sábado, 11 de octubre de 2014

De la mirada infinita y otras formas de transcendencia. Historias de brujería.




En una ocasión, mi amiga Flor me preguntó a que le temía. Era un tema muy serio: ambas habíamos discutido hasta el cansancio sobre la oscuridad, los perros grandisimos, los automoviles que hacian mucho ruido en la calle, incluso los sonidos sin explicación durante la noche. Pero en esta ocasión Flor me lo preguntó con el rostro trémulo, la barbilla temblandole. Tenía fiebre muy alta, el cuerpo dolorido y tosia con fuerza.

- ¿A que le tienes miedo Agla? - me preguntó de nuevo, porque no le respondí la primera. Nos encontrábamos en una habitación pequeña de una clinica privada y ella llevaba una cánula intravenosa en la muñeca derecha. Hacía dos días, lo que había sido un resfriado se había convertido en algo más y Flor había enfermado mucho. Ahora estaba sentada al lado de su cama, mirándola tan frágil, con sus ojos verdes tan radiantes y siempre llenos de curiosidad, muy apagados y tristes. La cabeza hundida entre almohadas, los labios resecos. Sentí deseos de llorar, pero no lo hice. Los reprimí como mejor pude y traté de pensar en su pregunta.

- ¿Pero miedo cómo? - le pregunté. Ella se encogió de hombros y volvió a toser.
- Miedo de ese que te da escalofríos, que te hace sentir angustiada - me insistió - ¿que te lo da?

La miré, tan pálida y pensé inmediatamente, con esa crudeza de la infancia "verte tan enferma. Tengo miedo que te pase algo y no puedas volver a la escuela. Que no dejes de toser y ya no puedas venir a casa a jugar conmigo. Que ya no podamos hablar, gritar y reirnos. Tengo miedo de no entender que te ocurre. Tengo miedo que ya no estés más en mi vida". Pero no le dije eso, claro. Uno no le dice esas cosas a la gente que está enferma, a la gente que amas y a la que tratas de sonreirle en vez de llorar. Uno no le dice eso a quien quieres, a quien deseas ver recuper la salud muy pronto, a quien le tomas la mano caliente esperando que esté de nuevo tibia y sana. De manera que me encogí de hombros, un gesto inconcreto y confuso y sacudí la cabeza.

- Le tengo miedo a lo que no entiendo - susurré. Porque no entendía el motivo por el que Flor estaba allí tendida, tan frágil y vulnerable. No encontré una manera de explicarme como una niña de mi edad, tan sana, tan llena de energía, estaba temblando de fiebre sobre la almohada. Y el pensamiento me llevó a otros, más inquietantes aún: ¿Por qué se enferma la gente? ¿Por qué debe sufrir? ¿Por qué estamos tan solos en ese dolor? ¿Por qué somos tan vulnerables? ¿Por qué la naturaleza nos hizo tan cercanos a la enfermedad y al sufrimiento? No lo pensé con esas palabras claro: sólo tenía diez años y el mundo me sobrepasaba en significado y complejidad. Pero sí pensé en los rostros de las personas que había visto en la Clinica al visitar a Flor, en los ancianos agotados, en los hombres pálidos, en las mujeres inclinadas agotadas sobre los brazos de sus hijos. ¿Por qué la naturaleza nos hizo débiles? ¿Por qué nos lleva tanto esfuerzo enfrentarnos a nuestra propia fragilidad?

- ¿Como las matemáticas y esas cosas? - preguntó Flor desconcertada. Sonreí, para ella, porque no tenía ganas de sonreír. Tenía tanto miedo que me dolían los dedos de las manos, donde vivían las palabras. Me dolían los hombros de llevar esta preocupación como un peso real. Pero por ella, claro que sonreía, aunque mi cara le costara esfuerzo obedecerme, aunque me angustiara el sólo pensar en que debía ocultar las lágrimas tan cercanas, el sabor del miedo. Lo hice igual y Flor sonrío también - eres una loca.
- Tu también estás loca.
- Somos dos locas entonces.

Reímos. Ella tosió de nuevo y entonces entró la enfermera. La visita había terminado. Me despedí de Flor, aterrorizada de salir de la habitación y dejar de mirarla, aterrorizada de volver al mundo donde ella podía no estar, lejos de las cosas que nos pertenecían, de las galletas, los libros de cuentos, el sabor de las galletas, el ruido de la calle entre nuestras risas. Mi abuela me esperaba afuera, junto a la madre de Flor. Ambas me sonrieron con cariño. La mamá de Flor me agradeció haber venido y me acarició la mejilla con sus dedos fríos y preocupados. Mi abuela sólo me miró.

- Flor se va a recuperar - me dijo después. Me miró desde el retrovisor del automovil del abuelo. Sonreía - se va a poner fuerte y sana pronto.

No respondí. Miré por la ventanilla, a los árboles radiantes, el cielo tan azul que dolía. Los hombres y mujeres que caminaban por la calle, todos esos desconocidos que también podrían enfermar, como yo, como todos. De pronto, el mundo me pareció un lugar peligroso, extrañamente amenazante, aunque no podría explicar por qué. No se trataba sólo del hecho que cualquiera de las personas que veía - y yo misma - podíamos enfermar, sino de algo mucho más doloroso y confuso, que no podía poner en palabras, que no sabía como expresar. De manera que seguí muy derecha en el asiento trasero, aferrada al cuero oloroso con los dedos tensos, mirando por la ventanilla.

- La bronquitis suele ser un poco fuerte, pero si te cuidan te curas bien - insistió mi abuela - Flor está en manos de médicos competentes. Muy rápido, estará sana y contenta.
- Pero volverá a enfermar ¿verdad? - pregunté entonces. Lo dije con mucho cuidado. Con las palabras doliendome en los labios. Y ¡Ay con las lágrimas! Estaban cerquita de la mejillas, tan reales. Me quemaban la piel. De pronto, no pude contenerlas - todos vamos a enfermar, a morir. Todos...

Las lágrimas me sofocaron, me dejaron sin voz. Y lloré por todo el rato que había tratado de contener las lágrimas para Flor, para su madre, para mi misma. Lloré con miedo, con una sensación de fragilidad y dolor que no recordaba haber sentido antes. Con los puños apretados contra los ojos, los labios temblandome. Que sufrimiento tan pequeño y tan descarnado, ese de descubrir que todos vulnerables, que el dolor es tan cercano y el miedo tan real.

Mi abuela detuvo el automovil. Lo escuché más que verlo. Me negué a  mirar a ninguna parte, a decir nada más. Con los puños apretados contra los ojos, me quedé muy quieta, mientras las lágrimas limpiaron la angustia, lo purificaron, me aliviaron con ternura. Por último suspiré, sacudí la cabeza. Miré de nuevo el mundo. La ciudad entraba a raudales por la ventana, con sus sonidos, su curioso olor entre agrio y vital, esa brillante colección de colores y de matices. Sacudí la cabeza, avergonzada, cansada.

- Tengo miedo que Flor enferme tanto que ya no pueda jugar - murmuré, mirandome las rodillas llenas de raspones. En realidad, lo que quería decir era que temía que Flor no se recuperara nunca, que languideciera todos los días por venir, entre almohadas blancas, con el cabello despeinado sobre los hombros, los labios secos, la mirada triste. Había otra posibilidad incluso más horrible, dolorisíma, al borde de esa. Dibujandose al límite mismo de lo que me atrevía imaginar. El miedo tan cerca, rozándome. Recordandome su existencia,  su rostro en la realidad.

Mi abuela se volvió para mirarme desde el asiento delantero. Una de sus miradas largas y dulces, como si no solamente me contemplara sino también tratara de entenderme. Me gustaba esa forma de mirar suya, tan plácida, tan cálida, tan intima. Con los pliegues de las arrugas alrededor de los ojos un poco fruncidos, la boca relajada. El cabello cobrizo cayendole sobre los hombros, despeinado y abundante como el mio. Sonreí, aunque no quería. Sonreí, sólo para ella.

- ¿Te parezco una tonta?
- Me pareces una buena amiga preocupada por otra.
- ¿Se va a morir Flor?

Allí estaba: en palabras y en horror, lo que vivía al borde de mi miedo, lo que carcomía las líneas de mi mente, las volvía algo más terrible e insoportable. Me horroricé de haber dicho algo semejante en voz alta, pero también me alivió, de algún modo extraño y desconocido que no me expliqué. Mi abuela continuó mirándome - la luz del sol brillando en sus ojos - y luego extendió la mano. Apretó la mía con calidez.

- La muerte es una idea que nos acompaña siempre, mi niña - dijo - y nadie puede decirte cuando morirá alguien más, incluso cuando será la suya. Pero si puedo decirte que estoy casi segura que Flor se recuperará muy pronto. Es joven, fuerte, llena de energía. Lleva la vida en las venas.

Apreté su mano con fuerza, temblando.  Me asustó ese "casi" suyo, como si no pudiera asegurarme del todo que Flor se pondría bien. Pero me gustó que me lo dijera, que no me lo ocultara. Eso quería decir que Abuela respondería cualquier cosa. Que me diría la verdad en lo que le preguntará.

- ¿Vas a morir tu también?

Lo dije en un susurro, pero dolió lo mismo que si lo hubiese dicho a gritos, con la angustia que me abrumaba. Abuela suspiró y miró nuestras manos: la suya grande con las uñas laqueadas de un bonito color rojo, la mías pequeñas, regordetas, de uñas sucias y cortas. Y tuve la impresión que había algo en esa imagen pleno de significado, de dulzura. Lo supe muy claro aunque no pudiera entender qué podría ser o como podría explicarlo. Pero la sensación me recorrió, clara y real. Algo a medio camino entre el amor, la ternura y el desconcierto. Muchos años después, pensaría que quizás esa sería el primer pensamiento adulto que tuve en mi vida, esa noción de nuestra vulnerabilidad, del dolor de asumirla y el valor de la verdad al comprenderla.

- Sí, mi niña - dijo por último. La voz clara y firme. No tenía miedo abuela - moriré. Pero antes, habré vivido muchos años, plenos, verdes, radiantes, fértiles. Muchos años de tus sonrisas, del olor de las cosas buenas, de tardes cálidas y amaneceres vibrantes. Viviré espero, para verte crecer, para asombrarme de cuando has cambiando, para sonreírte al verte soñar. De manera que sí, moriré, pero habré vivido tanto que será como ir a dormir, como ir a descansar.

No le solté de la mano. Era un momento importante. No sabía por qué, ni tampoco podía explicarme que lo hacia tan preciado. Pero lo era. Lo sabía por el olor de las Acacias de la Plaza cercana, por el brillo tan radiante del sol en los cristales de las ventanillas. Por el sonido de la voz de mi abuela. Era un momento diáfano, extraordinario, inolvidable. Uno de tantos, uno de cientos. Una historia a punto de comenzar.

- Pero antes ¿Vivirás con una sonrisa? - pregunté. No lloré. Quería hacerlo pero no lo hice. Sólo me aferré a su mano - no me dejes, quiero sentirte, para recordarte después, si es que llegas a no estar - y la miré. Su rostro hermoso, que parecía simbolizar todas las cosas bonitas del mundo. Esa visión tan querida, que era cada cosa importante en mi vida - ¿Vivirás...?

- Viviré claro. En brujería, mi niña, hay una historia de una bruja que miraba a la Luna con temor, preguntándole siempre sobre la muerte. Le temía, el preocupaba. Y no sólo la suya, sino la de todos los que amaba. De manera que le preguntaba a la Luna ¿Cuando moriré? Pero la Madre Blanca no le respondía. La bruja entonces pensó ¿Quizás deba preguntarle cuando sea mayor? Y esperó: se hizo una mujer que amó aún más el mundo, a los hijos que nacieron de su vientre, al hombre con el que formó una familia. Siguió preguntándo: ¿Cuando moriré?. Finalmente, cuando era muy anciana, con el cabello blanco, miró hacia el firmamento y sonrío: "Ya entendí lo que querías decirme: viviré para siempre en cada instante que me haga feliz. Cuando llegue la muerte, ya no pensaré en lo que podría perder, sino en lo que gané".

Escuché la historia asombrada. Imaginé a la bruja niña, a la joven, a la anciana. La imaginé bajo la Luna, con los ojos muy abiertos y asombrados ¿Moriré? y me pregunté cuantas veces yo preguntaría lo mismo en el futuro, cuantas veces tendría temor. Y cuantas veces tendría esa respuesta sutil, del olor del viento, de las carcajadas, de los buenos momentos vividos y lo que vendrían más allá. Porque quizás, me dije, sin soltar la mano de la abuela, vivir es un arte. Vivir es un sueño. Vivir es un privilegio. Vivir es magia.

- Vivir es una aventura - dijo mi abuela - cuando lo aprendes, cuando lo recuerdas, la sospecha de la muerte no es tan importante como eso.


La ciudad a nuestro alrededor. Viva, tan viva. Con su montaña verde más allá, la línea azul del cielo rodeandolo. Y ese mundo que se eleva en todas direcciones, esa posibilidad. Pensé en todas esas cosas, en las que soñaba e imaginaba, en las que deseaba vivir, en cada momento a punto de ocurrir, cada posibilidad, cada idea. Comprendí, en ese susurro de la vida que corre, de la vida que se crea a cada paso, que cada día es una lección, que cada momento una nueva mirada al mundo. ¡Y que sensación esa, la de sentir el poder de sentir y creer! ¡De admirar la belleza, de pensar es posible la esperanza! Con los ojos muy abiertos y asombrados, con la nariz pegada al cristal del automovil de mi abuelo, pensé que la vida era mucho más que el temor o la incertidumbre. Que había mucho más que descubrir, preguntar, paladear que ese borde doloroso de las lágrimas o de las palabras a punto de olvidarse. El poder de crear, la capacidad de construir. El vuelo alto del espíritu radiante.

- ¿A las cucarachas? - Flor me dedicó una de sus miradas radiantes. Caminábamos en el jardin antipático de mi abuela. Se había recuperado pronto, a pesar de que aún se le veía pálida y cansada. Pero aún así, la vida en ella era radiante, con la piel coloreada por el sol, el sudor cayendole en churretones por el cabello mal peinado. Y que delicia, ese sol del verano ardiente y eterno de Caracas, esa calor fértil, los pies hundidos en la hierba que crece, el olor de la tierra húmeda a nuestro alrededor. Viva, pensé, distraída, riendo en voz alta. Tan viva. La esperanza tan cercana, el temor relegado a un lugar pequeño y poco importante de mi mente. Tan viva ahora mismo, más allá de la incertidumbre. Viva, a pesar del temor.
- Sí. ¿No les tienes miedo tu? Son horribles y asquerosas.
- Pero ¿Que te van a hacer?
- ¡Pueden subirsete encima, colgarsete en el cabello!
- ¡Te las puedes quitar!
- ¡Que asco!
- ¡Cobarde Agla!- Flor soltó una carcajada y me arrojó una piedrita. Huí, riendo, con los brazos sobre la cabeza, corriendo por el jardín en flor, con el calor del sol entre las manos, la risa a carcajadas naciendome en los labios como una promesa - ¡Cobarde!

Reí y reí, en esa tarde interminable con las horas coloreadas de sonrisas. Con la luz del Ávila brotando verde y viva desde la Linea lejana con olor a mar y a montaña espléndida. Reí, por todos los sueños a punto de cumplirse, por todas las cosas a punto de nacer, por cada palabra que me recuerdaría el mundo. Por la posibilidad de crear.

Tan viva, como la Tierra bajo mis pies, el cielo sobre mis dedos. La caricia del sol sobre mi rostro. Un mundo nuevo, a punto de nacer.

C'est la vie.

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