martes, 28 de octubre de 2014

Crónicas de los pequeños dolores: El país perdido.




Mi amiga Sofia me dedicó una de sus sonrisas traviesas desde la pantalla del Skype. Levantó la caja envuelta en regalo y la sacudió.

— Entonces ¿Ya la puedo abrir?
— Abrela.

Rasgo el papel de colores con que yo misma había envuelto la caja con aire festivo. Miro el cartón con una expresión casi socarrona. “¿Esto es todo?” bromeó. Aguardé, conteniendo las ganas de reir.

— Te va a gustar.

Abrió la caja. Miró su interior en silencio por un par de minutos. Me impacienté. Quería escuchar su reacción, la había estado imaginando desde que toda aquella pequeña aventura había comenzado. Sacó las dos pequeñas latas de diablito con un gesto lento, casi ceremonioso. Las sostuvo frente a la pantalla, con los ojos muy abiertos y sorprendidos.

— Diablitos.
— Para tu arepa.

La travesía de esas pequeñas latas de diablito había comenzado justo un atrás, cuando Sofia y yo habíamos sostenido nuestra primera conversación desde que viajó a Sidney, Australia, hace siete meses. Me habló de la experiencia desconcertante de vivir en un país por completo distinto al nuestro, de reconstruir todas sus expectativas a futuro, personales y profesionales desde un punto neutro y desconocido. Del impacto del choque cultura, de esa soledad dolorosa de no reconocer ningún elemento de lo que te rodea, de ser incapaz de conectarte emocionalmente al lugar que te rodea. Una experiencia que la había dejado agotada, herida pero consciente de la decisión que había tomado. Una nueva perspectiva sobre sí misma.

— A veces te sientes tan aislada que te resulta insoportable mirar a tu alrededor. No comprendes bien el idioma ni tampoco las costumbres. Es un eterno vaivén entre los sobresaltos, las sorpresas, los errores, los temores — me explicó — recuerdas con tanta claridad a casa, los olores y sabores, que te parece incluso más real que lo que te rodea. La ilusión de la distancia.

Suspira. Su pequeña habitación está repleta de fotografías: familiares, de amigos y parientes. Paisajes de Venezuela, una pequeña colección de instantáneas de Caracas, al anochecer, muy temprano en la mañana. Una imagen del casco histórico de la ciudad, pintoresco y rudimentario. A través de la pantalla borrosa del Skype, la colección de recuerdos tiene un aspecto brumoso, como si todos se confundieran en una única imagen, en esa necesidad casi desesperada de Sofia, por conservar un trozo del país que forma parte de su historia pero ya no pertenece a su futuro. El silencio se hace largo, interminable, herido por la nostalgia.

— ¿Sabes lo que más extraño a veces? — me pregunta entonces. No puedo verla con claridad pero sé que llora. No son lágrimas abundantes, ni tampoco el llanto libre y visible. Es ese llanto contenido, de labios apretados, de ese leve ardor angustiado de la comisura de los ojos entrecerrados. El llanto de quien no quiere llorar — las pequeñas cosas. Ni siquiera las grandes. No extraño ni la ciudad, ni el idioma, ni el clima. Extraño el olor del café de mi mamá en la mañana, a mi papá serruchando sus maderas todos los días. La arepa de diablitos en la mañana.

Sofia decidió emigrar luego que la empresa donde trabajaba fue expropiada. Ingeniero de profesión, intento conseguir empleo en varias instituciones del Gobierno, pero su militancia política se lo impidió. O esa fue a la conclusión que llegó luego de intentarlo por enésima vez y no recibir una llamada. Llamó a sus contactos de toda la vida, a los amigos de la Universidad, conversó con profesores y antiguos compañeros de estudio. La mitad había abandonado el país, la otra mitad también estaba desempleada. El panorama se diluyó en la incertidumbre, en ese país quebradizo que es una amenaza más que una promesa.

Le costó tomar la decisión. Es hija única de padres ancianos: ambos trabajan en la vieja carpinteria familiar que aún, les permite subsistir con cierta dignidad. No obstante, le llevó mucho esfuerzo remontar la culpabilidad, intentar manejar ese dolor silencioso del que debe tomar una decisión a pesar de todo lo que puede significar. En una ocasión, me comentó que asumir debía emigrar fue como perder un fragmento de si misma, como comprender que el país te cierra la puerta en la cara.

— Un portazo. Seco y simbólico. Esto es todo, vete de aquí. No te necesitamos.

Finalmente y luego de meses de esfuerzo, viajó a Sidney. Le despedí junto a sus padres: la última imagen que tengo de ella es su expresión seria, la tristeza tan cercana a la superficie que casi la agobia, la derrumba. El último abrazo fue rápido, seco. No me miró a los ojos. Tomó su maleta y se alejó, con los hombros rígidos y la cabeza inclinada. El paso rápido. Su mamá la miró, con esa calma plomiza de los padres huerfanos.

— Le va a ir bien a mi muchacha — me dijo. Le apreté la mano, sin saber como consolarla. De pronto el aeropuerto me pareció enorme, interminable, una enorme llanura de puro desconsuelo.

Le fue bien a Sofia. Pronto consiguió un empleo en una pequeña tienda de electrodomésticos de la ciudad y después, en una librería. Recibí un par de correos suyos “Sobrevivir cuesta que jode, pero se logra. Al menos sabes que no tienes que sobrevivirle a la ciudad ni al prójimo en la calle” me contó. Pero se negó a las llamadas, a las largas conversaciones virtuales. “Tengo que lograrlo, gorda. Tengo que avanzar o me devuelvo. Estoy exhausta de recordar”. Me contó en frases sencillas y rápidas la vida en la nueva ciudad, sus noches espejadas, su perfil moderno de nueva frontera. Me contó los traspies del idioma — “¿Como se puede insultar sin un pendejo”? — , la lenta adaptación. Finalmente, la conversación vía la tecnología, las risas, esa lenta tristeza que le llevó meses admitir le abrumaba.

— No sabes que es estar solo, hasta que pierdes al país y ya no es otra cosa que un nombre. Un lugarcito en el mapa. Mira, aquí viví. Sólo un nombre.

Compro las latas de diablito con una sensación casi de urgencia. Me rodea una larga línea de anaqueles vacíos, arrasados por el país real, por esta crisis sin nombre que avanza con lentitud de pesadilla. En una ocasión, apenas unas semanas a punto de irse, Sofia me dijo que la imagen de los supermercados vacíos por la escasez le provocaba un tipo de pánico dificil de explicar “Es como una guerra, que nadie sabe cuando se declaró”, me comentó. Lo pienso, mientras sostengo las latas entre las manos. Solo quedaban cuatro y las compré todas. Me pregunto si me pediran deje algunas. De la escasez, pasamos a la restricción. De la restricción al control. Por el bien de todos. La frase me produce escalofríos. ¿Cual es el limite de esta sensación de abandono?

Introduzco en la caja las cuatro latas de diablitos, una de Harina precocida. Un poco de café, el de la casa. La mamá de Sofía me dedica una de sus sonrisas dulces.

— El café de la casa tiene su historia, ¿Sabe mija? — me explica — lo compro todas las semanas en Quinta Crespo, en el mismo Kiosko. Ya van viente años. El grano. Porque lo muelo yo. Aquí en la casa. Todas las mañanas. Y le agrego albahaca. Un hojita seca. Por eso huele así.

Levanta el puñado de polvo recién molido y me lo acerca al rostro. El olor me envuelve, tan fresco y radiante que me hace sonreír. Ella me guiña un ojo, entusiasmada.

— El café en esta casa es un ritual. Seguro a mi muchacha le hará bien recordar eso.

Habla de Sofia con una conmovedora dulzura, como si aún fuera la niña de las fotografías colgadas en la sala, con su sonrisa desdentada y el cabello en desorden. Sofia, riendo en el parque zoológico Caricuao, con un grupo de niños (estoy entre ellos, medio escondida y sorprendida por el ojo curioso de la cámara). Sofia, en el colegio, levantando una medalla dorada con orgullo. Sofia, en toga y birrete, abrazando a sus padres ancianos en la puerta del Aula Magna. Sofia, la ausente, la querida, la recordada. Sofia, para siempre.

Envuelvo la caja en mi casa. Incluí además del diablito, la harina precocida y el café, una fotografía. La única que conservo de ambas en la niñez. Corriendo con los brazos sobre la cabeza en el Parque del Este, maquilladas por carnaval. Teníamos…¿Cuantos? ¿Doce años? ¿Un poco más? ambas con las mejillas llenas de churretes de maquillaje barato, el cabello despeinado, las manos abiertas hacia el sol de la tarde caraqueño. No recordaba esa fotografía, supongo que ella tampoco. La encontré traspapelada entre uno de los libros del colegio, un pequeño fragmento de quienes fuimos, de esa esperanza niña y frágil que por tanto tiempo fue el símbolo de este país adolescente. La incluyo entonces. “Caracas, siempre será este día”, escribo al dorso, con mi caligrafía nerviosa y casi ilegible. Se me llenan los ojos de lágrimas al escribirlo. Me pregunto cuando comencé a aceptar que perdí el país que recuerdo.

No conozco a nadie que pueda llevar mi paquete a Sidney. No quiero enviarlo por un servicio de envío — no sé incluso si puedo, en este país lleno de restricciones y limitaciones —, así que me dedicó a preguntar. Alguien me comenta que su primo conoce a un futuro emigrante a Adelaide, que quizás pueda hacerme el favor, porque debe hacer una parada obligada en Sidney. Una llamada tras otra. Resultó que el primo sólo conoce de nombre al futuro pasajero. Uno de tantos emigrantes en la oficina que trabaja. Me dice que le pregunte, que igualmente puede ser lo acepte. Incómoda y nerviosa, telefoneo al desconocido, que me escucha sorprendido.

— Una caja con diablitos.
— Y café, Harina Pan y una foto.

Le explico de Sofia, lo muy buenas amigas que fuimos en la infancia, lo mucho que significó su apoyo en muchos momentos de su vida. Lo hago entre tartamudeos, avergozanda de explicarle a un completo desconocido una imagen tan intima de mi vida. Pero lo hago igual: todos somos dolientes de este país de ausencias, de abandonos, de puertas abiertas, de habitaciones silenciosas. Me escucha con amabilidad, duda un momento, me explica de sus maletas, del límite de peso, del voluminoso equipaje. Después me dice que debe consultarlo con su esposa. “Tu caja significa algo que debemos dejar” me explica “y ya estamos dejando el país. No sé si pueda dejar otra cosa”.

Le agradezco la intención. La caja espera por la respuesta en la mesa de comedor de mi casa. La miro, tan pequeña, tan frágil. Como si contuviera más que objetos, algo más intangible. Un poco de la línea verde del Ávila, el cielo azul de Caracas, el bullicio de la calle de la ciudad, la historia de todos los días. Cada pedazo de historia olvidada y recordada. De quienes se van, de quienes pierden algo tan duro y privado que dificilmente pueden recuperarlo de nuevo. Espero, preguntándome como enviar ese mensaje a otro continente, al otro lado del mundo. “Contínuamos aquí, a pesar de todo”.

— Mi esposa dice que la llevamos. Dejamos un par de cosas y ya — me dice el desconocido amable. Rie cuando me escucha agradecerle entre risas y gritos — quiere hablar contigo, mi esposa.

Espero con la bocina del teléfono pegada a la oreja. Ella me saluda con una voz amable y cálida. “Quería decirte que me hiciste sonreír con toda esta historia de la caja” me explica. Parpadeo, sin saber que decir.

— ¿Por qué?
— Porque pensé que la historia termina con el avión que se eleva — me dice. Se calla, la escucho suspirar — pero continúa verdad. No hay olvido, ¿cierto?
— El país se lleva a todas partes, supongo.
— Eso quería escuchar.

De manera que también los acompaño el día de su despedida, aunque no lo conozco de nada. Pero me invitan a un café amargo y me explican su travesia: Australia, para comenzar una nueva vida, luego un asalto a mano armada, de un balazo que casi fue mortal. Él me enseña la cicatriz del antebrazo como una herida de guerra.

— Después de esto, no pude perdonarle otra cosa a Venezuela.

Nos despedimos con un abrazo cariñoso, como solitarios en medio de una enorme llanura de desesperanza. Ella levanta su bolso de mano, donde guardo mi caja y sonríe.

— Llevo tu mensaje.

Tardó más de tres semanas en llegar. Mis desconocidos amables tuvieron todo tipo de problemas y sobresaltos en la larga travesía, pero finalmente Sofia recibió la caja, maltrecha pero aún bien envuelta en sus manos. Me cuenta que la sostuvo y aunque no sabía que era, supo que era valioso. “Escuché a Caracas allí, como si me hubieses mandando una ráfaga de voces”.

Reímos en voz alta, cuando ella prepara la primera arepa entre lágrimas. Tiene una forma levemente deforme pero es una arepa, la primera que comerá luego de siete meses de ausencia. La deja reposar en el improvisado budare de la cocina y sus compañeras de cuarto la miran curiosas. “¿Puedo probar?” pregunta una. Otra dice que el olor de café “es toda belleza” y alguien sostiene el paquete de Harina Pan con cierto asombro. “Todo un tesoro Venezolano, ¿verdad?”.

Sofia se sienta frenta a la computadora con el plato y la arepa. Toma el jamón endiablado, el mismo de las fiestas infantiles, de la adolescencia lejana y la rellena. Sigue riendo y llorando, las lágrimas ahora bien visibles. Sacude la cabeza. “Estas loca, mira que hacer a esa pobre gente traerme eso desde Venezuela”. Me encojo de hombros, lloro también. Aguardo el momento.

Cuando le da el primer mordisco, de pronto tengo la impresión que de nuevo somos dos niñas, como la de la fotografía que ahora cuelga en la pared. Sólo dos niñas libres, de brazos alzados hacia el sol. Dos niñas sin recuerdos ni penurias. Dos niñas que viven en un país que no existe, que se recuerda a medias. Sofia mastica, con los labios apretados. Aún no deja de llorar, ni creo que quiera hacerlo. Quizás lo hace con libertad por primera vez en meses. Quizás finalmente el hogar, está aquí, en este espacio sin nombre de pura nostalgia.

— ¿Que tal sabe?
— Para la mierda. Pero es diablito. Es el mejor diablito del puto mundo. Y eso es suficiente.

Sofia continúa comiendo, mientras bromeamos y reímos. Y de pronto la distancia es mucho más corta, mucho menos significativa. Y sin embargo existe, en medio de este gentilicio roto, a medias, quebrantado por esta melancolía agría que no tiene consuelo. Finalmente nos quedamos en silencio, abrumadas un poco por esa sensación de extravío, de trozos perdidos de una historia en común.

— Hay veces que el país que recuerdo es más cercano que el real — me dice entonces. Muevo la cabeza, comprendiendola. Conozco la sensación, de la Venezuela que fue, la que pudo ser, rondando en mi imaginación, en medio de la incertidumbre — es dificil asumir que sólo se trata de lo que quiero recordar de ella.

No respondo. Más tarde, en la oscuridad, en medio de mi insomnio angustiado, me pregunto otra vez como será mi despedida. Que extrañaré de este país que ya no reconozco, de este país que no me quiere, no me acepta, que no me reconoce como parte del gentilicio. O quizás que simplemente no puedo aceptar como mio. No lo sé, me digo, con las lágrimas cerrandome la garganta, esas anónimas, las que se contienen. Quizás sólo se trate de conservar lo esencial, incluso en esa fractura dolorosa, de comenzar de nuevo un trayecto bajo tierra nueva. Cual sea la respuesta, seguramente no será sencilla, pero si visible, en esa decisión que estoy tan cerca de tomar.

C’est la vie.

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