sábado, 9 de mayo de 2015

La voz del Bosque infinito y otras historias de brujería.





En una ocasión, soñé que el cielo se caía a pedazos. Trozos y fragmentos de un azul profundo precipitándose a toda velocidad hacia la tierra, dejando una estela brillante en el cielo nocturno. En el sueño, yo corría para escapar de ellos, entre gritos, cubriéndome la cabeza con los brazos. Pero también intentaba mirarlos, a pesar del miedo. Como si el peligro y la belleza de esa sensación me resultaran irresistibles. Una y otra vez, levantaba la cabeza para asombrarme por el estallido del fuego celestial, por el sonido sibilante de las esferas celestes al caer.

El sueño me obsesionó por días, aunque no comprendí su significado. Cuando se lo conté al padre Antolín, confesor de las monjas bigotonas del colegio donde estudie, le pareció una imagen asombrosa. Me pidió se la detallara lo mejor que pudiera.

- Era como si el cielo simplemente se rompiera - le dije, entusiasmada por su absorta atención - se abría en grietas rojas y azules y luego, se rompía. Y caía al suelo como una gran explosión.

Antolin movió la cabeza, fascinado. Sacudió la cabeza, tomó una lenta bocanada de aire. Percibí el ligero tufillo a tabaco de su aliento y como otras veces, me pregunté si el buen Antolin, deslenguado y bonachon, se entregaba al secreto placer del tabaco cuando nadie lo veía. Tenía las puntas de los dedos amarillas y al respiración cansada. Por lo demás, era un hombre justo y seguramente el más inteligente que conocía. A pesar de su alzacuellos y su poco disimulado amor al vicio, por supuesto.

- Me recuerda un poco a las historias sobre las caídas de los ángeles - me dijo - ¿Las conoces?
- No ¿De donde cayeron? - pregunté asombrada. No podía imaginarme aquello. Volví a recordar la escena de mi sueño, ese paisaje aterrador pero absolutamente precioso del cielo desmigajándose en luz y en fuego.
- Del Cielo, claro.
- ¿Por qué?

Antolin sonrío. Nos sentamos en el banco de hierro en mitad del jardín donde se levantaba la escultura de la Virgen María que tanto me gustaba. Era una pieza delicada de mármol, con un rostro de niña que siempre me asombró por su ternura. La algarabía del recreo nos llegaba en ráfagas desiguales, como si flotaran en las ráfagas del viento caliente de verano.

- Por desobediencia. O mejor dicho, por arrogancia. En el cristianismo, ambas cosas suelen pensarse juntas - me explicó. Me quedé desconcertada.
- ¿A quien desobedecieron?
- A Dios. En realidad, según viejos textos apócrifos, se opusieron a Su Divina voluntad y fueron arrojados del Cielo como castigo. Muchos autores han imaginado la escena como en tu sueño: fuego divino cayendo a la Tierra envuelto en sueño.

La idea me sobresaltó pero a la vez, me pareció fascinante. Nunca había escuchado nada semejante. En realidad, mis conocimientos sobre la religión Cristiana se limitaban a lo que las monjas me habían enseñado en el colegio y según todo lo que había aprendido, los Ángeles eran seres extraordinarios que provenían directamente de la Divinidad. Criaturas de espléndida bondad que aparecian en las escrituras bíblicas para llevar consejo y reconfortar a las almas abrumadas. O incluso, mensajes de Dios. La idea siempre me había parecido hermosa, aunque un poco simple. Como si los ángeles fueran una parte indivisible del concepto sobre Dios. Pero lo que me decía Antolin era algo por completo nuevo, desconcertante. Y muy emocionante.

- ¿Y por qué se opusieron?
- En realidad, lo que ocurrió fue supongo una metáfora para explicar al hombre primitivo que la obediencia a Dios supone ciertos sacrificios - contestó Antolin - en los viejos textos, se dice que un ángel se creyó tan excelso y poderoso como Dios e instigó una rebelión en su contra. Por tanto, fue expulsado del Cielo y arrojado al Infierno.

Me quedé boquiabierta. ¿Ángeles en rebelión? Eso contradecía por completo lo que hasta ahora sabía sobre ellos. Recordé las decenas de imágenes que coleccionaba: chicos de aspecto delicado y con enormes alas coloridas abriéndose a su espalda. Ojos bondadosos, manos extendidas hacia lo alto. Lo que me contaba Antolin, era algo tan extraño a esa idea que me llevó tiempo asimilarla. Eran como dos historias distintas sobre una misma idea. Una visión totalmente nueva sobre el tema.

- Por supuesto, debeis recordad que la Biblia y los libros que se relacionan con ella son reflejos de su época - dijo Antolin, con su acento andaluz más marcado que nunca - de quienes lo escribieron y de las personas a quienes iba dirigida tales historias. O donde habían nacido. Un Ángel rebelde es una metáfora sobre la desobediencia y sus riesgos. El peligro que supone contravenir el poder Divino. Convertirte en el mal.

Me recorrió un escalofrío. De pronto, comencé a pensar en todo lo que había leído en los Libros de las Sombras de la familia sobre la obediencia. En Brujería, la desobediencia se consideraba un instinto natural, una reacción instintiva de los espiritus inquietos. De hecho, se asumía que todo ser pensante se rebelaría contra sus mayores, sus ideales y sus pensamientos tarde o temprano. Que eventualmente, todos intentaríamos encontrar respuestas propias e ideas personales sobre planteamientos que se asumían como trascendentales. Había una frase que parecía resumir la idea: "La bruja siempre avanzará en el camino del conocimiento cometiendo errores, enfrentándose a sus limitaciones, rebelandose contra las ideas que considera absolutas. El conocimiento es obra de la rebeldía". La había leído en el Libro de las Sombras de mi bisabuela. Y siempre me había impresionado por su poder. La sensación que escondía algún tipo de secreto sobre la sabiduría que yo sólo comenzaba a descubrir.

- Entonces ¿Ser desobediente es ser malo? - pregunté un poco preocupada. Antolin soltó una de sus carcajadas secas, como si le faltara la respiración.
- En cierto contexto sí. En el religioso, claro que sí. Se premia la obediencia, la sumisión, aceptar lo que te indica la creencia y el dogma sin mayores dificultades...pero el mundo real es muy distinto - miró hacia el patio de recreo, donde los grupos de niñas correteaban y saltaban, gritando de alegría y entusiasmo - La obediencia es una virtud muy antigua, pero eso no quiere decir que sea esencialmente deseable. O correcta.


Me quedé muy asombrada de escucharle decir aquello. Después de todo, en el colegio se insista con muchísima frecuencia que todas las estudiantes debíamos cumplir al pie de la letra las reglas y normas del colegio. Que parte de la educación que recibiamos, consistía en esa noción de la obediencia como parte de una visión de un mundo ordenado y disciplinado. Antolin pareció percibir mi desconcierto y me dio una palmadita cariñosa en la cabeza.

- Oiga, vos como si no hubieseis escuchado lo que dije ¿Eh? sólo son divagaciones de un viejo, nada más. Escribid vuestro sueño. Vale la pena lo recordeis después.

Pero si lo había escuchado y no pude olvidarlo por días. Me obsesioné pensando en la naturaleza del bien y del mal, de lo que nos hacia divinos o profanos. En realidad, no entendía mucho sobre el tema, pero lo que si tenía claro era que para la mayoría de la gente, ser desobediente no era algo deseable. Y yo aspiraba a serlo, al menos de la manera en como me habían enseñado en mi casa. Quería equivocarme muchas veces, cometer tremendos errores de los cuales probablemente me arrepentiría pero que me permitirian aprender. O con eso fantaseaba al menos, en esas tardes verdes y doradas en el jardin de mi abuela, donde el bien y el mal eran conceptos muy sencillos y el mundo muy inocente. Sentada en las raíces del árbol de mango, miraba mis imágenes favoritas sobre los ángeles y pensaba en su bondad absoluta e inmaculada. En esa preciosa idea de una criatura creada exclusivamente para alabar a Dios y cuidar de la humanidad entera. Y en contraposición, los rebeldes. Los angeles que habían caído del cielo, castigados por su osadía. Había investigado un poco sobre ellos. Se le llamaba demonios, los caídos, vigilantes. Pero todos los nombres y culturas parecían coincidir en que había algo peligroso en ellos, que esa noción sobre su rebeldía los convertía en criaturas temibles. También era muy trágicas. Había leído sobre un autor inglés que había contado la caída de los Ángeles del cielo a su modo en un bello libro llamado "El Paraíso Perdido". Me había impresionado muchísimo su interpretación sobre la tragedia Celestial. La idea que a pesar de su desobediencia, los ángeles sufrían por la ausencia de Dios. Como si la bondad y la supuesta maldad en ellos, se debatiera en una eterna contradicción.

Por supuesto, no lo pensaba en términos tan complejos. Pero sí sabía que había algo doloroso y bello en toda la historia. Y además, que me resultaba ajeno, incomprensible. Para las brujas, la libertad de elección, de pensamiento, la osadía de la rebelión eran principios sagrados de aprendizaje. Una manera de recorrer la senda del conocimiento con el poder de tu mente y tu imaginación. ¿Eso que quería decir? ¿Que nuestras creencias eran "malas"? ¿Que estábamos de alguna manera condenadas al desastre?

Mi abuela me escuchó en silencio cuando traté de explicarselo. O intenté hacerlo, al menos. Era difícil abarcar ideas tan complejas y abstractas, describir ideas que ni yo misma entendía bien. Por último, le conté sobre mi sueño y la conversación con Antolín. Y lo mucho que me había impresionado la historia de los Ángeles caídos.

- Entonces, si como dice Antolin esa historia representa lo malo del mundo. ¿Desobedecer es malo? ¿Siempre hay que obedecer? - tomé un sorbo del jugo que me había servido, para endulzar el miedo que me provocaban esas palabras - ¿Siempre hay que mirar el mundo como a uno le dicen? ¿Y que pasa con lo que tu me enseñas? Me dices que tengo que pensar siempre, que debo contradecir si creo que debo hacerlo...que...

Me callé. Todo lo que decía me provocaba una angustia enorme. No se trataba sólo de mi miedo de niña a esa idea del mal informe y un poco amenazante - disfrazada de demonio, ángel caído o lo que fuera - sino esa percepción de mis propias creencias como erróneas. Era como si el mundo bajo mis pies se sacudiera, como si cayera en una especie de silencio sin sentido que me aterrorizaba en lo más profundo.

- Estas asumiendo la idea de obedecer como absoluta - dijo mi abuela con una sonrisa. Se sirvió también un vaso de jugo de naranjas y se sentó en la mesa de la cocina. La luz de la tarde entraba a raudales por al ventana abierta. Una ráfaga de luz cálida con olor a montaña - y nada es absoluto. Ni las ideas que consideras esenciales o las que te gustan más. Todo en ti, está en eterna transformación.

"Obedecer es una idea muy vieja. Sugiere orden, formar parte de algo más grande que tu mismo. Respetar costumbres y tradiciones que forman parte de quienes eres y la cultura a la que perteneces. Hace muchos siglos, la obediencia se consideraba una virtud, pero también una forma de aprender. Se escuchaba, se repetía, se asumía que el más sabio tenía siempre la razón y actuaba de manera correcta.

- Pero no es así ¿verdad? - me apresuré a preguntarle. Pensé en todas las veces que desobedecía a mis maestras. Cuando leía libros que todos me insistían no debía leer. Las veces que había hecho justamente lo contrario a lo que suponía. Y todo lo que había aprendido sobre eso. Lo que me había enseñado cometer errores, asustarme, responsabilizarme por las cosas que hacia. Me pregunté si eso era bueno o malo. Si contradecía algún tipo de moralidad universal que no comprendía. ¿En qué me convertía eso? ¿En alguien malvado?

- Mi niña, obedecer a la fuerza sólo supone que debas dejar de pensar y tomar decisiones - me respondió mi abuela - se obedece porque lo que haces te parece lo correcto. Pero cuando la obediencia contradice tu manera de pensar y ver el mundo, entonces vale la pena te preguntes por qué quisieras obedecer algo semejante. Porque necesitas hacerlo.
- ¿Incluso lo que me dices tu o mi mamá? - pregunté como no quiere la cosa. Abuela soltó una carcajada.
- Sobre todo lo que tu mamá y yo te decimos. Siempre que obedezcas, piensa que lo haces porque te enseña, te resguarda y te cuida. No sólo porque debes hacerlo.

Parecía sencillo, pero no lo era tanto, me dice con un sobresalto.  Mi abuela tomó un sorbo de jugo de naranjas y me dedicó una mirada traviesa. Supongo que lo sabía. O al menos, sabía lo duro que resultaba ese simple análisis de las cosas.

***

Esa noche, desperté pensando en el sueño. No sabía si había vuelto a soñarlo - quizás sí - pero de pronto, recordé esa vívida sensación de horror y maravilla que me había llenado al tenerlo. Me levanté en la oscuridad, tropezando con los objetos en las sombras, pensando en el cielo roto y las largas lineas de fuego que caían a la Tierra. Y sintiendo esa sensación de desastre inminente. Uno que no podía comprender o quizás, que no existía en absoluto.

Me subí a la Terraza de la casa. Lo tenía prohibido: era el lugar más peligroso de todos, con sus tejas sueltas, su canalete de cobre y zinc que podía romperse en cualquier momento, la empinada escalinata de madera con los peldaños podridos por la humedad. Y siempre había obedecido a esa idea. Lo había hecho porque asumí quería hacerlo. Pero ahora,  lo hice con una súbita necesidad de mirar el mundo desde otra perspectiva. Una niña no lo piensa así, desde luego. Una niña sólo piensa en el miedo que la recorre, y la sensación de expectativa. Y también en el descubrimiento, en la belleza, en el terror. Todo a la vez, como una lección secreta que recibir.

Una vez, mi abuela me había dicho que lo que aprendes, te cambia para siempre. Que no puedes olvidarlo o restarle importancia. De manera que el conocimiento tiene su peso, su lugar, su valor. Incluso el más pequeño. Trepándome en la oscuridad a la terracita de yeso, que parecía bambolearse en la oscuridad, pensé en lo que había aprendido sobre la obediencia, la sumisión, el valor de la rebeldía. Pensé en los ángeles trágicos de Milton, que lloraban la perdida del rostro de Dios,  pensé en las brujas que habían desobedecido todas las reglas y normas y sufrido las consecuencias. A las mujeres salvajes y espléndidas, de fuego en el pecho y espiritu enfurecido que me habían precedido. En el poder enorme de una decisión, de una creencia. De quizás creer y crear.

Estuve a punto de caer dos veces al vacio de seis metros hacia el jardin. Resbalé en una teja suelta y me hice un rasguño enorme y doloroso en la pantorilla derecha. Pero seguí avanzado, temblando de miedo y algo más inquieto y a flor de piel que no supe como llamar. Me quedé muy quieta, con el rostro apretado contra el yeso cuarteado y húmedo, esperando que el miedo pasara, con el corazón latiendo muy rápido y los dedos doloridos.  Continué hasta que finalmente alcancé el lugar más alto de la Terraza, ese que miraba hacia el Ávila nocturno y poderoso, con la ciudad a mis pies, con la oscuridad añil de la noche de Caracas rodeándome. Y abrí los brazos, como si pudiera abrazar el mundo, con la sensación de la desobediencia que tenía un sentido. O mejor dicho, la rebelión como una forma de comprenderme mejor, de asumir mis pequeños errores y dolores. O en el pensamiento de una niña, mirar el mundo con asombro, imaginar el cielo romperse y caer en medio de la Oscuridad, como una lección infinita e impensable de pura belleza.

Me quedé mucho tiempo allí, pensando en la ciudad dormida a mis pies, en las historias de Ángeles caídos y Brujas que corrían por el bosque en busca de Libertad. Y me pregunté por primera vez en mi vida, si cada uno de nosotros, tiene una historia de equivocaciones y aciertos que contar, si todos somos parte de una gran memoria colectiva que se construye y se transforma. Se hace poderoso, se hace elemental. Miré la oscuridad, sentada bajo el azul púrpura de la cúpula nocturna, pensando en todo lo que desconocemos y en lo frágil que supone crear y aprender. Para una niña, el cielo es una respuesta. Y esa noche, la soledad de las estrellas fue la mía.

El conocimiento te cambia. La desobediencia te enseña. La rebeldía instintiva te hace crecer, a pesar de los pequeños dolores y equivocaciones que cometes mientras la transitas. Muchos años después, aún recuerdo esas lecciones. Aún las llevo a todas partes, aún me hacen sonreír y creer. Después de todo, suelo pensar como la niña que fui y siendo la adulta en que me convertí, que vivir es una gran idea que se crea en medio de la incertidumbre. Quizás en medio del misterio de una noche tachonada de estrellas.

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