sábado, 30 de junio de 2012

De los habitantes de las estrellas: Una carta de amor para Ginger Bolas




Querido Ginger:

Te escribo esto llorando. Te debes estar burlando un poco de mí, en la estrella donde vives ahora, viéndome aquí tan afligida cuando tu estás seguramente tan feliz. Pero es tu tía: llorona. Así que te escribo esto, no solo para consolar las lágrimas, sino porque quisiera despedirme de ti, de la manera que te lo mereces: recordando las cosas bellas que nos regalaste en tu fugaz paso por nuestras vidas.

Te conocí por las fotografías de tu compañera humana: un bello gato que parecía realmente sonreír a la cámara. Como lo sabes, soy mamá gato de dos chicos traviesos y tan hermosos como tu y me hizo reír esa apacible mirada de tu carita regordeta en la imagen. Eras amarillo como un sol pequeño, de esos recién nacido de amanecer y eso es probablemente lo que mejor te describía. Porque eras no solo un gatito, sino el Señor Ginger Bolas, hijo muy augusto de mi querídisima @peligrooo. Pero hubo otra cosa que siempre me hizo sonreí al mirar tus imágenes, tus largos coqueteos en cámara, esa reposada paciencia que parecia ser tan propia de ti: el amor que eras capaz de brindar, imperecedero y radiante.  Tus fotografías siempre me hicieron pensar en los motivos por los cuales adoptamos gatitos. Por cierto que yo nunca pensé en hacerlo, Ginger, pero ahora me ves, como mascota humana de dos pequeños espíritus que vinieron a despertar una parte de mí, que ni sabia que existia hasta que ellos llegaron.

Porque crecí siendo una de esas personas que le tienen un poco de desconfianza a los animales. Había un poco de remilgos y nerviosismo en aquello, desconfianza natural hacia lo desconocido. De manera que no supe muy bien que hacer cuando me obsequiaron a mi primer gatito: era una bolita de peluda de color negro azabache. Los sostuve entre mis brazos y miré sus ojitos, como dos botones en miniatura brillando entre la pelambre oscura. Y lo amé. No hubo un momento en que no supiera que mi vida había cambiado en ese preciso instante, para bien. Porque fue como comprender una parte de mi mente que había estado cerrada, o una sensibilidad muy simple a la que nunca presté verdadera atención. Y allí estaba yo, la egoísta, la que no acariciaba ni al perro más amoroso, la que le tenía miedo a los tradicionales caballos de paseo del Junquito, sosteniendo a mi Marcelo - así lo llamé, un buen nombre italiano, largo y vergonzoso - y sintiendo un tipo de felicidad que me resultó totalmente nueva. Me hizo reír la sensación de alegría de verlo crecer, de alimentarlo cada día, de las cosas simples como aprender sus manías,  despertarme a media noche para correr de un lado a otro en la oscuridad. Después lo hicimos juntos y mis noches de insomnio fueron extraordinarias, cuando estuvo este Marcelo, que maullaba por el olor de mi perfume - ¿le gustaría o lo odiaría? nunca lo supe - , que le encantaba dormir sobre la nevera y ocultarse debajo de mi colección de sueteres. Los negros claro, los que tenía que cepillar cada día al salir. Y lo hacía con una sonrisa.

Perder a Marcelo me hirió de una manera inimaginable. Fue como quedarme con los brazos vacíos, llorando a solas una muerte diminuta tan dolorosa que apenas podía comprenderla. Lo lloré por días Ginger, por los rincones, apretando sus pequeños juguetes. Era pequeñito cuando fue a vivir en las estrellas, pero el sufrimiento que me produjo su perdida no lo fue. Fue un dolor grande, con nombre propio. Ausencia. Por eso ahora mismo, entiendo a tu mamá, a tu queridisima Gaby. Que silencios perdidos, la sensación que algo prodigioso, simplemente dejó de pertenecernos.

Pero...Ginger, tu mamá aprenderá algo que yo aprendí unos meses después. Y lo aprendí tan bien que ahora sonrío al recordar a Marcelo. Como lo haré al recordarte a ti. Como lo haremos todos. Tu eres eterno porque vivirás para siempre en el jardin bello de nuestra mente, en un presente perfecto y radiante, donde serás parte de nuestra historia de una manera tan profunda que apenas puede comprenderlo alguien más. Lo serás, porque te recordaremos sonriendo, recordaremos siempre tu dulzura, la barriga peludita, tus ojazos dulces y tan serios, mirando a la cámara de mamá. Porque así recuerdo yo a Marcelo, porque así forma Marcelo parte de mi historia, quizá una de las mejores, de las más bonitas de mi vida. Y que amor siento, Ginger, al recordarte a ti y a él, que bendecida y afortunada me siento en haberlos conocidos a los dos!

Como te dije, hoy es un día triste porque no estás. Pero en el futuro, en los recuerdos que se crean y donde estás, hay alguien que está aguardando por tu mamá, como aguardó por mí. Porque me pasó un gran milagro: esos de renacimiento, los que uno cree que no le suceden a uno muchas veces. Un día, encontré un par de ojitos azules que me miraron y un maullido que me hizo feliz de nuevo. Y cuando sostuve a tu primo Leonardo por primera vez, despeinado, lleno de pulgas, juguetón y tan atolondrado como yo, supe que la vida continuaba, que había tenido a Marcelo y ahora tenía a Leonardo y que ambos formaban parte de mi. La vida continua, y aprender eso,  sonreir, a pesar de este dolor que todos sentimos ahora porque te fuiste a vivir en las estrellas, es el gran aprendizaje de esta tragedia discreta, tan dolorosa. Pero, mi Ginger, tu y yo  sabemos que habrá un día, no muy lejano donde tu mamá detendrá su bicicleta de sueños un momento y encontrará una pequeña bola peluda juguetona que maullará y la adoptará. Y ella le hablará de ti y siempre estarás con nosotros. Porque lo bueno, lo bello, lo eterno, permanece siempre en nuestro corazón.

Así que no te preocupes mi Ginger queridisimo: tu mamá estará bien cuidada por toda la gente que la amamos y que cuidará de ella, no tan bien como tu lo hiciste claro, pero si, con todo el amor torpe de los amigos, de los que están siempre, de los que rien, de los que te abrazan y saben, que más allá de nosotros, hay esperanza. Como la fuiste tu. Y siempre la serás tu.

Te amo Ginger. Que la estrellas donde vives ahora esté muy cerca de la luna.

Con amor infinito.

Tu tia A.

jueves, 28 de junio de 2012

Del futbol a la Xenofobia: ¿Donde está la relación entre ambas cosas?




No soy una gran aficionada al fútbol. De hecho, no lo soy a ningún deporte en particular. Pero si lo disfruto. Me parece que hay una cierta belleza en la habilidad, destreza y la combinación de inteligencia y esfuerzo físico que supone un juego  - de cualquier disciplina - bien ejecutado. No obstante, sí tuviera que decidir por algún deporte, sin duda, que lo haría por el tradicional balonpié. Tal vez se deba al recuerdo borroso de esas tardes con mi abuelo - gran fanático de hueso rojo de la selección española - disfrutando de cada partido de liga que transmitía por el entonces muy entretenido canal del estado, o que siento una cierta fascinación por esa sincronía, esa economía de movimientos que casi pareciera un baile, esa audacia y fuerza que descubro en cada juego. Cual sea el motivo, siempre que hay un evento futbolistico, me emociono y sin duda, lo disfruto como cualquier, sin grandes dramatismos pero sin ser completamente indiferente.

Por supuesto que, todo esto se ha hecho un poco más visceral desde que la selección nacional de mi país, la querida "Vino Tinto" entró en la escena futbolistica mundial. Nunca grité gol con tanta euforia, ni sentí tanta preocupación como cuando nuestros jugadores salen al campo de juego, llevando el color nacional y haciéndonos sentir a todos los venezolanos, esa conexión inmediata del fanático con el deporte. Lo he sentido, y de hecho, me declaro con toda sencillez una gran seguidora de nuestro equipo, que con sus reveses y aciertos, ha logrado un lugar dentro del mundo del futbol actual. De manera que sí, disfruto el fútbol. Y lo disfruto por razones sencillas y sumamente personales.

Por ese motivo me sorprendo tanto, cuando se lleva a cabo un evento internacional deportivo y lo que debería ser una oportunidad para celebrar esa esencia del fútbol - la alegría, la belleza, el entusiasmo - se convierte en una excusa segura para el insulto y la agresión. Y hablo, desde lo que con un súbito nacionalismo acusan a los fanáticos - cualquiera sea su preferencia - de "pasteleros" o cualquier otro epíteto que parece describir el "terrible" crimen de aupar a un equipo por el cual sentimos alguna simpatía. Por el motivo que sea. Sobre todo, hay una preocupante tendencia a satanizar esa simplicidad del fanatismo deportivo, subrayando esa idea del nacional como una brumosa forma de demostrar un súbito amor a la patria. Y que preocupante resulta, cuando la tipica rivalidad deportiva se transforma en algo más tortuoso, en un insulto genuino y en una ofensa dura y pura por el simple hecho de celebrar la gloria de un conjunto deportivo, que al final del día, solo representa ese instinto común que todos tenemos de la competitividad.

De Venezuela con Cariño: entre sudacas y chilenos de mierda te veas.

Hace unas cuantas semanas, nuestra Vino Tinto, jugó un partido de eliminatorias mundialistas con la selección de Chile. Como todas las veces en que juega la selección de mi país, para mí fue un día importante: me senté frente al televisor con el entusiasmo de la niña que solía disfrutar de los partidos europeos para ver a nuestros nacionales batirse en duelo deportivo con sus iguales chilenos. Como siempre, le eché un vistazo a mi TL de la red social twitter, esperando aupar a mi selección con alguna palabra de aliento, cuando me encontré con una especie de discusión disparatada que me dejó asombrada. No solo una gran cantidad de Venezolanos y chilenos se  insultaban mutuamente de la manera más terrible, sino que además, un racismo latente, sesgado y preocupante, parecía aflorar en medio de una trifulca de improperios y obscenidades imparables. Por un largo rato, intenté razonar con mis followers de lado y lado, hasta que finalmente decidí no intervenir de nuevo. Nadie estaba muy interesado en escuchar a alguien que hablaba sobre deporte, fútbol y otras cosas bastante simples, mientras las groserías y despropósitos aumentan de tono rápidamente.

Pero la cosa no comenzó allí, por supuesto. Varios días atrás, la televisión Chilena, en un alarde de puro irrespeto, había transmitido un comercial - que previamente había sido motivo de crítica - burlandose de la selección venezolana en términos que poco o nada tenian que ver su manera de jugar o la trayectoria de nuestra selección. Mientras veía el comercial - una burda publicidad privada que utilizó el tema candente del enfrentamiento futbolistico para su provecho - pensé en que simple era desvirtuar la radiante alegría, la efusividad y la pasión del fanático del deporte en algo más denso y turbio. En odio, quizá, pensé mientras miraba mi TL de nuevo, terminado el partido de futbol, donde lamentablemente perdió mi país. Y en esta ocasión los gritos y enfrentamientos xenófobicos y racistas, venian del lado venezolano y eran respondidos de la misma manera del lado chileno. Preocupada y un poco abrumada, me pregunté que había ocurrido para que el habitual enfrentamiento entre fanáticos desembocará en una circunstancia tan desagradable.

Y algo parecido ha venido ocurriendo durante el desarrollo de la Eurocopa 2012, el Venezolano, hijo de inmigrantes y fanáticos de los grandes eventos comerciales, ha disfrutado como el que más un evento que todos los años desencadena una habitual enfrentamiento entre los fanáticos de los diferentes equipos. Pero esta vez, la xenofobia ha sido parte de la acostumbrada provocación entre los seguidores de cualquier selección. He leído, insultos tan malsonantes, que me he preguntado que tanto hay de una agresividad latente, escondida bajo la defensa de un nacionalismo absurdo y súbito que nadie entiende muy bien de donde surgió. Asombra además, lo virulento de las imprecaciones, el hecho que es evidente que la simple celebración del deporte pasó a un segundo plano, en medio de una discusión que no tiene la menor relación con el deporte. Desde chistes de dudoso gusto, como el del @ChiguireBipolar el día de ayer, con un titular imaginario que exclamaba: "Sudacas hijodeputas celebran victoria de país que no los quiere" hasta una desprorcionada andanada de insultos contra los hijos de inmigrantes que no tiene otro motivo o circunstancia que la de ocultar una especie de resentimiento muy viejo, con la rivalidad deportiva. Y me pregunto de nuevo ¿Qué oculta este rencor sin nombre, este enfrentamiento duro y sin sentido que reverdece en plena euforia deportiva? La respuesta es preocupante y con toda probabilidad, lo es más aun las causas que lo producen.

En origen de algo muy hermoso: y todos gritamos gol.

De pie, en una fila de una panadería cualquiera, con una lata de refresco en la mano, aguardo para llegar a la caja registradora. En el viejo televisor colocado de cualquier modo en el mostrador, los jugadores corren de un lado a otro, casi irreconocibles en medio de la estática y la mala señal. Todos los presentes, un grupo de ancianos de cabello blanco a quienes he visto sentarse una y otra vez en las mismas mesas cada tarde, para tomar en exacta escena una taza de café, gritan de manera inentendible cuando alguien, no distingo que jugador o de qué equipo, anota un gol. Y después, de hecho, todos los presentes celebran, comentan y ríen. Un gran golgorio general. La escena me hace sonreir, porque esta si se parece a la felicidad simple, a la alegría desordenada y ruidosa, que recuerdo de mis tardes junto a abuelo, disfrutando del fútbol, o simplemente de esa complicidad del fanáticos. Una idea reconfortante, cálida, la de este simple amor del deporte por el deporte, sin otra cosa que la simple pasión por lo que llaman, no sin cierta razón, el deporte más bonito del mundo.

C'est la vie.

miércoles, 27 de junio de 2012

El románticismo de lo cotidiano: Adios a Nora Ephron




Ayer, en mi acostumbrada lecturas de la noticias del día, leí una que me hizo sentir un poco triste: la directora de cine Nora Ephrom, murió luego de una larga batalla contra la Leucemia. Nunca fui especialmente fanática de sus películas - solo me agradaron realmente un par, si mal no recuerdo - pero igualmente, no pude evitar recordar esa ternura suya, esa cursileria de su cotidiano que hizo de sus film, pequeñas meditaciones sobre la vida, el amor,  la ternura, pequeños discursos personales. Tal vez todo se deba a replantear el romanticismo de una manera contemporánea o simplemente, apelar a esa necesidad de creer que el amor, ese, el idealizado, el eternizado en cuentos e historias personales, es real.

Cual sea el caso, Nora Ephron se enfrentó con cierta habilidad al mito que las películas románticas son un género en desuso, sobre todo porque tuvo el tino de jugar un poco con el imaginario habitual y creo algo nuevo. Me refiero a toda esa tendencia de la pareja made-in-heaven, pero que vive en una enorme ciudad, sometidos ambos probablemente a esa presión un poco dolorosa de la soledad moderna, el aislamiento y el cinismo. Porque para Ephron, el amor es un pequeño secreto: en todas sus películas, siempre hay una cierta cualidad mágica, un milagro que parece producirse y construirse lentamente, a medida que avanza la trama, entre personajes que beben de la mejor tradición de la comedida románticax del pasado. Pero los personajes de la directora, a diferencia de las entrañables parejas románticas como Clack Garble y Vivien Leigh o Katharine Hepburn y Spencer Tracy, carecen de esa idealización que hacia maravillosas - y lejanas - esas míticas historias  de amor del cine de la época de oro. Porque Ephron siempre apostó a lo pequeño, a lo simple, a lo que pareciera formar parte de la imaginaeria popular. Y probablemente la esté recordando hoy, justamente por eso, esa cualidad suya de crear magia donde otros, solo pueden contar una historia común,

De los desvelados que recibieron un email.

Las historias de Ephron siempre suelen comenzar con una tragedia: enorme y dolorosa como la viudez joven de Tom Hanks en "Sleepless in Seattle" o una de tenor más mundano, como el dilema de Meg Ryan en "You've Got Mail". Como sea, los personajes sufren pequeñas transiciones imperceptibles, una especie de depuración emocional de pequeños rasgos que la directora se deleitaba en mostrar: las pequeñas miradas, las sonrisas secretas y más aun, una camaraderia de ese pequeño grupo de hombres y mujeres que parecian avanzar a traspies en las historias, casi siempre levemente torpes, hacia un final inevitable. La felicidad. Lo más extraño, es que no parecía ser tan difícil creer en esa radiante broche de oro de las historias de Ephron: la fantasia con que estaban entretejidas sus narraciones parecia colmar un poco esa necesidad nuestra de creer, muy convencidos, que esas grandes épicas amorosas tienen cabida en esta época de frialdad, de dureza y sobre todo, de desazón. Más de una vez, me encontré preguntandome que hacia la directora - que otros no - para convencernos de lo imposible, de lo extraordinario, de lo simplemente irreal.

De angeles malhumorados a la comida del amor:

Ephron, como directora, tuvo muchisimos declives y peligrosos resbalones que dañaron su carrera hasta llevarla a un peligroso declive del que comenzaba a recuperarse al morir. Muy probablemente debido a su necesiad de conservar cierta integridad en su discurso, hubo ocasiones en que su formula del romance predestinado, la lentitud del planteamiento, la introspección de los personajes, jugaron en contra de los fragiles arcos argumentales. No hay más que ver los flojos resultados de "Lucky Numbers" o la tristemente sin sentido "Bewitched", para notar que en ocasiones, Ephron se desplomaba en un ciclo torpe y casi destructivo de su propia capacidad de observar la cotidianidad. No obstante, en otras, la historia, aunque sin mayor trascendencia, parecía tocar tópicos casi eternos: La ternura de una Divinidad simple y casi vulgar en Michael - interpretado por un risueño John Travolta - o esa pequeña joya de lo habitual "Julia & Julie", donde el día a día parecia sostener la narración sin mayor esfuerzo. Y es que tal vez ese sea el secreto de las historias de Ephron, esa puntilloso y en ocasiones peculiar análisis sobre la realidad, esa manera suya de desmenuzar las ideas hasta encontrar algo que pudiera emocionarnos, hacernos sentir un poco de esa magia que parecía impregnar en sus personajes.


Así que, aunque no fue la mejor directora - ni cerca lo estuvo, todo hay que decirlo - Ephron será recordada por revitalizar un género tan vilipendiado y menospreciado como lo es el cine romántico. Y no deja de ser curioso que incluso sus detractores - como yo - hayamos sentido que con la muerte de la directora, se dejaron de contar alguna que otra historia que tal vez, nos hicieran sonreir al final del día.

Y eso, ya es un logro.

C'est la vie.

martes, 26 de junio de 2012

Bad Girl


Bad Girl, originalmente cargada por Miss Aster.

broke a thousand hearts
Before I met you
I'll break a thousand more, baby
Before I am through
I wanna be yours pretty baby
Yours and yours alone
I'm here to tell ya honey
That I'm bad to the bone

Bad to the Bone
George Thorogood.

Del Gentilicio del siglo XXI ¿Quién es Venezolano?




El fin de semana, la gran noticia fue una de esas frases impulsivas del Presidente de la república, que parecen  entrar de inmediato a formar parte de la imagineria popular: "Si no eres chavista, no eres Venezolano". De inmediato y como es lógico, las redes sociales hirvieron de furia: todos declaraban que la sentencia, prejuiciada, sectaria y como no, llena de la habitual prepotencia del poder provocador, despertó una especie de nacionalismo medio borroso en lo que no encajan - como yo - en esta nueva definición del gentilicio nacional. En lo personal, lo tomé como otra bravuconada de un discurso de odio que lleva casi década y media contagiando al pensamiento venezolano, pero aun así, lo analicé bajo el matiz de ciertas ideas. Y sobre todo, bajo la interpretación de lo que vivimos a diario, como ciudadanos y sobre todo, como venezolanos ( sin matices ).

Hablo en concreto del hecho, que desde que la política de la lucha de clases, el socialismo interpretado a conveniencia y toda la deformación argumental de una idea de debate social se impuso en Venezuela, hay una buena porción de ciudadanos que nos sentimos, simplemente apátridas en un país que no reconocemos. Un país, que no entendemos porque la transformación polarizada ha sido tan violenta, tan certera y en ocasiones me pregunto, si tan definitiva, que el país se convirtió en una pelea constante entre dos bandos en pugna que son incapaces de reconocer la existencia del otro. Un vicio común, entre disputas ideológicas más o menos concretas, pero que en el caso Venezolano ha segmentado la realidad del país en dos dimensiones encontradas, paralelas e irreconciliables. O perteneces a una realidad o a la otra, y estar en el medio es casi imposible, cuando la batalla con argumentos exactos pero en extremos contrarios ha destruido cualquier dialogo y sobre todo, de entendimiento entre los bandos en dispuesta.

En medio de toda esa rebelión de clases superficial, de esa defensa del estatus quo carente de substancia, subsiste el venezolano de pie. El Venezolano que no es político, ni tampoco millonario o pobre de solemnidad. El venezolano que no ama a un líder o lo odia con profundo rencor. En sa brecha, abierta, cada vez más pequeñas, somos cientos quienes día a día insistimos con crear una idea de país que nos abarque a todos, donde Venezuela sea un proyecto a futuro, construido a cuatro manos, y no este bastión de desencanto, de temor, de simple desazón que vivimos a diario.

Pero como cuesta ese sueño. Y cuanto esfuerzo nos está llevando cristalizarlo.

Entre encuestas te veas: 

Hace poco, pensaba en el tema, al leer los resultados de unas las cientos de encuestas que, debido al año electoral - otro - deambulan de un lado a otro en los medios de comunicación nacionales. En ella se hablaba que el Presidente de la República lleva 30 o 40 puntos porcentuales de ventaja sobre su contendor político. Los datos demográficos hablan que se tomó una muestra de mil ciudadanos y que su exactitud es de un 98.9  % o algo al estilo. Lo leo todo con una sensación irreal, cansina, en medio de esta gran dimensión deformada de las cosas que llamamos cotidiano en nuestro país. Leo los datos, pensando que ni una sola vez, yo he formado parte de encuesta alguna. De hecho, no recuerdo que jamás me hayan detenido en la calle a preguntarme nada. Repasando las preguntas, los datos, me sobresalta el hecho que no me reconozco en ninguna de ellas, porque ninguna cuestiona lo que me preocupa como ciudadana. No encuentro en ninguna parte una pregunta sobre la inseguridad, los problemas económicos, la crisis de los servicios públicos. Esta encuesta es de otra Venezuela, la Venezuela que venera a un líder omnipresente, la que no reconoce que yo existo, la que no sabe - y probablemente no le importa - que me siento igualmente venezolana, a pesar de no profesar un nacionalismo enfermizo o propugnar un lenguaje de odio para disminuir al contrario. Sentada con el periódico en la mano, sigo pensando que para la Venezuela actual, la que pareciera perdió la cordura, la que simplemente está fuera de todo control de un argumento lícito que sostenga - justifique - los encendidos discursos sobre promesas que jamás se cumplen,  la opción es esta, el silencio. La inexistencia. Porque no hay una alternativa real,  sobre una opción que solo engloba al que acepta, sin una palabra en contra, un modelo de país caduco e irresponsable.


De manera que sí, hay venezolanos que no lo somos. Que no existimos. Que no somos reales. Que solo formamos parte de las estadísticas mudas. Y yo estoy entre ellos. A medida que el tiempo pasa, me pregunto hacia donde avanza todo esto, que ocurre con nuestro país como idea, como necesidad, como hogar como idea. Confieso, que en ocasiones me da miedo la respuesta, si es que hay alguna, o quizá lo que me inquieta es que no existe ninguna, en medio de esta realidad deformada, que con cierta ingenuidad llamamos actualidad.

C'est la vie.

lunes, 25 de junio de 2012

De la nueva década de mi vida y otros aprendizajes: mi otro yo en el espejo.




Cuando tenía 20 años, los treinta me parecían muy lejanos. Era como atravesar un trecho enorme de mi vida que todavía no comprendía muy bien a donde me llevaría. Tenía algunas ideas: para los treinta ya tenía que haber logrado LA GRAN COSA en mi vida ( que era la gran cosa, eso estaba por definir ), encontrarme estabilizada y viviendo lo que se supone sería todos esperan de la vida, aunque no sabia que era exactamente lo que esperaba. De hecho, si algo recuerdo de los veinte y mi impresión sobre el futuro era esa sensación un tanto de incertidumbre y un poco más de miedo. Incertidumbre por no comprender exactamente que quería hacer o a donde quería ir. Miedo justamente por eso. Entre ambas cosas, la imperiosa necesidad de creer que más adelante lo sabría, que un poco después lo comprendería a cabalidad.

No lo he comprendido y tal vez esa es la gran sorpresa que me ha traído esta tercera década de vida.

Porque cuando comencé a transitar los veinte años tuve muchísimo miedo, como dije. Un temor que no acababa de comprender muy bien pero que en realidad tenía relación con el hecho que no sabía a donde me dirigía. Y no lo sabia porque comencé la veintena con una serie de decisiones que buenas o malas, me dejaron en un punto incomodo de mi futuro. Había culminado una licenciatura Universitaria que no solo no me agradaba sino que era radicalmente distinta a lo que siempre había soñado para mi futuro académico. Comenzaba a vivir sola, cuando apenas podía cocinarme un plato de comida decente. Y mis grandes pasiones, las de siempre, las ardientes, las reales, parecían relegadas a un segundo plano. Recuerdo esos primeros meses de los veinte con una sensación agridulce: mis planes eran tan inconsistentes como carentes de sentido y más aun, impersonales. Eran una mezcla de un "deber ser" difuso y una necesidad de justificar que todo el esfuerzo de una carrera universitaria que no me satisfacía en lo más mínimo tenía que tener algún valor. Cualquiera. De manera que me insistía, una y otra vez, que mi próximo paso "debía" ser asociada del bufete donde había comenzado a trabajar, y quizás, comenzar una especialización en un tema "respetable", "realista". Porque había mucho de esas palabras en ese futuro distante. Convencerme que "debía" comprender el mundo como una serie de decisiones sensatas, comprensibles. Era doloroso sin duda. Pero aun peor, profundamente triste. Pasaba mucho tiempo, con una extraña sensación de pura desazón, esperando que me consolaran las interminables horas de trabajo en el bufete que trabajaba, con sus espléndidos muebles de madera pulida, sus tranquilos pasillos olorosos a pino y sus alfombras mullidas. A veces, me preguntaba si para todo el mundo era igual, si para el resto de mis compañeros de clases que se obsesionaban con sentencias y libros de textos legales, esta sencilla y llana angustia era tan real como lo era para mí. Los días seguían transcurriendo y recuerdo que fue la época donde me obsesionaba la idea de quien sería a los treinta años, si esa mujer distante en el tiempo, se sentiría mejor, más libre, justificada, satisfecha. Y esperaba que sí. Necesitaba creer que sí para continuar.

No sucedió nunca por supuesto, y tal vez, esta sea la gran lección en esto, lo que aprendí cuando dejé atrás la necesidad de justificarme, de consolar esa incertidumbre del adulto joven, la aparente responsabilidad de complacer una identidad concreta de mi misma, como imagen social. Comprendí que la seguridad adulta, solo es un mito, uno de esos tan inconcretos y poco claros como los que todos tenemos en la infancia.  De hecho, entendí de manera muy clara,  a medida que el tiempo transcurrió y tomé decisiones que destruyeron esa fantasía difusa de la mujer que podría ser, que ser adulto no es muy diferente a ser niños: es crear a diario, aspirar todos los días a construir esa identidad real, indivisible y vital que todos aspiramos para nuestro futuro. Es, en resumidas cuentas, una forma de fe. La mayor, pienso sin duda, porque es enfrentarte al miedo de siempre, de todos los días, heredado, asumido, parte de tu vida desde que comprendimos que el futuro es parte de cada decisión que tomamos, buena o mala, concreta o accidental. Es creer y confiar simplemente que más allá de lo que se asume por cierto, existe una incertidumbre que puede ser en esencia, extraordinaria.

¿Y quién es esta de mujer de treinta en la que me convertí? Por supuesto, alguien totalmente distinto a la que temía convertirse en lo más profundo la joven abogada abrumada y muy cansada de mis veinte. Y eso, es, sobre todas las cosas, la mayor satisfacción que he podido obtener recién comenzando esta nueva década de mi vida.

C' est la vie.

Elegía Pura


Elegía Pura, originalmente cargada por Miss Aster.

Aquí no pasa nada,
salvo el tiempo:
irrepetible
música que resuena,
ya extinguida,
en un corazón hueco, abandonado,
que alguien toma un momento,
escucha
y tira.

Elegía Pura
Ángel González

sábado, 23 de junio de 2012

De mi mundo personal: La bruja que soy y el mundo que sueño.





Suele ocurrir que cuando digo "soy bruja" el interlocutor de turno, me mira de estas dos  maneras: O con cierta incredulidad compasiva - y que viene a significar: esta loca - o con manifiesta hostilidad - o lo que es mismo: que ignorante -. O en los casos más amables, simplemente hace como no escuchó y continuamos conversando como si tal cosa, como si no hubiese mencionado el tema o lo que es más probable, que no le importa en absoluto. Cualquiera de las situaciones anteriores, es algo que considero natural y de hecho me he enfrentado toda mi vida desde que decidí salir "del closet" de las creencias, como muy bien dijo mi amiga E. hace unos cuantos días mientras comentábamos del tema. 

Porque es indudable, que hablar de brujería, creencias, fe, paganismo en el mundo actual es un terreno delicado. Es algo que la mayoría de las veces provoca malentendidos, cuando no franca incomodidad. Me he enfrentado a eso desde que era una niña y llevaba al colegio un pentáculo al cuello en lugar de un crucifijo o cuando proclamé en Noveno año de Secundaria que "Dios era mujer y lo había sido por mucho tiempo". Recuerdo que la religiosa que impartía las clases de teología me dedicó una mirada hosca, durísima y esa fue unas  de las cosas que más me dolió de la escena: que una mujer me dedicara esa desconfiara por el mero hecho de celebrar la divinidad, la mía y la suya, como parte de mi vida. Porque me eduqué creyendo firmemente en el poder de la Luna y celebrando los Solsticios con una sensación tan radiante que a veces me lleva esfuerzos explicarla. Porque crecí convencida no solo que la Divinidad es creacionista, sino que todos formamos parte de ella, como un gran organismo hermoso y palpitante de vida que es parte de cada uno de nosotros. Crecí, mirando las estrellas para soñar, y caminando descalza sobre Tierra sintiéndola Mi Madre. Y que te digan que todo eso está mal, que estás equivocada, que es "pecado" es doloroso. En ocasiones humillante. Siempre triste.

De manera que crecer, llamándote bruja y que esa palabra te defina no es sencillo. Pero si muy hermoso. O al menos lo fue para mí. Porque soy bruja de las herencia, de las que su abuela enseñó las propiedades de la herbología, de las que revisas su cartera y vas a encontrar un maso de cartas de Tarot, y probablemente una bolsita de piedras y cristales. Soy la que aun lleva al cuello un pentáculo de plata donde puedes leer "Soy el misterio de las estrellas y el dulce canto de la Tierra".  Soy la que escribe - sí, a mano - un libro de las Sombras, que no es más que una pequeña colección de anécdotas, pequeñas costumbres y esa sensación de profundo amor que me hacen sentir mis creencias. Es una experiencia curiosa, dura y extraña, llamarte a ti misma por una palabra que tiene tantas connotaciones y la mayoría de ellas, ofensivas. Pero lo hago porque en mi mente, ser bruja es comprender una herencia femenina tan vieja como poderosa y además, construir mi futuro a base de esa forma de crear tan antigua como personal: la fe. 

La bruja, la mujer. Quien soy.

Por supuesto, no siempre pensé de esa manera. Como cualquier persona, tuve momentos de absoluta desesperación y sobre todo de angustia existencial. Durante mi adolescencia, intenté por todos los medios olvidar esa parte de mi misma tan poderosa como intima. Lo intenté con total convicción: recuerdo que fue una etapa de incredulidad, de cuestionarlo todo, de gritar y rebelarme. Y no solo contra la manera de ver el mundo de mi familia, sino además, contra mi misma. Porque contra lo que me debatía era sin duda la sensación de ser distinta en un mundo de iguales, y el dolor, tan privado que eso implica. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando una buena amiga de por entonces se rió por mi amor a mis cartas del Tarot, o el hecho que llevara hojitas de Laurel en el morral del colegio. No es fácil, enfrentarte a ese tipo de experiencias teniendo quince años, sintiéndote desesperamente aislada, queriendo formar parte de algo que ni siquiera sabes que es. La soledad joven de necesitar comunicarte sin poder hacerlo. La tristeza de querer comprender el mundo sin lograrlo.

Pero esa etapa pasó y más pronto de lo que creí. No solo porque simplemente acepté que mi diferencia, cualquiera que fuera, era parte de mi manera de crear y construir mi propio mundo, sino además porque de pronto, esa necesidad de pertenecer dejó de tener sentido. Eran los tiempos Universitarios, agitados y excitantes y volver a mis raíces, al pensamiento original fue encontrarme de nuevo, mirarme en el espejo y sonreir, sentir la plenitud de creer en esa necesidad mía de elevarme por encima de mis propios temores y encontrar una razón para avanzar. De niña a mujer quizá. 

De esos años de renacimiento, recuerdo una escena: mi primer ritual de la Luna a solas. Mi abuela había muerto hacia unos cuantos meses atrás y vivía sola en el apartamento que me heredó. Y me senté, en la oscuridad, desnuda, rodeada de pétalos de flores, mirando la llama de la única vela que encendí. Fue como conectarme, vertiginosamente, con el poder de mi propia mente, creciendo, sintiendo esa personal sonrisa interior de encontrar esa puerta en mi interior que había estado cerrada durante tanto tiempo. Lloré, a solas, invocando en voz baja, sintiéndome pequeña y torpe, pero feliz. Una nueva visión de mi vida, de las cosas, de mirar hacia dentro de mi misma y contemplar, cuanto había crecido el jardín de mi espíritu, en flor.


Han pasado unos cuantos años de eso. Y ya no es tan difícil sonreír cuando alguien me dedica una mirada entre extraña y confusa cuando me llamo bruja. De hecho, es más fácil que nunca, porque la mujer que soy, en la que me convertí, es la que siente el placer enorme de reencontrarme con mis propias palabras, de soñar con mi futuro en forma de creación y de sentir esa furiosa necesidad de creer y tener esperanza, que con tanta ingenuidad, yo solo llamo fe. 

Una forma de mirar el mundo, el mio y el que me rodea, mi propia concepción de las cosas.

Así sea.

C' est la vie. 

viernes, 22 de junio de 2012

Diez lecciones que he aprendido comprendiendo que la vida es simple.





Una vez leí que una de las características más importantes del conocimiento, es que no lo puedes olvidar o lo  que es lo mismo, una vez que sabes algo, te cambia para siempre. Nunca había meditado suficiente sobre la máxima hasta que la comprendí. Y esa comprensión es algo reciente: de unos meses para acá he descubierto que estrenar los treinta me ha traído además un tipo de sabiduría, torpona y un poco a lo loco, que sin embargo, comienza a dar sus frutos. Es lo que me ha enseñado vivir, con mis errores y virtudes, de correr algún que otro riesgo, aprender a decir que no o continuar diciendo que sí. De manera que, si algo he obtenido en esta tercera década de vida que apenas comienza, es conciencia sobre mi misma y una profunda sensación que estoy construyendo algo bueno todos los días de mi vida.

Tal vez por ese motivo, hoy me hizo sonreír un pequeño dibujo que encontré casi de manera casual: dibujado con una simplicidad conmovedora, expresa esa idea de la vida que he venido construyendo poco a poco desde casi una década y un poco más. Y me sentí íntimamente satisfecha de comprender, que estoy recorriendo un camino que construyo a diario, que es la consecuencia de mis errores y aciertos, cualquiera que sean y que de alguna manera, me está obsequiando algo que hace mucho tiempo, consideré casi quimérico tener: paz. Porque la paz no nace de una decisión consciente ni tampoco tiene mucho que ver con un esfuerzo de voluntad. Como veo las cosas, la paz es una manera de crear tu propia manera de mirar el mundo y tener fe, en que podrás llevarla adelante como un proyecto de fe. Así de simple, de fe.

¿Y que dice esa pequeña lista de cosas en las que me reconocí tan bien? Echemos un vistazo:

* Ser feliz: No siempre lo logro. De hecho, la mayoría de las veces me pregunto si lo soy. Pero hay ocasiones muy concretas, donde miro atrás y siento una profunda satisfacción por lo que he obtenido en mi vida, la manera como estoy avanzando hacia un futuro que aun no veo demasiado claro, pero sé será consecuencia de todas las ideas que intento llevar a cabo para componer mi propia manera de ver el mundo. Y es que con el correr del tiempo he descubierto que ser feliz, no es otra cosa que apreciar lo bueno, aprender de lo malo, tener la esperanza de continuar y lo más importante, reconocerte como una obra de todo lo bueno y lo malo que ha ocurrido mientras construyes tu propio camino personal.

* Dar amor: No resulta sencillo. Y no me refiero por supuesto, solo al amor romántico, que también es válido. Hablo de todos esos pequeños gestos que brindas y que te permiten creer que el mundo puede ser mejor de lo que es o simplemente, lo ayudas a lograr. Compartir un postre exquisito con tus amigos, reir a carcajadas con una buena película en buena compañía, obsequiar pequeñas muestras de cariño a la personas que forman parte de tu vida, te permite no solo comprender, cuan afortunado eres de ser miembro de la familia que la vida te obsequió, sino además, analizar el mundo más allá de ti mismo.

* Hacer lo que me gusta: Lo tengo muy claro desde los veintiún años de edad, cuando abandoné mi recién obtenida licenciatura en leyes para correr hacia las palabras y después las imágenes: hacer lo que amas te procurará un tipo de felicidad que muy difícilmente encuentres en otra parte. De manera que haz lo que amas siempre que puedas, disfruta de tus pequeños placeres, date la oportunidad de descubrir facetas de ti mismo que hasta ahora, te eran totalmente desconocidas. Y sobre todo, sé fiel a esa parte esencial de ti mismo que forma parte de una idea mucho más amplia y persona de quien eres y hacia donde te diriges. Es la manera más sencilla de crecer y madurar.

* Viajar: Es mi asignatura pendiente en este pequeño plan de vida. Pero a medida que todo en mi ritmo personal toma un cierto sentido, comprendo que para recorrer los lugares que deseo, debía llegar a cierta madurez mental que hasta ahora, no estaba del todo clara en mi vida. Y es extraño que cuando veo mi intimo mapa mental, encuentro que cada lugar que me espera, no tiene demasiado que ver con la belleza y el turismo, sino con una profunda búsqueda personal. Un encuentro con mis propias ideas. Veremos a donde me lleva.

* Terminar mis estudios: Lo que para mi se traduce como siempre aprender. Siempre buscar un aliciente intelectual y una manera de comprenderme más profunda y valida.  Es una de mis metas a largo plazo y de hecho, si pudiera definirme con una palabra, sería sin duda "estudiante".

* Conocer gente nueva: Soy una gran tímida. En realidad, me lleva esfuerzos socializar pero igualmente y en un esfuerzo consciente, intento serlo de la manera más sencilla y amable posible. Desde hace algunos años me prometí a mi misma conocer al menos una persona nueva cada semana y aprender algo bueno de ella, y aunque no siempre lo he logrado, si me ha permitido ampliar un poco mi perspectiva sobre muchas cosas y sobre todo, algo tan simple pero que en ocasiones olvidamos, recordar que el mundo está hecho de las experiencias que puedes compartir.

* Comprender mejor la vida: Cuando era más jovencita, siempre estaba disgustada, o enfurecida. O ambas cosas a la vez. Me dolía muchísimo la critica, me impacientaba por las cosas más pequeñas...y aun ocurre. Pero no con tanta frecuencia. De hecho, más son los momentos donde me tomo un pequeño momento para tomar una larga bocanada de aire y mirarlo todo desde cierta perspectiva. Y eso es de por si, un pequeño triunfo. De manera que entre todas las cosas, comenzar a apreciar la vida como lo que es ( una combinación de cosas buenas y otras no tanto, experiencias, dolores, alegrías y todo lo que pueda estar en medio de todas esas cosas ) es una manera de crear y construir lo que deseas obtener de tu experiencia como joven adulto.

* Ignorar las malas vibras: Durante estos años, he aprendido que las mejores cosas para construir un buen día, son gratis o tan sencillas que pasan desapercibidas: sonreír, caminar a solas en un día soleado, tomar un suculento café al despertar. De manera que vivir de la manera más placentera posible puede ser tan sencillo como obsequiarte esos pequeños placeres, olvidar las pequeñas ofensas y entender, tal vez con esa sabiduría del todo los días, que para mirar la vida en todo su esplendor, hay que comprender su absoluta y exquisita sencillez.

* Solo ser yo: Y que cierto, es esa idea de buscar la originalidad y la individualidad, no como ideas abstractas sino en un profundo reconocimiento de quien eres. Porque si algo me ha obsequiado estos recién estrenados treinta años, ha sido una sonrisa ante mis defectos y virtudes: los kilos de más, el cabello rebelde, las ojeras de mapache, la neurosis, la capacidad para reir hasta quedarme sin respiración, mi amor por la soledad y todas esas pequeñas particularidades que te brindan la oportunidad de crecer y construir algo mejor a diario.

¿Ideas simples? No tanto, pero en realidad, si lo son, es lo que las hace impecables: hay una cierta maravilla en descubrir que la sencillez del mundo, es probablemente su principal belleza.

C'est la vie.



jueves, 21 de junio de 2012

De la sociedad Procaz: Sicilia como vocero del prejuicio.





Todos saben lo que dijo Carlos Sicilia contra Ricky Martin, de manera que no lo repetiré aquí. También de las ingeniosas respuestas, las inteligentes argumentaciones que se le han dedicado por web y otros medios ( mi favorita, la de @totoaguerrevere que puedes leer aquí ) así que realmente este post no será una reflexión sobre el tema de "que dijo Sicilia", sino porque lo dijo, que me parece más preocupante aun. Porque desde el domingo que leí los muy ofensivos tweets - fui una de esas twitteras que tuvo la primicia del insulto pendejo del caballero en cuestión - no me preocupó tanto el contenido, sino el hecho que Sicilia parecia sentirse amparado por una especie de verdad divina que le permitía no solo ofender a un padre de familia como cualquier otro, sino además hacerlo de una manera pública, hiriente y como si eso no fuera suficiente, retirada. Leyendolo, me inquietó más el hecho que sintiera pudiera hacerlo - más allá de la libertad de expresion que se presupone todos tenemos - que el insulto en si mismo.

Y es que en nuestra sociedad, parece que existe una muy concreta patente de corso, que autoriza a los que se creen poseedores de una verdad suprema, amparados por una normalidad aparente a juzgar la vida ajena de la manera más grosera posible. Inquieta, que esa aparente impunidad en el juicio, propiciada tal vez por la escandalosa  idea que la verdad es una y solo una y solo un grupo de afortunados la poseen, se extienda no solo a la vida privada de famosos que por otra parte, son tan seres humanos como cualquier otro - y merecedores de respeto - sino a toda nuestra cultura. Porque lo que hizo Sicilia el domingo llama la atención por público y notorio, no por infrecuente. ¿O es que vamos a olvidar el "puta" para la mujer que disfruta su sexualidad, el "solterona" para la que toma decisiones fuera del promedio, el "maricón" para el que asume su tendencia sexual de manera distinta? Y así miles de nombres, de insultos de lo cotidiano, tan asumidos que en ocasiones no advertimos lo agudo, lo doloroso de lo que implica cada pequeño prejuicio transformado en un concepto general.  Eso ocurre todos los días, en privado, en cualquier calle. El discurso agresivo, el epíteto esquematizante es parte de nuestra cultura, de nuestra visión de la sociedad. Los "normales" ( los que se escoden detrás de una franja media ) se sienten en el deber de decidir quién puede contraer matrimonio y quién no, quién puede ejercer el rol de padre y quién no y un sinfín de matices donde la voz de la mayoría parece imponerse en una especie de juego de fuerza sin medida. Preocupa sobre todo, que cada una de estas ideas, tenga su grupo de seguidores, de los que insisten en la "anormalidad", en "lo amoral", en lo "que no se debe hacer", sin tener otro argumento que no sea su propia opinión al respecto. 

Pero específicamente la palabrería de Sicilia impresiona por no tener otro sentido que la provocación. Leer los tweets insultando la paternidad de Ricky Martin, pidiendo cárcel y bromeando de manera soez sobre su vida familiar, deja un mal regusto de boca no porque sea algo que nadie haya escuchado antes, sino porque para una porción de la sociedad que lamentablemente supongo numerosa, Sicilia tiene razón. De hecho, ayer mientras el tema se debatia en las redes sociales, leí varios comentarios que ponderaban sobre que "les parecía aceptable que una pareja gay se casara, pero nada más. Adoptar no debe ser permitido". Asusta un poco pensar que este tipo de personas, están convencidas que poseen el deliberado derecho de decidir sobre que puede sentir cualquier otro ciudadano con los mismos derechos que los suyos, o lo que es aun peor, construir la vida de otros bajo el criterio de su normalidad. Lo lamentable de todo esto por supuesto, el hecho que sea admisible, que alguien pueda ponderar sobre cuales son los derechos del prójimo basados en sus propios prejuicios, temores y problemas de tolerancia, pero peor aun es que lo aceptemos. Alli radica justamente lo engorroso, lo inquietante de todo el insulto de Sicilia, deslenguado y amargado, un domingo cualquiera. Una muestra de lo que se pasa en lo discreto de la sociedad, en el todo los días que no lleva un nombre famoso, en el habitual de los que deben soportar ser criticados, insultados y analizados por la "normalidad" por el mero hecho de decidir mirar el mundo de una manera personal.  

miércoles, 20 de junio de 2012

Del tema recurrente a la voz de la conciencia: Lo que aprendí en el Taller de Foto Poesía con Gabriela Gamboa







Siempre he sido claustrofobica: es una de mis obsesiones más viejas. Recuerdo que lo descubrí - o lo digamos lo comprendí - a los nueve o diez años, cuando leí por primera vez "Entierro Prematuro" de Edgar Allan Poe, y el cuento me dio muchísimo más miedo que cualquier otro de los que contenía aquel viejo volumen de "Narrraciones Extraordinarias". Me provocó auténtico pánico, imaginar despertar en una diminuta caja de madera y el pensamiento de morir allí, atrapado, horas tras hora, cada vez más débil, hasta que simplemente la oscuridad parecía serlo todo. Miedo puro.  Un pensamiento doloroso y tan visceral que me provocó pesadillas por meses.

Poco después, siendo una adolescente, recuerdo una escena en especial que me demostró el alcance de ese terror instintivo a los espacios cerrados: en una ocasión, durante una visita a un club de Playa, me subí a uno de los juegos que ofrecía el parque acuático: un enorme tobogán techado que iba a parar directamente en la enorme piscina. Mientras hacia la fila para arrojarme de cabeza y a toda velocidad hacia el fondo de agua, eché un vistazo a la construcción: un pequeñísimo embudo de plástico azul que parecía abrirse hacia la nada, hacia una oscuridad resbaladiza y rígida que me provocó escalofríos. Sentí un primer ramalazo de pánico que intenté contener como pude y me obligue a continuar junto con el resto del grupo con quién había disfrutada del día playero. Pero cada vez que miraba el reducisimo espacio, los esfuerzos que le llevaba a cualquiera entrar por el conducto, sentía que un miedo completamente incontrolable me dejaba sin respiración. Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en la orilla exterior de la plataforma, temblando en una especie de crisis de pánico y sin poder explicar a mis desconcertados amigos porque casi me había desmayado al intentar deslizarme por el aparentemente inofensivo tobogán. No encontré como explicarlos el terror, la sensación de casi dolorosa angustia que aun en ese momento me hacia temblar, envuelta en una toalla mojada por el mero pensamiento de esa oscuridad dura, rígida, sofocante que para mí simbolizaba aquel sencillo tobogán de plástico.

Por lo que, siempre estuve más o menos consciente que mi fobia era parte de mi vida. Es una especie de pequeño secreto vergonzoso que de alguna manera, simboliza algo más profundo en mi mente que jamás he analizado demasiado bien. Pero esta presente y de maneras un tanto singulares:  Evito siempre que puedo subirme en ascensores muy pequeños, así que es probable que de vez en cuando, suba escaleras para evitar los tres o cuatro minutos de puro terror que me inspira el pequeño cajón de metal. Nunca frecuento grandes multitudes, ni tampoco me subo a un coche - si puedo evitarlo - en la parte trasera, a menos que haya el suficiente espacio para que pueda estirar la piernas y extender los brazos. Cuando viajo en el subterráneo de mi ciudad, camino hasta el último vagón y casi siempre, prefiero estar de pie y cerca de las puertas, que sentada entre dos usuarios. Y siempre miro las puertas, las ventanas a donde voy. Es una sensación angustiosa que me cuesta controlar y que en ocasiones simplemente no puedo contener.

No obstante, nunca había pensado que esa obsesión podía tener su reflejo en mi trabajo fotográfico. Un pensamiento bastante ingenuo por cierto, pero que probablemente se deba a esa especie de miopía que todos tenemos sobre nuestra propia vida. Nunca había notado cuanto influye esa lucha con el pánico, ese miedo ancestral que sigo explicándome muy bien, en mis fotografías. Pero lo hace y de que manera. Y eso lo descubrí mientras cursaba el taller de Foto Poesía en Escuela Fotoarte.

Fue algo tan simple, como cambiar de registro. A petición de la profesora Gabriela Gamboa, abandoné por un momentos mis habituales autorretratos - todos en primeros planos cerrados, con iluminación dramática y dura, en espacios diminutos, casi siempre solo mi rostro - por paisajes. Tenia que fotografiar el mundo más allá de mi misma y eso, como siempre, me supuso un poco de confusión. Pero de alguna manera, superé esa sensación de resbalarme en terreno desconocido y me obligué a intentarlo.  El cambio fue súbito. Y no solo desconcertante, sino además un poco incomodo. Me encontré de pie en mitad de una calle, intentando conceptualizar los paisajes en algo hermoso sin que me lo parecieran. Nunca he sido muy apegada a esa belleza sin limites y un poco esquemáticas de las largas lineas de paisajes. Y me encontré buscando la forma de poder fotografiarlo de manera cómoda. En terreno conocido. La encontré fotografiando a través del visor de mi Yashica Mat 124 G: el mundo en tres dimensiones, atrapado en un perfecto cuadrado que me brindó una cierta seguridad en lo que hacía. Con una pequeñísima profundidad de campo, dejando bien visible las ranuras del lente abierto, capté el mundo en pequeñas postales de un blanco y negro muy contrastado. Y lo fotografié todo, sin notar un rasgo evidente, sin asumir que estaba de nuevo, haciendo autorretratos pero una de manera definitivamente más personal y si, inquietante.  De hecho, no comprendí la idea hasta que me dediqué  a escoger cuales imágenes formarían parte de la entrega final: con un sobresalto miré todos aquellos paisajes de calles y avenidas de mi ciudad encerradas en diminutos espacios y el acostumbrado hilo de pánico me recorrió. Asombrada - un poco conmovida - tomé la serie de autorretratos que también incluiría en la selección y me quedé un segundo en silencio, como quién recibe una revelación inesperada: la imagen mi rostro, apretado contra una tela transparente, bien apretado contra mi nariz y mi boca me sobresalto. Recordé la sensación de miedo que me había producido el simple hecho de cubrirme la cara al fotografiarme. Y de nuevo recordé la sensación de leve angustia que había experimentado mientras me encorvaba sobre el visor de la Yashica para fotografiar la ciudad, los paisajes atrapados, como los llamó un buen amigo. Me llevó un momento entender que había tanto de mí en esas pequeñas escenas cotidianas encerradas en los perfectos límites del 6x6 que sentí una genuina sensación de reconocimiento, más aun que la sentí mirando mi rostro en los autorretratos. Porque el pánico, leve e inmediato, nunca fue más real que comprender cuanto de ese miedo luchaba contra mi conciencia en las imágenes, cuanta de esa necesidad de interpretarme a través de la fotografía recreaba las lineas que encerraban los paisajes en diminutas ideas afiladas, destructoras y constructoras a la vez. Un pensamiento que me llenó de cierta sensación de plena conciencia del poder de cada acto artístico, de la necesidad que todo fotógrafo tiene de hablar y reinterpretarse a través de las pequeñas formulas individuales que definen tu propia manera de ver el mundo.

Continuo mirando la serie de fotografias. Y siento un ligero escalofrio por sentirlas tan cercanas, tan duras y dolorosas casi a esa perturbada conciencia de mi misma que existe en alguna parte de mi mente. No sé si me produce placer, llegar a una conclusión tan enorme como afilada, o simplemente asumir que la fotografía, es de hecho, uno de mis lenguajes más personales. Como sea, la sensación es definitiva y la consecuencia inevitable. Miro las fotografías preguntándome, como lo he hecho desde hace unos días, adonde iré ahora con este pequeño conocimiento, que viene después, ahora que encontré esa piedra angular en mi interpretación del mundo que me rodea.

No tengo la respuesta.

Y eso, creo, que es lo que más me satisface en todo esto: el eterno cuestionamiento hacia la búsqueda de algo más en lo que deseo expresar.

C'est la vie.

lunes, 18 de junio de 2012

De curvas, la talla inexistente y otros detalles de estética en el país de las mujeres más bellas.





Erase una vez una chica en los treinta y no te importa, que quería comprarse un par de pantalones talla media...

Y comienzo este post como si se tratara de un cuento de hadas, porque casi lo es: en el país de los concursos de belleza, la capital de las protesis de silicona mamarias y el culto a la belleza, tener una figura normal es uno de esos pequeños problemas a los que debes enfrentarte. Y es algo que pareciera irrisorio ( lo es ) pero que en realidad es preocupante: ¿Que ocurre con nuestra visión, el estereotipo de la mujer y la perspectiva de la estética estando tan deformada como la está en nuestro país? Es una pregunta que inquieta, que entristece en ocasiones, pero que la gran mayoría de las veces solo desconcierta, como me sucedió a mi.

El mito del pantalón talla diez.

Hace poco, tuve una de esas pequeñas revelaciones cotidianas que suelen ocurrirnos de vez en cuando: abrí mi armario y comprendí que necesitaba renovar el guardarropa. Nada grave ni de extrema gravedad. Digamos que se trataba de un simple deseo súbito de refrescar un poco me imagen personal. Así que arrojé a la basura los jeans demasiados viejos, las camisetas desteñidas, el sueter muy querido pero que ya no resistía ni una sola postura más y con ese buen animo de los ingenuos, decidí comenzar a comprar lo que lo más entendidos que yo en moda llaman "Los básicos". Como buena neurótica, me armé de una lista pormenorizada de qué necesitaba y comencé a recorrer centros comerciales de mi ciudad.

Al principio todo fue sencillo: me compré unas cuantas y bellas blusas color blanco, otra muy elegante negra y una especie de falda que juzgue, desde mi extraña visión del buen gusto - que no suele ajustarse demasiado a la palabra glamour - presentable. No obstante, cuando comencé a buscar un par de buenos pantalones negros, una prenda indispensable en mi guardarropa - la facilidad y la comodidad de un pantalón es inmitable - empezaron los problemas. Porque en nuestro país, por extraño o absurdo que parezca, encontrar un pantalón de una talla considerada regular es poco menos que una odisea de lo frivolo.

Al principio, creí que se trataba de una de mis manias: cuando entré a la elegante tienda miré a mi alrededor con cierta suspicacia. Toda la ropa era hermosa - eso, por descontado - pero también...pequeña. Y no hablo que mi figura sea especialmente voluminosa. Es la de una mujer normal, que no cuida especialmente su alimentación y que odia ejercitarse. No obstante toda la ropa de aquella tienda me pareció inquietamente diminuta. Y lo era. Cuando escogí un par de pantalones que me agradaron, encontré que la talla más "grande" era una tirante nueve, que por supuesto no pude ponerme de ninguna manera. Incomoda, le pedí a la vendedora una talla más amplia. La chica, diminuta y delgada como si formara parte de la tienda, me miró de arriba a abajo.

- Diez es la talla más grande - explicó. Miré el supuesto diez: La cintura era casi exactamente del diametro de una mis piernas y además, la solida tela de algodón evitaba cualquier intento de estirar, deformar. Le entregué la pieza con cierto desánimo a la vendedora, que lo recibió con una mueca de suficiencia que no sé si me imaginé. Muy  probablemente no.

En la segunda tienda me ocurrió lo mismo, solo que en este caso la vendedora ni se molestó en indicarme donde quedaba el mostrador. Miró mi cuerpo de mujer normal, con mis jeans gastados y mi camiseta desteñida de los Rolling Stone y me explicó que probablemente no encontraría ropa de mi talla allí. Y no lo hizo en un tono especialmente violento. Solo había que mirar aquella tienda llena de maniquies pechugones para comprender que tenía razón. En la cuarta la situación incluso fue risible: la ropa era tan pequeña que ni la revisé. Me dediqué a disimular haber entrado allí, dando unas cuantas vueltas entre los modernos mostradores de cristal y acero inoxidable para luego salir de allí, casi avergonzada.

¿Pero avergonzada por qué? Me pregunté caminando por el Centro Comercial, comenzando a sentirme deprimida. ¿Tendría que sentirme culpable por no ser desconcertantemente delgada? ¿Tengo que preocuparme por el hecho que mis medidas no calzan ni por asomo en el mítico 90 - 60 - 90? O que esta ocurriendo con el mundo de la estética que insiste y presiona para crear una figura que no existe, que no es real, que no tiene mayor sentido, que es solo obra de una especie de idealización de la mujer? No lo sé, pensé, insegura, mirando mi reflejo en el espejo: las caderas un poco anchas, las curvas levemente pronunciadas. No sé que ocurre pero solo sé que no está bien. Solo sé que no debería sentirme de esta manera, solo sé que quisiera no sentirme parte de un grupo silente que no forma parte de una idea venial sobre la mujer en donde parezco no encajar. ¿Y que pasa con las mujeres más allá de la talla diez? Pensé mientras entraba en otra tienda y compraba una divertida camiseta con el logo de mi super héroe favorito, ¿Que pasa con las que simplemente no quieren llevar ropa a la moda? ¿Que ocurre con la belleza de las que llevan vestido? ¿Las que aman la libertad de ser quienes desean y la ropa lo expresa? Caminando por los pasillos me sentí un poco alucinada: los maniquies increíblemente esbeltos parecían mirarme, con sus enormes pechos de plastico brillante, sus extrañas miradas pintadas. Y tuve la escalofriante sensación que miraba lo que esta sociedad de la belleza petrificada, la belleza sin mácula, la belleza irreal ve realmente. El pensamiento me sacudió un poco y sentí miedo. No un miedo fuerte, electrizante. Algo más parecido a una comprensión súbita de una idea torva.

No logré comprar el susodicho pantalón. Es decir, si lo logré pero unos cuantos días después y en una tienda pequeña, atendida por una dama muy bondadosa que me explicó que las tallas estandars no son para "todas". La escuché, caminando frente al espejo con un pantalón de vestir sin personalidad, extrañamente impersonal. Nada de la moda hermosa, exquisita que creo todos aspiramos poseer. Un pantalón sin mayor gracia. Y pensé en esa zona sin nombre donde habita lo que queda fuera del imaginario colectivo, del tema de las formas y los colores aceptados. Una idea inquietante, sin duda, pensé mientras guardaba el pantalón en el gavetero de mi closet - de donde creo no saldrá en mucho tiempo - , una forma de definición de la estética que en lugar de liberar - como todo sentido de la belleza - restringe, endurece y sofoca la feminidad.


sábado, 16 de junio de 2012

Salto de fe.




Hace poco, tomando un café con un amigo, surgió la acostumbrada pregunta, que suelen hacerme parientes y amigos de vez en cuando: "¿Cuando vas a asentar cabeza"". Unos años atrás, la pregunta me habría enfurecido. Seguramente me habría pasado un buen rato, explicándole en muy mal tono quizá, porque mi amor por las letras y las imágenes, era para mi más real que cualquier cosa, que no me importaba su personal interpretación sobre mi estilo de vida y mucho menos, aceptaba aquella insistencia suya - o de cualquiera - que mi decisión de tomar el arte como un estilo de definirme como persona. Pero en esta ocasión lo miré, sonreí, tomé un sorbo de café y me encogí de hombros, con una sensación de libertad que aun no puedo definir pero que resume cualquier idea que pueda tener sobre su pregunta.

- Nunca - respondo. Tomo otro sorbo de café y sonrío aun más alegría - nunca lo haré.

Tenía 22 años cuando me hicieron por primera vez aquella pregunta. Acababa de abandonar lo que parecía ser una prometedora carrera como abogado, por las letras. Así, sin más. De hecho, la decisión había sido totalmente impulsiva, una especie de comprensión que mi vida era algo más que la rutina de un bufete, una oficina, un horario, una normalidad aparente que me sofocaba. Ya para entonces fotografiaba. Tenía más de doce años haciéndolo, pero era simplemente "el hobbie". Por supuesto, para mi no lo era en absoluto. Pero igualmente, esa era mi disculpa a mantener el placer, el amor y la pasión por la imagen a un nivel muy personal. Pero vayamos por parte. Por el momento, las letras eran el objetivo.

Alarmados, mis padres se negaron a a acompañarme en el experimento. No podían comprender como podía siquiera considerar abandonar una carrera "de verdad" como la abogacía por simplemente, mi amor desesperado y eterno por las palabras. De manera que comencé de nuevo sola, sin dinero en los bolsillos, en una Universidad pública tan hermosa como aterrorizante. Los primeros días fueron de miedo casi doloroso: recuerdo los salones enormes, las ventanas llenas de luz. Y también  las palabras. Las palabras, los libros. Aquel era mi lugar, solía pensar cada vez que sentía pánico, que me quedaba sin un centavo o tan sola, comenzando de nuevo cuando ya tenía un camino terminado. En ocasiones, durante las interminables horas de insomnio, me preguntaba si había tomado la decisión correcta, si tendría vuelta atrás en aquella determinación ciega de perseguir mis sueños. Me dolía la incertidumbre, sentirme muy pequeña, idealista y casi estupida, en un mundo adulto. Pero no me importó. De alguna manera, aquella pasión ardiente, enorme, cegadora, me consoló en esos días tristes, de vagar de un lado a otro de mi mente, cuestionándome, haciéndome preguntas, criticándome, acusándome. Había algo lírico en ese miedo, en esa angustia de mirar atrás y pensar que podía continuar aquella otra vida, la vida de la abogada, que ganaba un sustancioso salario, que tenia un mundo de puertas abiertas en una profesión árida por delante. Una y otra vez, miré sobre el hombre y luego, corrí hacia adelante con todas mis fuerzas, hacia la siguiente puerta.

Y cuando me licencié, cuando el sueño se cumplió, cuando obtuve mi primer empleo solo y para las palabras, sentí un tipo de gratificación y de profunda necesidad satisfecha que nunca había sentido antes. Puro amor, placer. Es que no hay una sola palabra, sino cientos, que puedan describir la dulzura de crear y sonreír cada día al trabajar en lo que amas, de soñar, tan amplio, tan enorme en lo que construyes, en un futuro creado a partir de tu deseo y tu ferviente pasión. Cuando lo logré, sentí el placer enorme de comenzar la vida que deseaba, y comprender que todo había valido la pena.

Entonces, siete años después, llegó otra decisión. No tan fuerte, no tan enorme. Pero si igualmente dolorosa y significativa. Ya lo dije más arriba: la fotografía era mi otra cara en el espejo. Era el otro yo, la pasión casi tan dolorosa como la que sentía por las palabras, pero de otro tenor, otra textura completamente distinta en mi mundo. Pero siempre secreta, siempre una especie de hedonismo suculento, intimo, que degustaba por una necesidad sin nombre. Nunca me había planteado que saliera de ese ámbito personal, de hecho. Porque la fotografía, mi fotografía era yo. Era un lenguaje, un intricado juego de espejos y espejismos, como un Macondo de luces y sombras creado a mi medida. Y fue mi sueño, por años enteros, la palabra que deseaba decir pero no sabía como, el consuelo exquisito. La sensación formidable de encontrarme tan vida cuando sostenía una cámara. Era crecer y cambiar, construirme, mirarme, dejar caer mi espíritu en ese silencio de la imagen eternizada. ¿Podía eso tener un reflejo en el mundo real? ¿En el mundo de las cosas cotidianas, donde debes "asentar cabeza"? No lo creía.

Ahora sé que sí. Porque la fotografía ahora forma parte de mi ahora, del siempre, del hoy. Va conmigo a todas partes como lo hacen las palabras. Es mi mundo,  en todas las formas. Porque cada día despierto soñando en fotografiar y que decir al respecto y me voy a dormir - cuando puedo hacerlo - divagando sobre como sería la luz en tiempos de mi propia mente. Y sé tan claro como lo supe de muy jovencita, que la vida solo tiene sentido, cuando sientes ese deseo y poder de crear, cuando sueñas cada día y sientes un placer extraordinario al saber que cada uno tus momentos, tu vida, está impregnado de fe, de comprender el poder que tienes de tomar las decisiones para construir lo que deseas, y sin duda, soñar.

No sé si pensé todas estas cosas mientras mi amigo me observaba, sonriente. Seguramente no, pero estaban en algún lugar de mi mente, mientras saboreaba el café y sentía esa sensación tan espléndida de libertad y paz. Mi amigo finalmente se encogió de hombros y tomó también su taza, en un gesto casi irritado.

- No vas a cambiar nunca - sentencia.
- Creo que no.


C'est la vie.

viernes, 15 de junio de 2012

La segunda Temporada de Juego de Tronos: de lo bueno, lo preocupante, lo mejorable.



Como he comentado antes, en este, su blog de confianza, soy una gran fanática de la versión televisiva de "Juego de Tronos", a pesar que me produjo una enorme preocupación la idea que una serie de libros tan complejos y sobre todo, densos, fuera llevada en forma de serie a la pantalla chica. Pero funcionó y de qué manera! La primera temporada fue una demostración de buena calidad televisiva, buen hacer de guionistas y directores y sobre todo una profundo respeto hacia el hermano literario de lo que se convirtió en un inmediato éxito televisivo y un éxito de audiencias. Todo eso, a pesar de las veladas criticas hacia HBO y los productores, por las escenas de sexos consideradas gratuitas y las ligeras diferencias con el texto que la producción televisiva hacia el tratamiento con respecto varios los personajes principales. Pero aun así, la primera temporada de "Juego de Tronos" pasó la prueba de fuego de cualquier serie y consiguió una audiencia cautiva que aclamó la serie a todo nivel.

Por supuesto, las expectativas de acuerdo a la segunda temporada eran altas. Tanto crítica como público esperaban que la ahora adaptación del segundo libro "Choque de Reyes" ( Un libro intermedio entre el soberbio "Juego de Tronos" y el siguiente "Tormenta de Espadas" ) pudiera no solo mostrar la complejidad de la guerra Civil que atraviesa poniente luego de la Muerte del Rey Robert sino además, continuar el respeto hacia las diferentes historias que convergen en medio de la narración. Y aunque el primer capítulo rompió records de audiencias, fue evidente que la calidad de la serie, como conjunto y evento narrativo, había descendido un escalón con respecto a la anterior temporada.

No digo con esto que la no me haya gustado la segunda temporada. No obstante, tengo la impresión que la historia perdió algo de brillo y tengo varias teorías al respecto de porque pudo perder un poco de ese trepidante ritmo que la había caracterizado antes. Analizando los capítulos por separado, llegué a la conclusión que "Juego de Tronos" había perdido un poco su ambición de contar la complicada historia de su hermano literario de lo mejor forma posible y decidió crear una versión televisiva de la historia, algo que puede ser bueno o malo, pero que a la postre, afecta la percepción de la serie como unidad temática. Para salir de dudas, anoche me dí el placer de ver todos los capítulos de corrido y tuve la sensación que la historia, que sigue siendo interesante, densa y parecidisima al libro, perdió parte de esa cohesión tan magistral que hizo de la primera temporada inolvidable.

Pero vayamos por parte en este desordenado análisis, para poder explicar de manera muy concreta porque la segunda temporada de la serie me parece es un replanteamiento totalmente distinto a lo que veníamos disfrutando hasta ahora.

Juego de Tronos en plena revuelta: de la calma que precede a  la Tormenta. 

La primera temporada de juego de Tronos fue impactante: hubo escenas que entraron en el imaginario de la historia de la televisión por derecho propio por su belleza e impacto. Los personajes estuvieron todos a la altura de sus gemelos en tinta y en general, el guión y la estructura respetaron el macro Universo imaginado por el autor George R. R. Martin, para sus novelas. La segunda temporada comienza justo donde terminó la primera, pero a diferencia de la anterior, carece del efecto de la intensidad, a pesar de encontrarse en lo que parece ser los prelogómenos de una cruenta guerra, que se anuncia por todas partes con todo tipo de simbolos. La tensión reina en todas partes y los productores han sabido brindarle a la acción esa fuerza contenida del principio de un enfrentamiento de consecuencias imprevisibles. Pero tal vez se han excedido un poco en acentuar el clima de espera y en algunos momentos, el impecable ritmo de la serie ha descendido, en ocasiones de manera preocupante.

Otro de los problemas que creo afectó a la segunda temporada, es que mientras "Juego de Tronos" la trama giraba alrededor de la familia Stark y todo lo que ocurría en la Corte luego de convertirse en la Mano del Rey, "Choque de Reyes" nos muestra de manera muchísimo más amplia las incontables ramas que forman una novela rio de la magnitud de "Canción de Hielo y Fuego". Y a pesar que los guionistas se están esforzando por abarcarlo todo y mostrarnos  - de manera simplificada por supuesto - la manera como la Guerra se extiende por todos los rincones de Poniente, me parece que les está llevando un gran esfuerzo distribuir todas las historias a lo largo de los episodios. Incluso, he tenido la sensación - y en varios blogs especializados se comenta al respecto - que las tramas se graban por separado y luego se planea como estructurarlas en cada episodio, lo que hace que la serie en ocasiones carezca de cierta consistencia que se echa de menos de la primera.


Todo lo anterior, hace que cada episodio sea un mundo, porque al construir cada episodio cualquier error de cronología, temática y relación entre los personajes puede estropear el cuidadoso mecanismo que supone cada uno de los episodios. Tal vez se intenta emular la estructura de su hermano en tinta, los guionistas y productores han tratado que la historia conserve su gran complejidad y su manejo de enorme cantidad de información y conflictos. No obstante, este loable empeño no logra sostener la trama porque la historia parece perderse en infinidad de pequeños detalles sin mayor importancia. En ocasiones la historia está a punto de conseguir un final apoteósico y termina desinflandose por una serie de escenas inconexas que no terminan de calzar entre sí.

De los que recordamos, de los nuevos, de todos: 

Si la segunda temporada puede parecernos confusa en cuanto a tramas, lo compensan - y de sobra - con el desarrollo y planteamiento de sus personajes. Porque indudablemente, Juegos de Tronos es una historia hecha y sostenida por las viscitudes que viven la pléyade de personajes que pueblan Poniente. Desde la más encumbrada nobleza hasta los guerreros más burdos, la historia se enriquece por cada nueva historia planteada y esto es algo que han sabido aprovechar - y de que manera - los productores y guionistas. No solo la serie cuenta con un plantel de actores extraordinario, sino que además, todos evolucionan de una manera creíble y sostenida. Además, cada escena demuestra que nadie es secundario: cada personaje juega un papel importante dentro del núcleo de la historia.


Y aunque el gran mérito podemos atribuirselo al escritor ( Martin crea personajes llenos de matices y profundamente humanos ) los productores Benioff y Weiss también han brindado una enorme importancia al planteamiento secuencial y de historias personales dentro de la trama general de la serie. No obstante de las criticas generales ( sobre el carácter de Theon, malcriado y dificil en contraposición al mucho más cerebral personaje del libro ) o al hecho que se continue retratando a Dany como una niña a pesar de todas las viscitudes que ha vivido, no supone un menoscabo de la esencia de los personajes sino una simplificación, tal vez en aras de la continuidad de la versión televisiva del complejo comportamiento de los personajes en el libro.


De manera que puedo concluir que sí, la segunda temporada de "Juego de Tronos" ha sido estupenda, pero fallando en algunos aspectos que podrían mejorarse - y espero se mejoren - para la tercera. Recordemos
que el siguiente libro "Tormenta de Espadas" es quizá uno de los más complejos y duro de la serie y de como se planteen las historias, dependerá del éxito de la intención de la serie de trasladar el mundo de Martin a la pantalla chica. Esperemos entonces que la venidera propuesta de "Juego de Tronos" no solo subsane los errores de su antecesora sino como la primera, nos logré sorprender y conmover en la manera como todos los fieles seguidores de la serie lo esperamos.

miércoles, 13 de junio de 2012

De la fotografía y otras pasiones: Lo que aprendí cuando era autodidacta.





Como la gran mayoría de los fotógrafos que conozco, comencé siendo autodidacta. Y es que hace diez o quince años, no era tan sencillo, acceder a la educación fotográfica, y aun sigue siendo complicado. El caso es que a los catorce o quince años, cuando decidí tomarme muy en serio la fotografía como arte y técnica, descubrí que lo que hace a la fotografía nutrirse como expresión del yo, es nuestra capacidad para observar, para crear y para construir un lenguaje más o menos concreto con respecto a nosotros mismos. Porque la fotografía es un reflejo de quienes somos, como cualquier arte, pero sobre todo, de la manera como vemos al mundo.



El caso es que, en mi camino en solitario, aprendí algunas cosas que luego descubrí eran básicas al momento de pensar en la fotografía como profesión, arte y vehículo de expresión. Me sorprendió sobre todo comprobar, cuanto de mi modo de ver el mundo - y la realidad - tenía que ver con el producto final de cualquiera de mis fotografías, de manera que comprendí que lo que hace la imagen un documento imperecedero, es esa impronta personal que podamos brindarle a cualquier fotografía. Avanzando en mi educación fotográfica, he descubierto que básicamente los puntos básicos sobre fotografiar tienen relación con:


Quién toma la fotografía eres tu, no la cámara:

Una idea que parece obvia pero no lo es. Muchos fotógrafos muy jóvenes están convencidos que una gran cámara dará grandes fotografías solo por el hecho de poseer un mecanismo mucho más avanzado, lo cual sin duda es un error. Por supuesto que, un mejor equipo hará mucho más nítida y perfecta la imagen, pero lo realmente notorio en una fotografía es tu lenguaje visual, tu manera de componer lo que ves y sobre todo, tu capacidad para expresar ideas a través de símbolos concretos traducidos en imágenes.

De hecho, hay una idea que muy poca gente medita y que yo tomé en cuenta solo después de analizar muy cuidadosamente montones de errores compositivos en mi fotografía y es que la cámara no discrimina o lo que viene a ser lo mismo, no tiene nuestra capacidad para abstraernos de lo que rodea a lo que queremos fotografiar. Por ese motivo, es necesario comprender las reglas de composición - y luego romperlas, si lo deseas - para interpretar el espacio como una forma de recrear la realidad y no como una como yuxtaposición de objetos sin mayor sentido.

Otro error común y que creo tiene una clara relación con el anterior, es permitir que sean los controles automáticos de la cámara la que controlen variables que amenazan la consistencia del lenguaje visual de una imagen: por ejemplo insistir  en dejar todo el proceso de enfoque en manos del autofoco, sin tomar en cuenta el enfoque selectivo. Este error tan común tiene como inmediata consecuencia que la gran mayoría de las fotografías no tengan un punto focal claro y que la nitidez - o la falta de - destruya el lenguaje visual. De manera que, al fotografiar es el fotógrafo - no la cámara - quién decide cual será el punto de mayor nitidez dentro de la imagen, lo que junto a la composición, crea una estructura visual consistente.

En resumen, siempre será el fotógrafo quien tome las decisiones más importantes con respecto a la fotografía. Conocer tu equipo y usarlo de la mejor manera posible, te permitirá sin duda lograr una espléndida imagen, pero no olvides que el lenguaje fotográfico que ella exprese, será tuyo y fruto de la manera como interpretes los símbolos visuales que utilices.

El lenguaje visual lo construyes tu:

Otra cosa que parece muy obvia pero que muchos fotógrafos no toman en cuenta. Desde los puristas que consideran que cualquier retoque digital es contraproducente hasta los que promulgan que toda fotografía debe ser revelada - entre quienes me cuento - la fotografía expresa una idea que se construye a partir de toda una serie de decisiones artísticas, que sin duda toma el fotógrafo. Y este es un aprendizaje que adquirí luego de fotografiar por años todo tipo de cosas que aparentemente no tenían relación entre sí, para luego descubrir que me dirigían hacia un concepto concreto. Esta toma de conciencia, me permitió no solo meditar sobre lo que quiero decir sobre con mis imágenes como fotógrafa sino además, reflexionar sobre el valor concreto de mis decisiones en cada una de mis fotografías.

Y hablo de decisiones que tomamos aparentemente por azar: el alto contraste, las altas luces, las composiciones muy simétricas o el minimalismo más acérrimo. Cada forma de expresión con las que dotamos a nuestras fotografías, construye una idea personal que se refleja no solo en nuestras fotografías, sino de lo que comunican en conjunto. Comprender esta máxima - más allá del tema a donde me dirijo con mi trabajo - le brindó cierta solvencia a mi manera de pensar mi mundo visual y más aun, de brindarle una coherencia concreta.

La fotografía es Bidimensional:

Otro concepto aparentemente llano, pero que en realidad es uno de los más complejos de la técnica fotográfica, porque muchas veces olvidamos que hay un choque entre como vemos el mundo y lo que fotografiamos con nuestra cámara. Nuestro cerebro compone las imágenes de manera tridimensional, mientras que el resultado fotográfico siempre tendrá solo dos dimensiones. Por ese motivo, aprender  - y practicar - técnicas que permitan crear perspectivas y expresar la idea de dimensiones y espacios, lograremos esa visión muy personal sobre el mundo que queremos expresar a través de la imagen. Pero este aprendizaje del como-yo-lo-veo al como-es lleva su tiempo, de manera que después de mucho tiempo, aprendí que la única manera de comprender tu lenguaje fotográfico así como el valor de la técnica es la comprensión que es el fotógrafo, quien construye y otorga sentido a lo que ve.

Parece sencillo, pero no lo es. Y quizá esa aparente sencillez tan engañosa, es lo que ha hecho que la fotografía sea fuente de tantas discusiones como también una de esas artes que están constamente en evolución.

martes, 12 de junio de 2012

Caracas, ¿Quién eres?



Caracas es la ciudad del sobresalto. En mi mente, la bauticé así desde hace mucho tiempo antes de convertirnos en la cuarta capital más peligrosa del mundo. Y no me refiero solo al hecho real  y concreto que vivo en una ciudad peligrosa y eso me produce el inevitable estrés normal en una situación parecida, si no que peor aun, ya nos acostumbramos a vivir con la sempiterna sensación de estar amenazados. Por supuesto, tan equivocados no andamos para sufrir esta constante sensación de temor: Cada semana la violencia deja al menos medio centenar de asesinatos, los asaltos y atracos a mano armada son cosas de todos los días y de hecho, Caracas padece un toque de queda discreto, que nadie ha anunciado, cada noche. De manera que sí, somos una ciudad de paranoicos. Y con razón.

La situación parece extenderse a todos los extremos de nuestra vida: lo cotidiano, lo simplemente personal, incluso lo intimo. Sobre un poco de eso, es que tratan estas pequeñas anécdotas que decidí recopilar hoy como parte de esa enorme circunstancia que vivimos todos los caraqueños, a diario y que ya forma parte de nuestra vida. 

Del toque de queda, del no salgas por la noche y el mejor me quedo en mi casa:

Hace menos de una década, Caracas tenía una vibrante vida nocturna. Por supuesto, el hampa y la inseguridad ya formaban parte del todos los días, pero aun así, era posible - y no demasiado inquietante -a salir a comer después del atardecer, bailar en una discoteca hasta casi el amanecer, incluso algo tan prosaico como asistir a una función de cine después a la medianoche. Era una Caracas noctámbula, que incluso parecía evolucionar hacia esas ciudades donde el día y la noche se confunden: establecimientos abiertos las veinticuatro horas del día o incluso, ese hábito simplón de comprar comida rápida a mitad de madrugada. Para la adolescente que comenzaba a convertir en adulta, aquel era el Paraíso: insomne desde siempre, el hecho de poder recorrer la ciudad durante la noche, disfrutar de ella, era una manera de extender esa idea personal de la noche más allá de la habitación. Caracas nunca me pareció más bella, que esas noches claras, muy calurosas o las cristalinas y muy frías. Caracas siempre, como parte de mi historia.

Ahora mismo, mientras escribo el anterior párrafo me sorprende realmente que alguna vez me atreviera a salir después de las once de la noche de mi casa. Y es que la sensación ahora mismo es una especie de pánico perpetuo que va desde el terror manifiesto hasta la paranoia extrema. Caracas se ha convertido en un lugar árido, peligroso y desconocido para la generación que creció un poco a expensas de esa ciudad un poco borde, cosmopolita y radiante de finales de la década de los noventa. Por el contrario, la Caracas del nuevo milenio está viendo crecer a una juventud que aprende tácticas contra robo y secuestros, que maneja vehículos con cristales blindados y sabe que su vida está en riesgo, con una claridad meridiana que resulta inquietante. A veces, en las contadas ocasiones en que recorro Caracas durante la noche, miro las calles solas, con una cierta inquietud de tierra arrasada. Porque no se trata del silencio normal de la noche, sino de algo más amplio y difícil de digerir: estoy en peligro. Ese es el pensamiento que tengo a toda hora, y creo que es común entre muchos de los ciudadanos de esta ciudad que se ha convertido en una cárcel para sus propios ciudadanos: te tengo miedo Caracas.

Cuanto esfuerzo lleva admitir eso. Me hace sentir dolor. Porque este miedo a Caracas, no es solo durante la noche. Es el miedo a subirme en un vehículo de transporte público y enfrentarme a un asaltante, es resultar herida por llevar un teléfono que a alguien puede comprendida mercancía deseable. El arco de las variables y posibilidades se abre en todas direcciones y de pronto te encuentras, en un estado de temor que no puedes definir porque no es completamente tuyo: hablamos de una idea general, que parece contagiarse en todas direcciones, que se afianza en lo diario, que se hace más fuerte en lo cotidiano y que parece crecer constantemente. Y es miedo. Es miedo cuando la paranoia te desborda e incluso lo minimo se convierte en amenaza. Es terror cuando comprendes que Caracas parece cercarte. O mejor dicho, no seamos injuntos por completos con la ciudad, la sensación se multiplica en sí misma, se alimenta de todos los momentos, de todas las ideas, de cada sobresalto que resiste a toda lógica. Porque justamente es esa la raíz del miedo, del desamparo que los caraqueños sentimos a diario: este miedo duro, denso, de todas partes y en todos los lugares, se ha convertido para nosotros en algo tan natural como respirar.

Al pensar todo esto, siento tristeza. No es para menos supongo. Soy caraqueña y esa ciudadanía lleva aparejado cierto amor imposible, casi doloroso por esta circunstancia rodeada de matices que llamamos hogar. Pero ese dolor tiene mucho de agrio, de un cinismo recién nacido que todavía no sé que nombre lleva. Porque Caracas siempre será la ciudad donde crecí, mi identidad como ciudadana de cualquier parte, pero también, es esta inquietud,  este temor que nace, de esta angustia que me sofoca y de esta simple visión que tengo como parte de este todo, de este todos los días del sobreviviente de una urbe cada vez más violenta e inhóspita. 

C'est la vie. 

lunes, 11 de junio de 2012

Yo tengo razón, tu no la tienes: La política a la Venezolana.




Yo fui una de las que ayer, se levantó muy temprano, se puso un jean y una camiseta y decidió ir a dar su apoyo a un candidato presidencial. Lo hice, a pesar que no me convence en extremo su propuesta - es la misma de siempre, solo que aderezada por otro aroma -, nunca he sido esencialmente política y no apoyo fanatismo político, sino ideas. Pero aun así y a pesar de eso, decidí que tenía que participar. Existir como parte de un conglomerado que apoya una nueva opción, luego de casi una década y un poco más de un soportar un régimen político con el cual no comulgo en lo más mínimo. Lo hice con toda la convicción que es un acto de conciencia, no un acto de triunfalismo. Y una manera de expresar mi opinión. 

Llegué a la Plaza Caracas antes que cualquier otro partidiario del candidato presidencial Henrique Capriles. O al menos, que el gran grueso de la manifestación pública que le acompañara, se materializara en los alrededores de la Plaza Caracas. Eran poco más de las 10 de la mañana, y allí, solo habían unos cuantos transeúntes, un poco ausentes del acto político a llevarse a cabo. En suelo, habían unas pocas pancartas con la efigie del candidato, que un par de voluntarios ordenaban con cierta parsimonia. Los miré y me alejé un poco, caminando en los alrededores de la Plaza, impaciente y un poco inquieta. 

De  inmediato, un hombre con una camiseta roja carmesí, con unas cuantas consignas rotuladas entre pecho y espalda se me acercó. Supongo que era evidente mis simpatias a pesar de no llevar ningún distintivo que lo mostrara, porque comenzó a gritarme que "A Chavez no lo para nadie", "Apátrida" y otras florituras semejantes. Por supuesto, tal vez se debió a que no había nadie más a quién gritarle las consignas, esta mañana de domingo nublada. Cual fuera el caso, contuve mi instinto de salir corriendo y miré a aquel hombre que no dejaba de repetir las mismas frases machaconas una y otra vez. 

Un Venezolano, de mediana edad o un poco más. Con aspecto cansado, la ropa sucia. Una bandera de la Isla de Cuba en las manos. ¿De Cuba? Parpadeé sorprendida. Una de las frases que más me continuaba repitiendo el hombre era mi condición de "apátrida" "traidora a la Patria". Contuve el impulso de preguntarle si conocía el significado del término, si comprendía lo absurdo que era acusarme de algo semejante ondeando la bandera de otro país. Pero no lo hice. Y no solo por lo obvio que supone provocar a alguien potencialmente agresivo, sino además por el hecho que de pronto comprendí, que si yo estaba allí, de pie, dispuesta a apoyar una serie de ideas que podían bosquejarse a través de la candidatura de Capriles, lo que estaba deseando evitar era justamente un enfrentamiento semejante. 

Porque ¿Que es justamente el peor de todos los logros de esta revolución carente de sustento ideológico que vivimos? El odio. El rencor entre ciudadanos, el hecho que nos enfrentemos por ideas tan básicas como carentes de cualquier complejidad. Mentalemnte, repasé esta década y casi media, de elecciones, insultos, agresiones, violencia, temor, amedrentamiento y comprendí, no como una revelación, sino como una toma de conciencia pulcra y casi elemental, que la fortaleza de un régimen político fragmentado es el ciudadano provocador, el que desconoce la existencia del otro, el que ataca, el que se menosprecia las ideas del contendor. A solas, escuchando las consignas de aquel hombre que parecía no agotarse de vociferar y caminaba de un lado a otro de la enorme Plaza aun vacía, me pregunté cuanto de esperanza significaba para él, exactamente lo que para mí era lo contrario. Pensé en la pobreza, la ignorancia manifiesta en un país que no consideraba la educación, la cultura, la calidad de vida una prioridad consistente. Imaginé un Presidente que simbolizaba no un cargo político, sino el luchador contra "ellos", los "burgueses", los "responsables" de años de sinsabores. Y por supuesto, más allá de eso, la desesperanza por las promesas incumplidas, de nuevo rotas.  Con cierta tristeza, comprendí donde fallaba mi visión de las cosas, que faltaba para entender a este país de todo, convertido en fragmentos que no parecían calzar en ninguna parte. Contemplé la Plaza vacia, que comenzaba a llenarse de simpatizantes del Capriles ( candidato  y simbolo de lo no que desea una parte de la población, más que una propuesta política ) y me pregunté a donde vamos, que deseamos, que construimos a diario. Reflexioné con cierta angustia sobre la política del odio, esa que hacia a aquel hombre gritar consignas que parecía no comprender y a los jovenes que llegaban a la Plaza responderlas con la misma furia. Miré el ambiente caldeado, las pancartas sobre el suelo y la escultura de Simón Bolívar alzandose al fondo y sentí una genuina desazón, más allá de la tristeza, hacia este proyecto de futuro a medio acabar que todos los venezolanos intentamos imponer al otro. Una coyuntura histórica que volvió a los Venezolanos enemigos, en lugar de simple adversarios.

Cuando regresé a mi casa, comenzaba a llegar la gran cantidad de manifestantes que acompañaban a Capriles en su recorrido. No quise quedarme porque de pronto, lo que me había llevado allí no era tan importante, aunque continuaba siendo significativo.  De aquí de allá, se escuchaban pequeños y explosivos intercambios de insultos entre seguidores del Presidentes y los que formaban parte de la caminata  multitudinaria. Y de nuevo, la sensación de pesadumbre me hizo pensar en la Venezuela que quiero y no tengo, y me pregunto si tendré: un país donde la política solo sea una gran abstracción definida por nuestra propia voluntad ciudadana y no una excusa para el odio y la agresión.

C'est la vie.