jueves, 16 de octubre de 2014

Las crónicas del cojo: Día diez.




Definitivamente, no me llevo bien con las medicinas, o es parece sugerir las reacciones de mi cuerpo luego de ocho días de contagiarme de Chikungunya. Los dolores han disminuido, la fiebre desapareció, pero aún necesito tiempo para recuperar la salud. Un largo tiempo, según todos los indicios. Un largo tiempo en que me encontraré débil, exhausta, un poco confusa. Dolorida, seguramente. Para eso entonces, debo tomar toda una combinación de medicamentos que aseguren pueda superar lo que mi médico llama “la etapa intermedia” del Chikungunya: dolores, algún que otro cuadro febril esporádico, comezón cutánea, debilidad general, descenso de indicadores sanguíneos. En otras palabras, sanar por completo me llevará unos cuantos meses y cuidado. La idílica idea de dejar que la naturaleza haga “lo suyo” — lo que sea que quiera decir ese término — está más que descartada.

Eso, en un país con una preocupante escasez de medicinas. El pensamiento me agobia mientras recorro farmacia tras farmacia buscando los medicamentos que necesito. Lo hago con esa sensación de irrealidad y de frustración que me produce el anaquel vacío, el “No hay” de turno. En dos lugares distintos me han asegurado que el acetaminofen “no llegará en un buen tiempo” y que la vitamina B12 “puede ser no se consiga dentro de poco”. Me lo explicaron, casi en el mismo tono de cansancio, dos farmaceutas distintos, una mujer y un hombre de pie frente a un mostrador vacío y rodeado de estanterias arrasadas.

— Chikungunya ¿No? — pregunta el segundo de ellos, el hombre. Tiene un rostro afable y arrugado. Le conozco desde hace algunos años: su farmacia es una de las que visito con relativa frecuencia para comprar chucherias, artículos de tocador y sólo ocasionalmente medicinas. No se trata de un local al ramo, sino uno de esos muy antiguos, con sus anaqueles de cristaleria y candado, mesón de madera e incluso una pesa de metal muy vieja. Me dedica una mirada preocupada — vaya con ojo.

— Lo intento, me preocupa es… — Me preocupa todo, en realidad. Me preocupa que el cuadro médico que sufro no es sencillo, ni tampoco simple. En realidad es una mezcla muy preocupante de factores de riesgo de los que nadie habla: porque en realidad la Chikungunya, más allá de una fiebre tropical, es un padecimiento crónico, que puede agravarse con el tiempo o simplemente, tener sintomas dificiles de erradicar. Todo eso, en medio de la peor crisis de desabastecimiento médico que recuerde el país, con un protocolo sanitario retrógrado que parece ignorar las mínimas medidas sanitarias. Hace poco leí que es probable en unos meses, todos los Venezolanos hayamos sufrido Chikungunya. La frase me desconcertó y me pareció exagerada. Ahora no estoy tan segura.

— Le preocupa lo que a todos: que este país es un paciente más, uno muy grave, que no ha recibido atención médica y que sufrirá de una violenta recaída a la menor oportunidad — dice el farmacéutica — preocupa que epidemias erradicadas hace décadas en todos los países del mundo, ahora estén literalmente fuera de control. Eso no sólo preocupa, asusta.

— ¿Por si viene algo peor? — lo pregunto con intención, con ese temor paranoico que vengo sintiendo desde que la alerta de Ébola se hizo mundial. No puedo dejar de pensar en lo depauperado de nuestro sistema de salud: los hospitales arrasados, carente de la minima infraestructura, los protocolos de control biológico tan antiguos que son incapaces de afrontar una emergencia real. Hospitales y clínicas trabajando al mínimo de su capacidad debido a la crisis económica y de insumos. ¿Como puede afrontar un país en una situación semejante una crisis epidémica de proporciones imprevisibles? ¿Cual sería la estrategia de un gobierno obsesionado con la política y la ideología ante un flagelo real, cuya mortalidad rebasa la tasa del 50% de los infectados proteger a la población? La sola idea me produce escalofríos, me provoca un vértigo de miedo que no puedo disimular. El farmaceuta suspira, como si no necesitara le explique lo que pienso para comprenderlo a cabalidad.

— Si viene algo peor, encomiéndese a Dios. Dudo en realidad que tengamos alguna otra ayuda que la Divina — sentencia. Me extiende la pequeña bolsita con una caja de acetaminofen (me cuenta que le quedan sólo unas cuentas y las guarda para sus clientes habituales) y varias capsulas de vitamina b12. “Eso le va a mejorar los dolores. Tome mango y mucho liquido” me recomienda además. Lo acepto todo — las medicinas y el consejo — y me quedo un minuto de pie, mirando su viejísimo anaquel de madera y cristal vacío. De hecho, toda la farmacia tiene un aire destrozado, como si fueran los últimos escombros de lo que había sido. Cuando era más jovencita, me encanta fotografiar ese lugar tan curioso, con su aspecto viejo pero tan robusto, como si fuera a estar allí para siempre, como si formara parte no sólo de la historia de la calle donde vivo, sino de la mía propia.

— ¿Va a sobrevivir más tiempo? — de verdad, intenté no preguntarle eso. Intenté contenerme, no mirar el piso de granito opaco, las puertas cristaleras oxidadas, el mostrador de llave vacío y polvoriento, pero no puede evitarlo. De manera que espero, avergonzada, con mi paquetito entre las manos, los labios apretados de incomodidad. El farmaceuta me contempla y se encoge de hombros. Me sorprende cuando sonríe. Una mueca maliciosa, lenta. Un poco borrosa.

— No creo. Ya a este local le llegó “lo más grave” — me responde con toda sencillez. Sin tapujos, sin ocultar nada. Hace un gesto que abarca el local, la puerta abierta. Esto es lo que somos, parece decirme, aquí hemos llegado — no sé cuanto tiempo podamos seguir abiertos sin medicinas y no sé cuanto tiempo pase hasta que venda lo último que nos queda en inventario.

No sé que decir. Siento un terror ciego e inexplicable, como si la posibilidad que ese lugar cerrara sus puertas significara algo en mi vida. Quizás es así: recuerdo la primera vez que lo visite. Era una adolescente malcriada que quería fotografiar. Y lo hacia con esa grácil necedad de los muy jovenes. Así que fotografié la vitrina, la puerta corredera, el techo con su letrero de neón. El farmaceuta, que por entonces tenía el cabello castaño y no usaba lentes, me dedicó una mirada dura. Me apresuré a guardar la cámara. Pero volví…para mirar el lugar desde adentro. Para comprar sus extraños caramelos pasados de moda. Sus revistas polvorientas. Y las medicinas sencillas, las del resfrío, las la tos pertinaz. El Farmaceuta se acostumbró a verme y terminó reconociéndome. Como buenos amigos casuales, intrascendentes. Pienso en eso y tengo ganas de llorar.

— Espero que eso no suceda — le digo con toda sinceridad — de verdad…
— Mija, en este país, las cosas dejaron de ser como uno quiere hace unos años — me responde. Ya no sonríe — en este país, somos sobrevivientes. Como podemos, con los trozos que le quedan a uno, con las sobras que uno creyó no iba a utilizar. Vaya a descansar, que usted todavía no está bien y la Chikungunya necesita reposo.

Una despedida cordial pero directa. La acepto. Cuando me subo al automovil, tengo los húmedos de lágrimas. Mi prima N. me mira con un sobresalto.

— ¿Tan mal te sientes? — me pregunta. Me encogo de hombros. La Farmacia tiene un aspecto viejo, destartalado. Y de pronto, asumo que toda la calle lo tiene también. La vieja calle que tanto quise de niña. Sacudo la cabeza, me froto la cara con las manos abiertas. El malestar físico me agobia de nuevo. El dolor emocional parpadea por un momento también.

Tendida en mi cama de nuevo, miro la ciudad a través de la ventana. Un perfil errático y leve que no reconozco muy bien. La ciudad en azul, plata y concreto. La ciudad perdida, el país desconocido. La fiebre vuelve a subir.

C’est la vie.

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