sábado, 9 de junio de 2012

De visita en el Supermercado: la torpeza de lo cotidiano y la memoria heredada.





Hay ciertos conocimientos que parece, se nace con ellos: algo así como una memoria genética recesiva que forma parte de nuestro patrón cultural. Puede ser reales o no, pero sin duda todos crecimos con esa sensación de "conocerlas" aunque no sepamos donde lo aprendimos realmente.  Hablamos de cosas como que supuestamente si tomas agua fría y algo caliente se te caen los dientes, te puedes resfriar si una corriente de aire fría te da en los pies después de bañarte, puedes quedar "bizco" si te soplan a la cara mientras viras los ojos hacía el centro...y aparentemente COMO hacer el mercado semanal.

Y hablo totalmente en serio! Nadie entiende muy bien cuando me quejo que no tengo la menor idea de como llevar esta labor tipicamente  hogareña sin que resulte una garrafal desastre. Al parecer tengo un inusual talento para comprar lo equivocado, para confundir frutas con verduras, para no saber exactamente cual es el mejor corte de carne y toda una serie de pequeños accidentes domésticos que transforman la compra semanal en una especie de carrera cuesta arriba en lo cotidiano que nunca he sabido muy bien como superar.

Un sábado como cualquier otro:

Casi nunca realizo las compras de alimentos a solas. Procuro llevar a un par de amigas, a mi madre o a mi prima N, para su consejo y consuelo. Pero en este sábado en particular, todas las habituales opciones estaban muy ocupadas con sus particulares pequeños dilemas como para preocuparse por el mio, de manera que resolví ir sola. ¿Que tan complicado puede ser? Pensé mientras redactaba una lista pormenorizada de alimentos. Traté de imaginar - y encontrar en mi mente - esos recuerdos atávicos que aparentemente toda mujer tiene. Imaginé a la mujer del medievo caminando de un lado a otro en un mercado público atestado de vendedores y publico vociferante, sabiendo exactamente a donde acudir o que comprar. O la refinada Dama de la época Victoriana que parecía tener un instinto sobrenatural para el orden y la elegancia hogareña. Un momento...pero estas bellas Señoras victorianas probablemente tenían un ama de llaves sonriente y amable que se ocupaba del tema, pensé con cierto sobresalto. No había nada de meritorio en esa placidez cotidiana que se atisba en las pinturas y lecturas de la época. seguramente era tan caóticas, ansiosas y neuróticas - aunque esa palabra no existiera como tal aún - como yo.  Estás divagando Aglaia, pensé terminando de completar la lista. Y para mí, la neurosis - con toda su radiante definición moderna - si es algo de todos los días.

Una vez en el Supermercado, armada con mi respectivo carro de compras, me detuve ante el enorme mostrador de verduras y frutas. El primer pensamiento es: "Todo se ve verde aquí!" y de hecho, es así. Todas las legumbres, aparentemente comestibles, desfilan de un lado a otro de los anaqueles refrigerados con una belleza casi insultante. Porque no comprendo mucho de ellos. Solo me los como. De manera que no sé si este pepino de un hermoso color verde oliva, es apto para el consumo humano o cuando lo corte, me insultará con su mal olor. O si el paquete de acelgas de enormes hojas brillantes, sea comestible, y no una especie de misterioso atacante venenoso. Así que decido llevarlo todo, lo que reconozco y lo que no, hasta que noto que realmente, en el montón de compras, solo reconozco el color rojo brillante del tomate, la piel rugosa de la humilde papa y poco más. Levanto lo que parece ser un tubérculo de tallo muy grueso y olor fresco y me pregunto exactamente que podré cocinar con aquello, que de hecho, tengo la impresión veo por primera vez. Así que lo dejo en el carrito de compras, intentando no parecer demasiado confusa, ufana o simplemente angustiada por todo aquello.

En el mostrador de carne, las cosas no mejoran. Solo sé de rebanadas de Bistec y lonjas de milanesa de Pollo. Lo demás, otro misterio a resolver. Tomo un grueso pedazo de carne envuelto en plastico con la palabra "lagarto" impresa casi con primor en una etiqueta de consumo. La palabra me hace sonreir. Cuando era una niña, estuve mucho tiempo realmente convencida que aquel pedazo de carne grumoso y grueso era un trozo de vete-a-saber que misterioso reptil, hasta que un alma caritativa me sacó de mi ignorancia. Con el resto de los cortes de carne, el misterio continua siendo casi doloroso: ¿Cual es la diferencia entre el Solomo de cuerito, bofe, corte de nalga,  estofado y otros tantos términos que no tengo la menor idea de qué puedan significar? Para mi, todo es carne, de un saludable color carmesí, sin mayor diferencia. Pero debe de haberla, sin duda. Y yo no la sé. ¿Es este el conocimiento que forma parte de algún inconsciente colectivo al cual no tengo acceso? pienso mientras continuo tratando de decidir que llevar. ¿Se espera que yo tendría que saber, sin lugar a dudas, estos pequeños detalles hogareños que se escapan? Probablemente sí, diría mi abuela, a quien todo aquello se le daba de maravilla. Por supuesto que no, declararía mi amiga la feminista de la Universidad. No hace mal saberlo, comentaría una de mis primas. El caso es que para mí toda la situación me hace sentir un poco desconcertada, incluso idiota. Termino llevando lo reconozco por mera apreciación y una bandejas de lo que supongo será un suculento Bistec descansa sobre las verduras misteriosas que he llevado antes.

La confusión continua. Los secretos de los domésticos se me resisten. ¿Qué clase de polvo de lavar debo llevar? Lo escribí en la lista porque supongo que mi muy moderna lavadora funciona con eso, pero no tengo idea cual es mejor. Me resisto el impulso de llamar a mi prima N. y reviso las opciones. No es que existan demasiadas: en la Venezuela socialista la oferta son las imprescindibles. Y con todo y eso, continuo sin saber cual es la mejor. ¿El polvo que promete suavizar, lavar y casi planchar la ropa que lavará? ¿O este otro que insiste sacará colores incluso en la ropa originalmente blanca? Incluso hay otro que insiste que es mejor porque "te conoce". Tomo uno de ellos - al azar, sin duda - y lo arrojó en el carrito, con la sensación que toda esta publicidad esconde una verdad muy simple: habrá muchos compradores como yo, confusos, tropezándose con la varidad de promesas domésticas que escogerán simplemente el más llamativo. Como lo hice yo. Y pienso de nuevo, en las raíces atávicas de todo aquello: Imagino a las mujeres - y hombres, con toda probabilidad - de alguna distante época, escogiendo el pedazo de carne más radiante, el más rojo y sangriento. Esa necesidad de poseer, casi infantil, lo que nos resulta más hermoso y atractivo. Pero le estoy dando una enorme cualidad simbólica a algo tan simple como comprar un paquete de polvo de lavar ¿verdad? pienso empujando el carrito. No es tan significativo...¿O sí?

Ya en la caja del mostrador, y mientras aguardo mi turno para cobrar, observo el carrito de la señora que está en la cola antes que yo. Y siento un sobresalto: todos los productos van perfectamente ordenados, por categorías, incluso o eso me da la impresión. Veo el mio, un revoltijo de verde con rojo y cajas de todo tipo de productos más o menos inútiles y siento una instantánea vergüenza. Continuo revisando mi teléfono, atenta a cualquier red social disponible para ocultar la incomodidad, pero continuo pensando si no me perdí de algo, si no va algo mal en mí, que ignoro todas aquellas cosas. La señora frente a mi, se vuelve, me da un vistazo - al carrito mejor dicho - y sonríe. Lo hace con una cierta complicidad o esa es la sensación que me da. No sé como responder a su gesto, de manera que la miro, un poco incomoda. Ella me hace un guiño y se inclina hacía mi.

- Todo es cuestión de costumbre hija - dice - todo en esta vida, lo es. 

Empuja su carrito, comienza a sacar con todo cuidado, sus muy correctas compras. No sé que decir a su comentario: tal vez a ella le parezca sencillo, pero en mi mente, tiene una connotación incluso metafórica. Un poco confirmar lo que he venido pensado durante el día, esa sensación de construir una identidad a través de esa cultura de la que formamos partes, esos recuerdos culturales que parecen pertenecernos a todos, y a la vez siempre dudamos si existen. Cuando comienzo a vaciar mi carrito, ya no me siento tan avergonzada. De hecho, solo pienso intrigada en que somos parte de una enorme complejidad social.

De vuelta a casa, con una compra donde la mitad de los productos son cuando menos inútiles - según la poco comprensiva opinión de mi madre - continuo pensando en ese conocimiento de los habitual, de lo sencillo de la vida que forma parte de todos, aunque no lo sepamos. Porque sí, sin duda alguna, todo es costumbre y más allá de eso, formamos parte de esta gran idea del mundo, quizá un desconocido vinculo familiar, que nos une y a la vez nos separa a todos.

C'est la vie.

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