lunes, 4 de mayo de 2015

Susanita versus Mafalda: La grieta en la imagen idílica.





El día en que cumplí treinta años y un años, cené con un grupo de mis mejores amigos. Todos levantaron sus vasos y copas para brindar por mi “insistencia en la soltería”. Uno de ellos bebió un sorbo del vino tinto que paladeaba y me dedicó un guiño amable.

— Ya te va a empezar el relojito del pecho a funcionar.

No respondí. Estoy acostumbrada a no hacerlo ya. A pesar de eso, me sentí incómoda por la insinuación. Levemente invadida por esa presunción ajena que mi vida no es lo que debería ser y que me encuentro en un perpetúo período de ajuste. Alguien más se encogió de hombros y soltó una risita casi juguetona.

— Ateo hasta que se cae del Avión, feminista hasta que se casa, ya la verás — sentenció. Lo hizo de buen humor, sin asomo de malicia. Y sé que no debí disgustarme. Mucho menos sentirme atacada. Pero el comentario — el tono, las implicaciones — me irritaron. Mastiqué con lentitud un pedazo de pan, intentando recuperar la calma.
 — No creo que mi decisión de casarme o no tenga algo que ver con el hecho que no ha llegado “la persona correcta” — dije entonces — sólo se trata de una forma de ver mi vida. De asumir la perspectiva sobre mi futuro según mis opiniones. No es bueno ni malo, correcto o incorrecto. Simplemente, no deseo casarme, ahora o después.

Tuve la impresión que el improvisado discurso — porque lo era ¿No? — tenía algún tinte político. Una declaración de intenciones. Pero en realidad, sólo se trataba de una mera reflexión sobre lo que conversábamos. Puntualizar mi punto de vista. No obstante, no todo parecía ser tan sencillo. O al menos, nadie lo percibió desde ese punto de vista: la mayoría de quienes me rodearan me miraron con cierta impaciencia, alguien soltó una tosecilla incómoda e insultante y hubo el que simplemente, desvió la mirada, intentando ignorar lo que parecía una venidera discusión.

— Calma, nadie te ataca — comentó una de mis amigas con una sonrisa nerviosa — sólo se trata que en algún momento, te vendrán las ganas de casarte, tener hijos. Es lo natural.

¿Quién puede decir que es natural o no? me dije apretando los labios para no contestar, mientras el resto de la mesa desviaba la conversación hacia los comentarios sobre la película de moda antes de continuar analizando aquel espinoso tema. Me pregunté como podía ser tan sencillo desdeñar la opinión de alguien más, con esa simple invocación de “lo natural”. Esa visión Darwiana que parece empujarnos a todos hacia una misma concepción del mundo. Esa necesidad de justificar la presión social bajo la máscara de un supuesto “deber ser” elaborado a partir de ideas más o menos inconcretas sobre el pensamiento general. Una idea que me ha acompañado durante toda la vida y que de hecho, es la expresión más esencial de esa concepción del mundo “tradicional”. Lo haces porque debes hacerlo, porque es natural. Porque es inevitable.

Cuando era niña, la palabra natural solía preocuparme. Lo primero que imaginaba al escucharla, era un páramo despoblado, arrasado por algún poder divino donde no había huella alguna de la presencia humana. Y es que “lo natural” era de hecho, esa percepción concreta sobre lo salvaje, lo intocado, lo elemental. Esa connotación primitiva que iba más allá de lo que asumía como el mundo en que vivía. No es que tuviera algo de malo, sino que “lo natural” parecía resumir algo imposible de transformar, una idea única a la que no podías rebatir. Claro que, con diez años no lo pensaba en términos tan complejos, pero si sabía que “lo natural” era una idea definitiva y la mayoría de las veces incomprensible sobre el mundo.

La escuchaba en todas partes. Era “natural” que una niña le gustara jugar con muñecas, que quisiera llevar vestidos. Que le gustara el color rosa. Era “natural” que una niña fuera frágil o asustadiza. De manera que no serlo, era cuando menos, incomprensible. Una percepción que contravenía esa raíz única sobre el mandato de la naturaleza y lo esencial que aparentemente, todos debíamos obedecer. Más de una vez, me encontré preguntándome hasta que punto “lo natural” era una percepción limitada sobre quien podía — y quería — ser. Hasta donde la percepción sobre el orden “genuino” de las cosas, restringía mis opiniones y aspiraciones a lo mínimo.

La idea natural, el darwinismo o como sea se le llame a esa insistencia en el ser original, es una idea en la que se ha venido reflexionando con enorme frecuencia durante toda la historia Universal. Se esgrime “el orden natural de las cosas” para desconocer cualquier intento de rebelión, de la diferencia, de lo que no forma parte de esa aparente sincronía Universal construída desde la primera percepción de la existencia. Como si la idea de la diferencia y la individualidad, debiera ser erradicada en favor de esa gran percepción incontestable sobre lo que se supone debemos ser.

Lo pensé exactamente así, la primera vez que una maestra me insistió que no era “Natural” que no sintiera el menor interés por ser madre o por la idea general del matrimonio. Me lo dijo delante de mi salón de séptimo grado, mirándome con una sonrisa nerviosa y levemente tensa. Me explicó que toda mujer “debe” aspirar a formar una familia, como mandato incontestable de “nuestra especie”. La idea me sobresaltó, no por qué en realidad hubiera meditado demasiado sobre la posibilidad de la vida en pareja y la maternidad sino porque no existiera otra alternativa. Una idea que pudiera contradecir esa gran percepción de lo que suponía debía sentir y hacer. A pesar de mi cortídisima edad, el deber, la obligación impuesta por la naturaleza me parecía claustrofóbico.

— ¿Y si no quiero? — pregunté. Lo hice por miedo, aterrorizada por esa sutileza de lo incontestable. Mi maestra me dedicó una mirada dura y breve, que no aceptaba replicas. 
— Eso no ocurre jamás.

Pues bien, resultó que yo no quería. Lo supe apenas me convertí en una mujer joven, donde la idea parecía estar en todas partes: tal parecía que la concepción sobre el futuro a mi alrededor incluía esa suprema donación personal y espiritual de construir una familia. Me lo decían mis parientes, amigos y conocidos. También la literatura, la tendencia, la idea cultural allí donde estuviera. Esa sempiterna idea sobre la familia ideal, la novia y su vestido blanco, el bebé de mejillas sonrojadas. La cuna junto a la habitación familiar. ¿Qué ocurría conmigo que no deseaba nada de eso? ¿Qué pasaba en mi mente que en lugar de la imagen nítida de una boda de ensueño imaginaba un futuro alterno? ¿Era válido? ¿Una contradicción? ¿Una idea borrosa sobre mi misma? Después de todo, la opinión general insistía que se trataba de inmadurez, que aún no había tiempo de “digerir” la idea. Como si me decisión — o la falta de ella, en todo caso — con respecto a mi futuro sentimental, biológico pudiera definirme. Fuera un elemento indispensable para comprender mi identidad femenina.

— Todos insisten en que no le dan mucha importancia a esa idea, hasta que precisamente comienzan a dársela — me dijo en una ocasión Mayra, la ginecóloga que me ha atendido casi desde la adolescencia. Nos encontrábamos en su consultorio y le describí el tipo de comentario desdeñoso que siempre me dedican cuando menciono mi poco entusiasmo con respecto al matrimonio — la mayoría trata de tomar una posición neutra, fingir que en realidad no les parece esencialmente importante, hasta que deciden que si lo es. Nuestra sociedad es hipócrita en la manera como se define así misma.

Lo pienso, mientras recuerdo todas las ocasiones en que mis preocupaciones han provocado chistes, comentarios e incluso burlas malintencionadas. Más de una vez, me han insistido en que “ya llegará el momento” o que sencillamente “algo va mal” con mi manera de pensar. Nadie puede asumir que sólo se trata de una opción, tan válida como cualquier otra. O no al menos, una a la que una mujer pueda optar.

Mi amigo Luis (no es su nombre real) hace poco terminó una relación de casi seis años luego que le explicara a su pareja que no tenía la menor intención de contraer matrimonio o tener hijos. Ambos trataron de analizar el problema desde todos los puntos de vista, hasta que se hizo obvio que era una diferencia de esas insalvables en una relación. Pocos días después de la ruptura, tuvimos una extraña y hasta dolorosa conversación.

— Simplemente no deseo casarme. No está entre lo que quiero hacer. Me iré del país, haré un doctorado, viajaré todo lo que pueda — me explica — Lo menos que podía hacer era decírselo. 
— ¿Y ella como lo tomó?
 — Me dijo que era normal que un hombre pensara así, pero que necesitaba un hombre con quien pudiera compartir ideales — respondió — una pareja que aspirara el mismo tipo de futuro que ella. Me pareció muy válido, así que terminamos por las buenas.

Hace unos años, me ocurrió algo parecido. Sólo que en mi caso, mi ex pareja me acusó de “frívola” e incluso cuestionó mi orientación sexual cuando le expliqué que entre mis opciones, no estaba la de casarme. Recuerdo aún la sensación de irrealidad que me hizo sentir su insistencia en que “una mujer aspira a casarse por el mero hecho de serlo”.

Pero para Luis, todo había sido más sencillo. Ningún cuestionamiento. Ninguna crítica alusiva a lo equivocado que podía estar o no al tomar una decisión semejante. Se trataba de una opción de vida, tan válida como cualquiera que pudiera haber tomado además de esa. Y es que a un hombre jamás suele definirse unicamente como “padre”, “esposo”, “hombre de familia” mientras que a una mujer sí.

— No creo que nadie deba tener hijos o formar un hogar sólo porque es lo que se supone que debe hacer — me dijo cuando le comenté lo anterior — pero supongo que para una mujer es distinto. Y por eso se le juzga, antes de comprenderla.

Es una buena aproximación al tema. Porque una mujer suele ser juzgada directamente por su comportamiento, apariencia e incluso, la forma como asume su sexualidad. Y aunque no dudo que a un hombre también, el tipo de juicio moral que debe soportar una mujer, parece directamente relacionado con la percepción histórica que la cultura tiene de ella, de la forma como se supone se deberían desarrollar las cosas de “manera natural”.

— Es hasta cierto punto lógico que el tema produzca incomodidad — opinó Mayra — para la mayoría, que una mujer decida en contra del mandato tradicional produce escozor. O cuando no, directamente antipatía. “Te vas a morir sola”, “La que va a vestir Santos” y otras ideas muy básicas sobre el comportamiento femenino. Nadie se explica por qué te quieres “enrollar” llevando la contraria cuando puedes hacer justo lo que se espera de ti.

De vez en cuando he pensado en esos términos. Simplemente dejarme llevar por el deber ser, vencer ese insistente pensamiento de “eso no es para mí” y continuar avanzado en alguna dirección. En un planteamiento de cierta cojera emocional de mi misma. Y es que llegas a preguntarte si realmente no hay algo equivocado en tu manera de pensar, si en un mundo repleto de niños regordetes y preciosos, novias primorosas, futuros de ensueño, tu humilde criterio de crear una historia a tu medida carece de gracia y sustancia. Esa opción “natural” que parece tan sencilla de transitar.

Tal vez se deba a que el mundo te convence muy pronto en que ese debería ser el ideal. Desde los programas de televisión, películas, libros, la sabiduría popular lo deja muy claro. Para el amor hay un sólo camino y lleva derecho al altar. Y para la mujer una única visión, que la lleva a la plenitud. ¿Qué pasa si no deseo eso? ¿Qué pasa si lo único que quiero es leer, escribir y fotografiar? ¿Si no deseo ofrendar mi vida a la maternidad que salva y que inspira?

Ocurre un fenómeno curioso cada vez que digo algo así en voz alta. Casi siempre alguien de inmediato se apresura a recordarme que lo que espera es la soledad. Y lo dice, como si todo el plan constructivo y elemental de quien soy y quien podría ser, pudiera resumirse a la urgencia de evitarme esa pequeña gran tragedia de la soledad. ¿Ya no hablamos entonces de un acto de valor superlativo y altruista como es la de construir mi visión de la sociedad a través de un hijo? ¿Todo tiene completa y directa relación con el hecho de enriquecer mi vida de manera artificial con un hijo? ¿Debe ser necesariamente una cosa o la otra?

No es tan simple, me digo a veces mientras lucho como puedo con mis dudas e incertidumbres. Mientras me debato en esa percepción clarísima que tengo sobre mi misma y algo más borroso. No es tan elemental. Ojalá lo fuera, pienso a veces. Ojalá fuera tan simple asumir que es notoriamente fácil compartir mi vida con alguien más, tener un bebé y avanzar por la vía establecida que la historia de mi cultura decidió para mí.

Pero no lo hago. Continúo pensando que el amor no es tan simple como para que toda solución termine con un anillo en el dedo o que para que toda satisfacción personal, tenga como gran conclusión un bebé de mejillas rosadas. Tampoco el hecho de resumir mi experiencia como mujer en una especie de tránsito rápido hacia una formula sencillísima. ¿Soy egoísta por eso? ¿Tal vez quiero serlo? No lo sé.

Pensé en todas esas cosas durante esa cena de cumpleaños, donde mis amigos de toda la vida parecieron recordarme mi propia historia personal. Mis pequeños devaneos con el desastre, obstáculos y pequeñas confusiones. Y comprendí que hay una brecha elemental, consistente y evidente entre lo que se espera de ti y lo que esperas de ti misma. Quizás allí se encuentra la diferencia, me digo, levantando de nuevo el vaso. Un brindis improvisado, una amplia sonrisa sin mucha alegría. Todo se apresuraron a imitar, expectantes, un poco desconcertados por mi súbito entusiasmo.

— Brindo por las que se atreven a pesar de la condena de vestir santos y el azote de la soledad futura — proclamo, con mucha cursilería y teatralidad. Pero en medio de las risas que vienen después, de las celebraciones entre burlas, hay la miradita nerviosa. Esa breve percepción sobre lo que acabo de decir y lo que implica. Y eso me gusta, pienso, bebiendo un trago de cerveza. Eso es suficiente.

Porque nadie dijo que fuera sencillo. Que caminar en el sentido contrario de “lo natural” fuera en realidad una declaración de intenciones o una batalla ruidosa. Tal vez sólo se trata de abrir espacio para las nuevas ideas, para una percepción distinta de quien somos. Para asumir que el mundo no es tan sencillo, ni mucho menos evidente. Una pequeña muestra de perplejidad.

Tal vez, todo se trata de sobrevivir.

C’est la vie.

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