domingo, 31 de mayo de 2015

La sonrisa de un libro abierto y otras historias de brujería.






Soy una bruja. Y también una mujer moderna.

Ambas cosas pueden parecer contradictorias. O en el mejor de los casos, sin sentido. Porque seamos honestos ¿Por qué una mujer del siglo XXI querría llamarse como las curanderas de antaño, las misteriosas damas de los bosques, esos personajes curiosos de la literatura popular? ¿Por qué querría nadie que pudieran confundirla con esas horribles pinturas e imágenes de mujeres de piel verde y cabello en punta? ¿O con esas criaturas malignas que según las viejas creencias, disfrutan con dañar y lastimar? Y siendo un poco más pragmáticos ¿Por qué alguien querría llevar un nombre antiguo, sin ningún aparente en el mundo moderno?

Hace años, me llevaba mucho rato explicar esas cosas. Como en la ocasión en que la madre de una de mis compañeras de clase del colegio, me regañó porque me llamé "bruja" cuando me preguntó cual era mi palabra favorita para describirme. Me miró con los ojos muy abiertos, soltó una risita nerviosa y luego me señaló con un dedo en tono acusador.

- Eso es una palabra muy fea. Ten cuidado como la utilizas.
- Es una palabra que me gusta. Y soy yo - le expliqué lo mejor que pude. Pero la señora no quiso saber nada sobre eso y pasó sus buenas dos horas, intentando convencerme que cambiara de opinión. Cuando no pudo hacerlo, soltó una carcajada burlona, sacudiendo la cabeza enfurruñada.

- ¿Pero por qué alguien querría llamarse así?

Me llevó algún tiempo comprender por qué lo hacia y sobre todo, por qué disfrutaba hacerlo. Y cuando lo descubrí, asumí que la brujería - llamarme bruja - era algo más que una curiosidad doméstica. Una idea a medio camino entre lo que creo y lo que aspiro ser.  Para empezar, quiero llamarme así. Lo hago porque además, me define mejor que cualquier otra palabra.  Nací en una familia de brujas y me eduqué para creer y crear, para construir mi mundo espiritual a la medida de mis ideas más trascendentales. Para confiar en la inocencia, para reconocer el peso de la crueldad y para asumir que no todo siempre es tan sencillo como aparenta. Y eso puede ser bueno o malo, sencillo o complejo. O simplemente, una manera de vivir, construir tus ideas y avanzar a través de ellas.

De manera que sí, soy una bruja. De las de verdad.

Pero soy ese tipo de brujas que consultan las fases de la Luna en su Smartphone de última generación, que se corta el cabello con un estilista - en las pocas ocasiones en que lo hace -, que va al supermercado para comprar las hierbas aromáticas que necesita, en lugar de cosecharlas en su jardín. Que escribe su libro de las sombras en cuadernos que hace confeccionar especialmente para eso y también, en el mundo digital. Soy una mujer de su tiempo, que aprecia  la ciencia y la tecnología, que cree en el debate de las ideas religiosas, que admira el poder de las ideas filosóficas. Soy una mujer que está convencida del poder de reflexionar, argumentar y debatir. De construir a través del arte un lenguaje consistente, de comprender el mundo a través de sus pequeñas virtudes y flaquezas. De las que está aspira al conocimiento, que defiende el poder de la palabra y que siempre aspira a la destructora libertad del pensamiento libre. En otras palabras, soy una mujer libre, loca y feliz que aspira a mirar el mundo desde su particular punto de vista.

¿Eso es suficiente para ser bruja? Mi abuela probablemente te diría que sí. Ella era de las brujas tradicionales, o como solía pensar de niña, como se supone debía ser una bruja de verdad.  Tenía el cabello trenzado,  cosía sus propios vestidos blancos, oficiaba rituales en celebración de la Luna y el Sol y sabía de memoria los usos y beneficios de la herbolaría. También, tenía una mente curiosa y muy inquieta, un gran sentido del humor y una enorme inteligencia visual. Para mi abuela, la brujería era una manera de pensar y de soñar, además de una vieja creencia. Una tradición que crece con el tiempo, que se hereda como una forma de sabiduría. Pero también una forma de persistencia de la fe, de las pequeñas cosas que parecen construir una idea muy amplia sobre esa región invisible de nuestra mente que con tanta ingenuidad, llamamos identidad. Porque una creencia no es más que nuestra manera de percibir el mundo. Y la brujería, un sueño muy viejo que se hereda de página en página en blanco donde comenzarás a escribir tu historia, entre manos abiertas para recibir conocimiento. De sueños que deseo construir.  ¿Y que es una bruja sino una mujer fuerte y sabia? ¿Que es una bruja sino una mujer que elabora sus propias ideas, que defiende la independencia de su mente y la libertad de su espíritu? De manera que sí, mi abuela te diría que lo que piensas te define y sin duda, creer en que tienes la libertad para ser una bruja, te hace desde luego, una de nosotras.

Pero no siempre es sencillo serlo. Me ha ocurrido que cuando lo digo en voz alta, alguien me dedica una larga mirada apreciativa - la mayoría de las veces con un toque burlón - y  luego,  intenta componer una expresión que refleje lo mejor que puede lo que está pensando al respecto.

- ¿Bruja?
- Sí
- ¿Como la de los cuentos?
- Bueno, que yo sepa aún no me he comido un niño hoy - miro el reloj - pero nunca es muy tarde para hacerlo.

Mi interlocutor entonces esbozará una sonrisa incómoda, que intentará resumir su incredulidad y también, esa insistente percepción que una palabra tan antigua no tiene espacio ni lugar en la cultura contemporánea. Porque vamos, hablamos de brujas ¿No? De mujeres con largos cabellos de aspecto salvaje, que viven en bosques ancestrales, que creen en cosas invisibles y celebran ideas primitivas. ¿Donde encaja eso en un mundo incrédulo, cínico, cada vez más tecnificado? ¿Que sentido tiene invocar un concepto tan viejo en una época que parece no necesitarlo?

Mi tia E. te diría que las brujas, son parte de la cultura y del mundo que consideramos normal incluso en maneras que apenas sospechamos. Que esa noción de la mujer poderosa, de la mujer que crea, protege y construye, de la mujer que es capaz de dar vida y también de parir ideas, es tan antigua como nuestra capacidad para soñar. Que la bruja, ha sido parte de las esperanzas y temores de cientos de culturas. De la bruja que cura, que cuida, que protege. La poderosa y benigna, la maligna y misteriosa. La que se esconde en el bosque, la que baila desnuda bajo la luz de la luna. La que levanta los brazos para celebrar pensamientos antiquísimos que heredó desde la experiencia. Porque la Bruja es una imagen que persiste, que sueña, que se eleva para recordarnos el valor de construir nuestras ideas, de recordar su poder y belleza.

Hace poco, alguien me pidió entrevistarme para un pequeño proyecto sobre esoterismo que lleva a cabo. Cuando nos reunimos, me miró de arriba a abajo. Sí, con esa mirada a medio camino entre la sorpresa humorística y algo más brumoso. Se sorprendió porque llevara jeans y camiseta, que llevara maquillaje y también, un par de libros en los brazos. Después se apresuró a disculparse.

- No me esperaba....que usted fuera así - me dijo. La sinceridad de su comentario me hizo reír.
- ¿Así como?
- Creí que tendría un aspecto...enigmático - me dijo. Y noté que intentaba encontrar la palabra correcta, la que no pareciera ofensiva, la que pudiera describir mejor su asombro. Contuve una risa maliciosa.
- Y se encuentra conmigo.
- No me malinterprete - se apresuró a aclararme - me refiero a que usted parece casi...normal.

Ah, mi bisabuela, se habría reído muchísimo. Porque si alguien alguna vez encarnó la imagen de la bruja maligna, esa era ella. Tenía el cabello castaño rojizo, los ojos verdes, la piel pálida y tirante sobre los pómulos. Y una inteligencia precisa y magnifica, una cínismo que parecía delimitar el mundo con la precisión de un cuchillo bien afilado. Le encantaba reírse de los mitos, inventarse algunos propios. Que reía hasta las lágrimas y lloraba con profunda honestidad. Y también cantaba las viejas invocaciones con su voz ronca y cálida. Que estaba convencida que el mundo era un lugar cruel y también muy bello. Una combinación de sueños y esperanzas, de terrores y enigmas.

Ella también me había dicho una vez que la normalidad es la máscara más engañosa, la más incomprensible. Ella, que siempre declaró que todo conocimiento es inusual, original, siempre en eterno renacimiento. Que la mayor aspiración de todo espíritu libre debía ser equivocarse, crear sus propias fronteras, romper los que pretendían imponer el mundo formal. Y más allá, había una idea recién nacida, a punto de crearse. Una persistente aspiración al poder de crear.

¿Y quién soy ahora mismo? Lo pienso mientras me desnudo, en medio de un circulo de velas. Cuando levanto los brazos para aspirar al infinito, cuando comienzo a cantar viejas invocaciones que forman parte de mi historia y la que deseo heredar. Y bailo, desnuda y libre. Desnuda y fragante en medio de las ideas, como tantas mujeres lo hicieron antes que yo, como espero lo continúen haciendo tantas otras en el futuro. Porque la sabiduría es eterna, la capacidad de soñar invaluable y el poder de construir y creer, un atributo de la memoria. Bailo para recordar, bailo para encontrar un lugar en mi mente donde la Luna brille para siempre y el nombre de la bruja sea parte de una historia que comienza a contarse, que termina en mis palabras y continua en las que vendrán. Un sueño compartido, un lugar misterioso donde la magia sea real.

Sí, soy una bruja. Una mujer que baila desnuda bajo la luz de las estrellas. Que aspira a la esperanza y al poder de crear.

sábado, 30 de mayo de 2015

El tesoro de los secretos olvidados y otras historias de brujería.





La primera vez que vi una luciérnaga, pensé que era una estrella fugitiva. Me quedé muy quieta, mirando el destello de luz blanco y verde, parpadeando entre mis dedos. Creí que me quemaría, que se haría inmenso, que llenaría la oscuridad completa en un estallido de luz imposible. Por supuesto, no sucedió: la luciérnaga sólo voló, frágil y solitaria, hasta perderse entre las ramas de las enormes ceibas que me rodeaban. Permanecí en mitad de la oscuridad, asombrada por el diminuto prodigio que acababa de vivir.

Tenía ocho años años y me encontraba en la casa de la playa de la familia. El olor del mar parecía rodearme como el aliento vivo de un criatura fabulosa y muy antigua mientras el viento soplaba, incansable, en medio de la oscuridad. Y tuve una sensación de portento, como si el mundo reluciera de pura belleza. El cielo estaba cuajado de estrellas púrpuras y el mar las reflejaba todas, en su vaivén infinito. Corrí por la línea de la playa, resbalando sobre la arena, intentando ver alguna otra luciérnaga en la oscuridad, pero no vi ninguna otra.

Cuando le conté a mi abuela, me pidió la llevara al lugar donde la había visto. Lo hice y juntas caminamos por entre los enormes árboles torcidos, tomadas de la mano. Le conté que la luciérnaga había volado de entre las ramas, como una estrella desorientada y se había quedado allí, brillando entre mis manos. Pero la oscuridad a nuestro alrededor tenía era húmeda y añil, jaspeada por el resplandor cristalino del mar.

- Muchos pueblos antiguos estaban convencidos que las luciérnagas eran las almas perdidas de los que habían muerto sin que nadie recordara su nombre - me contó en voz baja - mucho después, se creía eran fragmentos de luz perdidos del cielo, estrellas que habían venido a morir a la tierra. Se les reverenciaba y se cuidaban con adoración. Que eran misterios que sólo la oscuridad comprendían.
- ¿Y era verdad? - pregunté.

Nos sentamos juntas frente al mar. La luna, era una pequeña línea curva de luz en el cielo. Tomé una larga bocanada de aire, fascinada por el olor del mar, sintiendo el mundo entero moverse a mi alrededor, tan vivo, tan pulido. A pesar de la oscuridad de la noche, había luz en todas partes, como si se elevara en hilos incandescentes a mi alrededor desde el mar y cielo para crear cada cosa viva. Pensé que quizás, el mundo estaba hecho de luz y nadie lo sabía. Que la luz creaba todo, se alzaba en todas partes, formaba cada rostro, cada cosa que podíamos imaginar. La idea me hizo sonreír.

- Somos nuestras creencias - respondió - las viejas historias que atesoramos. Lo que sobrevive a los miedos y temores, lo que se construye a partir de todo lo que aspiramos y nos llena de esperanza. Así que en cierta forma, para los pueblos que lo creían, era cierto que las luciérnagas eran pequeños fragmentos de historias que nadie recordaba. ¿Por qué no podrían serlo? Lo que creemos nos define, nos sostiene, nos consuela.

No entendí sus palabras, pero me gustó escucharlas, como si se trataran de trozos de un cuento muy viejo e  incompleto que deseaba comprender. Imaginé a hombres y mujeres desnudos, bailando alrededor de un fuego muy alto y brillante. Y las luciérnagas allí, volando en todas direcciones, elevándose en espiral hacia las estrellas, tan semejantes a ellas, como el anuncio de un milagro tan antiguo que apenas podía imaginar.


Recordé esa noche, unos días después que mi abuela murió. Fue extraño: durante días apenas pude pensar con claridad y esa vieja de la infancia, comenzó a obsesionarme, aunque al principio no tenía idea de donde provenía y que podía significar. El dolor lo llenaba todo. Parecía estar partes y en todos los momentos. El mundo parecía irreal, resquebrajado bajo el peso de un estallido blanco y desigual que me había dejado reducida al silencio.  Pero la escena de esa noche junto al mar, palpitó de pronto en mis pensamientos. La recordé de pie, en la habitación de mi abuela, sosteniendo uno de sus vestidos, intentando descifrar el enigma de su ausencia. El olor del mar llegó y se fue, como si lo hubiese invocado con un esfuerzo de mi imaginación.  La vi con los ojos de mi mente, de pie junto a su tumba, cuando el mundo pareció oscilar de un lado a otro, volverse borroso e inexacto. Entonces vi con toda claridad el mar interminable, fecundo de estrellas y la arena blanca, que brillaba como si se tratara de luz viva. Comenzó a obsesionarme, como si en medio de la soledad infinita del sufrimiento, del duelo que me aplastaba, esa solitaria noche de cielos púrpuras tuviera algún significado, un sentido que no lograba adivinar. Y que quizás, no me importaba desentrañar.

El dolor me aisló. Me dejó rota y exhausta, incapaz de unir las piezas de mi mente y quizás, comenzar a avanzar en medio de la oscuridad de la perdida. El dolor me acosaba, me dejaba sin fuerzas.  Los días se parecían unos a otros, entremezclados sin sentidos en un vacío carente de significado. En ocasiones, me preguntaba si la muerte también se deslizaba a los lugares y las palabras, a las puertas eternamente cerradas, los espacios rotos de significado que quedaban atrás. Me sentaba en el escritorio de mi abuela en su biblioteca y lo miraba todo sin reconocerlo. Y comprendí que la muerte no es sólo lo inevitable, sino también la ausencia, ese silencio blanco y átono que llenaba el mundo.

Cuando le conté a tia L. sobre esa imagen recurrente me dedicó una de sus miradas cargadas de significado. Tenía las mejillas enrojecidas por el sol del mediodía y el cabello rizado le caía abundante sobre los hombros. Nos encontrábamos en su taller, rodeadas de sus esculturas de mujeres sin rostro. Siempre me había gustado mucho, con sus formas diminutas y voluptuosas, los brazos alzados hacia un cielo invisible. Pero en esa ocasión, tuve la impresión que las caras vacías reflejaban la llanura arrasada de mi mente. Esa sensación de encontrarme rota a fragmentos imposibles de volver a unir.

- Entonces ve a la casa de la Playa - me respondió. Parpadeé, sorprendida.
- ¿Para qué?
- Porque lo necesitas.
- No lo necesito.

En realidad, no sabía que necesitaba o que no. Habían transcurrido casi tres semanas desde la muerte de mi abuela y me sentía avanzando a la deriva en medio del estupor, de ese sufrimiento quemante que sustituye al pánico de la muerte. Tía apretó los labios, irritada.

- Necesitas cualquier cosa que pueda consolarte. Y quizás, tu mente te está dando la respuesta que buscas. ¿No es eso lo que sugiere la brujería? ¿Que el Infinito está en tu interior?
- No es tan sencillo.
- ¿Por qué no lo es?
- Porque no hay creencia o argumento que pueda enfrentarse a la muerte.

Eso era todo. Aquel pensamiento estaba en todas partes, me hería como nada lo había hecho antes. Lo pensaba contemplando el jardín antipático de mi abuela, enorme y desigual. Acurrucada en mi habitación, escuchando el sonido del viento golpeando las ventanas. Caminando en medio de la multitud. No había un sólo momento en que no tuviera la sensación que nada podía enfrentarse al miedo, a ese territorio en sombras en que me había dejado sumida la muerte.  Sacudí la cabeza. Quise gritar, decirle que nada de esas ideas tenía sentido ahora, que mi mente se encontraba convertida en una confuso paisaje brumoso. Pero no lo hice. Permanecí callada, con los puños apretados contra las caderas.

- Ninguna creencia se puede enfrentar a la muerte. Todas las creencias celebran la vida y te recuerdan, que a pesar de la muerte, todo lo que haces y piensas posee un enorme valor por el mero hecho de existir, crear y construir algo que trascienda a esa idea de la muerte - dijo tía - La brujería te enseñó a que la vida es hermosa y terrible, es dura y poderosa. Nada está a salvo de su destino natural, pero eso no hace que tu existencia sea menos valiosa, perdurable o sincera. Eres lo que sueñas de ti mismo.

Mire a mi alrededor. Las pequeñas esculturas de mi tía llenaban hasta el último rincón de la pequeña habitación. Todas tenían la misma figura curvilínea, largos cuellos, los brazos fuertes abrazando la oscuridad. Me gustaban tanto justo por eso: eran exquisitas muestras de profunda sensibilidad pero también, de fuerza primitiva. Había algo en ellas que resplandecía en significado, que las unía a todas en un único mensaje. La vida, el portento, la capacidad para crear.

- ¿Has llorado? - me preguntó de pronto.
- ¿Eso que importancia tiene? - respondí sobresaltada. Tía aguardó, los brazos cruzados, la pose rígida.
- ¿Lo has hecho?

No lo había hecho, pero no se lo diría. Era como un pequeño secreto afilado, que sostenía entre las manos sin saber muy bien que significaba. O quizás sí, y esa comprensión era otra herida abierta.  No quería hablar del dolor crudo y quemante que me había dejado a solas en alguna habitación olvidada de mi mente.  Levanté las manos sobre la cabeza, irritada y un poco harta.

- No sé que tratas de decirme, pero en realidad, todo es bastante sencillo: la muerte no tiene significado. No la puedes metaforizar, matizar. Mirar desde un ángulo poético. Y eso...

Contuve la respiración. Sentí el escozor de la angustia cerrándome la garganta, el dolor como una ráfaga como un escalofrío caliente. Me pregunté si en realidad todo era tan simple, si podía ser analizado con tanta facilidad. Tía se acercó a mi, y me tomó de los brazos. Un gesto firme y cálido que por alguna razón me desconcertó.

- Celia te educó como una mujer libre. Y lo eres, a pesar de todo. Te educó para construir tus propias respuestas, para enfrentarte no sólo a lo que te rodea, sino a ti misma - me dijo en un susurro - Te brindó la oportunidad de mirar el mundo bajo tu criterio, de encontrar tus respuestas. Hazlo ahora.

Me dio un beso en la frente, algo que muy pocas veces hacia. Tía no era en realidad mi pariente: era la mejor amiga de mi madre. Pero aún así, había crecido sabiéndola parte de mi historia. También era bruja como yo, por razones distintas y desde una perspectiva por completo diferente a como yo lo era. Pero era una bruja, al fin al cabo. Una mujer libre y salvaje que construía su propia visión del mundo.

Se acercó a uno de los anaqueles y tomó una de sus esculturas. Una figura de caderas amplias y pecho voluptuoso, con los brazos extendidos hacia adelante y las piernas levemente curvadas hacia afuera. Me la extendió. Cuando la tomé, tuve la impresión que la arcilla vidriada se calentaba entre mis dedos.

- Ve a esa playa y trata de encontrar la respuesta a lo que buscas - dijo - a veces, necesitamos encontrar nuestra propia manera de creer y de construir nuestra mitología intima. Es la única manera de curar las heridas.

Miré la escultura. Tía había pintado en el centro de su vientre un grupo de pequeñas estrellas, un fragmento de Infinito en medio de sus piernas abiertas. Una metáfora poderosa: el poder de crear y parir el Universo. La capacidad de construir lo que aspiramos y deseamos a partir de nuestro espíritu creador.

- Tengo tanto miedo - confesé en voz baja. Tía suspiró.
- El miedo es la frontera hacia algo más profundo en nuestro interior. Encuentra lo que necesitas a pesar de eso. Es quizás, la única lección que todos debemos aprender alguna vez.

***


La playa tenía el mismo aspecto que recordaba de niña. El cielo, también. La noche se curvaba en un brillo opalino, tan hermoso que me provocó dolor. Los últimos rayos de luz del atardecer parecían enredarse entre las ramas de las Ceibas centenarias que se alzaban a mi alrededor. Me quedé de pie, a la orilla del mar, escuchando la respiración y apacible de las olas, contemplando la noche nacer. Finalmente, la oscuridad púrpura llegó, se alzo en todas direcciones, se impregnó con el olor primitivo del mar.

Una vez, había leído en un Libro de las Sombras de la casa de mi abuela, que el sufrimiento por la muerte te hace consciente de lo valiosa que es la vida. Del poder de la belleza, del misterio del mundo en eterna belleza y renacimiento. Que nada perdura o muere para siempre. Que el mundo y nuestra mente se alza contra el temor en cada oportunidad que puede. Porque crear hace retroceder al caos. Porque el temor es también una aspiración de esperanza. Que todo dolor engendra, vida.

Y pensé, que a pesar de la muerte, la vida era extraordinaria. Un misterio, un prodigio, un pequeño milagro. Me vi de niña, corriendo descalza por el jardín de mi abuela, para llegar a sus brazos. Juntas sentadas en la mesa de la cocina, bebiendo café. Levantando los brazos para invocar a la luna. Riendo, caminando tomadas del brazo. La vida, en una sucesión de imágenes. La vida, como una colección de escenas extraordinarias, de felicidad y de dolor. De enormes descubrimientos. Una y otra vez, la vida abriéndose camino en medio del sufriendo, siendo una ráfaga fugitiva de pura belleza.

El viento cantó, enredado entre las ramas retorcidas de las ceibas. Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que una emoción limpia e inocente, más allá del dolor.  Saqué del morral que había llevado la escultura de tía y la sostuve frente al mar, con las manos abiertas. Cerré los ojos, con el corazón palpitando rápido, intentando recordar que me había llevado a esa noche, entre todas las noches. Que motivo me había conducido allí, como un recuerdo lejano y fragmentado.

Estaba llorando cuando la Luna apareció entre las nubes. Un llanto lento, de dientes apretados. Las lágrimas calientes, curando las heridas o quizás, sólo recordándome su existencia. Lloré con furia, con el pecho abierto de pura angustia, con la sensación que de pronto, no había un sólo lugar en el mundo que no fuera dolor. Y sin embargo, había belleza en ese dolor, un poder enorme, como una canción muy vieja que mi espíritu recordaba cantar. Lloré, con la sensación que expiaba no sólo el sufrimiento, sino el miedo. Que más allá de esa sensación de encontrarme a la deriva, había algo más poderoso. Un pensamiento profundo, intimo. La convicción que era capaz de sobrevivir a mi misma, a la pura desazón.

Grité cuando rompí la escultura apretándola entre las manos. El chasquido de la arcilla al romperse fue como una liberación. Arrojé los trozos  al mar, uno a uno, con el viento secándome las lágrimas. Luego me quedé de pie, en medio de la oscuridad, con la respiración agitada y finalmente, aliviada, como si el tiempo transcurriera dentro de mi mente de una manera distinta, como si las puertas de mi espíritu estuvieran abiertas por fin. A solas en la oscuridad, pensé en el dolor y lo asumí como mio, lo acepté como parte de mi y también, la esperanza. Pequeña, vacilante. Pero real. Tan cercana como el canto de olas y el aroma del mar.

Y entonces vi la luz de la luciérnaga brillando entre las ramas de la Ceiba más grande, la de ramas hermosas y robustas que se elevaban al cielo. Sólo un instante, un breve parpadeo que desapareció muy pronto. Me acerqué al árbol, con los ojos muy abiertos y sorprendidos, pero la oscuridad continuó apacible, impregnada de púrpura y añil.  Sonreí, con la mano extendida, imaginando a la niña que fui, con los dedos hacia las estrellas, tomando una sola de ellas para recordar el valor de tantas pequeñas cosas, de las historias que no se olvidan, de todas los recuerdos que habitan más allá de la oscuridad. Un momento entre todos los momentos, un consuelo  intimo, que pareció elevarse hacia el infinito ingrávido, diáfano. Inolvidable.

Un último adiós.


viernes, 29 de mayo de 2015

Proyecto "Un género cada mes" Mayo - Crónica periodística: ""Textos Costeños" de Gabriel Garcia Marquez.



En una oportunidad, le preguntaron a Gabriel Garcia Marquez si su obra en ficción - ese realismo mágico que construyó todo un nuevo mundo literario - era consecuencia de su buen ojo como periodista. El viejo patriarca de las letras latinoamericanas rio de buen humor y sacudió la cabeza. "No se trata de qué cuentas, sino como lo cuentas" contestó, como si resumiera casi cincuenta años de narrar historias en una única frase. Porque Garcia Marquez, el escritor que creó un pueblo imaginario donde el continente entero parece habitar entre metáforas y símbolos, fue ante todo, un periodista. Uno muy bueno, además, que por décadas se obsesionó con el continente adolescente donde nació y que contó sus historias en cientos de maneras distintas y originales hasta crear un fresco realista sobre una historia muy joven. No obstante, la mayoría de los lectores e incluso el mundo literario que tanto celebra su obra suele olvidarlo: Una salvedad que descontextualiza no sólo el valor de la capacidad de Garcia Marquez para comprender Latinoamerica sino ese trayecto desde la realidad evidente hacia algo más sutil, que trayecto que recorrió con enorme habilidad y sensibilidad hasta crear un género único. O quizás, una mirada renovada sobre la idea de la realidad como hecho concreto y la mirada de quien la cuenta, como espejo en que puede reflejarse.

Más de una vez, Gabriel Garcia Marquez insistió en que ser periodista le enseñó a crear mundos. Que imaginar historias desde la realidad y crearlas a partir de lo que consideraba verídico, le mostró un matiz desconocido sobre ese hábito tan latinoamericano de narrar su propia historia. Como la suya: solía contar a quien quisiera escucharle, que su nombre no iba a ser Gabriel, sino Olegario. Que cuando nació, acababan de sonar las campanas dominicales de la primera misa del día, cuando su tía Francisca gritó a todo pulmón: "Es un varón y viene bendecido". Lo "bendito" era el cordón umbilical atado al cuello, como las fábulas de pesadillas que todas las madres de la serranía suelen temer y que es quizás, esa sentencia de muerte segura para los recién nacidos en todas las historias tristes de los pueblos de provincia. Pero el futuro escritor sobrevivió y fue bautizado con el nombre del Santo Patrono de Arataca. Para la posteridad, para la leyenda, para su mito personal. Como si el Macondo de las páginas del libro que escribiría en el futuro, hubiese comenzado a concebirse en esa historia personal tan diminuta como emocionante, tan simple como conmovedora. Gabriel, que nació con las campanadas de la tarde y que sobrevivió a su propia historia.

Pero sí, Gabriel Garcia Marquez era periodista y durante años, ejerció el oficio con buen tino y una enorme inteligencia.  Desde muy joven aprendió que el arte de contar es también, la capacidad del ojo intelectual para construir horizontes y paisajes realistas en palabras. Para Ryszard Kapuscinski, lo mejor de la obra periodística del escritor residía no sólo en esa ambición suya por abarcarlo todo - cuento lo que veo, lo que sueño y lo que imagino - sino también, por concebir el mundo desde lo original, como si fuera la piedra angular de una idea recién nacida. “La grandeza estriba en sus reportajes. Sus novelas provienen de sus textos periodísticos. Es un clásico del reportaje con dimensiones panorámicas que trata de mostrar y describir los grandes campos de la vida o los acontecimientos. Su gran mérito consiste en demostrar que el gran reportaje es también gran literatura” aseguró Kapuscinski refiriéndose a la obra de Garcia Marquez. Más tarde, el reconocido periodista insistiría en que la obra del escritor le había mostrado el poder de narrar la realidad desde el punto de vista personal o lo que es lo mismo, concebir la realidad desde la perspectiva de lo intimo. Una sutileza a la que Gabriel Garcia Marquez brindó especial atención durante su vida y que finalmente definiría su obra - ficcion y periodistica - bajo el cariz de una mirada profunda al mundo real.

Y es que el periodismo - o el punto de vista del periodista - fue esencial durante toda la vida de Gabriel Garcia Marquez, quien sostuvo durante buena parte de su vida que incluso sus historias de fantasía, eran un extraño híbrido entre la realidad que se observa y el sueño que se integra a la palabra para brindarle una nueva dimensión. Para Garcia Marquez contar unas historias - ficticias o reales - eran una misma cosa o mejor dicho, se complementaban hasta crear algo por completo nuevo. Frases como “Aprendí a escribir cuentos escribiendo crónicas y reportajes” o “El periodismo me ayudó a escribir” dejan claro que para el escritor, la literatura fantástica tenía mucho de contemplación de la realidad y la realidad, mucho del sueño fantástico que parecía brindar a lo cotidiano un nuevo lustre. Tal vez por ese motivo, Gabriel Garcia Marquez jamás renunció al periodismo, con independencia de su éxito como novelista o incluso, cuando se convirtió en un autor insigne de la Literatura americana: Empezó a ejercer el periodismo con veinte años y continuó haciéndolo hasta unas pocas décadas antes del retiro. Una vocación real, poderosa que parecía definir no sólo su vocación por la escritura sino sus motivos para continuar escribiendo a lo largo de su vida.

Porque quizás, para Garcia Marquez no había verdadera diferencia entre narrar la realidad y contar lo imaginario. Mientras escribía para el Espectador de Bogotá ( y elaboraba forma a lo que sería su crónica más reconocida: "Relato de un naufrago" ) escribía en paralelo "El Coronel no tiene quien le escriba".  Entre ambas obras, el paralelismo es inmediato y también profundamente significativo. Una y otra, parecen completarse y más allá de eso, crear un híbrido coherente donde lo cotidiano se fusiona con lo irreal para construir un nueva forma de hablar sobre la historia que se cuenta. Por ese motivo, los artículos que componen el volumen de "Textos Costeños" y que recopilan la obra periodistica de Gabriel Garcia Marquez desde el año 1948 hasta 1958 no sólo es un recorrido por la evolución de un periodista con enorme talento narrativo sino la de un escritor en ciernes que aprendió desde la realidad el valor de la ficción. No se trata de una mirada a los trabajos más antiguos de quien después sería un escritor de enorme influencia en la literatura de nuestro continente, sino la comprensión de sus orígenes, de la raíz misma que le permitió elaborar toda una nueva propuesta sobre el poder de la palabra.

Sorprende además, que los "Textos Costeños" sean una recopilación de pequeños hechos a los que la narración de Gabriel Garcia Marquez infunde una especial belleza. Sucesos mínimos, noticias cotidianas que el escritor transforma en un recorrido sensible y de enorme riqueza literaria por el mero esfuerzo de su imaginación y talento. Hay una cierta coherencia entre ese universo de pequeñas situaciones y escenas, que parecen sostener - ser la raíz esencial - de lo que sería después el Gabriel Garcia Marquez novelista, el padre de esa Tierra Misteriosa y amplia poblado de seres maravillosos que le obsequiaría la gloria literaria. Pero ahora, en esta colección de Textos, Garcia Marquez sólo cuenta las historias desde su perspectiva, las desmenuza con delicadeza, las recorre con esa mirada contemplativa que parece resumir lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo en una sola idea sobre lo que se mira, lo que resulta asombroso y profundo. Lo que asume parte de esa realidad alternativa que construye con tanto cuidado como habilidad. Contemporáneos entre sí, la sucesión de narraciones parecen convertirse en un terreno fértil donde el escritor encuentra no sólo los elementos que más adelante integrarán su obra, sino que crean un mosaico tempranero sobre su personalidad como narrador. Y es que pareciera que entre la sucesión de historia que encuentra en su recorrido por las Costas Colombianas, Gabriel Garcia Marquez se reencuentra consigo mismo, se sostiene sobre la idea esencial que después, brindaría sentido y fortaleza a su obra: El poder de crear belleza incluso desde lo aparentemente corriente. Lo inverosímil que nace de lo común.

Aún quedaban muchos años para que el escritor obsesionado por las historias de su niñez, por el color amarillo y la historia dolorosa del continente, escribiera su obra cumbre, la que le obsequiaría la inmortalidad literaria y lo transformaría en una metáfora del escritor en eterna búsqueda del sentido último de las historias que cuenta. Pero aún así, este recorrido por su obra anterior y paralela, permite reconocer ese génesis literario de donde nacería todo un Universo extraordinario. En estos impecables textos  estos impecables textos -recopilados y prologados por Jacques Gilard-  los ecos de los mundos venideros ya son muy claros. Y esa sensación de reconocimiento, de encontrar huellas y fragmentos de algo que después sería una gran expresión de lo fantástico y lo real combinados de una manera por completo nueva, conmueve y emociona. Porque más allá de las palabras, de las narraciones y las intenciones, Gabriel Garcia Marquez ya comenzaba su viaje hacia el futuro, hacia lo eterno, hacia el Universo repleto de personajes inolvidables y mariposas amarillas que finalmente le brindaría un lugar en la historia literaria y sobre todo, en esa idea sobre lo que se narra que trasciende la palabra y habita a la imaginación. Quizás el mayor legado de un hombre que contó historias para recordarlas y creó otras, para reflejar esos recuerdos. Un escritor devoto que creyó en el poder de la palabra y la imaginación como una única idea más allá de si mismo.


¿Quieres leer el libro " Relatos periodisticos - Textos Costeños" de Gabriel Garcia Marquez? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envío.

jueves, 28 de mayo de 2015

La carcajada rota: Cuando reír es una máscara.




Durante buena parte del año, se ha debatido con muchísima frecuencia sobre la pertinencia del humor que satiriza, se burla y crítica el poder y lo que consideramos símbolos absolutos. La discusión comenzó por un hecho trágico: el 7 de enero de 2015, un grupo armado irrumpió en la redacción del semanario Francés Charlie Hedbo y disparó contra el grupo de periodistas, matando  11 personas e hiriendo a otras tantas, mientras proclamaban  «Al·lahu-àkbar» (‘Dios es el más grande’). ¿El motivo? durante casi una década, el rotativo se burló de manera explicita y muy directa no sólo del Islam sino también de la figura de Mahoma, así como de una multitud de figuras culturales y religiosas de diversas índole. El atentado fue asumido como una reacción directa a la línea editorial de Charlie Hebdo y de pronto, el mundo entero pareció preguntarse en voz alta cual es el límite del humor, hasta donde es lícito la risa y la sátira y sobre todo, cuando es permisible el uso de la burla como crítica. No obstante, el debate no tocó el punto álgido del planteamiento: no se trata sólo de qué nos burlamos - lo cual además de necesario, forma parte de una expresión democrática muy amplia - sino hasta que punto, la risa puede distorsionar el objetivo de la crítica. O lo que es lo mismo: vamos a reir pero sin dejar de señalar el verdadero origen de los problemas.

Por supuesto que, lo ocurrido con Charlie Hebdo puso en tela de juicio toda una serie de planteamientos sobre el derecho al humor como arma intelectual. Y lo hizo, no sólo por la gravedad de lo ocurrido - que sería suficiente - sino por el hecho que el atentado, despertó una sutil desconfianza hacia la burla y el humor crítico en estado puro. No obstante, la pregunta que queda en el aire no se relaciona directamente con el humor como elemento político que señala, sino el humor que trivializa, algo por completo distinto y preocupante. ¿Hasta que punto la burla ha desvirtuado el análisis concreto de ciertas situaciones de real gravedad? Porque mientras Charlie Hebdo y otros medios semejantes utilizan el humor para señalar directamente el núcleo de los problemas y conflictos. Pero ¿Qué ocurre cuando pasa exactamente lo contrario?


En 1964, Charles Chaplin analizaba en su autobiografía, los motivos que le llevaron a parodiar a Hitler y su megalomanía en su celebrada película “el Gran Dictador”. Pero para sorpresa de muchos, no se vanagloriaba de haberlo hecho, sino que lamentaba haber trivializado no sólo el poder que ejerció el tercer Reich sino sus posibles implicaciones “Si llego a saber de los horrores que tuvieron lugar en los campos de concentración nazis, no hubiera hecho El Gran Dictador. Jamás hubiese bromeado con la locura homicida de los nazis” escribió para sorpresas de muchos, el actor y director. Para nadie era un secreto, que por décadas Chaplin había defendido su intención de burlarse de poder a través de una de sus películas más reconocidas, a pesar de las críticas y la oposición que debió enfrentar por atreverse a encarnar en uno de sus largometrajes a un dictador sospechosamente parecido a Hitler. No obstante, con el correr de las décadas, el que fuera considerado el icono de la comedia y la risa por casi un siglo, no sólo reflexionó sobre lo que puede ocultar la burla — o en todo caso disimular — y mucho más aún, el peligroso juego que puede ocasionar — o provocar — la risa que distorsiona el peso real del peligro que satiriza.

El fenómeno suele repetirse con cierta frecuencia y con exactas consecuencias. O al menos, lo bastante parecidas para continuar provocando preocupación. Hace unos meses, hubo una considerable escándalo mundial debido al estreno de la cinta “The Interview” de Seth Rogen. Un despropósito cuyo único mérito para provocar la polémica fue la reacción del “Amado Líder” Norcoreano Kim Jong Un. El dictador reaccionó lanzando amenazas que nadie tomó en serio hasta que los archivos de la todopoderosa Sony fueron hackeados como represalia contra la sátira de bajísima calidad que se mofaba del violento y represor régimen asiático. ¿El resultado? la película se convirtió en un éxito inmediato y Hollywood había encontrado un nuevo villano de quien burlarse a placer. A pesar de todas las implicaciones que algo semejante puede tener.

Pero es que el el régimen Norcoreano tiene todos los elementos para ser satirizado o esa es la opinión de Hollywood. De la misma manera que antes lo hizo con Muamar Gadaffi y Sadam Hussein, la Meca del Cine disfruta burlándose como puede y de todas las maneras a su alcance, de los villanos geopolíticos de ocasión. Lo hace con esa superficialidad inocua y hasta irritante, que termina por convertirlos en bufones culturales, aparentemente inofensivos e incluso ridículos. Una y otra vez, el cine ha logrado transformar la amenaza en algo menos que un icono pop de la burla política — si algo semejante puede concebirse — e incluso, en un símbolo del absurdo de un mundo superficial. Esa imagen bajo control del peligro evidente y real.

Por supuesto, a pesar de ser objeto de burla de la cultura masificada, los villanos de ocasión Hollywoodenses son peligrosos. Tanto, como para que la risa y la banalización de su imagen no sea otra cosa que distorsión de la amenaza real que representan. Porque mientras Seth Rogen y compañía celebraban que Sony tuviera “las pelotas” de estrenar “The Interview” a nivel mundial a pesar de las amenazas de “Amado líder” y las redes sociales desbordaban de chistes y memes sobre el gordito de peinado curioso, hay más de 25 millones de personas bajo la esclavitud de un régimen que reprime mental y físicamente a niveles que apenas comenzamos a comprende en occidente. Mientras Rogen se rie de su propio mal chiste y el mundo le acompaña, el gordito de Mofletes que nadie toma en serio controla un considerable arsenal nuclear que nadie controla — ni tratados, mucho menos argumentos lógicos — y que podría estar preparandose — ¿Cómo saberlo desde el extravagante ostracismo del país asiático — para atacar. De manera que la pregunta no es ¿Qué es tan gracioso? sino ¿Quién rie al último en todo esto? Una idea inquietante que parece difuminarse bajo esa percepción cultural que la risa puede disimular lo fundamental — y más grave — de algo esencialmente peligroso.

Claro está, no me refiero a que “Amado Líder” no debería ser objeto de burlas. Debe hacerse, de hecho. Estoy convencida que nada debería estar exento del humor y mucho menos, ser tan sagrado como para que no admita la risa. De lo que hablo es que más allá de las burlas, Corea del Norte es el ejemplo fidedigno que muchas veces, la verdadero riesgo y peligro se disimula bajo una percepción elemental de la realidad. Que además de burlarnos de las excentricidades de un hombre de poder ilimitado dentro de las fronteras de su país, también debería renunciarse las consecuencias reales de ese poder. Quizás reflexionar sobre lo que implica esa orfandad tan abrumadora de un país cuya historia comienza y termina en la idea política que lo sostiene. En la versión oficial de la historia que el puño de hierro del Dictador ejerce a discreción.

Pienso en todo lo anterior, mientras leo las declaraciones del Diputado del PSUV a la Asamblea Nacional Juan Carlos Alemán, en las cuales afirma que la mejor manera de enfrentar la crisis económica es “cerrando Google y Firefox” pues de esa manera el gobierno obtendría un control inmediato sobre la información que se comparte. En sus declaraciones, el parlamentario aseguró que “El problema es que dependemos de servidores como Google y Firefox, que están bajo una plataforma que no tenemos el control nacional. Para eso lanzamos dos satélites al espacio. Y uno de ellos es precisamente para terminar de materializar esa plataforma tecnológica, tener independencia y poder controlar ese tipo de situaciones”, además de señalar que el Gobierno necesita ejercer “controles” inmediatos sobre la información que se comparte.

De inmediato, las declaraciones despertaron la polémica pero aún, una burla generalizada y unánime. Las Redes sociales no solamente criticaron el poco conocimiento tecnológico de Alemán, sino sus peregrinas declaraciones públicas. Pero no desde el punto de vista de lo peligroso que pudiera resultar la mera insinuación de un control semejante sobre la información y la conexión a internet, sino desde la óptica burlona tan natural y habitual en la conversación virtual Venezolana. En cuestión de horas, los memes de Alemán llenaron Twitter y Facebook, mientras miles de usuarios se mofaban de su poco manejo de la terminología internatura y aspectos concretos sobre tecnología y medios. Pocas horas después de convertirse en noticia y tendencia, Alemán además se había convertido en el bufón de ocasión de esa gran audiencia nacional obsesionada con la visibilidad virtual.

No obstante, hubo muy pocos análisis reales que cuestionaran no sólo la posibilidad que el Gobierno logre controlar las telecomunicaciones y la conexión a internet. De hecho, el verdadero riesgo que suponen las declaraciones de Aleman parece disimularse bajo esa tendencia tan Venezolana de burlarse de todo y por todo. La afición, tan nacional, de asumir que el chiste resta gravedad a lo evidente, lo hace más accesible. Lo somete a un tipo de control brumoso que, por supuesto, no es más que una idea preocupante sobre la capacidad del gentilicio para olvidar, evadir e incluso simplemente minimizar la realidad a conveniencia. Después de todo, se insiste que la risa y la burla, esa felicidad artificiosa que se adjudica y se insiste “tan Venezolana” es uno de los elementos más esenciales de esa gran personalidad universal que define al país. O así sugiere esa vuelta de tuerca que coloca la risa — o nuestra capacidad para la burla simple, que es casi lo mismo — como un arma de doble filo contra la que debemos enfrentarnos a todo nivel y bajo todo sentido.

Ya lo decía Rafael López Pedraza, al llamar a esa felicidad falsa y tan peligrosa del Venezolano “cheverismo”. Una y otra vez, López Pedraza ha meditado sobre esa perjudicial necesidad del Venezolano de encontrar en el humor una manera de enfrentarse a la realidad a medias, a la idea evidente como puede y no siempre de la manera más efectiva. Esa irresponsabilidad esencial que transforma la realidad de un país en un gran chiste que a fuerza de repetirse, pierde la gracia. “Se trata de una manera muy irresponsable de pasarle de largo a los problemas esenciales del ser y de la vida cotidiana que tienen los venezolanos. El bochinche se siente especialmente cuando viene desde el poder. Quien ejerce el poder en una sociedad da las pautas del ejemplo y por eso vivimos hoy el extremo del caos, del desastre y de la irresponsabilidad. Vivimos en un bochinche. Esa manera ligera de afrontar la vida de quienes ostentan el poder atenta contra el futuro y la inocencia de las generaciones futuras. Quien tiene la responsabilidad de dirigir los destinos del país es quien precisamente ejerce con mayor desvergüenza el bochinche”, señaló el autor del Puntos de sutura. Porque el “Cheverismo” o lo que es lo mismo, ese rasgo frívolo, superficial e infantil del Venezolano, parece tener un ingrediente peligroso. Una interpretación de un riesgo latente que pocas veces se asimila o se toma por real. Mientras el Venezolano bromea y ríe, incansable, aupándose así mismo a usar el humor como barrera entre lo que debe asumir y lo que teme, la realidad se desborda, se hace incontrolable, cada vez más contundente.

No es un planteamiento novedoso o mucho menos, fruto de la reciente crisis que atraviesa el país. Por décadas se ha insistido en el buen humor Venezolano, en esa capacidad suya para mantener el buen talante incluso en las situaciones más graves y pesarosas. Pero de la misma forma que la bondad a-la-venezolana parece ser un mito arraigado pero sin ningún fundamento real — o no al menos, tan evidente y tan elemental como se insiste puede ser — el buen humor se transforma en algo más sesgado, duro de comprender y asumir. La risa, que sustituye al análisis, la burla que desdibuja la toma de conciencia. El chiste constante, que oculta la gravedad y el temor que se construye bajo la superficialidad.

Tal vez todo se trate de esa personalidad tan caribeña del Venezolano, pienso, mientras veo el décimo Meme con el rostro de Alemán, rematado por una frase graciosa ridiculizándole. Esa necesidad insistente de celebrar lo venial o simplemente, disfrutar de la risa mientras se pueda. Pero en medio de ese necesidad Universal de encontrar en la burla cierto consuelo, parece haber algo mucho más grave y preocupante. Ese olvido selectivo de la amenaza, ese disimulo constante de lo real en beneficio de un alivio irreal y circunstancial.

miércoles, 27 de mayo de 2015

Mapa de ruta hacia el olvido: El legado Chavista.






Desde hace casi doce años, desayuno con frecuencia en la misma panadería a dos cuadras y media de donde vivo. Llamo al dueño por su nombre de pila, las cajeras suelen saludarme. Hace unos días, una de ellas se despidió de mí con una sonrisa triste.

— Vuelvo a mi tierra, a Cucuta — me explicó — Hasta hoy trabajo aquí.

La miré sorprendida. Sé que llegó a Venezuela hace unos siete años y también, que lo hizo por lo que suele llamar “buscar una frontera segura”. Con frecuencia me había asegurado, en nuestras cortas conversaciones junto al mostrador, que Venezuela más que tierra de Gracia, era un lugar donde podía huir de la pobreza y también del miedo que por años, le acosó en su ciudad natal. Sacudí la cabeza, sin saber que responder a eso.

— Uno sabe cuando ya tiene que agarrar sus peroles y seguir — me dice casi con cansancio — y Venezuela me está botando, mija. Me bota a diario.

Toma la canilla de pan campesino, el paquete de queso y el chocolate que llevo y los guarda juntos en una bolsa. Me la extiende, con su sonrisa dispareja de dientes pequeños, como de niña. El gesto tiene algo de despedida, una tan sencilla que quizás por ese motivo, me conmueve mucho.

— A veces la Patria no es suficiente — dice, como quien no quiere la cosa. Y me sorprende escucharla. Porque ella, Colombiana por nacimiento pero Venezolana por adopción, por años apoyó a Hugo Chavez. Lo hizo con enorme devoción, sin disimulo alguno, con el ferviente entusiasmo que siempre pareció despertar el difundo lider entre sus seguidores. Me quedo de pie junto a la casa registradora, un poco desconcertada.

— ¿Ya no es suficiente? — no puedo evitar preguntarle. Dos clientes que aguardan en fila nos miran a ambas. Una mujer mayor con cierta impaciente y un hombre canoso, con interés. La cajera suspira, aprieta la boca, con un gesto angustiado. — No mija. Uno se desencanta. Uno empieza a entender que no todo es tan facilito como uno pensó. ¿Revolución? Si Luis.

Hace unos años, en uno de los momentos más duros de las decenas de ciclos de manifestaciones y protestas que ha vivido Venezuela durante los últimos años, ella llegó vestida de rojo de pies a cabeza para trabajar detrás del mostrador. Lo hizo, a pesar de la violencia callejera, de la tensión y la incomodidad entre los clientes, del mero hecho que declarar sus simpatías políticas de esa manera podía afectar al lugar donde trabajaba. La recuerdo sentada detrás de la caja registradora, con la camiseta con el monograma de los ojos de Hugo Chavez estampado sobre el pecho bien visible. Hubo discusiones, enfrentamientos. Ella insistió a quien quiso escucharla, que “Chavez era el hombre que Venezuela necesitaba”.

— Llegó como tarde el desencanto ¿no? -dice la mujer que espera a unos pasos a mi espalda. Deja sus pocas compras sobre el mostrador. La cajera evita mirarla, extiende la mano, toma el pan y el jugo de naranja que la mujer lleva, las guarda en la bolsa. Una rutina casi mecánica y silenciosa. 
— Quizás la muchacha está desencantada, pero sabe como es la cosa en este país. Chavez fue el hombre que nos salvo de la mierda — dice el hombre detrás de ella. Un silencio tenso lo invade todo.

Sacudo la cabeza, tomo mi bolsa y camino hacia la puerta. Llevo escuchando ese tipo de discusiones casi década y media. Desde las eufóricas, las emotivas, las simples, las repletas de Resentimiento. De pronto, la política se convirtió en un asunto cotidiano, en un elemento indispensable. En el país de la incertidumbre, lo único seguro parece ser ese odio abstracto, que gravita en todas partes, contaminando incluso las cosas más pequeñas.

— Chavez nos trajo hasta esto — dice la mujer mayor. La cajera no mira a nadie, inclinada sobre la maquina registradora, pero por la rigidez de sus hombros, sé que nos escucha — Chavez agarró un país más o menos viable y terminó convirtiendolo en un despojo. En un país donde no hay un día normal, donde te pueden matar en plena calle y nadie le importa. Donde el sueldo de un mes te alcanza para llegar al final de un día. Un país sin esperanzas. Ese el país chavista. Eso nos dejó Chavez.

Nadie dice nada. El resto de los clientes del local vuelven la cabeza, intentan ignorar la discusión. Pero por supuesto, la escuchan, les incomoda, les preocupa. Recuerdo que hace unos años, una escena semejante habría terminado en un gritos, insultos, quizás una riña pública. Sin embargo, ahora hay un cierto cansancio resignado, como si la monotonía de la diatriba amarga aplastara incluso la opinión. Pienso en el largo trecho que hemos recorrido los Venezolanos, de la crispación a la desesperanza y me asustan sus consecuencias.

— Chavez hizo lo que la historia le mandó — insiste el hombre. Levanta la voz, aprieta los puños. Lleva unos pantalones impecables pero muy gastados, una camisa manga larga amarillenta, cerrada hasta la barbilla. Tiene un aspecto impecable y humilde — Venezuela estaba siendo vendida, dividida al mejor postor. Por los ricos de siempre y los que se querían aprovechar de ellos. Chavez los detuvo y los puso en su sitio.

Hace poco, Naky Soto comentaba en una de sus inteligentes notas, que el Chavismo tenía muchos Villanos, pero ningún héroe. Que la militancia chavista defiende porque “eres como yo” en lugar de usar cualquier argumento, incluso el mínimo de justicia. Pienso en eso, mirando al hombre, con su ropa vieja, el rostro enfurecido, los puños apretados, esa defensa a ultranza de lo indefendible. Pienso en los Villanos de ocasión en un país inocente. En los que usan la ideología como arma, los que se excusan detrás de una idea política para atacar. ¿Había sido Chavez el último héroe del Chavismo? ¿Había sido el único capaz de despertar admiración genuina y no solidaridad necesaria?

— Chavez le dejo esto — dice la mujer mayor. Señala el mostrador del pan semi vacio, la calle rota más allá de la puerta abierta, la pequeña bolsa de plástico con un canilla de pan que el hombre sostiene — le dejó a este pueblo pobreza, enfrentamientos. Le dejó miedo. Eso le dejó cuando murió y es lo unico que pudo heredar. Porque la Venezuela que gobernaba la convirtió en nada.
— Chavez fue… — Eso, Chavez fue — le interrumpe la mujer cada vez más enfurecida — se murió y dejó al país en manos de una banda de ladrones. ¿A usted le alcanza el sueldo? ¿Usted compra lo que quiere? ¿Usted sale tranquilo a la calle? ¿Usted puede aspirar a comprarse una casa, un carro? ¿Usted tiene asegurado el futuro de sus hijos? Lo que no tiene, es lo que Chavez le dejó. A usted, a todos lo que no votamos por él. Nos dejó un país que es un vacío.

El hombre responde algo más, en voz tan baja que no puedo escucharlo y supongo que la mujer tampoco. Pero la discusión prosigue, entre lamentos, murmullos y acusaciones inentendibles. De pronto, dos clientes más también se unen a la diatriba y de nuevo, estalla esa especie de confrontación a media maquina, entre el tedio y la resignación, en que se ha convertido el debate político Venezolano. El resentimiento está allí, también la angustia y el miedo. Y también algo mucho más amargo de asumir, esa ruptura con el ideal de unos y de otros. Ya nadie espera nada de un país en escombros, de un sistema político que se tambalea. Ya nadie asume la idea que el futuro es algo más que esta sensación que el país desaparece en medio de una debacle de proporciones históricas. ¿Cuando ocurrió esto? me pregunto con un sobresalto. ¿Cuando dejamos de creer en el país posible? ¿Cuando asumimos la idea que la Venezuela que creíamos real dejó de existir, de ser, de construirse a diario? Me lo pregunto con toda seriedad, con toda la objetividad que puedo. Y no puedo recordar la última vez que pensé en Venezuela como una posibilidad, como una idea que se construye a diario. Como una identidad personal.

La discusión sigue hasta que el hombre, con un gesto de fastidio, camina hacia la puerta, donde me encuentro escuchando. Parece avergonzado, cansado, herido. Como si hubiese perdido un elemento importante y crítico de si mismo. Como si en medio de los gritos y acusaciones, la rabia no es suficiente para defender a una idea de país que no existe, que quizás no existió nunca. Camina, con el brazo levantando, en un gesto desdeñoso y cuando cruza la puerta, se vuelve para mirar al grupo que continúa murmurando a su espalda.

— ¡Al menos Chavez nos regaló Patria! — exclama. Lo hace con una inocencia que sorprende, con una furia infantil que por alguna razón, me conmueve. Y pienso en esa malcriadez del miedo, tan frágil, tan Venezolana.

La cajera levanta la cabeza de la maquina registradora. Lo mira, los ojos muy maquillados entrecerrados, los hombros caídos. La viva imagen de la desesperanza e incluso, algo más duro de asumir.

— Págame con Patria la próxima vez, pues — le grita. Lo hace a todo pulmón, agitando los brazos. Pura furia e incluso, algo más doloroso. Una frustración que quema, que parece simbolizar la muerte de algo tan intimo como una forma de esperanza. Luego se queda muy quieta y parece a punto de estallar en llanto, con las manos apoyadas sobre el mostrador. Finalmente se tranquiliza, sacude la cabeza. Hace una seña al siguiente cliente. No me mira.

Más tarde, mientras camino de regreso a mi casa, pienso en la Venezuela que intenta sobrevivirse así misma. Al país en zozobra que perdió el norte y la manera de reconocerse. Lo hago, mientras miro las Vallas con el rostro de Chavez en todas partes, el papel amarillo que comienza a romperse por los bordes. Los militares uniformados custodiando las esquinas, con armas cargadas sobre el hombro. Las calles rotas y repletas de Basura. Y me pregunto con sencillez, cuando perdimos a Venezuela. Cuando se convirtió en una tierra yerma, desconocida. Cuando ocurrió esta transformación y por qué por tanto tiempo nos resistimos a verla. Pienso en el país que se idealiza, en esa perspectiva sobre quienes somos que se construye a trozos y fragmentos de ese gentilio fracturado que apenas reconocemos como nuestro. Y esa desesperanza, la que lastima, que está en todas partes. La que aplasta lentamente cualquier intento de construir algo más allá de la incertidumbre.

C’est la vie.

martes, 26 de mayo de 2015

Breviario de la locura: Las cosas que te dijeron no estaban bien hacer, pero en realidad si lo están.






En el colegio, era la niña con el pupitre más desordenado del salón, pero aún así, tenía excelentes calificaciones. En la secundaria, tenía raros hábitos de estudio que nadie comprendía muy bien y no por ello, dejé de siempre sobresalir en mis asignaturas favoritas. En la Universidad, era la estudiante más nerviosa, neurótica e incluso, directamente insoportable. Y me licencié -en ambas especializaciones — entre los diez primeros puestos de mi promoción. A pesar de eso, durante mucho tiempo, soporté los epítetos de profesores, maestros e incluso mis compañeros de clases con respecto a mis costumbres personales y sobre todo, la manera como parecían salirse de ese espacio tan abierto interpretación llamado normalidad. La mayoría de las veces me preocupé, otras intenté cambiar pero casi siempre, continúe haciendo las cosas tal y como suponía debían hacerse. O mejor dicho, como creía estaban bien para mí.

Finalmente, al llegar a la tercera década de mi vida, comprendí que cada uno de nuestras rutinas y las mal llamadas manías, forman parte de esa percepción tan personal e intima que cada uno de nosotros tenemos sobre nuestro mundo particular. Esa construcción de la memoria que habita exclusivamente en nuestra mente y que le brinda sentido a lo que consideramos nuestra personalidad. Con el tiempo — y también con un enorme esfuerzo de voluntad — comprendí que gran parte de lo que me criticaban eran pequeñas cosas que considero elementales en mi identidad: mi forma de trabajar, de organizarme, como interpreto mi rutina diaria, mis ideas y opiniones y en las que no estaba dispuesta — ni estoy — a transigir. Así que asumí deliberadamente que mi comportamiento no sólo me definía sino lo que era más importante, formaba parte de toda esa serie de ideas que me sostienen como individuo. Que crean mi rostro más personal.

¿Qué está bien y que no lo está en nuestro comportamiento desde la perspectiva de la cultura que intenta que calces en un molde muy concreto de comportamiento? ¿Cuales son esas costumbres, hábitos e ideas que la llamada “normalidad cultural” denigra con frecuencia pero que para la gran mayoría de las personas resultan no sólo beneficiosos sino también directamente imprescindibles? ¿A que se llama normalidad en un mundo que intenta homogeneizar el comportamiento desde todo punto de vista? En mi particular caso, descubrí que desobedecer ciertas percepciones sobre mi misma, sería la mejor decisión que podía tomar. Y aprendí lo siguiente haciéndolo:

* Está bien ser desordenado:
Soy desordenada. Lo admito sin tapujos ni medias tintas. Mi escritorio es un caos de libros abiertos, hojas con párrafos a medio escribir, pequeñas notas dispersas, tazas de café en diferentes grados de deterioro, papel periódico y un sin fin de pequeños objetos inclasificables. A pesar de eso, en medio de esa aparente desorganización, me siento enormemente cómoda al trabajar. ¿El motivo? esa percepción sobre el desorden que podría tener cualquiera sobre mi lugar de trabajo no corresponde a la mía. En otras palabras, comprendo mi desorden mucho mejor que el orden de alguien más.

Puede sonar como un juego de palabras tramposo, pero en realidad se trata de una noción muy personal sobre como establezco mi nociones de espacio e importancia de los objetos que me rodean. Cada objeto a mi alrededor cumple una función dentro de mis hábitos personales de trabajo y sin duda, la forma como los organizo — aunque sólo yo parezca encontrarle sentido — es mi manera de elaborar un pequeño mapa de ruta de cómo funciona mi mente. Lo aprendí luego de años de forzarme a aceptar códigos de organización y de orden externos, de asumir que desorden eran perjudicial. Finalmente descubrí que esa organización individual de lo que nos rodea no es otra cosa que nuestro planteamiento organizado — o no — sobre una serie de percepciones personales. Un método esencial que nos permite sentirnos en un ambiente confortable para llevar a cabo cualquiera de nuestras rutinas indispensables.

A pesar de lo que pueda decir cualquiera, no hay una sola manera de ordenar tu espacio, tu agenda, tu cronograma, tus lugares de trabajo. El desorden se asume como lo contrario a la organización y en una sociedad tan metódica como la nuestra, la idea de romper ese orden sugerido puede parecer ineficaz y directamente peligrosa. Más de una vez, la mayoría de mis maestros y parientes me acusaron de directamente “sabotear” mi productividad debido a mi desorden y me advirtieron de sus “consecuencias”. No obstante, cada vez que decidía obedecer a la regla general sobre el orden, terminaba encontrándome tan incómoda y fuera de lugar entre mis propias cosas que por último, decidí no volvería a hacerlo nunca más.

Por supuesto, conozco la diferencia entre higiene y orden. Una vez a la semana limpio a profundidad todos los objetos y muebles que forman parte de mi estudio, escritorio y habitación. Pero en realidad, el desorden tiene mucho que ver no tanto la pulcritud, como la manera como comprendes tu concepto de orden personal. Sin duda, tu escritorio/biblioteca/habitación pueden parecer un caos para alguien más, pero tu ejerces el control directo sobre cada cosa que necesitas y que forman parte de tu mundo. Y esa visión sólo es tuya y sobre todo, sólo responde a tus intereses.

De manera que, sí, está bien ser desordenado.

* Está bien que te llamen “loco”.
Una de mis tías se enfureció en una oportunidad que una de mis amigas me llamó “loca”. Cuando le expliqué que no sólo no me molestaba sino que me enorgullecía de merecer la palabra, me miró como…bueno, como si realmente hubiese enloquecido. Así que le expliqué que desde mi punto de vista, la normalidad y la locura son percepciones sociales muy restringidas para definir algo tan complejo como el comportamiento humano. Y que entre ambas cosas, por supuesto, desearía ser llamada “loca” antes que normal. Por la expresión de su rostro, asumo que no comprendió.

La “normalidad” es una idea que obsesiona a mucha gente. Eso, a pesar que muy pocos lo admitan y mucho menos, puedan definir de manera sencilla que es lo que se considera normal. Al final del día, la “normalidad” parece sujeta a una serie de parámetros que tiene mucha relación con la forma como la sociedad y la cultura a que perteneces espera que te comportes y no con un patrón definido de salud mental, si tal cosa existe. Así que analizando el tema desde ese punto de vista, pasamos buena parte del tiempo obsesionados con un elemento que ni siquiera sabemos bien de donde procede o que sentido puede tener.

La “locura” además se percibe como una ruptura de ese orden estricto socialmente aceptable. Más allá de lo que pueda significar — e incluso, incluyendo el hecho que puede describir un trastorno físico o mental — la “locura” no es más que ese elemento discordante y original sobre lo que se asume como un “deber ser” general. A pesar que pocas veces reparamos en eso, la mayor parte de nuestra vida transcurre entre pensamientos, ideas y comportamientos muy relacionados con ese concepto de obligatoriedad. De manera que la “locura” — en su concepto más benigno, claro — surge cuando nos apartamos de esa línea. O lo que es lo mismo, disfrutamos de un comportamiento particular en lugar de general.

Así que, no te preocupes si alguien te llama “loco” sólo por el hecho de no cumplir ciertas rutinas que se consideran necesarias o comportamientos que se consideran parte de una idea rutinaria. Cada uno de nosotros, tiene una percepción primordial y personal sobre su identidad y lo que hace, su percepción sobre el mundo. Si esa percepción rebasa la “normalidad” no sólo se trata de una reinvención de una idea, sino un tipo de pensamiento creativo y original que te permita liberarte de ciertos límites. Y eso, créeme, siempre es bueno.

* Está bien ser histérico ( también lo es ser emocional, sentimental) al momento de expresarte:
Realmente la palabra “histérico” o “histérica” tiene un origen poco claro: según la inefable Wikipedia La histeria define un tipo del comportamiento psiquiátrico poco claro, asociado al comportamiento femenino. De hecho, la palabra proviene del francés hystérie, y éste del griego ὑστέρα, «útero» lo cual parece sugerir se trata de una afección “emocional”, “femenina” y sobre todo “incontrolable”.

Siendo muy jovencita, me preocupaba mucho parecer “histérica”, de manera que pasaba gran parte del día conteniendo cualquier estallido emocional de risa, llanto y por supuesto de furia. Me inquietaba sobre todo, que mis reacciones pudieran sugerir que perdía el control con facilidad y lo que me parecía más vergonzoso, no tenía la capacidad para alcanzar esa serenidad y leve cinismo que se suponía es lo aceptable entre los jóvenes adultos de mi edad. Después de todo ¿Quien quiere parecer llorón, malcriado, inestable…y sí, histérico? Por supuesto que yo no lo deseaba y durante mi adolescencia, me esforcé muchísimo por parecer distante, indiferente y fría en toda ocasión.

Hasta que dejé de intentarlo. Digamos que me agotó todo el esfuerzo que requería pensar cada palabra que decía o cada cosa que hacía. Así que me permití ser muy emocional y de vez en cuando histérica, sin ningún remordimiento cultural. Aprendí que expresar mis emociones como prefiero, como quiero, como lo deseo es mi derecho y sobre todo, una fuente de satisfacción continúa. Y más allá, una forma de demostrar mi absoluta independencia con respecto a mi identidad personal. Más allá de esa docta parrafada ¡Me divierto muchísimo con mi histerismo! Y es que gritar a todo pulmón, reír hasta las lágrimas y llorar hasta la extenuación es quizás la manera más sencilla, directa e inocente de comprender el enorme valor de ser responsable por mi manera de pensar.

Por supuesto, que ser emocional no implica que otros deban soportar mis estados de ánimo, de manera que también he aprendido el límite entre mis capacidad para expresar mis emociones y la paciencia de quienes me rodean. Algo que sin duda, fue otro pequeño triunfo en este vaivén emocional que de vez en cuando llamo madurar.

* Está bien dudar de todo, la incertidumbre y ciertas dosis de angustia:
Muchas veces me he preocupado porque con frecuencia, no sé si estoy tomando las decisiones correctas o no en mi vida. O sí de hecho, el camino que transito me permitirá alcanzar la satisfacción personal y el éxito profesional. Por años me pregunté si esas dudas y vacilaciones mostraban debilidad de carácter. Me abrumaba la sensación que cuestionarme sobre cada paso que daba o incluso, cada interpretación que tenía sobre lo que hacía no era otra cosa que miedo. O incluso algo peor: una inseguridad tan insoportable que terminaría saboteando cualquier determinación que tomara en adelante.

Era un poco de ambas cosas, pero aprendí que sentir miedo e inseguridad de vez en cuando no sólo es normal, sino que permite analizar tus decisiones con cuidado a pesar del natural entusiasmo inicial que cualquier idea pueda suscitar. Por supuesto, es insoportable siempre tener miedo y que las dudas te atormenten a cada paso, pero en mitad de ambas cosas — de la osadía a ciegas y una prudencia temerosa — hay un breve terreno que te permitirá reconsiderar las ideas de manera más meditada y sobre todo, asumir riesgos medidos. Así que está bien sentir miedo de vez en cuando. Y también, vencerlo siempre que se pueda.

* Está bien sentirte deprimido de vez en cuando:
Nuestra cultura está obsesionada con la felicidad. Con imágenes de hombres y mujeres riendo a mandíbula batiente, todos al parecer perfectamente satisfechos con su vida y con todos los elementos que la forman. Pero por supuesto, no es una imagen real ni mucho menos muy frecuente. En realidad, la sociedad contemporánea es esencialmente solitaria y promueve el aislamiento emocional, lo que provoca una lógica sensación de tristeza y desarraigo en quienes de alguna forman, sienten no pertenecen a ese mundo idealizado y luminoso que sea comercializa tantas veces. Es esa contradicción lo que hace que la mayoría de nosotros sienta cierta culpabilidad por no sentirnos llenos de esa alegría un poco disparatada que en todas partes se muestra como necesaria y que parece surgir de un concepto poco claro sobre la felicidad.

Sin embargo, la tristeza — mientras no sea crónica ni parte de un padecimiento físico o mental de cuidado — es un sentimiento natural y sobre todo saludable para cualquiera. A pesar de la insistencia de la publicidad y de los numerosos mensajes sociales que afirman lo contrario, no existe una sola forma de ser feliz ni mucho menos, una sola manera de expresarlo. Tampoco es necesario que lo seas siempre. Habrá buenos días, otros no tanto, algunos francamente insoportables, otros para celebrar. Y tienes todo el derecho de disfrutarlos — o lamentarlos — como lo prefieras o mejor dicho, como te sea más natural. Cada uno de nosotros tiene una ruta emocional propia y he descubierto que recorrerla es quizás la idea más gratificante de todas.

* Está bien quejarte, decir que no, ser egoísta:
Hace poco, leía un artículo que analizaba la actual tendencia de la bondad utilitaria. Todos somos ciudadanos universales, perfectamente conectados a las necesidades y preocupaciones de nuestro prójimo…o esa parece ser la idea general. Y es que nuestra sociedad parece obsesionada con una imagen ideal de un hombre o mujer bondadoso, lleno de virtudes e ideas enaltecedoras. Me encantaría decir que eso es cierto…pero creo que sabemos que la mayoría de las veces, las cosas no son tan sencilla. No obstante aunque no dudo de la buena voluntad de todos estos intentos por una sociedad más amable y empática, el hecho es que censurar las naturales imperfecciones del ser humano es poco menos que incómodo y directamente abrumador. Más de una vez, me he sentido presionada por esa idea general que asume que la bondad es una única idea evidente y que se expresa de una sola manera. Y sobre todo, esa percepción de lo “bueno” como cierto grado de obediencia al dogma general. Por años me debatí con la sensación que no estaba llenando mis propias expectativas sobre ese deber ser general e ideal sobre ser juicioso, amable y toda esa serie de ideas sobre esa aspiración espiritual artificial. Así que finalmente, acepté que de vez en cuando seré desagradable, antipática, egoísta y que está bien serlo.



A veces, creo que hemos perdido cierta percepción sobre lo obvio de ciertas ideas. Lo pienso mientras releo esta pequeña lista donde hago hincapié en ideas que deberían ser evidentes pero que a veces no lo son tanto. Y me hace sonreír que quizás lo esencial de todas las ideas que expresé más arriba es que somos una sociedad inocente, un poco desconcertada por su propia percepción sobre la importancia que le brinda a sus propias ideas. Probablemente todo se trate de burlarte un poco de esa idea que se considera elemental, me digo o algo tan simple como ser tu mismo, siempre que puedas. Pero quien soy yo para decirlo ¿No es así? Me digo con una sonrisa, después de todo soy una desordenada, loca e histérica. Y me gusta serlo la mayor parte del tiempo.

C’est la vie.

lunes, 25 de mayo de 2015

ABC del fotógrafo curioso: La madurez fotográfica y otras ideas sobre la creación visual.




Cuando tenía veinte años, decidí comenzar a ordenar mi trabajo fotográfico. Ya para entonces, tenía casi una década fotografiando y consideré que era un buen momento para clasificar y tratar de encontrar algún sentido a todo el material visual que hasta entonces había creado. Pero de inmediato, tropecé con un problema básico: no sólo tenía una considerable cantidad de fotografías — un archivo que por entonces ya alcanzaba unos 100 rollos fotográficos y algunos Gigas — sino que además, no tenía real idea de cómo comenzar. Más allá de eso, no sólo se trataba del número de imágenes que había obtenido luego de casi diez años de fotografiar casi a diario, sino de la posibilidad de construir un lenguaje que pudiera construir una idea coherente con respecto a mi intención al fotografiar.

No lo logré por supuesto y unos meses después, abandoné las cajas repletas de Polaroid, rollos y los archivos digitales — ahora sí, identificados, clasificados y sobre todo, ordenados con cierta sensibilidad — para intentar comprender por qué me llevaba tanto esfuerzo brindarle un sentido único a a mi perspectiva como creadora visual. No sólo se trataba del hecho que tenía material en diferentes grados de deterioro, otro por completo aleatorio y sin conexión lógica con el resto sino que mi trabajo fotográfico había aumentado en calidad y sentido, sin que yo decidiera que debía también tener algún tipo de cohesión lógica. Me abrumó el pensamiento que buena parte las fotografías que había tomado hasta entonces, formaban parte de una especie de archivo general sin mayor consistencia pero que aún así, tenían un enorme valor en mi visión creativa. Aún más, era una visión muy amplía sobre cómo había sido mi crecimiento como fotógrafa y sobre todo, como artista que necesita construir un lenguaje visual.

Lo cual me llevó también, a otras conclusiones con respecto a mi trabajo fotográfico. ¿Por qué estaba fotografiando? ¿Por qué continuaba? ¿Que me hacia seguir no sólo recopilando una especie de enorme banco de imágenes sin mayor coherencia sino construyendo y sustentando una idea visual que continuaba siendo muy poco clara? ¿Qué estaba intentando crear a través de mi propuesta visual? Incluso, me cuestioné desde el punto de vista meramente técnico: ¿Que necesitaba para cohesionar todo lo que hasta entonces había hecho en una perspectiva coherente? ¿Que debía aprender para que todo ese esfuerzo fotográfico diario tuviera algún sentido y no se tratara sólo de una constante re elaboración de un tema difuso? ¿Que elementos resultaban imprescindibles para continuar fotografiando con la intención de crear algo más sólido que lo que había hecho hasta ahora? Por supuesto, no tenía respuesta para ninguna de esas preguntas, aunque comenzaba a lograr algunos avances importantes con respecto a lo que deseaba para mi trabajo fotográfico, no sólo como planteamiento sino también cómo perspectiva artística. Y fue esa conciencia de hacia donde deseaba dirigirme — en cuanto a profundidad de planteamiento, ideas visuales y conceptuales . lo que me hizo comenzar a investigar con respecto al método fotográfico. O lo que es lo mismo, la necesidad del fotógrafo de construir una base firme desde la cual su trabajo pueda evolucionar con cierta solidez.

Me llevó años de aprendizaje, investigaciones, lecturas y sobre todo, de equivocaciones y correcciones en mis métodos fotográficos, llegar a algunas conclusiones sobre los cuestionamientos básicos que menciono más arriba. Un proceso que me permitió elaborar una percepción sobre mi trabajo mucho más sustanciosa que la que hasta entonces había tenido. A partir de la pregunta elemental que me formulé con respecto a qué necesito hacer en determinado momento de mi aprendizaje fotográfico para continuar madurando, llegué a algunas ideas elementales sobre el tema que podría resumirse de la siguiente manera:

* Si llevas algunos años fotografiando, necesitas ordenar tu trabajo fotográfico.
Más de una vez, he leído que todo fotógrafo comienza fotografiando la nada, el caos y lo insustancial. En otras palabras, fotografiando todo lo que puede, siempre que puede. Es un hábito que resulta casi compulsivo durante los primeros años dentro de la experiencia fotográfica y el que todo creador visual ha caído alguna vez. Y es que todo fotógrafo comienza captando imágenes por el mero impulso de hacerlo. Lo hace, de manera desordenada, constante y sin una intención clara. Pero es esa compulsión lo que le permite reconocer sus capacidades, intereses y sobre todo, definir su punto de vista visual, lo cual es esencial para la construcción de un estilo fotográfico personal.

No obstante, la inmediata consecuencia de la costumbre es que eventualmente el fotógrafo encontrará que dispone de un banco de imágenes de archivo interminable, en algunos casos por completo inútil y sin mucho sentido de unidad con respecto a su evolución fotográfica. Es entonces cuando el fotógrafo debe comenzar a tomar decisiones muy específicas sobre su expresión fotográfica y sobre todo, cual es el sentido que desea otorgar a sus imágenes y a su lenguaje fotográfico.

Así que luego de cierto tiempo fotografiando, es necesario que el fotógrafo comience a reflexionar sobre su trabajo desde el punto de las ideas que plantea y sobre todo, su personalísimo punto de vista sobre lo que fotografía y sus motivos para hacerlo. Es imprescindible que organice, ordene y estructure su trabajo fotográfico de manera tal que le sea mucho sencillo analizar su evolución como creador visual. Elaborar planeamientos concretos sobre el sentido visual de cómo fotografías con respecto a tu archivo visual. ¿Descubriste que tienes un profundo interés por el retrato? Comienza a clasificar tu trabajo basándote en esa visión sobre tu interés visual recurrente. ¿Sientes enorme predilección por el documental en estado puro? reflexiona lo mejor que puedas sobre las historias que cuentas y como ordenarlas en cierto orden lógico. Un proceso te permitirá comprender hacia que dirección avanza tu creación visual y sobre todo, cómo construyes un concepto artístico basado en tu punto de vista personal.

* Si llevas algunos años fotografiando, necesitas editar tu trabajo:
La edición es quizás uno de los términos más confusos dentro de la terminología fotográfica actual. Pocos fotógrafos son conscientes de la importancia de la organización, estructura y revisión del trabajo fotográfico en creación e incluso, del que se conserva en archivo. Y es que la edición fotográfica no es otra cosa que la elección bajo determinados parámetros de las mejores fotografías — o las que más se ajustan a determinado concepto — con la intención de comenzar a construir un cuerpo visual coherente. Un concepto que para la mayoría de los fotógrafos actuales resulta desconcertante y también, poco menos que esquivo. No obstante resulta imprescindible que luego de cierto tiempo, un fotógrafo tomé decisiones sobre cuales son sus mejores fotografías, las que más se acercan al sentido concreto y conceptual que les define y lo que es más importante, organizar un cuerpo de trabajo sólido que le permita construir una idea fotográfica sustancial.

* Si llevas algunos años fotografiando es necesario respaldes y protejas tu trabajo:
Hace cinco años, me ocurrió una de las tragedias más temidas por cualquier fotógrafo: Uno de mis respaldos virtuales fotográficos sufrió daños irreparables, sin posibilidad de recuperación o de obtener de nuevo, una copia de los archivos que contenía. Perdí no sólo varios de mis trabajos fotográficos favoritos sino material muy viejo que por alguna u otra razón, no había incluido en posteriores copias de seguridad. Se trató de una pequeña tragedia que aún lamento pero que sin embargo, puso algunas cosas en perspectiva en lo que se refiere a cuidado y conservación de mi material visual.

La dolorosa experiencia me enseñó una lección que no olvidé en lo sucesivo: todo tu trabajo fotográfico debe estar ordenado, clasificado y respaldado de manera suficiente y sobre todo, segura. Me refiero a que lo recomendable es disponer de varios discos duros o al menos, plataformas virtuales que te permitan conservar y distribuir tu material fotográfico con seguridad. Clasifica desde tus archivos RAW hasta el resultado final luego del revelado y procesado digital, enumera y elabora un método lo suficientemente eficiente como para construir un sistema de búsqueda sencillo. Y sobre todo, siempre recuerda: Un respaldo digital debe ser renovado y sustituido por otro cada cierto tiempo. Los respaldo físico — disco duros, cd, incluso pen Drives de considerable capacidad — suelen tener una vida útil muy concreta y cualquier desperfecto en su funcionamiento o daño en su integridad física podría afectar tus archivos y las fotografías que resguardan. Si se trata de un respaldo virtual, recuerda reforzar la seguridad electrónica.


* Si llevas algunos años fotografiando es necesario comiences a organizar un portafolio:
Luego de varios años de fotografiar, ya habrás comenzado a analizar las diferentes opciones hacia donde deseas dirigir tus esfuerzos fotográficos. ¿Deseas construir un proyecto artístico basado en tus imágenes? ¿Decidiste comenzar a reflexionar sobre la posibilidad de convertir tu capacidad fotográfica en tu profesión? Cual sea la decisión que tomes con respecto a lo que harás con tu trabajo fotográfico, el primer paso que debes tomar para llevarlo a cabo es elaborar un portafolio fotográfico consistente.

Un portafolio podría definirse como la selección de tu mejor trabajo, a pesar de que no se trata solamente de tus mejores imágenes, sino también del concepto más sólido que hayas logrado construir y el cuerpo de trabajo que mejor defina tu estilo visual. Un portafolio también es una combinación de una correcta e inteligente selección de tu trabajo visual y de la manera como deseas mostrar a cualquier cliente — o público potencial — tu expresión y creación fotográfica.

¿Debe un portafolio obedecer a un concepto único o contener todo lo que has creado como fotógrafo hasta el momento de su elaboración? Se trata de una decisión que se basará íntegramente en tus intenciones a futuro con respecto al material que selecciones. Si estás mucho más interesado en la perspectiva artística que la comercial de tu propuesta fotográfica, la mayor parte de tu portafolio debería mostrar tu reflexión visual al respecto. Por el contrario, si deseas comercializar tu trabajo como una pequeña empresa, lo mejor que puedes hacer es organizar tus fotográficas bajo la perspectiva de construir una oferta muy clara sobre lo que puedes hacer en imágenes. Cualquiera sea tu decisión al respecto, recuerda que un portafolio sólo debe incluir las imágenes más cuidadas, seleccionadas bajo criterios muy concretos y sobre todo, que reflejen con mayor claridad tu punto de vista conceptual.

* Si llevas algunos años fotografiando es necesario que comiences a imprimir parte de tu trabajo:
Comencé a imprimir mi trabajo fotográfico casi por accidente…y luego, no pude dejar de hacerlo. Lo hago para comprender los alcances y límites de mi visión fotográfica pero sobre todo, porque me brinda la oportunidad de reflexionar sobre mis imágenes como una obra estética más allá de mi misma. Toda una experiencia durísima que construye una nueva dimensión sobre lo que deseo mostrar.

Uno de los errores más frecuentes de los fotógrafos digitales es resumir su trabajo fotográfico a la toma, el posterior revelado y archivo digital de su propuesta visual. No obstante, el fotógrafo debe completar el proceso de creación fotográfica imprimiendo siempre que pueda, su propuesta visual. Imprimir no sólo te permitirá comprender mejor tus decisiones artísticas y técnicas sobre tus imágenes sino analizar a fondo tu forma de crear. El papel además, le confiere una nueva dimensión a tu percepción sobre tu lenguaje visual. Una capacidad inédita para elaborar percepciones y construir una nueva opinión sobre lo que deseas crear.

* Si llevas algunos años fotografiando debes comenzar a leer sobre la fotografía como concepto y expresión artística:
La mayoría de los fotógrafos se obsesionan con los aspectos técnicos de la imagen. En el cómo usar las diferentes herramientas de las cual dispone y sobre todo, las limitaciones y ventajas del equipo que utiliza. No obstante, transcurrido cierto tiempo, todo fotógrafo que asuma la fotografía a profundidad, debe comenzar a reflexionar sobre los conceptos, ideas intimas e incluso, la filosofía que sostiene la imagen. Y es que la fotografía no es sólo una reinvención de la imagen a través del aparato que permite captarla sino un lenguaje por derecho propio que elabora una idea profunda sobre sí misma.

Autores como Roland Barthes, Joan Fontcuberta, Susan Sontag, Vilém Flusser, resultan imprescindibles al momento de re elaborar una idea fotográfica basada en el concepto artístico, más allá de la técnica y las precisiones tecnológicas que suelen relacionarse necesariamente con la fotografía. Una forma de no sólo comprender la fotografía como planteamiento sino también como creación artística basada en la profundidad del concepto que expresa. Así que te recomiendo leer algunos de sus textos y analizarlos a profundidad como un ejercicio intelectual que te permitirá crecer como fotógrafo pero sobre todo, como artista visual.

* Si llevas algunos años fotografiando debes comenzar a pensar en la posibilidad de tomar un curso de fotografía:
Y no porque sea indispensable — que no lo es — sino porque la educación formal te permitirá crecer y evolucionar fotográficamente basado en la metodología académica. La fotografía, como cualquier otra disciplina artística, merece ser aprendida bajo aspectos estructurales muy definidos, lo que permitirá tu capacidad para madurar dentro de tu planteamiento visual. Además, aunque la mayoría de los fotógrafos comienzan a fotografiar de manera autodidacta — lo cual es natural y hasta necesario — también lo es asumir a la fotografía como una profesión, arte y capacidad de expresión que sustenta sobre su propia historia y conocimientos. Una re elaboración de la idea visual en estado puro hacia un planteamiento filosófico real.

* Si llevas algunos años fotografiando debes comenzar a asumir que eres un fotógrafo:
Parece un juego de palabras pero no lo es. La mayoría de los fotógrafos que comienzan como autodidactas, suelen ser muy renuentes a llamarse fotógrafos, lo que hace que se encuentren en un terreno movedizo e incierto sobre la manera en que percibe su trabajo y su propia experiencia visual. No obstante, conviene analizar el quehacer fotográfico desde una perspectiva objetiva y asumir la responsabilidad — y también, la idea — que conlleva que la fotografía sea parte de tu vida. ¿Amas la fotografía? ¿Forma parte de tu capacidad para expresarte, construir ideas, elaborar conceptos, emitir opiniones? ¿Dedicas una considerable cantidad de tiempo, esfuerzo, amor — sí, a pesar de lo sensiblero y cursi que pueda parecer, me refiero amor -, aprendizaje y comprensión a la fotografía? ¿Te tomas muy en serio tu capacidad para crear y concebir ideas visuales? ¿Has realizado considerables inversiones en equipo y educación fotográfica? ¿Entonces por qué no asumir eres fotógrafo? ¿Por qué no asumir el poder que la fotografía tiene en tu vida y en tu manera de plantearte las ideas y sobre todo en construir tu forma de expresar tu mundo interior?

Eres fotógrafo en la medida que respetas y enalteces la fotografía como expresión visual, técnica y capacidad artística. Reconócete, disfrútalo y madura en consecuencia.



Una lista corta que sin embargo, intenta resumir la inquietud que muchos fotógrafos sienten sobre hacia donde se dirige su planteamiento fotográfico o incluso, la mera comprensión de sus esfuerzos artísticos basados en la imagen. Después de todo, cada fotógrafo asume la fotografía desde un ángulo distinto pero sobre todo, construyen la imagen desde su personal perspectiva visual, lo cual es sin duda una de las ideas más importantes dentro del mundo fotográfico personal.

domingo, 24 de mayo de 2015

La Danza secreta de las palabras y otras historias de brujería.



En una ocasión, me enfurecí muchísimo con Gloria, la niña más popular de la Escuela y le dije que me vengaría de ella. Lo hice a mitad del patio de recreo, rodeada de sus amigas y un grupo de curiosas, que me escucharon boquiabiertas e incluso, un poco aterrorizadas.

- ¿Que me vas a hacer niña loca? ¿Pegarme con las escobas de tu casa? - se mofó Gloria. El grupito de niñas que le acompañaban a todas partes se deshizo en risitas. Me acerqué a ella con las manos apretadas en puños.
- No, algo mucho peor.

A Gloria siempre le había caído antipática, aunque no sabía por qué. Después de todo, ella era la niña más bonita y querida de la Escuela. Todas las demás alumnas querían ser su amiga e incluso, las monjas bigotonas que dirigían el colegio, parecían haber sucumbido a su encanto de mejillas con hoyuelos, larga melena castaña. Así que no entendía muy bien por qué insistía en molestarme y provocarme. Pero lo hacía: cada vez que podía me llamaba "La loca de las escobas" y solía decir, en voz bien alta para que todo el mundo le escuchara, que mi familia de "locos" vivía en un manicomio por creer en "cosas del diablo".

Intentaba no hacerle caso. De verdad, que lo intentaba. Me concentraba en leer el libro que tenía entre las manos. O en seguir saltando la cuerda hasta que me dolía las rodillas y los tobillos. Pero en esta ocasión, Gloria había dicho lo imperdonable: Que mi abuela era "mujer malvada" que le comía niños. Arrojé el cuaderno donde había estado dibujando y la encaré.

- ¡No te metas con mi abuela! - le grité a todo pulmón. Gloria se regodeó feliz.
- ¿Que me vas a hacer para que no lo haga?
- Me voy a vengar de ti.

Moví los dedos frente a mi cara y me incliné hacia ella mirándole a los ojos. Moví los labios como si estuviera diciendo una cosa sin que nadie me escuchara, que por cierto no era cierto. En realidad, sólo decía cualquier palabra que se me ocurría con un tono misterioso y pretendidamente malvado.

- ¿Que haces loca? - gritó.  Seguí haciendolo, acercándome a ella. De pronto, las niñitas a su alrededor dejaron de reirse. Retrocedieron con el rostro tenso y serio.
- Ya verás lo que te va a suceder.

Entonces hice algo que había visto hacer a mi abuela en la cocina cuando lavaba las legumbres. Levanté las manos y las sacudí hacia adelante, moviendo la cabeza y ahora sí, diciendo algunas palabras incomprensibles en tono gutural. Aquello fue suficiente para Gloria, que empezó a chillar, entre enfurecida y asustada.

- ¡Maestra! ¡La loca está haciendo cosas locas! ¡Maestra!

Bajé las manos. Cuando la Sor Eugenia vino corriendo a donde nos encontrábamos, sólo me encontró allí de pie con los brazos cruzados sobre el pecho. Gloria y el resto de las niñitas de su grupo me miraban con recelo. Flor, mi única amiga del colegio, daba saltito sobre el muro de chicas más altas, con los ojos muy abiertos y asombrados. El resto de las alumnas que habían contemplado toda la escena, con una mezcla de curiosidad y horror.

- ¿Que pasa aquí? ¿Que estabas haciendo Aglaia?

Me encogí de hombros, mirándola con aire inocente. Gloria pareció enfurecerse con mi gesto.

- Me hizo un...HECHIZO o algo - gritó poniendo un énfasis enfermizo en las palabras. La joven monja la miró con los ojos muy abiertos.
- ¿Que dices?
- ¡Ella hizo algo! ¡Yo lo sé! - se quejó Gloría dando un puntapié malcriado al suelo - está loca.

Parecía que todo aquello superaba a Sor Eugenia, recién llegada al colegio y que todavía, no parecía muy segura de si misma para controlar el entusiasmo y las rivalidades del patio de recreo. Así que tomó una decisión salomónica: señaló el cuarto de castigo junto a la dirección con un dedo acusador.

- ¡Las dos están castigadas!
- Pero yo no hice nada - se quejó Gloria. Pero Sor Eugenia, que a pesar de sus enormes ojos inocentes era muy lista y despierta, sabía que las cosas no eran tan fáciles. Nos tomó a ambas por el brazo y nos obligó a caminar por el patio.
- No quiero escuchar nada. Están castigadas hasta que las vengan a buscar.

Eso quería decir que Gloria y a mi nos quedaban  unas dos horas sentadas juntas en aquel pequeño salón desastroso, lleno de pizarras viejas y pupitres rotos. Me senté en una esquina, detrás de una mesa con la pata coja y Gloria lo hizo junto a la ventana, con el rostro encendido por la furia y la verguenza.

- Todo esto es por tu culpa, loca - murmuró mordiendose las uñas. No dije nada, siguiendo con el dedo los dibujos que alguien había hecho en la madera del la vieja mesa seguramente hacia muchísimo tiempo - era un chiste, una cosa tonta...pero tu te pusiste...
- ¿Sabes lo que te va a pasar ahora no? - dije de pronto. Me sorprendió la rabia en mi voz pero más aún, mentir de esa manera. De inmediato, me sentí incomoda y avergonzada. Aquello era muy tonto, me dije. ¿Para que le dices esas cosas? Pero Gloria me disgustaba tanto. Me enfurecía como nadie más podía hacerlo.

Gloria me miró con los ojos muy abiertos y la boca apretada con fuerza. Era el rostro mismo del miedo, aunque claro está, ella no lo admitiría nunca y se apresuró a fingir que seguía estando furiosa.

- Nada pues ¿Qué me va a pasar?
- Ya vas a ver - murmuré en tono misterioso. Me volví en la mesa, medio inclinando la cabeza, procurando parecer enigmática aunque no tenía idea de como lograr algo así. Pero lo intenté de como lo recordaba en los libros y películas que había leído - primero no lo vas a creer. Después te va a asustar. Y después...

Solté un suspiro melodramático y seguí mirando la mesa. Escuché a Gloria revolverse nerviosa en el pupitre.

- Dime pues - me desafió - ¿Después qué?
- Ya vas a ver.

Por supuesto, yo no tenía idea de como continuar aquella patraña, de manera que me hice la desentendida y me dedique a contemplar con cierto aburrimiento el montón de objetos que se guardaban en la habitación. Gloria tampoco volvió a decir nada. La escuché sentarse en el pupitre con un gesto lento y no me volvió a dirigir la palabra hasta que Sor Eugenia vino a decirnos que nuestros padres - en mi caso mi abuela - nos esperaban afuera. La vi correr hacia el pasillo de afuera, toda faldas y rizos de cabello color castaño atados con lacitos rojos. Se le veía tensa y preocupada. Me pregunté como era capaz de creerme aquellas tonterías.

Pero a mi abuela, como a Gloria, no le parecían tonterías. Cuando Sor Eugenia le contó por qué me habían castigado, me dedicó una mirada dura y muy severa.

- ¿Cómo? ¿Que hiciste qué? - dijo en un tono frío que sólo le había escuchado cuando estaba realmente furiosa. Me encogí, preocupada y de nuevo avergonzada.
- Sólo le dije que le iba a pasar "algo" si me seguía fastidiando - confesé - pero abuela...
- ¡Y además la asustó con unos gestos y unas palabras! - describió con toda precisión Sor Eugenia - me pareció algo muy reprobable.

Mi abuela se disculpó en voz baja con la monja y luego, caminó hacia la puerta, sin mirarme otra vez. La seguí, entristecida por su disgusto, aunque sin entender muy bien que se lo provocaba.

- ¡Ella te llamó malvada! - dije por último, sacudiendo las manos alrededor de mi cabeza, tratando de hacerle entender la gravedad de lo que Gloria había hecho. Mi abuela se detuvo y me miró con los ojos entrecerrados y enfurecidos.
- Y entonces tu en vez de dejarla hablando sola, que todo el mundo notara su crueldad, utilizas nuestras creencias y el nombre que llevas para hacerle creer que puedes hacerle daño - me dijo.

No levantó la voz, pero sus palabras me dolieron muchísimo. Caminé a su lado, sin saber que decir, si debía disculparme o explicarle lo ridículo que había hecho. ¡Pero si sólo había movido las manos y dicho palabras a lo tonto! ¿Cómo Gloria se había asustado de eso?

- Se asusta porque por muchísimo tiempo, a las brujas se les consideró mujeres crueles capaz de hacer daño - dijo - se asusta porque la educaron para creer que realmente hay poderes que pueden herirla. Y entonces llegas tu y haces estas cosas.
- ¿Quién le enseñó eso? - pregunté sobresaltada. Abuela tomó una bocanada de aire, con la piel enrojecida por el disgusto.
- La cultura en que nacimos considera a la bruja una mujer perniciosa y peligrosa - me explicó casi con tristeza. La rabieta parecía haberse convertido en algo más amargo y eso me dolió mucho. Tuve la impresión la había lastimado de una manera que ni siquiera comenzaba a comprender - Una mujer sabia, Un verdadero sabio, con verdaderos conocimientos, siempre crea, construye, elabora cosas constructivas. El conocimiento o al menos, la aspiración a sabiduría nunca debe usarse para hacer daño.

Continué caminando a su lado, con los hombros encorvados por el peso de la tristeza. Pensé en la mirada asustada de Gloria, en la forma como el resto de las niñas me miraban. En la expresión angustiada y hasta desconcertada de Flor. Y sentí, que de alguna manera, había sobrepasado una línea invisible, entre lo que asumía era correcto y lo que no. Me sentí, además de avergonzada, un poco necia por haber hecho aquel espectáculo sin sentido en el patio del colegio. De pronto, la escena había perdido todo lo divertido que podría haber tenido.

Mi abuela no volvió a mirarme ni a dirigirme a la palabra hasta que llegamos a la casa. Le tomé de la manga del vestido, abrumada y muy preocupada por su furia y su silencio.

- No pensé que era tan grave - comencé. Ella me dedicó una mirada limpia y callada que podría significar cualquier cosa - de verdad no lo pensé.
- Entiendo.
- No, no entiendes. De verdad estaba tan furiosa - pensé en las mejillas calientes de la ira, en como había querido golpear a Gloria, hacerla sentir tan triste y avergonzada como yo - pero ahora...no sé si debo disculparme.
- ¿Qué crees que debas hacer? - preguntó mi abuela. Me solté de su manga.

Lo sabía con toda claridad. Lo había venido pensando desde que habíamos salido de la Escuela. Pero no quería hacerlo. De verdad, odiaba el sólo pensamiento de decirle a Gloria que todo habían sido meros inventos. Pero ¿Qué otra cosa podía hacer?

- La brujería es una manera de ver el mundo. Una creencia que hace enormemente importante nuestro recorrido personal en busca de aprendizaje - dijo entonces mi abuela. Se inclinó hacia mí, mirándome con cierta tristeza. Bueno, al menos ya no está disgustada, pensé con cierto alivio. Aunque la verdad, no sabía que era peor entre ambas cosas - una bruja es una mujer fuerte, que intenta construir el conocimiento y la sabiduría a través de la experiencia. Eso ya lo sabías ¿No?
- Sí - dije en voz muy bajita.
- Entonces sabes que una bruja respeta y considera lo que sabe y lo que aprende lo más valioso del mundo. Su tesoro. Lo que tu hiciste hoy, fue burlarte de tu tesoro en conocimiento porque una niña te provocó. O de mi. Pero lo que hiciste es una burla aún mayor. Te burlaste de ti misma.

No dije nada, con las manos apretadas contra las caderas. Mi abuela me acarició la frente con sus dedos callosos y cálidos.

- No te diré que hacer, pero yo sé que sabes. Haz lo que debas hacer.

La miré alejarse por el salón de la casa, sin mirarme de nuevo. Me asombró su confianza, porque en realidad yo no tenía tan claro que debía hacer a continuación. De hecho sí, pensé con cierto fastidio, pero no que tanto importaba disculparme con Gloria. Quizás prometerme a mi misma que no lo haría más, sería suficiente. ¿O debería intentar hablar con Gloria y explicarle? Seguramente no me entendería, me dije aún disgustada, pero bueno...quizás mi abuela tenía razón.

Pues bien, aunque hubiese tenido muy claro que era lo que debía hacer, Gloria no fue al día siguiente como para que intentara hacerlo. Miré su lugar vacio en el salón. De hecho, todo el mundo parecía mirarlo. Y mirarme a mi también, además. Miraditas sorprendidas, rencorosas, sorprendidas, asustadas. Incluso Flor era incapaz de sostenerme la mirada.

- ¡Pero yo no hice nada! - le dije cuando me preguntó durante el recreo. Me miró con expresión severa. Sacudí la cabeza, enfurecida y angustiada - ¡En serio! ¡Sólo quería asustarla!
- ¿Y por qué no vino a clases? - dijo Flor con cautela. Me dedicó una mirada extraña y un poco huidiza. ¿Me tenía miedo? Caramba, y después de todo lo que me había costado convencerla que las brujas no eran personajes malignos como los cuentos que leía. Comenzaba a entender que había querido decir mi abuela.
- Quizás está resfriada.
- Después que tu hiciste eso - movió los dedos como yo lo había hecho - no sé, Agla.
- Oye no hice nada - insistí fastidiada y entristecida - sólo quería que no se burlara de mi.

Pero Gloria no había acudido al colegio al día siguiente. Ni lo hizo el día después de ese. Para entonces, todas las niñas de mi clase me miraban con cierto sobresalto. Incluso tuve la impresión que las maestras murmuraban entre ellas al verme. Aquello era demasiado. Llegué llorando a mi casa el tercer día en Gloria no fue a clase.

- Sor Eugenia dice que tiene un resfrío - le expliqué a mi abuela entre lágrimas - pero no sé que hice o que no hice. ¡Me culpan a mi!
- Tu hiciste algo para crear miedo. Ahora todos te tienen miedo - dijo mi abuela con preocupación. Me sequé las lágrimas con una servilleta.
- Pero ¿Es por mi que está así? Seguro no es eso.

Pero si lo era. Había escuchado a una de las primas de Gloria, que estudiaba dos grados después de nosotras, diciendo que la niña estaba aterrada y convencida que "se estaba muriendo". Y que a pesar que sólo tenía los sintomas de un resfrío normal, para Gloria era la prueba que la "loca de las escobas" le había hecho "algo grave". Me sentí responsable por toda aquella angustia, pero sobre todo, enfurecida de no saber como solucionar aquel entuerto.

- Sí, sé que todo es consecuencia de algo. Pero ¿Ahora que hago?
- Vamos a hablar con Gloria.
- ¿Cómo? No sé nada de ella. Ni donde vive. Ni siquiera su teléfono.
- Yo me ocupo.

Mi abuela hizo algunas llamadas al colegio. Conversó con la directora, con su habitual tono mesurado y amable. Le explicó que yo quería disculparme con Gloria - lo que no era del todo cierto - y le explicó lo muy preocupada que yo estaba por su salud - eso sí era verdad -. Al final de la tarde, mi abuela conducía hacia el Este de la Ciudad, donde Gloria vivía en unos bonitos edificios color ladrillo.

- ¿Y que le voy a decir? - le pregunté ansiosa. Mi abuela me dedicó una mirada dura.
- Tu sabrás que hacer.

Resultó que la mamá de Gloria era una señora muy simpática que nos recibió muy agradecida hubiésemos visitado a su hija enferma. Cuando mi abuela le explicó que era conmigo con quien había peleado, me dedicó una mirada entre exasperada y divertida.

- Así que tu eres la que la asustaste - me dijo. Y tuve la impresión que estaba más irritada de lo que parecía - bueno, ve y dile que no pasa nada. Está obsesionada con eso.

Al principio, Gloria no quería recibirme. Su mamá tuvo que insistir e insistir, hasta que finalmente, me permitió entrar a su cuarto. Miré a mi abuela con gesto suplicante.

- ¿Vienes?
- No, ve tu sola.

Me mordí los labios, inquieta. Después me resigné y seguí a la mamá de Gloria hasta su habitación.

Ella estaba sentada en su cama, llevando pijama y con el cabello recogido en una cola de caballo muy pulcra. Incluso resfriada, asustada y disgustada, se veía como lo que era: La niña más bonita de la clase. La odié un poco por eso. Su habitación era un espectáculo de muebles de madera, color roja y peluches. Me pareció lindo, pero tan parecido a ella que me provocó cierta repulsión. Me quedé en la puerta mientras su mamá prometía volver con dos vasos de refresco.

- No entiendo por qué viniste - me dijo. Tenía las aletas de la nariz roja y ojeras de cansancio. De pronto, parecía de todo menos la niña malcriada y temible a quien solía rehuir en la escuela.
- Tenía que decirte unas cosas.
- ¿Que cosas? Tu no eres mi amiga.

No dije nada. Ella me miró obstinada y furiosa, con los labios apretados y los brazos cruzados sobre el pecho.

- Era mentira.
- ¿Qué cosa? - preguntó perpleja. Suspiré.
- Todo eso que hice en el patio. No te estaba haciendo nada.

Levanté los ojos. Gloria me miraba atónita.

- ¿De que hablas?
- Tu sabes de qué.

Si sabía. De pronto, hubo un gesto en su cara que la hizo parece fragil y asustada. Se secó la nariz húmeda con una servilleta.

- De inmediato me empecé a sentir mal.
- Ya te sentias y lo relacionaste con lo que te dije - le expliqué. Me sentía avergonzada y furiosa. Gloria pareció de pronto entusiasmada.
- O sea que me dijiste un embuste.
- Sí.
- Eres un fraude.
- No - comenzaba a enfurecerme. Ni siquiera recordaba que quería decir esa palabra - o no sé que quieras decir con eso. Yo solo me defendí de ti.
- Cobarde, no te hacia nada.
- Te metias con mi familia - dije y traté de contener la furia que me subió a las mejillas - mira, tu puedes seguir siendo la niña boba que eres. Yo vine aquí y demostré que era más valiente que tu.

Vaya, ¿De donde había salido eso? me pregunté desconcertada.  Me quedé de pie, con las manos apretadas contra el vientre, sin saber a donde mirar o que decir. Gloria no dijo nada, enfurruñada en la cama. Volvió a soplarse la nariz.

- Yo lo hago para reirme, no para hacerte nada - se quejó - no sé...
- Tu te ries, pero los demás se sienten horribles.
- No sé por qué.
- Tu sabrás...

Pero tuve la impresión que si sabía por qué. Me encogí de hombros, mientras ella volvía la cara, sin mirarme, hacia su colección de muñecos de felpa y peluche.

- Eres una mentirosa.
- Y tu una persona que se burla de los demás - la acusé - yo al menos sé que no volveré a decir mentiras. ¿Tu que harás?

No esperé a que me respondiera. Volví a la sala. Su madre, que conversaba con mi abuela sosteniendo la bandeja de refrescos, me miró perpleja.

- Eso fue rápido.
- Se sentía enferma y ya me disculpé - le expliqué. Mi abuela se acercó a donde me encontraba y me pasó un brazo por los hombros. La señora me me dedicó una mirada amable.
- Gloria es malcriada, lo sé, pero es una niña que está madurando - me aseguró. Señaló una fotografía donde aparecía Gloria junto a ella y un hombre de cabello canoso - desde que su papá se fue, no ha sido fácil para nosotras.

No dije nada. Mi abuela tampoco. La señora movió la cabeza con un gesto triste.

- Para los niños no siempre es sencillo el mundo de los adultos.

Pensé en esa frase mientras mi abuela conducía hacia la casa. Recordé a Gloria, altanera y gritona en el patio del colegio y también, a la niña de la fotografía, más pequeña e infinitamente más frágil. Pensé en su furia, en el hecho que siempre se estaba burlando de todos y de todo. Pensé en mi misma, en como la ira, me había hecho amanezarla con algo que ni yo sabía que era. De pronto, me sentí muy confusa y también, muy cansada.

- Nada es simple - le dije a mi abuela más tarde, sentada en la mesa de la cocina - todo parece tener mil explicaciones. No entiendo nada, a veces.
- El mundo es complejo porque necesitamos asumir que cada quien tiene su propia visión de las cosas. No es sencillo analizar y juzgar que piensa alguien más - dijo mi abuela con un suspiro - por supuesto, entiendo que te disgustaras. Pero también, debes entender que la ira es el camino sencillo para entender las cosas.
- Y el complicado...es este - pregunté con cierto desánimo. Ella río.
- En Brujería hablamos de causa y efecto porque todo se relaciona en consecuencias - me explicó - nada de lo que haces, deja de crear algo nuevo. Pero asumir que así sucede, te permite aprender. Construir tu propio trayecto de aprendizaje. Crecer a través de tus propias experiencias.

Pensé en la sensación de responsabilidad que había sentido cuando supe que Gloria estaba enferma. Y también en el alivio - a pesar de la ira y la incomodidad - cuando disculpe. Me encogí de hombros.

- Al final, la magia es lo que hacemos a diario bajo nuestro propio riesgo - dijo mi abuela con una sonrisa - y todo lo que ocurre a partir de que comprendes eso. Somos poderosos en nuestras decisiones.

No comprendí muy bien esa frase. No lo haría por completo hasta mucho después. Pero quizás comencé a hacerlo, cuando Gloria regresó al día siguiente a clase, aún estornudando pero repuesta. Intercambiamos una mirada lenta, cansada y después me ignoró. Yo también lo hice. Jamás le dirigí la palabra de nuevo y tampoco le conté a nadie lo que sabía de ella. Quizás todo se trata de eso, pensé en más de una ocasión semanas después, cuando nos tropezábamos en los pasillos del colegio sin mirarnos mutuamente. De asumir que somos distintos y quizás no siempre coincidentes, pero a que a pesar de eso, necesitamos mirarnos con simple respeto. Unidos en medio de una experiencia de las que todos formamos parte. En un único recorrido existencial.

C'est la vie.