a la deriva, un poco perdida en medio del mundo radiante y chillón que me rodea.

— Estoy casi seguro que padece Chikungunya pero no puedo realizarle el examen — me dice el médico de guardia luego de revisarme — la clínica no tiene reactivos. Igualmente, le recomiendo que sólo tome acetaminofen. Incluso de tratarse de cualquier otra cosa, no lo empeorará.

Recuerdo otro fragmento de algo que leí hace mucho tiempo. Modiano, que acaba de ganar el premio Nobel de Literatura, escribe en su novela “Trilogía de la Ocupación” que durante la invasión alemana a Francia, las medicinas escasearon tanto que sólo se administraban a los que realmente se encontraban muy enfermos. Los otros, los sobrevivientes a medias, debían recuperarse por sus propios medios, como mejor pudieran. Pienso en eso mientras el médico me da toda una serie de recomendaciones sobre medicamentos naturales, paleativos caseros para las severa crisis de insumos médicos que sufre el país.

— Tome mucha mora y guayaba — me dice en tono cansado. Es un hombre joven, de rostro cansado y con pronunciadas ojeras. Antes me ha dicho que ha estado de guardia durante veinticuatro horas, atendiendo a los numerosos pacientes que llegan a la sala y a los que poco puede ayudar — también agua y te. Y descanso. Lo demás lo hace la naturaleza. Si tiene otro sintoma como sangrados o algo peor — ¿Peor? me pregunto con un sobresalto — venga de inmediato. Ya allí es otra cosa.

No sé que responder. Me tiemblan las manos de algo muy parecido al miedo que no es miedo. Vuelvo a pensar en la Segunda Guerra Mundial, en lo que Modiano cuenta sobre las tiendas de campañas médicas vacías, sobre los consultorios derruidos, los médicos agotados. ¿También soy sobreviviente de una guerra? Me pregunto mientras camino por la clínica. Una multitud de enfermos llenan emergencia. Muchos encorvados como yo. Otros quejándose en voz alta de dolores y angustias. Alguien duerme en una camilla. De pronto, la sensación de miedo se transforma en algo más parecido a la desolación, a la tristeza, a una furia amarga que no comprendo muy bien. Mi madre me mira preocupada cuando comienzo a llorar en el automóvil.

— Calmante, ya te lo dijo el doctor. Sólo tienes que descansar.

Quisiera explicarle que no lloro por el malestar — al menos, no sólo por eso -, que me abruma la sensación de encontrarme perdida, en medio de una batalla que nunca se llevó a cabo, en una guerra anónima. Que lloro porque el doctor me explicó que no podía recetarme nada porque “igualmente dudo pudiera encontrarlo” y que me explicó que cada día trata veinte o treinta pacientes de Chikungunya, una epidemia que el poder ignora, que intenta disfrazar de lucha dialéctica, de excusa colectiva. Que lloro simplemente porque me siento tan mal, que siento una nueva sensibilidad hacia el país arrasado más allá de la ventana, ese que parece deambular en silencio en medio de una imagen movediza, siempre incompleta. Pero mi madre, pragmática y preocupada, no entenderá eso, de manera que prefiero callarme, secarme las lágrimas y soportar el dolor punzante lo mejor que puedo. Después de todo, en este país la salud es un lujo y la enfermedad, un estigma.

La mañana transcurre lenta. La fiebre viene y va, el dolor se queda. Una de mis tias llega a casa con seis cajas de acetaminofen que encontró en una farmacia pequeña de algún lugar de Caracas. Las sostengo, sorprendida de lo agradecida que me siento de tenerlas. De nuevo, esa sensación de orfandad, de encontrarme a la mitad de la tierra yerma de un país desconocido. Mi tia, que me entiende mejor que mi madre, me acaricia el cabello, me mira con preocupación.

— Los dolores te quedarán unas semanas. La fiebre baja enseguida — me lo cuenta con la certeza veterana del sobreviviente. Durante un mes, mi tia luchó con un caso de Chikungunya que se agravó con algo más, una especie de bacteria para la que no hay antibióticos en el país. Tuvo graves problemas vasculares y gástricos, dolor y fiebre. Perdió varios kilos y parte de su buen humor. Pero aquí está ella, con su cabello castaño bien peinado, mirándome con una sonrisa casi humorística — vas a tener que apretar los dientes y gritar groserias para aguantar.

No lo hago. Lo de las groserías, digo. La Chikungunya duele. Duele realmente mucho. No me lo esperaba, pienso mientras intento releer “Dora Bruder” de Modiano. En la historia, una niña se escapa del colegio en plena Segunda Guerra Mundial. Desesperados, sus padres la buscan por semanas, hasta que su nombre aparece en las listas de un campo de concentración. El dolor y la angustia se mezclan en una súplica, en una rara mirada desconcertada del mundo en guerra, en escombros, profundamente mezquino y desigual. Pienso en nuestra propia guerra, la del país impeniente y arrasado. La de la violencia callejera. El país que no se reconoce así mismo. Esta Venezuela adolescente que se mira así misma con indulgencia. Somos victimas de nuestra propia necedad, pienso, cuando la fiebre vuelve a subir y el dolor me hace encorvarme de nuevo. De creer en el espejismo de la prosperidad como una forma de riqueza, atrapados en el Campo de Concentración de la necedad ideológica. No sé porque pienso en algo semejante, me digo entre escalofríos. Será la fiebre, me aseguro. Será la decepción, pienso después.

Intento comer algo pero no lo logro. Mi madre me regaña, más preocupada que enfurecida.

— Realmente no puedo tragar nada, me siento terrible — le explico. Me dedica una de sus miradas duras.
— Igual hay que intentarlo ¿O es que te quieres enfermar más? Recuerda en que país estamos.

En realidad no puedo olvidarlo, pienso mientras tomo un poco de sopa, casi obligándome a hacerlo. Siento la piel dolorida y machacada, el cuerpo cansado, la fiebre que viene y va me dejó los labios agrietados. Pero la sopa sabe bien. Tiene ese sabor magnifico de los pequeños prodigios caseros. La bebo, pensando en esta sensación de desamparo que me agota, que me angustia, que me deja sin voz. Me tomo una pastilla de Atamel recordando al doctor pálido que me recomendó hacerlo sólo cuando “no me quedara más remedio”. Pues no pienso aguantar, pienso, la necesito ahora. Me vuelvo a acostar entre las sábanas con olor a albahaca. El dolor de nuevo es un nudo, una pequeño y agudo palpitar.

Una de mis amigas me telefonea para saber como me encuentro. Le explico que a pesar del dolor no me encuentro tan mal y apenas lo hago, ella empieza a contarme su propia aventura como paciente: su cuadro clínico empeoró por razones no muy claras y sufrió una especie de violenta reacción bacteriológica que la confinó a reposo durante casi dos semanas. Me cuenta que en la Clínica donde estuvo recluida, los médicos le recomendaron “paciencia” porque no disponían de los recursos para manejar su peculiarísimo padecimiento. Paciencia, para aguantar los dolores, las crisis de vómito y de cólicos. Paciencia para buscar los medicamentos en los anaqueles vacíos. Paciencia para aguardar la lenta recuperación. Por último, curo a medidas, lo suficiente para volver a casa. Me cuenta que cuando lo hizo, tuvo una extraña sensación de amargura y felicidad. El alivio de los idiotas, le llamó, con un suspiro.

— Y era sólo una bacteria, imaginate que fuera algo más grave — se queja, abatida, cansada, aún débil — enfermarse en este país es una sentencia de muerte a pasos lentos.

La frase me abruma, me asusta. La recuerdo cuando la fiebre me vuelve a subir, entre escalofríos. Pero no lloro: me quedo muy quieta, escuchando el tiempo transcurrir y la debilidad enhebrarse en una idea muy justa sobre mi propia mente. Me pregunto si el hecho de estar enferma es una manera de comprenderme con mayor claridad, y supongo que sí, en medio de este país a escombros, de puertas desvencijadas, de promesas rotas.

Una de mis vecinas me lleva algunas frutas. La escucho a medias, porque la fiebre vuelve a subir. Confusamente sé que me habla sobre que toda su familia sufrió la Chikungunya y que también, están recuperandose. “Pero lo hacemos como Venezuela, con lentitud porque no hay de otra. Te recuperas un poquito, te enfermas un poco más. En algún momento, te sientes mejor pero no sabes por qué”, me dice. Su voz parece hacerse más clara por momentos, después solo es un murmullo. ¿Me lo estaré imaginando? pienso con cierta tristeza. Quizás es así.

Me tomo la siguiente pastilla de acetaminofen. El alivio diminuto en medio de una pequeña circunstancia sin nombre. Alguien me comenta que del Chikungunya nunca llegas a recuperarte, que la fiebre volverá de vez en cuando y los dolores te atormentarán incluso años después. Como está consciencia del país sin nombre, me digo, sin tremendimos ni amargura. Solo una profunda tristeza. Como de esta visión del país roto, entre fragmentos. Dolorido y doloroso. El país que no existe, el país que fue.

C’est la vie.

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