miércoles, 22 de octubre de 2014

El espejo deforme y otras formas de pesadilla.




Nunca fui fanática de la actriz Renée Zellweger: nunca me agradaron sus película o su actuación. Pero forma parte de esa pléyade de rostros habituales de la cultura pop que reconoces de inmediato, sobre todo luego de su éxito como la heroina post moderna Bridget Jones, que la encumbró como símbolo de los terrores, dolores y triunfos de la mujer normal. ¿Quién no recuerda a la deliciosa Bridget, con sus ropa interior enorme y visible, dejando claro que la imperfección es una forma de encanto? Aunque tampoco fui adepta de las películas, siempre aprecié la capacidad de Renée para reírse de si misma, ese humor festivo que la identificaba y que la hacia tan vulnerable y tan cercana. Y es que Renée — o sus personajes, o sus cambios físicos — demostraron que hay algo esencialmente bello en esa comprensión de la mujer imperfecta, de la torpe entrañable. La maravillosa sensación de libertad que te brinda tus propio capacidad para mirar tus virtudes más allá de tus defectos.

Por ese motivo, me asombro y me conmovió la reciente fotografía que mostró al mundo la más reciente transformación física de Renée. En ella, Renée sonríe con timidez, la cabeza un poco ladeada, el cabello rubio teñido a un castaño poco llamativo cayéndole sobre los hombros. Pero lo que desconcierta es que no se parece así misma o al menos, a la imagen que durante años fue poco menos que su sello personal: la mujer que muestra la imagen es tan diferencia a la Renée pública, a la Renée de facciones redondeadas y labios voluptuosos que me lleva unos momentos asumir se trata de la misma persona. La piel del rostro tiene un aspecto tirante sobre los huesos, los ojos perdieron parte de su característica expresión, la sonrisa incómoda tiene un aspecto casi doloroso. La miro, entre sobresaltada y entristecida. ¿Qué ocurrió contigo Renée? Me pregunto como si le conociera, como si haber mirado algunas de sus películas o escuchado alguna de sus declaraciones públicas, nos acercara de algún modo. ¿Qué ocurrió con esa chica regordeta y sonriente? ¿Qué ocurrió con la elegante y delgada beldad que podía reírse de sí misma? La imagen de la mujer incómoda frente a las cámaras de la prensa me resulta casi insoportable.



Porque lo más inquietante de la fotografía, es que Renée parece estar muy consciente que algo ocurrió con su imagen física que la transformó en alguien en más. En un mundo donde la apariencia lo es todo y la percepción estética sostiene tu identidad frente a quienes te miran — te analizan, te juzgan — su radical transformación atemoriza, por lo que implica y simboliza. Y Renée parece saberlo: medio inclinada, como si quisiera evitar los lentes de la cámara, levanta la mano y saluda con un gesto lánguido. Un gesto tan tenso que lo transforma en algo más: Una noción borrosa de lo que pudo haber sucedido y lo que no. Renée avanza, en una secuencia de fotografías donde levanta la cabeza, la inclina en uno de sus habituales gestos. El rostro cada vez más tenso, hierático.

No es la primera vez que Renée se transforma físicamente. Durante la década de los noventa, su talento para construir un personaje sobre su cuerpo — y exigirse en consecuencia — le hizo celebre. Rolliza y risueña, conquistó el mundo de Hollywood dejando muy en claro que podía dejar la piel — nunca un término más exacto — en su interpretación. Pero en esta ocasión hablamos de algo totalmente distinto: la transformación es la más radical que ha sufrido. La más grave, quizás: porque no se trató de una vuelta tuerca a esa búsqueda suya de mostrar la belleza de lo imperfecto, sino de hecho, de calzar en un estándar de belleza que exige una estética muy concreta. Y es que esta Renée, incómoda, rejuvenecida a la fuerza — a sus cuarenta y cinco años, ya es demasiado vieja para los estándares implacables de Hollywood — parece representar esa obsesión social con la juventud, esa mirada durísima sobre la estética y sus parámetros. Esa definición de lo atractivo basado en una idealización perenne de nuestra imagen física. Y es que resulta inquietante pensar hasta que punto Renée se encontró luchando contra su propia biología — un pliegue fugitivo de la piel, la primera cana — y tomó la decisión de llevar a cabo una nueva transformación — la definitiva — en la mujer expectativa, en el rostro necesario para continuar ocupando su lugar de honor en ese Olimpo de Dioses frágiles en el que se empeña en pertenecer. Porque para Renée la década de los cuarenta significó enfrentarse quizás así misma, de una manera totalmente nueva. Y en absoluto gratificante.

Y no es la única. Hace unos años, Susan Sarandon comentó que apenas cumplió los treinta años, comenzó a recibir guiones para ser la “madre de…” en lugar de “la hija de…” y que el trabajo comenzó a escasear. “Llegué a una frontera que nadie en Hollywood sabe muy bien como manejar: La madurez femenina” comentó con cierta ironía en una entrevista que publicó la revista Variety hace un par de años. Un cambio durísimo — pero inevitable — que todas las actrices de Hollywood deben afrontan en algún momento de sus carreras. Porque la vida útil de una actriz al parecer está directamente relacionada con su capacidad para evocar un tipo de belleza cristalina, atemporal, única. Más allá, el terreno se hace borroso, insustancial y también muy duro de afrontar. En una entrevista para Vogue Australia, la magnífica Cate Blanchet confesó que temía “los cambios de la edad” y que le aterrorizaba que sucedería cuando “ya no pudiera fingir era más joven de lo que realmente era”. La oscarizada Meryl Street suele contar, con su habitual buen humor, que continúa actuando porque “insisto en que sólo haré de mujer sexagenaria, blanca y aburrida”. Pero esa noción de la “juventud eterna” no sólo se limita al ámbito de la pantalla grande: el temor hacia la vejez, hacia la imperfección fisica se extiende más allá de los rostros célebres. La obsesión por la perfección estética rebasa la simple concepción de la identidad y lo que resulta más inquietante, la percepción que tenemos sobre nuestro propio cuerpo y personalidad.

Decía Susan Sontag que “Para las mujeres, la belleza es una obligación que forma parte de su identidad sexual”, un lúcido análisis que define a la perfección esa mirada invasiva y dura de la cultura sobre el canon estético personal. “Porque ésta es una sociedad que hace del ser femenino y de la preocupación de ser bella una sola cosa.” Lo más preocupante es que esta condena al ideal de belleza se ha transformado en un ciclo interminable, que se alimenta de la tendencia y esa visión cada vez más despiadada sobre quienes somos y como nos concebimos: Una interpretación a lo Sísifo –no hay cuidados definitivos, las modas cambian, las cirugías deben ser renovadas– que llega a ser un verdadero estigma. “Se define al ser femenino como aquel que se ocupa de su aspecto y luego se lo denigra por frívolo y superficial” insiste Sontag, con una legitima preocupación sobre como nos comprendemos y más allá, como asumimos nuestra inevitable imperfección fisico.

Pero no resulta sencillo asumir que envejeceremos, que perderemos esa aspiración inmediata hacia la belleza ideal. Que perderemos el rostro juvenil, el cuerpo esbelto en detrimento de esa apariencia normal que tanto se estigmatiza y se critica en un mundo obsesionado consigo mismo. Más aún para la mujer, cuya identidad sexual, intelectual e incluso cultural parece formar parte de una interpretación estética muy concreta: se es bello porque se es joven, lozano, la piel fresca, el cuerpo agil y delgado. Si analizamos la visión del Siglo XX, esa insistencia en el canon fisico se hizo incluso más duro que en épocas pasadas: mientras Bogart, Cooper, Brando, Newman, Connery sólo debieron preocuparse por mostrar su masculinidad, virilidad y su cualidad alpha, no debieron someterse a un aspecto físico único. A nadie se les ocurriría exigirle “belleza” o no al menos, esa restricción de la belleza que es tan habitual en el caso de la mujer. Y es que mientras el hombre imponía una manera de ser, la mujer parecía deberse a su aspecto físico: La boquita de Clara Bow, la voluptuosa Bardo, la delgadez de Twiggy, el cabello de Veronica Lake. A nadie pareció importarle demasiado sus opiniones, puntos de vista o personalidad, mientras lucieran hermosas, jóvenes, radiantes. La imagen irreal.

Norma Bertol, profesora de Filosofía, docente de la UBA (Diseño de indumentaria en Arquitectura; Fundamentos del diseño en Comunicación), cree que aquella indicación de los franceses “sois bella et tais tois” (sé bella y callate) sigue siendo parte de esa percepción elemental de lo que se considera bello y lo que no lo es. Eso a pesar, que la mujer inteligente — o la imagen que se tiene de ella — ha comenzado a formar parte del imaginario femenino. No obstante, como diría la escritora Gilian Flynn, hasta eso parece ser una postura social, una forma de “enganchar” la frágil atención masculina. “La chica enrollada, esa que le gusta el futbol, dice groserías y dice siempre que sí no existe sino en la imaginación masculina. Y la mujer que la imita y la hace real a conveniencia lo sabe” declara Flynn en su aclamada novela “Perdida”. Una especie de respuesta general y reacción evidente a los cánones que se se imponen, se insisten, se toman por ciertos. Como diría Pierre Bourdieu en su artículo ‘La condición masculina’, a la mujer le cuesta imponer su temática porque siempre está respondiendo a la masculina. O quizás no se trate de algo directamente sexista y que podamos achacar al siglo XX, sino a la respuesta a esa antigua herencia social que declara a la mujer como una imagen inmutable de belleza y pureza. La mujer parece siempre responder a temáticas masculinas: es la manera de infiltrarse la ideología del poder en un sistema que tiene una idea muy clara — o pretende tenerlo — sobre el deber ser de la belleza.

Y mientras tanto, la edad se convierte en enemigo, el aspecto físico en un prejuicio. Una y otra vez, la mujer termina cediendo a esa mirada furiosa, ambigua, de lo que somos o quienes debemos ser. Como Renée, la eterna Bridget Jones, que decidió no solo re construirse de nuevo, ya no en beneficio de su propia aspiración a la perfección, sino de algo más borroso y doloroso. Una visión a piezas sobre su personalidad y su valor. Una nueva Renée que pudiera calzar en la mirada durísima de una cultura que le exige juventud y que asume como una necesidad irrevocable, su belleza.

A esta hora, la fotografía de Renée recorre el mundo. Hay comentarios de todo tipo, algunos muy hirientes, otro simplemente burlones. Continúo preguntándome hasta que punto somos conscientes de esa cárcel de principios y límites que nos aplasta a diario o como a Renée, que nos hacen transformarnos en una imagen impensable de nosotros mismos. No lo sé, me digo con cierta angustia, quizás la idea se hizo tan habitual y cotidiana que no somos realmente conscientes de su alcance. Lo cual es más inquietante y peligroso de lo que se pueda suponer.

C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario