jueves, 29 de marzo de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: Todos los motivos por los cuales deberías leer la novela “El Terror” de Dan Simmons antes de ver la serie.





El escritor, mitólogo y profesor Joseph Campbell solía decir que todas las historias son una misma idea, reorganizada en facetas y fragmentos distintas, pero al fin al cabo, la misma. El género del terror parece demostrarlo: a pesar que se encuentra siempre en perpetua revisión, tal pareciera que siempre parece analizar las mismas cuestiones, los mismos recovecos de la imaginación y la oscuridad interior que sublima como metáfora de la identidad colectiva. Hay algo definitivamente poderoso en la manera como el miedo se manifiesta una y otra vez en historias muy similares entre sí, pero que aún así, analizan la psiquis del hombre, el futuro y el presente como una percepción sobre la incertidumbre. Quizás por esa razón, el género siempre tiene algo nuevo que decir, aunque parezca que todo está dicho. Aunque todas las historias terroríficas parezcan relacionadas entre sí. Una mirada a la oscuridad del corazón del hombre.

El escritor Dan Simmons lo sabe: hace unos años, insistió que escribir sobre el miedo “es regresar al origen de todas las cosas”. Un pensamiento engañosamente sencillo que elabora un concepto mucho más complejo sobre lo que el miedo literario puede ser. No es casual que al escritor suele llamársele “un hombre discreto”. Este profesor de literatura y redacción insiste en mirarse así mismo desde una perspectiva sencilla y cotidiana. Impartió clases durante dieciocho años en la misma pequeña escuela Rural donde comenzó como joven egresado de la Universidad Washington de San Luis (Missouri) y escribía a escondidas , con ese mítico afán por crear que suele ser común en todos los escritores de su generación, durante las madrugadas. Hombre de rutinas, no fue hasta el rotundo éxito de Hyperion en 1989 que decidió dedicarse a la escritura a tiempo completo. Aún así, siguió siendo una figura meridional, desdibujada. Un hombre que parece ocultarse detrás de su obra y sentirse cómodo con ese anonimato a medias, desdibujado entre un improbable reconocimiento que insiste en no merecer. Y es que Simmons, es un escritor obsesionado con la realidad, la normalidad y lo evidente…y lo que parece ocultarse más allá.

En una ocasión, se le preguntó a Simmons el motivo por el cual, todas sus novelas se desarrollaban en apacibles paisajes desdibujados, en escenarios vulgares que de pronto, se construían para acoger intrincadas e inquietantes historias de terror puro. “El Terror está en todas partes, es inherente al hombre y como comprende el mundo que le rodea. Lo que realmente nos asusta es en ocasiones invisible, un elemento cotidiano…hasta que deja de serlo”. El comentario pareció resumir no sólo la original visión del terror del autor sino también, esa insistencia de dotar a todas sus historias de una solidez casi elemental. Porque para Simmons la realidad es sólo una apariencia quebradiza, un elemento siempre acechado por el peligro, lo temible y lo directamente inquietante. Un Universo que se plantea desde la perspectiva de lo que puede o no existir y sobre todo, sobre la presunción de lo que puede ocultarse en esa imagen idílica a medio construir, de la realidad.

Y en su novela “El Terror” donde ese juego de luces y sombras se hace más evidente y sobre todo, más profundo en sus implicaciones. El argumento, que se basa en la desaparición del buque de la Armada británica HMS Terror y HMS Erebus al mando del comandante Sir John Franklin yuxtapone la realidad sobre una interpretación terrorífica sobre lo que pudo haber ocurrido en uno de los episodios más desconcertantes de la historia naval de Inglaterra. Porque no sólo se trata de la construcción de la ficción sobre los hechos reales que rodearon a los buques perdidos, sino también, la capacidad de Simmons para recrear una tragedia real sobre la hipótesis del horror. Una combinación de elementos que sustentan no sólo una trama agil e inteligente, sino que reinventan el concepto de terror a un nuevo límite. El misterio como origen de lo que podría ser una fantasía morbosa que se mezcla con nuestra percepción de lo desconocido.
Además, los singulares hechos que rodean a la desaparición de ambos buques, sirven de telón de fondo para una percepción inquietante sobre los limites de la realidad y lo que realmente pudo haber ocurrido: La diminuta flotilla parte desde Inglaterra con la misión de explorar el último paso del tramo del Paso del Noreste, ubicado en el Ártico Canadiense y que según se presumía en la época, podía conectar los océanos Atlántico y Pacífico a través del borde y frontera de la la masa continental de América del Norte. Los buques, que no presentaron desperfecto alguno al momento de zarpar, fueron avistados por última vez en Agosto de 1845. Luego, parecieron desaparecer por completo sin que se conozca, aún en la actualidad, el menor detalle sobre lo que pudo haber ocurrido.

Simmons reconstruye la circunstancia no sólo desde el punto de vista del narrador, sino también del testigo y quizás por allí, radique su triunfo en construir un contexto creíble en un argumento que subyace mezclado con los temores de la época en la cual ocurrió el extraño suceso. Y es que para Inglaterra, la desaparición de los buques, supuso un golpe moral que le llevó años superar: por años se enviaron expediciones en busca de vestigios de lo que podría haber ocurrido con los barcos y tripulaciones. Lo que hallaron, en si mismo, es casi tan terrorífico como lo que la imaginación de Simmons reconstruye a partir de lo evidente: Cadáveres decapitados, tumbas escavadas con evidente premura diseminadas a lo largo de la ruta, objetos rotos y detrozados, en algunas ocasiones aplastados por lo que parecía un ataque de fuerza inaudita y lo que resultó abrumador e incomprensible para la sociedad victoriana de la época: huesos humanos destrozados por herramientas metálicas, cubiertos de marcas y evidencias que mostraban la posibilidad que los sobrevivientes a lo que sea que hubiese ocurrido con ambos buques que podían significar habían recurrido al canibalismo para sobrevivir.

La idea sacudió a la muy conservadora Inglaterra del siglo XIX. Por años, se debatió sobre la verosimilitud de los descubrimientos y también, sobre las aterradoras conclusiones que varios grupos de expertos médicos llegaron con respecto a los cadáveres hallados. Personajes ilustres de la sociedad y de la cultura de la época, defendieron vivamente lo que llamaron “La honorabilidad a toda prueba” de los hombres al servicio de la Corona. Incluso el escritor Charles Dickens, escribió un apasionado panegírico, insistiendo en que la memoria de la fallecida tripulación debía ser exaltada en lugar de criticada por pruebas “sin sentido y mucho menos, carentes de verdadera moral”. Finalmente, las investigaciones fueron descartadas y la desaparición de ambos buques fue catalogada como “un accidente maritimo de gravísimas consecuencias”. No obstante, los rumores y comentarios sobre lo que podía haber ocurrido siguieron formando parte de la memoria colectiva para luego convertirse en una historia de terror por derecho propio en la cultura inglesa.
Dan Simmons recopila los detalles y no sólo construye una estupenda, profunda y cruda novela de terror, sino que aprovecha el contexto histórico para crear una visión angustiosa sobre la naturaleza humana, el miedo y sobre todo, la necesidad de sobrevivir que anima todo espíritu humano. Con un pulso que asombra por su precisión, el escritor combina detalles históricos comprobables con la fantasia, hasta crear una mezcla indivisible donde ambas perspectivas construyen un escenario de pesadilla. Y es que desde la novela histórica — el trabajo de investigación de Simmons asombra por el detalle y la meticulosidad — hasta las cuidadadas pinceladas de terror sobrenatural, crean una visión inquietante sobre un hecho oscuro y nunca esclarecido de la historia. Más aún: una reflexión durísima sobre la angustia existencial, los límites de la cordura y la violencia. Claustrofóbica y opresiva, la novela “El Terror” logra crear una afectiva atmósfera donde el terror se basa en una percepción de aparente normalidad, bajo la cual se esconde lo impensable, lo terrorifico y destructor.

Con todos estos escabrosos detalles, Dan Simmons construye una estupenda, inquietante y crudísima novela histórica de terror, cuajada de estupendos personajes, a ratos quizá algo densa, pero con pasajes que resultan verdaderamente espeluznantes y salpicada aquí y allá con ciertos componentes de la literatura fantástica que este autor siempre ha manejado muy bien y que es el campo en el que siempre ha destacado. Quizá estos tintes sobrenaturales puedan molestar un poco al lector de novela histórica más ortodoxo, pero bajo mi punto de vista no hacen sino añadir una vuelta de tuerca a la ya de por si inquietante y opresiva atmósfera que Simmons ofrece a lo largo de la narración y que la hacen, si cabe, más absorbente todavía.
Mención aparte, la capacidad de Simmons para delinear personajes de una apreciable profundidad emocional. Desde la decisión argumental de usar diferentes puntos de vista para narrar la historia — lo que permite la construcción de las circunstancias intimas de cada personaje con gran precisión — hasta los elaborados flash back y saltos temporales, que permiten comprender con mayor claridad su trasfondo personal, el autor logra una visión de sus protagonistas tan cercana como realista. No obstante, esta mezcla de interpretaciones y opiniones de la realidad, no menoscaba la solidez argumental de la novela, que avanza rápida y agil a través de una narración durísima y por momentos directamente insoportable. Un fresco terrorífico donde la crueldad y el dolor, el horror y lo sobrenatural se entrecruzan para sustentar una historia al borde mismo de esa idea de lo que consideramos comprensible.

En más de una ocasión, Simmons ha insistido que “El Terror” es su novela favorita. Cuando se le preguntó el motivo en una entrevista, el escritor sonrío. “Creo que el miedo siempre tendrá el rostro de lo que consideramos familiar. Y cuando no podemos diferenciar uno de otro, triunfa ese instinto que nos obliga a enfrentarnos al enigma. Quizás el miedo, es sólo nuestra opinión sobre el mundo que no podemos ver” explica. Muy probablemente, una descripción sutil sobre el ambiente sangriento y aterrador que sostiene “El Terror” y que le brinda su partícularisima personalidad. Una idea sobre el miedo tan humana que llega a ser insoportable en su simplicidad.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Pequeños dolores invisibles: Como sobrevivir a un trastorno de pánico y otras grandes aventuras personales.




A veces, cuando le cuento a alguien que conozco — o a quién acabo de conocer, cosa aún más incómoda — que sufro de un trastorno de pánico, mi primer impulso es disculparme. Así, a ciegas: pedir disculpas porque lo que le contaré a continuación carece de sentido, porque se trata de un trastorno que ni yo misma entiendo del todo bien. Intentar restarle importancia a lo que le explicaré a continuación y quizás, brindarle cierto sentido de pura normalidad cotidiana. Oye que no es tan grave, comienzo a pensar. Sólo se trata de sensaciones. Esa urgencia inexplicable, la garganta cerrada por un miedo invisible, la sensación persistente que me encuentro tan cerca de un peligro inimaginable que apenas puedo concebir. Explicar semejante cosa jamás es sencillo. Nunca parece haber una forma correcta de hacerlo. De modo que te disculpas, carraspeas la garganta, tratas de quitarle un poco de gravedad. “No es tan fuerte” comienzas. “A veces siento que exagero” añades. “No es que sea realmente importante” insistes, como si describir una dolencia psiquiátrica mayor fuera cosa de todos los días. Algo que puedes disimular, ocultar. Por lo cual deberías avergonzarte.

Me ocurrió por mucho tiempo, hasta que tropecé con la terapeuta correcta. Hasta entonces, todos los psiquiatras que había visitado, insistía en que “era algo de voluntad” y que lo más probable es que antes de hacer un diagnóstico, tuvieran que descartar que se trataba de algo más farragoso, una mezcla entre mi habitual nerviosismo o algo más parecido a una incapacidad mental para lidiar con el estrés. En otras palabras, el problemas era yo, mi actitud, mi debilidad, mi fragilidad. Quién sabe cual defecto misterioso, doloroso y abrumador con el que tenía que lidiar. Salté de un consultorio a otro, empeorando de poco, todos los días un poco más infeliz, cansada, agotada de manejar un padecimiento invisible imposible de definir. Hasta que finalmente, me senté frente a M., mi actual terapeuta, que me miró con atención y me preguntó por qué me encontraba allí, sentada en la vieja silla de cuero desgastada de su escritorio.

— Estoy cansada — dije sin más — no sé como vivir mi vida. No sé como…enfrentarme al miedo. Sé que debería, sé que exagero, sé que todo esto es un drama de mi mente. Pero tengo la sensación que…
Me callé. Para entonces, cualquiera de los otros psiquiatras ya me habría interrumpido. O habría añadido que era verdad, que estaba intentando llevar a otra dimensión borrosa y poco comprensible, un mal pasajero, aún sin nombre ni definición. Pero M. sólo me escuchó y lo hizo de verdad, no esperando para responder apenas me callara ni tampoco, para reprender mi debilidad, mi terrores sin sentido, mi descuido al entender qué ocurría con mi mente. La psiquiatra simplemente aceptó que algo ocurría, que estaba allí por alguna razón y que sin duda, una lo suficientemente compleja como para que necesitara analizarse con cuidado. Una idea por completo nueva para mí.
— Continúa…¿Tienes la sensación de qué? — dijo ella al cabo de unos minutos de silencio. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
 — Tengo miedo. Tengo miedo de estar muy enferma, que lo que le ocurre a mi mente sea tan grave, tan complejo, tan duro que no pueda recuperarme del todo — no sabía que tan aterrorizada estaba por esos pensamientos hasta que los puse en palabras — tengo miedo que mi mente…
 — ¿Que tu mente qué?
 — No deje de ser mi enemiga.
Allí estaba. Eso era justamente lo que me abrumaba y de hecho, me aplastaba como un peso insoportable durante buena parte de mi vida. Las crisis de pánico — invalidantes, violentas, devastadoras — eran un secreto vergonzoso que llevaba a cuestas y lo disimulaba lo mejor que podía. Desde muy jovencita, sabía que había algo en mi comportamiento que no era “normal” (lo que sea que eso pueda significar) y que me ocasionaba cada vez más problemas. Me recordaba de niña, petrificada de miedo y sin respiración, cada vez que debía presentar un examen en el aula de clases o un poco mayor, la sensación nítida que estaba a punto de morir que me provocaba aquellos insoportables accesos de miedo sin explicación, como ráfagas violentas de algún sentimiento inexplicable que me dejaba sumida en una profunda desesperanza. Ya adulta, el pánico se convirtió en parte de mi vida, mucho más viviendo en un país como el mío, en el que la incertidumbre es parte de la vida cotidiana y el miedo, un elemento con el cual debes lidiar a diario. Así que, con veinte años cumplidos, debía batallar con un elemento dentro de mi mente al que no tenía nombre y que no podía comprender como una idea real. El miedo era el miedo y me acompañaba a todas partes.
— Disculpe por decirle todo esto — proseguí — quizás…
 — ¿Qué te disculpe por qué? — dijo M. con los ojos entrecerrados y sin variar su expresión atenta.
Me quedé un poco aturdida. ¿No era obvio el motivo? La verdad, no lo era tanto. Y de hecho, me llevó algunos minutos de confusión entender que me disculpaba por sentirme como me sentía, por la sensación perenne e insoportable de sobrellevar el miedo a diario. Por mi incapacidad para socializar, por mi tendencia a la soledad, aterrada y abrumada por el trastorno que seguía sin entender muy bien. Apreté las manos sobre las rodillas. Me sentí abrumada, adolorida, devastada.
— No lo sé.
 — No pidas disculpas jamás por como te sientes — dijo entonces M. con una de sus sonrisas torcidas — esa es la primera regla para vivir. Nadie debe disculparte ni tu necesitas que lo hagas. Esa es la gran lección que te permitirá mirarte y comprenderte con más amabilidad.
No supe que responder. Y de hecho, me llevó mucho tiempo asimilar la primera de las muchas lecciones que vendrían después. De todas las que tendría que asimilar, analizar y comprender para devolver a mi vida cierto sentido y consistencia. Muchos años después sin embargo, seguiría pensando que ese no disculparme, fue la puerta abierta a cierto tipo de libertad que no conocía. Que no comprendía del todo y que necesitaba más de lo que nunca creí en realidad.

Ha sido un largo trayecto lidiar con mi trastorno de pánico. Y lo que he aprendido puede resumirse en unas pocas reglas básicas que han hecho mi vida más llevadera, amable y definitivamente, soportable. Nunca será sencillo lidiar con un padecimiento psiquiátrico pero hay métodos que te permiten que no sólo hacer de manera mucho más saludable sino también, siendo mucho menos agresivo con tu propia mente y autoestima. Un trayecto largo, complicado pero satisfactorio que te permite no sólo brindar un nuevo sentido a tu vida — a la manera como la que comprendes — sino además, encontrar ese necesario equilibrio que todo paciente psiquiátrico necesita encontrar antes o después.

¿Y cuales son esas pequeñas reglas y lecciones que he aprendido a lo largo del tiempo? Las siguientes:

No es tu culpa sufrir un trastorno de pánico: así que deja de disculparte:
El trastorno de pánico provoca una serie de síntomas muy específicos que pueden provocar un comportamiento errático, a menudo inexplicable y en ocasiones, directamente incómodo. Por tanto, resulta sencillo creer los síntomas que padeces son una distorsión de nuestro carácter. Una forma de malcriadez e incluso de debilidad física o intelectual. Pero no lo son. Se trata de un padecimiento mental muy definido que puede no sólo afecta nuestra forma de percibir el mundo que nos rodea sino nuestra identidad. Por tanto, no te disculpes, no te “arrepientas” de tu comportamiento, mucho menos te culpabilices. Un padecimiento psiquiátrico como el trastorno de pánico puede afectar todos los elementos de tu vida y responsabilizarte de esa certeza, te permitirá no sólo evitar comprender el trastorno de pánico como un “comportamiento molesto” sino además, uno que debe ser “ocultado” o “Vergonzoso”.

No se trata que te “calmes”
Cada vez que sufría una crisis de pánico, de inmediato sentía la necesidad de “calmarme”, como si la desproporcionada reacción de mi cuerpo y mi mente hacia el estrés, fuera simplemente un error de percepción. Me costó años de analizar el trastorno de pánico como lo es — un tipo de enfermedad psiquiátrica — que no se trata de “intentar tranquilizarte” sino de comprender lo mejor que puedas el ciclo de reacciones y síntomas que pueden provocarte una reacción semejante. El trastorno de pánico no es una pérdida de control eventual sobre la manera como manejas la presión, el miedo y el estrés, sino directamente la incapacidad de manejarlo. A diferencia de quien no lo sufre, no ejerces control pleno sobre como tu cerebro procesa el temor, la angustia y la incertidumbre. Siendo así, no se trata que debas “calmarte” sino que necesitas buscar ayuda apropiada para comprender y sobre todo superar, los en ocasiones, aplastantes síntomas de un trastorno tan ambiguo.

No todo ataque de pánico o ansiedad es la reacción a una situación concreta:
Sufrir un trastorno de pánico o de ansiedad, implica que en alguna medida, perdiste el control de tus reacciones a ciertos estímulos y eso también incluye, la forma como tu cuerpo y tu mente perciben el miedo, la incertidumbre y la preocupación. Por tanto, puede ser que sufras un ataque de pánico sin que haya un motivo concluyente o evidente. Te lo podría provocar una serie de pensamientos en cadena que te provocan un inmediato estés, asociaciones libres, incluso nada en absoluto. Así que es importante, que si padeces un trastorno de pánico, comprendas que no se trata de lo que haces o no, sino el hecho que hay todo un sistema reacciones físicas que el trastorno distorsiona a niveles incontrolables. Ocurrirá en los momentos más inoportunos. No habrá quizás un motivo que te las provoque. Tendrás que lidiar con la idea que el pánico y la ansiedad no siempre tienen una justificación.

La única manera de lidiar con esa sensación tan abstracta como confusa, es comprendiendo como lidiar con esa respuesta física, sin culpabilizarse o creer que ejerces un control directo sobre lo que puede o no provocarlo. Aprende a como reaccionar durante un ataque de pánico. Asume que se trata del síntoma de un padecimiento y que por tanto, no un comportamiento que debas controlar.

Necesitas ayuda psiquiátrica: No hay alternativa.
Antes de ser diagnosticada, pasé algunos años sufriendo frecuentes y debilitantes ataques de pánico, pero además una serie de síntomas relacionados directamente con sus consecuencias. Por entonces, continuaba resistiéndome a visitar un consultorio médico y solía achacar mi constante mala salud a todo tipo de razones más o menos abstractas: desde el estrés habitual que me provocaba mi trabajo de la época, hasta mis hábitos alimenticios. Me auto mediqué, intenté tomar consejos generales para “tranquilizarme” , pero no me sentí mejor. Continué sufriendo desde paralizantes dolores de cabeza, hasta problemas digestivos provocados por la constante tensión y estrés que puede provocar el trastorno. Aterrorizada por el conjunto de síntomas, llegué a creer que me encontraba realmente enferma y eso aumento mis reacciones hacia la incertidumbre y la angustia. Llegué a a sufrir de dolores estomacales y migrañas durante semanas e incluso, problemas dérmicos cuyo origen ningún médico especializado pudo descubrir.

Finalmente, luego de comenzar a recibir tratamiento y sobre todo, de ser conscientes de las implicaciones del trastorno de pánico, comencé a comprender que la mayoría de los síntomas misteriosos que solían afectarme con frecuencia tenían un origen el común: los violentos síntomas del trastorno de pánico. Asumirlo, me permitió manejar la idea que debía someterme a tratamiento psiquiátrico — tanto terapéutico como farmacológico — y comenzar a evaluar mis opciones inmediatas al respecto. Además, me hizo muy consciente del hecho que podría mejorar los síntomas tangenciales que tanto me molestaban, una vez que comenzara a recibir tratamiento médico especializado para su causa común.

Nadie necesita protegerte: Lo digo en serio.
Cuando le hablé a mis amigos y parientes sobre mi trastorno de pánico, la primera reacción de alguno de ellos fue evitarme “preocupaciones”. Comenzaron a intentar protegerme de “estímulos” que pudieran aumentar “mi estrés” — y por tanto, el riesgo de sufrir un ataque de pánico o ansiedad — y además, a percibir mi trastorno como una idea a la que debían acostumbrarte. Al principio, les agradecí la amabilidad, pero poco a poco, comenzó a resultar incómodo todas las precauciones que varios de mis amigos tomaban para “no provocarme” una recaída. Cuando le hablé a mi psiquiatra de la reacción, se preocupó.
— Necesitas que te comprendan, no que acentúen tus rutinas y afirmen tus miedos — me explicó — . Insiste que el trastorno que sufres se trata de tu reacción al miedo y al estrés, no al hecho que realmente algo te lo esté provocando.

De manera que le pedí a mis parientes y amigos que dejaran de crear una especie de red de protección a mi alrededor y que asumieran que mi comportamiento, no se debía a un estimulo en particular sino a mi manera de procesar ciertas ideas. Fue un proceso complicado: algunos se sintieron ofendidos, otros directamente preocupados. Pero finalmente, descubrí que el hecho de tener que manejar mi propia percepción sobre lo que me rodea — sin obligar a las personas que forman de mi vida a adaptarse — fue quizás una de las decisiones más saludables que pude tomar. No sólo me permitió avanzar en mi forma de comprender mi trastorno de pánico sino además, elaborar ideas más o menos complejas sobre como asumirlo como parte de mi vida.

Lidiar con un trastorno de pánico no es sencillo pero es posible.
Luego de años de tratamiento, medicación y sobre todo, esfuerzo mental y físico, he descubierto que sí, es posible sobrevivir a un trastorno de pánico y ansiedad como el que sufro. Puedo trabajar, disfrutar de mi capacidad creativa, de una relación de pareja estable y hermosa. En suma, la vida de una mujer de mi edad. Pero no ha sido sencillo: me llevó un disciplinado esfuerzo construir un camino coherente no sólo hacia mi recuperación sino al hecho concreto de comprender ideas básicas sobre mi misma y la forma como me afecta el trastorno que sufro. Y ese descubrimiento — ese larguísimo trayecto que me permitió no sólo madurar sino profundizar en mi identidad y comportamiento — me permitió comprender que todo trastorno psiquiátrico es una compleja visión sobre la realidad, pero también sobre como la analizas. Toma responsabilidad sobre tu salud mental y física pero sobre todo, comprende que puedes construir una vida satisfactoria a pesar del dolor físico y moral que un trastorno semejante puede provocarte. Sé muy consciente del valor de tus decisiones y por supuesto, del hecho que el padecimiento que sufres forma parte de tu experiencia íntima y esa noción tan amplia como elemental que llamamos identidad.

Continúo sufriendo de ataques de pánico y ansiedad. Y es probable, continúe sufriendo durante toda mi vida. No obstante, a pesar de eso, soy mucho más fuerte de lo que supuse y sobre todo, cómo descubro en ocasiones con una sonrisa casi aliviada, capaz de superar mis propios espacios oscuros para disfrutar de los luminosos. Una trayecto complicado pero profundamente personal hacia mi identidad. Una manera de crear mi propia visión del mundo. Un pequeño triunfo personal.

martes, 27 de marzo de 2018

El poder del sexo, la sonrisa vertical y otras formas del deseo: algunas consideraciones sobre la sexualidad femenina.






Fui enviada por el poder
Estoy aquí para aquellos que piensan en mi,
y he sido encontrada por los que me buscan.
Miradme, vosotros que pensáis en mi,
y los que escucháis, escuchadme.
Vosotros que esperáis por mí,
tomadme adentro de vuestras almas
y no me desterréis de vuestras miradas,
pues soy la primera y la última.
Soy la venerada y la menospreciada.
Soy la prostituta y la Madre Sagrada.
Yo soy el silencio incomprensible,
Y la idea cuyo recuerdo es frecuente.
Yo soy la voz cuyo sonido es múltiple,
y la palabra que se duplica.
Yo soy el sonido de mi propio nombre…

Encontré este poema en un libro sin solapa que alguien guardaba en una caja vieja de la Biblioteca Nacional y lo escribí en la primera hoja del cuaderno nuevo, unas horas después de haber tenido mi primera experiencia sexual. Seguía sintiéndome hermosa, poderosa, feliz — mi novio de por entonces era el gran primer amor de mi vida y estaba convencida que nos esperaba una larga vida juntos, lo que por supuesto, no ocurrió — y creí que el poema resumía la sensación de portento que me había provocado la experiencia sexual. Un gesto simbólico sin duda, aunque ahora, a la distancia, estoy convencida se trataba un poco de mi necesidad de contradecir esa visión cultural del sexo que parecía deslucir lo que acababa de vivir. Porque como mujer, la cultura de mi país me insistió bien temprano que se debe ser puta o santa, pero que es impensable ser ambas cosas a la vez. Y ambas ideas parecían descubrir mujeres bien distintas: La mujer como objeto sexual o carente de sexualidad. La mujer que pierde el control sobre su cuerpo y la que no lo posee de ninguna forma. Ese pensamiento siempre me intrigó — me angustió también — y cuando empecé a recorrer esos confusos años de comprender mi propia actitud hacia el sexo, de tener mis propias experiencias, la idea siguió obsesionandome. ¿Por qué la cultura occidental maldecía el sexo? ¿No era quizás la mayor muestra de hipocresía esa desconfianza hacia lo orgánico, el placer y el poder de lo erótico en un mundo que explotaba el sexo como mensaje? Me cuestioné la idea muchas veces, en muchas maneras distintas y jamás encontré una respuesta satisfactoria. Quizás no existe en realidad algo como una respuesta, sino más bien, una noción sobre lo que la sociedad y la cultura interpreta del sexo y más allá, su manera de condenar la libertad que supone disfrutarlo.

El poema original del que forma parte el fragmento que encabeza este artículo, se titula “La voz secreta, mente perfecta” y es parte de la Biblioteca Nag Hammad, una colección d escrituras gnósticas del siglo III de la Era Cristiana descubierto en Egipto de 1945. Nadie sabe quién lo escribió o de donde viene y se considera un poema religioso, a pesar de que es imposible clasificarlo en ninguna creencia específica. Una vez leí que se trataba de una elegía a lo femenino, a la dualidad de lo que es el Sagrado del sexo. Una idea preciosa, claro está, pero que actualmente sorprende y desconcierta por el hecho de contradecir esa visión lineal de la mujer. Desde niñas, la sociedad insiste en que la mujer debe cumplir un rol, desempeñar un estereotipo que intenta en definir que puede o que no puede hacer una mujer para expresar su sexualidad. De manera que, considerar a la divinidad Prostituta y Santa — a la vez y en una única expresión de la realidad — es un concepto paradójico en un mundo donde ambas visiones están contrapuestas.

Me hace sonreír la idea. De jovencita me obsesionaba: Cuando comencé a pensar en mi misma como una mujer sexualmente activa, comencé a notar esa necesidad social de ocultar — e ignorar — la opinión erótica de la mujer. Después de todo, para nuestra cultura, la sexualidad de la mujer es pecaminosa, cuando no, algo engorroso. Incómodo. Recuerdo que en más de una ocasión, me sorprendió — y me enfureció — la manera como los muchachos de mi edad dividían a las mujeres en dos grandes grupos: las putas y las Santas. Las putas eran las que acceden al sexo, las que lo disfrutaban, las que mostraban las tetas y las piernas, las que se reían en voz alta, las que bailaban sacudiendo la melena. Las Santas, eran las discretas, las que sonreían con modestia, las virginales, las pálidas heroínas de las cultura occidental en busca de estereotipos. ¿Que ocurría con las que nos encajaban en ninguna de las dos ideas? ¿Que pasaba con las que disfrutaban el sexo, pero llevaban pantalones y camiseta? ¿Y las que amaban bailar y gritar pero todavía seguían siendo vírgenes? ¿Que ocurría con las que disfrutaban el placer del sexo sin miedo ni culpa? ¿Había que tenerlo? En ocasiones, me preguntaba si todo tenía relación con la necesidad de no demostrar que el sexo era placentero, era natural, era primitivo y quizás por todo eso, hermoso. Había algo clandestino, misterioso, en la sexualidad occidental. Como si se tratara de un crimen, un desatino, que se comete a la sombra, que no tiene rostro, que mejor que nadie mencione en voz alta. ¿Por qué? ¿Por qué no admitir que nos gusta el sexo? ¿Que la mujer tiene los mismos deseos, las mismas urgencias al sur de la geografía corporal que un hombre? ¿Por qué la santa y la puta no pueden habitar en el mismo cuerpo? Quizás, solo se deba a una visión de fe.

De manera que, cuando leí el poema, me pregunté como habría sido en la época donde la mujer no necesitaba definirse de ninguna manera para gozar del sexo y el erotismo, para tener el derecho inalienable y original de meter en su cama a quien le prefiriera. Recordé la Diosa Lunar de la brujería: la celebración lo esencial femenino, de ese sagrado salvaje y poderoso que insistía que la mujer era libre de toda atadura moral. La veneración a Ishtar, Isis, Artemis y Diana, todas ellas visiones distintas pero completamente válidas del papel de la mujer en el tiempo, en su propia expresión personal. Pensé mucho en la mujer libre, la que no dependía de la opinión del hombre — como contraste o complemento — para comprenderse así misma. Y me pregunté también, si esa idea, casi utópica, había sido real alguna vez. Quizás no. De hecho, dudo mucho que la mujer alguna vez haya sido absolutamente independiente de la opinión de la familia, la tribu, la sociedad. No obstante, el poema existe. El poema habla de un tipo de divinidad que asombra y desconcierta por su poder para construir ideas sobre lo que es el erotismo, la mujer poderosa, ajena a cualquier restricción cultural.

- El significado del poema es múltiple — comentó mi abuela cuando se lo leí en voz alta — probablemente lo comprendas como un manifiesto de libertad y poder, pero en su época pudo ser solo una declaración de valores. La sexualidad para los antiguos no poseía un ingrediente moral. Era en realidad una idea mística, una forma de ejercer poder.
- ¿No es lo mismo?

- Podría serlo, pero en este caso lo dudo — respondió — la sexualidad era un valor religioso. El sexo era sagrado, creador y el erotismo, una forma de ritual. Así que para las sociedades más primitivas, el sexo te vinculaba con lo puramente esencial. Y además el sexo era un vehículo de vida.

Pensé en las sacerdotisas de diversos cultos de Isis y Vesta, cuyo principal requisito era la virginidad. También recordé las prostitutas Sagradas de Ishtar, que permitían al iniciado en los ritos mistéricos, trascender a través del sexo y el placer. Una idea curiosa, si se tiene en cuenta que la mujer y el sexo fueron satanizados unos siglos después por las mismas razones por las que antes se las consideró sagrada.

- Asombra que en una época el sexo fuera considerado de esa manera y ahora sea uno de los grandes tabú — opiné — es como si el miedo sustituyó el asombro.

- En realidad, siempre produjo asombro y miedo a partes iguales — dijo mi abuela — el sexo supone una intimidad monstruosa, una expresión del yo tan directa y cruda que siempre produjo temor. Recuerda además que por varios siglos, la concepción fue un acto misterioso, inquietante. El papel del hombre en la procreación era confuso o incluso poco importante. A la vista de la tribu, la mujer creaba vida por sus propios medios, era capaz de parir y alimentar a su bebé a solas. Una expresión de voluntad divina que atemorizó al hombre por mucho tiempo.

Me desconcertó el pensamiento. Imaginé a una mujer, rolliza y fuerte, pariendo a solas en una cueva de roca, apenas iluminada por el fuego a sus pies. La escuché gritar de dolor, debatirse entre el horror y la necesidad de traer su hijo al mundo. Y luego, la vi sosteniendo al bebé, triunfante, aún temblando de debilidad. Imaginé a la tribu recibiéndola, admirados y sobrecogidos por el misterio de la vida, por esa capacidad desconcertante del vientre femenino de crear en medio del dolor. No era de extrañar entonces, que el sexo fuera considerado sagrado — un vehículo de la voluntad divina — y más allá, una manera de elaborar ideas complejas sobre la divinidad.

Libre como lo erótico: todas las formas de belleza.
Hablar de sexo siempre será complicado. No es porque el concepto lo sea — puede serlo, claro — sino más bien, por lo incómoda que resulta la idea a mucha gente. Y me refiero a una incomodidad real: esa de mirar a otra parte, carraspear la garganta, cambiar de tema. El sexo es bueno — nos gusta, nos obsesiona — pero pareciera serlo solo si se mantiene en secreto, al margen de lo visible. Que hipocresía, pienso con frecuencia, en un mundo que vende el sexo, lo comercializa a todo nivel, que lo asume como producto, ese seudo respeto reverencial asombra. O al menos a mi me asombra, cuando no me hace reír por absurdo, por fuera de contexto, por adolescente. ¿Será que somos aún una cultura muy joven? ¿Adolescentes que se murmuran los secretos morbosos al oído, riendo y preguntándose qué vendrá después? Es probable: la cultura sigue sin asumir lo inevitable de lo erótico, lo profundamente necesario. Lo inquietante de esa libertad de los sentidos, de esa fiesta del cuerpo, a trompicones que todos disfrutamos de alguna u otra manera.

De jovencita, el sexo me obsesionaba, quizás por aquello de lo prohibido, aunque ahora que lo pienso, era más un asunto de curiosidad nata. Estudiaba en un colegio de monjas francesas que intentaban por todos los medios mantener el sexo al otro lado de la puerta del roble del edificio. Pero por supuesto, el mundo más allá era inmenso…y lleno de respuestas a todas las preguntas que tenía. Porque con las hormonas en plena implosión — dolorosas, radiantes, eufóricas — todo se resumía a que ocurría en ese espacio silencioso de la piel que arde, de las preguntas que no se responden en voz alta. Recuerdo que por entonces, no tenía a nadie con quien hablar del tema: hija única y rodeada de adultos, me acostumbré a buscar mi propias respuestas, a disfrutar de esa búsqueda, de incluso apreciarla en soledad. Y el sexo era algo que aprendí bien pronto era de una de esas cosas que era mejor no decirlas en voz alta, de las que se murmuran, aunque no sabía por qué.

De manera que hice las cosas a mi manera: leí literatura erótica cuando comprarla provocaba cejas levantadas de libreros alarmados, veía películas pornográficas con una extraña sensación de cruzar terreno desconocido y un poco de repugnancia — todo hay que decirlo — y de vez en cuando exploraba mi cuerpo, para aprender de él más que para procurarme placer. Porque en realidad, lo que más me asombraba del tema era que la mujer, según todo lo que leía, todo lo que veía, todo lo que se mostraba sobre la sexualidad, era una extranjera en territorio erótico. La mujer no debía saber nada sobre el sexo o al menos eso era lo que la sociedad asume como normal. A la mujer no le interesaba el sexo, no era algo de lo que hablara con libertad, no era algo que pudiera disfrutar a puertas abiertas, a gritos y a gemidos. Con dieciséis años, aquello me resultaba incomprensible, cuando no francamente ofensivo. ¿Por qué que las mujeres eran extranjeras en su propio cuerpo? Por supuesto, tenía un noción bastante clara de donde provenía la idea: en una cultura machista como la Venezolana lo femenino tenía que ajustarse a un esquema claro, definido y limitado. Que no comprendiera el motivo, que me angustiaba pensar en la razón que obligaba a la mujer a mirar lo sexual con desconfianza, no hacía menos real el límite. Más allá de la línea del silencio, de lo provocativo, de lo sugerido, estaba la puta, la fácil. O mejor dicho, la opinión social sobre la mujer que decidía tomar poder sobre su vagina, su placer y sobre el primitivo derecho de decidir a quien llevaba a la cama.

- ¿Ya lo hiciste por primera vez? — mi amiga J. me solía preguntar eso con frecuencia. Aunque me llevaba un par de años, era considerablemente más inocente que yo sobre el tema y parecía asombrarle el hecho que yo sintiera aquella curiosidad casi insaciable sobre lo erótico. La pregunta siempre me hacía sonreír porque la respuesta invariablemente era no. Pero ella no me creía. Nunca me lo dijo a la cara, claro, pero sabía que J. estaba convencida que mi necesidad de entender el sexo tenía mucho que ver con el hecho de las consecuencias, con lo que pudiera estar haciendo con algún desconocido sin rostro. Siempre me hacía sonreír ese pensamiento. Tenía que existir un motivo para hacerme preguntas, para intentar comprender lo sexual, para preocuparme sobre lo necesitaba, el placer como una línea imaginaria que me separaba del adulto ¿No podía existir el sexo por el sexo?

Al parecer, no.

Más adelante, cuando ya tenía una pareja y el misterio del sexo comenzó a ser mi propio secreto, digamos, esa visión — el sexo como límite entre lo propio y lo ajeno — se hizo más evidente y desconcertante. Porque el sexo fue para mi una revelación, una muestra de libertad suprema que me sobrepasó, que dejó a un lado toda idea sobre la intimidad como forzosa, necesaria o temible. Y entendí menos esa insistencia cultural de mantener al sexo en una brecha sin nombre, de relegar el concepto al espacio de las cosas ocultas, las que se temen, las que son peligrosas. Aunque claro, el sexo si podía ser peligroso: había una pérdida de control, una ruptura con la idea personal para dar paso a algo más profundo y doloroso que podría golpearte, dejarte sin máscaras, tan vulnerable como ninguna otra cosa podía hacerlo. Pero más aún, el sexo era primitivo. ¿Cómo entender eso en una sociedad que procura idealizar cada cosa, hacerla digerible, simple, superficial? ¿Cómo puede encajar esa brutal intimidad del sexo, esa puerta abierta hacia lo esencial de ti mismo con esa necesidad social de banalizar cada cosa e idea para hacerla digerible? Caminaba entre los kioskos de revistas, mirando a las mujeres de las portadas, los pechos bien visibles, los cuerpos curvilíneos en posiciones insinuantes ¿Eso es sexual? Recordaba los gemidos, los labios mordidos, el momento de desconexión, el blanco éxtasis, elemental. La sensación de perder el sentido para recobrarlo en un cercanía tan absoluta que abruma, que te deja sin voz. ¿Y que entiende la cultura occidental por eso? Un mero entrecruzamiento de brazos y piernas. El rostro de una mujer en primer plano, haciendo muecas. Un hombre la penetra, la cámara toma un largo plano de su pecho musculoso y tenso. ¿Eso es la intimidad brutal de un gemido, del olor exquisito de la saliva? de morir y renacer.

- Miras las películas pornográficas como si se trataran de escenas en un zoológico — me comentó mi novio de esa época. Me hizo el comentario en un café donde almorzabamos, en voz baja. Y se le notaba incómodo cuando lo hizo: la cabeza inclinada, los hombros tensos. Mastiqué lentamente el pedazo de pan que comía y lo miré. Era un hombre muy desinhibido…cuando la puerta de la habitación se cerraba. Le gustaba gritar y gemir, mostrar su cuerpo. No tenía esa vergüenza patriarcal al cuerpo. Pero a la luz del sol, fuera de la seguridad de las ventanas cerradas, parecía ser otra cosa. El rostro oculto de un hombre desconocido, el micromachismo que era parte de la cultura invisible, la que nadie cuenta ni nota.

- La pornografía sólo simplifica lo complejo — dije. Dije la palabra “pornografía”, en voz bien alta y clara. Mi novio se quedó paralizado con el sonido de la palabra, como si no la reconociera. Un comensal de una mesa cercana me miró sobresaltado. Me pregunté el motivo, me hizo reir en silencio la posible respuesta.
- Baja la voz.
- ¿Por qué?
- No es necesario que todo el mundo se entere de algo así.

No respondí. Había un cierto tono de urgencia en su voz, la sensación clara que el tema le causaba una incomodidad que no podía expresar bien y quizás él no entendía. Y eso me molesto. No sabía bien el motivo, pero me fastidio esa discreción forzada, esa sensación que transgrede algún límite imaginario entre lo privado y lo secreto. El secreto doméstico.

- Te gusta el sexo ¿no? — le pregunté. De nuevo en voz muy alta y clara. Se encogió de hombros, la frase pareció aplastarlo un poco, hacerlo sentir tan inquieto que tuve la clara impresión que se levantaría y me dejaría allí comiendo sola, a merced de las miradas de los sorprendidos testigos involuntarios de la conversación. Pero veamos, ¿Los hombres no tienen el derecho de reír y bromear con el sexo muy libremente? ¿Rompo alguna ley tácita de silencio hablando en voz alta lo que no debería? Me gustó ese pensamiento. Lo analicé desde todos los puntos de vista y continué pensando en eso incluso cuando la conversación terminó en una discusión malsonante y muy tensa de la que no nos recuperamos muy bien. De hecho, a veces tengo la impresión que esa primera grieta en nuestra relación — recién nacida y muy joven — fue el abismo que se abrió entre ambos después. Porque del sexo no se habla. Y yo quería hablarlo. Yo quería las luces encendidas. Yo deseaba reír y gritar. Concluí entonces que él no estaba preparado para eso o eso me supuse cuando dos o tres meses más tarde, la relación terminó. Para alivio de ambos.

Del vibrador, el grito, lo terapéutico, el sexo, la puta y otros temores.
Una vez leí que durante la dura y rígida época victoriana, las mujeres sufrían de frecuentes períodos de histeria que los médicos no sabían clasificar. Se lo atribuían a un tipo de locura breve y tenaz que la ciencia médica no sabía cómo consolar. De manera que los médicos, que al parecer no estaban tan confusos sobre el origen del enigmático mal como podría suponerse, comenzaron a recomendar el uso de vibradores para calmar los ardores inferiores, como se le llamaba al deseo sexual en una época de eufemismos ridículos.

Con el transcurrir de las décadas, la idea sobre el sexo en secreto, la mujer sometida al anonimato de la cama no cambió. De hecho, para los conservadores años ’50 la mujer que disfrutaba del placer sexual era poco menos que una puta. La mujer no tenía derecho al placer porque el sexo era una manera de honrar la sagrada institución del Matrimonio ( lo que sea que eso fuera ). Más allá, estaba la religión, que desde hacía milenios consideraba la sexualidad femenina un misterio. Desde la mítica Lilith que fue demonizada por pretender escapar de la dominación sexual de Adán hasta las brujas, que bailaban y fornicaban con el Diablo, el sexo en la mujer era una especie de visión misteriosa, que se escondía entre los pliegues de lo real y lo imaginario de la carne, el gemido y el placer. ¿Por cuánto tiempo se creyó que la mujer no tenía alma? ¿Y cuánto de esa carencia de animus no se debía a la interpretación del deseo sexual femenino como pecaminoso, tentador, maligno? Y la sociedad continuó preocupándose de la mujer que gozaba, de la que deseaba, de la que sabía el poder de su vagina, más allá de la mera concepción. La Diosa tradicional fue mutilada de su aspecto de Mujer y anciana y solo quedó la Virgen, lánguida, santificada, convertida en una expresión de bondad extraordinaria y poco realista. La mujer sexual continuó escondiéndose, temiendo y siendo considerada un error en la visión sexual cultural.

El sexo es quizás la expresión de libertad más amplia, más poderosa de la que se pueda disfrutar. Esa necesidad de romper toda barrera, de mirarte con una franqueza infantil y comprenderte como parte no solo de una visión cultural sino dueño de tu cuerpo, de tu deseo y de una insatisfacción perenne. La individualidad del placer, del éxtasis que no entiende metáforas o medias tintas. El placer por el placer.

Hace años tuve varios encontronazos con esa figura del censor invisible, la línea divisoria entre lo que se considera que una mujer puede hacer o no, con su sexualidad, su cuerpo y su imagen erótica. Comencé lo que sería mi proyecto mayor durante el año y que consistía en tomar 12 autorretratos desnudos. Una idea que en un principio asumí sería sencilla pero que terminó siendo lo más difícil que probablemente he hecho en fotografía hasta ahora: porque no se trataba solo de concebirme como objeto fotográfico — que ya es bastante complicado — sino además, lidiar con mi imagen corporal, las opiniones que tengo sobre mi cuerpo y más allá, esa conclusión sobre mi idea de sensualidad con la que tuve que debatir para llevar a cabo imágenes que pudieran expresarla. Pues bien, de inmediato me tropecé con una lógica de ninguneo moral que insistía en que un desnudo siempre es reprobable: recibí correos insultantes, comentarios subidos de tonos en las imágenes e incluso uno que otro bien intencionado consejo que intentaba hacerme comprender que una mujer no puede — ni debe — exponer su cuerpo a la mirada ajena. Mucho menos disfrutar de su propia sensualidad — cualquiera sea su concepto del término — y menos aún, su visión sobre su propia idea de lo femenino. Por días enteros, me debatí entre las dudas de continuar o dejar el proyecto para cuando pudiera entender la crítica más allá del ataque, pero al final, decidí que continuaría. No solo a pesar de las críticas sino debido a ellas. Y el resultado es un conjunto de imágenes de las que me siento muy orgullosa y sobre todo, profundamente responsable. Porque hablamos de eso ¿verdad? la imagen impúdica tiene mucho que ver con la imagen de la mujer frágil, la víctima tentadora, la que se mira al espejo de la opinión social y no sabe muy bien como concebirse. ¿Eres puta? ¿Eres santa?

¿Quieres ser cualquiera de las dos cosas? ¿Y si no quiero ser ninguna? ¿Y si quiero construir mi propia opinión sobre el sexo, el valor del erotismo y la sensualidad?

Tal vez todo se trata de una concepción del mundo que rebasa esa frontera entre lo evidente, lo sugerente y lo puramente interpretativo. O quizás, algo bastante llano: la mujer debe enfrentarse a sí misma, a lo impúdico que parece bordear la manera como nos concebimos, ese otro yo secreto, voluptuoso y delicioso. Una idea que nace y se construye así misma. Una manera de analizarte ( te ) como parte de tu propia concepción de la verdad.

Me miro desnuda al espejo. Desnuda de prejuicios, de ese temor perenne al dolor, a lo mínimo, a la vulnerabilidad. Y me siento bella, poderosa, imperfecta, deseosa. Porque el poder que reside en el sexo no empieza en la piel ni termina en una cama: comienza justo en ese lugar esencial, casi doloroso donde reside la identidad, nuestra manera de mirar al mundo. Y justamente eso es lo que me hace sonreír, con ternura y con placer, más allá de toda idea y razón.
C’est la vie.

lunes, 26 de marzo de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: todas las razones por las que deberías ver “Isle of Dogs” de Wes Anderson.





Como reflejo de la vida real (o al menos, una refracción discursiva sobre la identidad colectiva) el cine suele convertirse en caja de resonancia de las obsesiones y pequeñas aspiraciones de los directores, artífices en su mayoría de pequeñas estructuras simbólicas de enorme valor conceptual. Tal vez por ese motivo, Wes Anderson tiene una concepción de lo cinematográfico basada en pequeñas visiones del mundo convertidas en metáforas de algo más profundo, duradero y especialmente simbólico. Para Anderson, el cine representa una gran extensión fértil en la que crea una dimensión por completo nueva de lo estético como lenguaje y a la vez, analiza una idea más intrincada sobre la comprensión de la identidad, el individuo y lo que nos une a la cultura. El resultado son diminutas cajas de juguetes visuales, repletas de meta referencias y sobre todo, una búsqueda consciente de un significado complejo sobre el cine como reflejo del yo colectivo: En The Grand Budapest Hotel (2014) convirtió a su elenco humano en marionetas que iban de un lado para otro en un mundo en miniatura rebosante de belleza y color. Con una atención para el detalle casi obsesiva, Anderson logró elaborar una reflexión cómica, paródica y sentida sobre los grandes dolores humanos pero también, de la perseverancia de cierta noción sobre lo bello que sobrevive al dolor. Todo envuelto en una preciosa colección de gags humorísticos, estupendas actuaciones y una visión idílica de una de las ciudades más elegantes de Europa. Es evidente que para el director, la tensión entre lo hermoso, lo poderoso y lo espléndido se analiza desde cierta sutileza argumental que se agradece y siempre conmueve.

En “Isle of Dogs” (2018), Anderson repite la proeza pero además, lo hace desde un estrafalario punto de vista que convierte los dimes y diretes de los empleados del Hotel Budapest en una búsqueda de sentido existencialista reconvertida en algo más elemental, más parecida a una travesía del héroe que a una búsqueda persistente de alegoría y renacimiento espiritual. Mucho más soficada y ambiciosa que su anterior experimento en Stop — Motion (la adaptación del cuento de Roald Dahl “Fantastic Mr Fox” estrenada en el 2009), “The Isle of dogs” es una distopía que no pretende serlo, pero que a la vez, se esfuerza por mostrar el futuro cercano desde la comprensión del bien moral y la justicia dentro de una percepción de lo primitivo casi espiritual. Basada quizás de forma tangencial en el clásico español “Fuenteovejuna” (sobre todo, desde la necesidad de reconvertir el orden social debido a situaciones de casi imprevisible dureza), la historia transita los delicados bemoles de lo justo, la autopreservación y una extrañísima percepción sobre el dolor y la expiación espiritual. Con un guión medido e inteligente firmado por el propio Anderson y Kunichi Nomura, la película analiza las relaciones de poder desde el ángulo de un humor negro y por momentos retorcido que refleja la inquietud sobre la incertidumbre al futuro. Desde la percepción de la ciudad ficticia de Megasaki hasta la meditada visión sobre la enfermedad y la exclusión a través de un mal misterioso llamado “Fiebre del hocico”, la película pondera con acritud una versión de la realidad en la que el dolor y el desarraigo son parte del argumento pero sin caer en tremendismos o dolores dramáticos. En “Isle of dogs”, la búsqueda de la identidad se asume desde la periferia y hay una comprensión casi idílica del aislamiento como última puerta hacia la solidaridad y la búsqueda de la individualidad, un prodigio argumental que Anderson logra con mano firme y una gran concepción sobre lo humorístico y lo sensible que sorprende por su perfecto equilibrio.

En medio de un clima policiaco y definitivamente dictatorial, aislados en una cuarentena circunstancial, un grupo de exiliados por la temida “Fiebre del Hocico” debe apañárselas para luchar contra la extrañísima situación que les confina a una isla solitaria y abandonada, en los confines del mundo conocido. Sí, todos se tratan de perros capaces de hablar y de razonamiento superior, que son arrojados en esta especie de cárcel sin barrotes en medio de una situación draconiana que Anderson describe desde cierta dolorosa concepción de la tragedia. En medio de la circunstancia, la vida parece desesperada, dura y apenas soportable para los exiliados en la Isla de aislamiento, mitad páramo industrial desolado y parque de atracciones abandonado, con partes mecanizadas que funcionan en contadas ocasiones pero que brindan a la isla una rara sensación de futuro tecnológico arrasado. En medio de todo, los grupo de expatriados luchan no sólo por la supervivencia sino por la identidad. Una batalla silenciosa que el guión aborda desde la delicadeza y que Anderson logra captar con enorme inteligencia visual.

Con su aire delicadisimo, melancólico, decadente y conceptualmente brillante “Isle of Dogs” está impregnada además de la cultura pop japonesa, lo que la convierte en una especie de alegoría sobre la cultura asiática pero más allá de eso, una gran referencia de metamensaje no sólo con respecto de referencias niponas sino un cuidado estudio sobre la cultura del país. Hay una real inmersión en las tradiciones, comportamientos y visiones sobre el país que analiza lo japonés desde el conocimiento y no la estereotipación. Además, Anderson disfruta de convertir a la película en un monumental homenaje a obras del cine clásico asiático: desde Katsushika Hokusai hasta las épicas de Akira Kurosawa, es evidente que Anderson avanza a través del guión y el paisaje tecnificado y futurista de su película desde un logro creativo artesanal de enorme contundencia. Además, es evidente que para Anderson, la cultura japonesa está intrínsecamente relacionada con cierto ritmo de exquisita sutileza. Incluso lo lingüístico — la película está enteramente hablada en inglés pero hay largos diálogos en japonés que deja sin traducir como para crear la noción sobre un mundo aparte dentro de lo general — crea una sensación sutil sobre la permanencia de cierta memoria escénica.

Algo que sorprende de la película es que a pesar de apelar a la ternura en más de una oportunidad, no se trata de una película dulce, conmovedora y mucho menos, una reinvención al culto japonés al kawaii, lo cual resulta de agradecer en medio de una sensación perenne de peligro, riesgo y cierta violencia. El diseño está creado y concebido para brindar al mundo de los perros de una dolorosa firmeza, a la vez que una noción sobre la pérdida que se traduce en pelajes disparejos y sucios, orejas rotas y heridas visibles. Los perros de Anderson no están concebidos para conmover, aunque lo hacen y atraviesan la durísima historia que protagonizan desde una belleza áspera que llega a resultar casi sorprendente en su cualidad para desconcertar. La puesta en escena está llena de bordes aspectos, de escenarios duros y destartalados y sobre todo, reconvertidos en algo más ambivalente, persistente en la belleza y sobre todo, construído a través de una dura versión de la realidad. Filmada en los 3 Mills Studios de Londres y la Babelsberg de Berlín, la película no se limita al momento de mostrar la violencia y se reconstruye como un gran aliteración de gags visuales que relacionan el mundo canino con la emoción de una manera inteligente, bien construida y analizada desde lo formidable y lo profundamente sentido. El diseño de los personajes asombra y de hecho, uno de los elementos más asombrosos de la película, es la forma como los perros emergen como individuos perfectamente reconocibles, algo que el casting de voces hace incluso más profundo. Anderson de nuevo, juega con la concepción de lo estético como una referencia cruzada que utiliza además, con cierto aire displicente y en ocasiones, casi bondadoso. Incluso la música — esa deliciosa revisión de Alexandre Desplat sobre lo icónico y lo venial — brinda a la película una nueva dimensión de lo formidable y polifónico. Desde tambores taiko, compases de Jazz lentos y reverberaciones metálicas hasta líneas altas de notas de Prokofiev, la música en “Isle of dogs” es otro personaje y sobre todo, uno a tener en cuenta.

No obstante, a pesar de todo lo anterior “Isle of dogs” no es una película emocional, porque no sólo no está pensada para hacerlo sino que además, está construida como una versión de la realidad que roza cierta violencia intrínseca. Como el cuento de hadas macabro que podría ser — pero no lo es — “Isle of Dogs” juega con el desencanto, las peculiaridades del desarraigo y al temor convertido en una fuente de filosofía casi absurda. Con su duro aire de distopía involuntaria y su versión de la realidad reconvertida en algo más pendenciero y casi cruel, la película toca varios registros a la vez sin decidirse por ninguno. Y es esa mezcla — inteligente, bien planteada, llena de matices — quizás su mayor triunfo.

jueves, 22 de marzo de 2018

La biblioteca del fotógrafo: Los libros que todos fotógrafos deberían leer al menos una vez en su vida.




Crear a través de la fotografía, siempre será un reto individual. En algún momento, todo fotógrafo se obsesiona por los libros de fotografía, ya sea los técnicos o los que engloban la visión y el trabajo de los referentes más cercanos a su manera de comprender la imagen. Se trata por supuesto, de un fenómeno común que forma parte de la evolución intelectual y sensorial del artista visual, en busca de un lenguaje y discurso propio. Una búsqueda de ideas y de percepciones sobre el concepto de la fotografía como expresión artística que tiene su propio peso y sentido argumental. Todo fotógrafo es en definitiva un artista en busca de experiencias, conocimientos y una certera evolución analítica sobre la obra que realiza. Y sin duda, los libros son una fuente de conocimiento imprescindible al momento de estructurar esa búsqueda de conocimientos, inspiración y elaborado método creativo que todo fotógrafo emprende.

Sí, los libros de fotografía pueden ser una de las formas más aprendizaje más completas que existen para aprender fotografía. Pero claro está, no me refiero únicamente a manuales técnicos ni mucho menos a los que asumen que la fotografía sólo es un conjunto de ideas mecánicas que requieren una cierta habilidad artesanal. La fotografía es mucho más que eso y por tanto, la biblioteca del fotógrafo debe incluir un compendio de conocimiento profundo que le permita comprender a la imagen como una forma de expresión formal.

En mi caso, el primer libro de fotografía que tuve fue “Berenice Abbott” de Berenice Abbott. Tenía unos once años, acababa de obsesionarme con la fotografía y me maravilló descubrir el mundo de la fotógrafa a través de sus imágenes. Sobre todo me asombró, su capacidad para mirarse así misma como parte de su expresión fotográfica y más allá, comprenderse como observadora, además que únicamente testigo de la época que le tocó vivir. Una sutileza que el libro de Abbott me dejó bien claro desde el principio: desde sus bellos retratos en el París de los años ’20 hasta sus célebres fotografías científicas, la fotógrafa se esforzó por brindar su opinión — o quizás, su ausencia, que también es un alegato — lo mejor que pudo en imágenes.

Y es si algo brinda sentido artístico a la fotografía, es su capacidad para entablar diálogos sutilezas — y en ocasiones no tanto — con el espectador, con ese otro yo que se manifiesta a través de la mirada que se comparte entre el observador y el fotógrafo. Y Berenice, con su estilo elegante y silencioso, me lo demostró.
Por ese motivo, colecciono libros de fotografía. Lo hago por conservar ese legado de memoria artística que representa una cuidada recopilación del trabajo autoral de un fotógrafo, pero sobre todo, porque he aprendido el valor de comprender el mundo de la imagen a través de la visión de otro creador. Porque un libro fotográfico no es solo la historia del fotógrafo en imágenes, sino del mundo que le tocó vivir y la época que observó con atención. De manera que siempre será enriquecedor comprender la construcción del lenguaje visual a través de ese proceso de maduración que todo fotógrafo sufre a través de sus reflexiones sobre la imagen y su repercusión. Un reflejo de esa transformación individual que todo artista y creador expresan a través de su simbología personal.

El profesor Nelson Garrido fue el primero en darle nombre a esa obsesión mía por los libros autorales de fotografía. En una de las memorables clases del curso “Experimental I” que tomé en la institución que dirige, comentó que el gusto por el PhotoBook “prepara al fotógrafo para asumir el poder del lenguaje visual”. Un pensamiento curioso, pero sobre todo, muy parecido a esa sensación que siempre me transmitió analizar el trabajo de otro fotógrafo a través de sus imágenes más personales.

- Todo fotógrafo se mira esencialmente así mismo. Son Voyeurs, como diría Newton, pero también son viciosos de la contemplación del mundo a través de su perspectiva — comentó. Levantó un libro de su escritorio: Los americanos de Robert Frank y recordé la combinación de fascinación y desconcierto que sentí al mirarlo. Mirar un trozo de historia ajena. Comprendí lo que el profesor Garrido quería decir — el tema fotográfico es voluble, el lenguaje fotográfico es permanente. Y entre ambas cosas, existe la consistencia de la mirada del fotógrafo. Esa que escudriña, expresa, comenta y analiza. La que elabora el concepto y se nutre de él.

Una idea preciosa que continúe meditando meses después de escucharlas y que probablemente siempre tenga muy presente al momento de continuar analizando la fotografía como expresión del yo. Porque más allá del documento puro y del testimonio histórico, la imagen es de hecho íntimo, una elucubración sobre lo que vivimos, asumimos como real y más allá, es parte de nuestra versión del mundo real.

Un anaquel, una cámara, una visión sobre el conocimiento.
Hablar sobre libros de fotografía siempre será complicado, esencialmente porque la literatura fotográfica parece ser uno de esos temas donde existen tantos puntos que resulta casi imposible una opinión unánime con respecto a que libros o autores deben formar parte de la biblioteca del fotógrafo. No obstante y a pesar de la posible — inevitable — polémica, parece existir cierta visión general sobre cuáles son los llamemosle, volúmenes imprescindibles que todo amante de la imagen debe al menos hojear una vez. Como siempre, me dediqué a preguntar y a escuchar opiniones de algunos de mis profesores y fotógrafos, hasta lograr una lista de nombres lo suficientemente amplia como para ser debatible. Y de esa recopilación puede interpretarse que la visión fotográfica abarca no solo la documentación de la realidad en imágenes inmediatas sino una manera de crear.

¿Y cuales son los libros que forman parte de esta pequeña colección ideal que todo fotógrafo debe tener? Los siguientes:

La cámara lúcida de Roland Barthes:
Publicado en 1980, es uno de los ensayos más completos sobre el aspecto emocional de la fotografía que he leído. Como autor y fotógrafo, Barthes recorre con opinión crítica y creativa su propia mitología personal y gracias a este meticuloso análisis, crea teoría diversas sobre la motivación del fotógrafo, su aspecto creativo y sobre todo, su capacidad para expresar ideas conceptuales e íntimas a través de la imagen. Recomendados para todos aquellos que desean comprender no solo el como fotografiar, sino el porque hacerlo.

Fotografiar al natural de Henri Cartier-Bresson:
Cartier Bresson creó una manera única de construir un lenguaje visual: construyó alrededor de su propia capacidad de observación un estilo fotográfico único. Crítico y un extraordinario filósofo de la capacidad visual del fotógrafo, sus obras sobre la fotografía y su forma más esencial son una influencia decisiva dentro del mundo del creador visual contemporáneo.

Fotografiar al natural recopila sus textos principales y más debatidos, como lo son “El instante decisivo”, “Los europeos” y numerosos relatos sobre sus distintos viajes a diferentes partes del mundo. La intensidad de la narrativa así como sus certeros análisis visuales constituyen un documento único sobre el mundo visual contemporáneo.

Sobre la fotografía de Susan Sontag:
Sontag, con su enorme capacidad para el análisis y la reflexión sobre sucesos sociales abstractos, nos ofrece en Sobre la Fotografía un concepto refrescaste sobre la fotografía: su relación con la sociedad y el sujeto cultural que intenta recrear a través del lente. Aunque durante mucho tiempo, se criticó el texto por su carencia de uniformidad y consistencia — la estructura toca en ocasiones puntos extremos y los puntos de vista de la autora se imponen sobre las ideas principales, más allá de la visión fotográfica — el libro posee una visión única y valiosa sobre la fotografía como documento histórico y cultural. Sontag, con su enorme necesidad de cuestionamiento, crea un debate particularmente interesante sobre la belleza, el simbolismos, los aforismos visuales y sobre todo el poder evocador de la fotografía.

Joan Fontcuberta, La cámara de Pandora:
Fotógrafo, crítico, profesor y gran observador, Fontcuberta comprende la fotografía como el símbolo y la metáfora de la capacidad del fotógrafo para crear. De manera que, en este estupendo libro, toca temas tan dispares como la idiosincrasia, la cultura y la sociedad como elementos preponderantes del planteamiento fotográfico actual. Aborda la refundación de este medio en el nuevo entorno digital para repensar aquellas cuestiones que van más allá de lo estrictamente fotográfico y para abrirse a los nuevos principios que se plantean con la nueva fotografía.

El beso de Judas, Joan Fontcuberta:
En el mundo contemporáneo las apariencias han sustituido a la realidad. No obstante la fotografía, una tecnología históricamente al servicio de la verdad, sigue ejerciendo una función de mecanismo ortopédico de la conciencia moderna: la cámara no miente, toda la fotografía es una evidencia. A partir de vivencias personales, Joan Fontcuberta crítica esta creencia y reflexiona sobre aspectos fundamentales de la creación y la cultura actuales.

The lines of my hand de Robert Frank:
Descrito como una autobiografía Visual, es un libro profundamente hermoso y crítico sobre la visión del autor acerca de la fotografía, no solo como herramienta documental, sino creadora de discursos visuales consistentes. Me pareció interesantísimo además por su capacidad de comprender la fotografía no solo como arte, técnica y su capacidad de trascender como documento creativo, sino además por crear formas visuales profundamente íntimas.

Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía de Pierre Bourdieu:
Un libro que intenta analizar la fotografía como objeto de uso social. De la comprensión de las ideas fotográficas a la evaluación de su impacto e implicaciones, Bourdieu no sólo explora las posibilidades del documento inmediato como reflejo sino también como ventana de la realidad. Más allá de eso, la comprensión de la imagen como un medio creativo por derecho propio y una yuxtaposición de elementos constitutivos de un mensaje concreto que se expresa a través de la creación de discursos fotográficos complejos.

Fotografía y sociología de Howard Becker:
El sociólogo Howard Becker analiza la fotografía como una visión hacia la cultura, cuyas implicaciones parecen directamente relacionadas no sólo con el punto de vista de su autor, sino las infinitas condiciones y elementos que transforman la fotografía en un reflejo de su entorno. En su ensayo, Becker no sólo debate sobre el valor intrínseco de las imágenes como punto de partida del argumento sobre el que se construye una hipótesis social. En unas otras palabras, concibe la fotografía como una serie de ideas consistentes sobre el entramado cultural y la analiza como un reflejo fidedigno de ideas complejas sobre la persistente idea de la personalidad humana.

Hacia una filosofía de la fotografía de Vilém Flusser:
Flusser fue quizás el primer investigador fotográfico en analizar la fotografía como subproducto social de su época, su entorno y su visión creadora. Para el escritor , la fotografía separa la época pre y post Histórica — la imagen directa y la imagen que se crea a través de la técnica — y construye una consistente visión de la fotografía como discurso y documento. Se trata de un texto ideal para todos los que conciben la fotografía no sólo como una comprensión de valor artístico, sino también como un manifiesto de ideas visuales esenciales que crean una noción profunda sobre la realidad.

Each wild idea: Writing, Photography, History de Geoffrey Batchen:
Se trata de un curiosísimo planteamiento sobre la visión, la creación y las implicaciones de la fotografía como recurso creativo. Más allá de eso, una elaborada investigación sobre las implicaciones y relaciones entre las artes, como expresión estética formal y también, como objetivo creativo. Batchen no sólo analiza la fotografía como producto tecnológico sino que además, debate las ideas esenciales sobre lo fotografiable y lo fotografiado como esencia de un argumento ideal sobre lo que la fotografía puede ser. Con una visión mucho más amplia que otros autores, Batchen se plantea la posibilidad que la fotografía no sólo complementa otras artes y visiones, sino que además, las cimienta como creación flexible de una idea en constante evolución.

El ojo y el espíritu de Maurice Merleau-Ponty:
Merleau Ponty analiza desde su particular punto de vista como fenomenólogo de la percepción las múltiples relaciones entre la visión, lo que el ser humano percibe como real y la realidad objetiva, para crear una hipótesis intrigante sobre el valor del documento visual como expresión del yo y la identidad creativa. Para el investigador — que basó su reflexión en la pintura pero cuyos parámetros son aplicables a la fotografía — lo visual interviene en la realidad como una metáfora substantiva de lo creativo, lo conceptual y la expresión autoral como identidad formal de lo que se crea. El autor intenta analizar y reflexionar sobre el medio creativo como una parte elemental de la identidad del creador. Una pieza imprescindible en la mirada simbólica de todo el que elabora un discurso visual.

Modos de ver de John Berger:
“La vista llega antes que las palabras” es la primera frase y propuesta en el texto de John Berger. Y a partir de allí, el autor no sólo asume la comprensión de la vista y lo sensorial creativo como un lenguaje por derecho propio, sino una expresión estética de considerable peso autoral. Para Berger, la imagen es el medio primordial de comprensión del mundo y también, el lenguaje más antiguo y comprensible de todo. Un argumento que además, sostiene su visión sobre el hecho creativo en estado puro y la comprensión de la imagen como expresión elemental de la cultura del hombre y para el hombre.

Cultural Ram de José Luis Brea:
Brea analiza en una obra intrigante y sobre todo controversial, las implicaciones de las ideas visuales con respecto a los nuevos medios de difusión, almacenamiento, reconstrucción y construcción como valores creativos basados en lo inmediato. Para el autor, la memoria fotográfica y sobre todo, sus implicaciones se reconstruyen como un documento de infinitas variables, debido a la transformación del medio que muestra y conserva. En una interesante alegoría sobre los elementos culturales que sostienen lo que llama “la memoria constelación”, Brea no sólo reflexiona sobre el cambio definitivo en la forma como concebimos “el dato” — como elemento conjuntivo de la imagen — sino también, la complejidad del concepto artístico en constante enfrentamiento con el entorno — medianamente hostil — de la tecnología.

Ejemplos: El cómo se hizo de 40 fotografías por Ansel Adams
Ansel Adams, además de fotógrafo era un gran investigador de la técnica fotográfica y parte de ese talento para la investigación y la creación, lo recopila en una interesantísima colección de libros técnicos donde además de incluir sus meticulosos análisis sobre la imagen y la elaboración del lenguaje fotográfico, muestra una visión de la fotografía como expresión elemental de la realidad. En este libro, además Adams analiza con detalle las técnicas que utilizó desarrolló y la manera como las utilizó para crear varias de sus fotografías más conocidas.

Henri Cartier-Bresson. ¿De quién se trata?, Henri Cartier-Bresson y varios autores
Cartier-Bresson es considerado el padre de la fotografía moderna y con razón: sus fotografías meditan profundamente sobre el tiempo, la belleza de lo cotidiano e ideas trascendentales, expresadas a través de símbolos elocuentes. Así que tal vez, para comprender la fotografía como expresión formal de la realidad, sea necesario mirar la especialísima concepción del arte técnica del gran Maestro y este libro es una manera ideal de hacerlo: no es solo una de las selecciones más cuidadas del trabajo de Cartier Bresson sino que además, posee la particularidad de recopilar buena parte del trabajo personal del fotógrafo, lo que permite un análisis mucho más preciso sobre su visión de la imagen. Uno de los libros más exquisitos que he tenido el placer de leer y sobre todo, uno de los más poderosos en a la mirada fotográfica moderna se refiere.

Los Americanos de Robert Frank
Robert Frank tiene el curioso honor de ser una leyenda fotográfica de lo cotidiano y es que su trabajo autoral se encuentra profundamente vinculado a esa nueva definición que brindó a la América profunda y desconocida que logró a través de su trabajo. Luego de ganar una beca Guggenheim en 1955, Frank dedicó casi tres años en viajar por Estados Unidos para documentar la identidad Nacional — o al menos era su intención — pero lo que logró fue algo mucho más extraordinario: brindar una nueva interpretación al gentilicio Norteamericano y sobre todo, al llamado “Sueño Americano”. Un análisis de la sociedad más allá de los esquemas culturales y sobre todo, a través de esa mirada escudriñadora que solo el lente de la cámara puede brindar.

Berenice Abbott de Berenice Abbott:
Como fotógrafa, Berenice Abbott analizó el mundo desde una perspectiva personal y es que sin dudas, sus imágenes retratan el mundo desde una perspectiva impecable, exquisita e innovadora. Porque Abbott, con su mirada metódica y su reinvención de la expresión fotográfica, encontró una forma de expresar ideas en imágenes que hasta entonces, había sido desconocida: la imagen que insiste en elaborar conceptos complejos a través de imágenes sencillas. Y es que tal vez se deba que para Abbott, la fotografía representó una recreación del mundo y una idea curiosamente personal sobre lo que consideraba hermoso. Desde sus bellos paisajes urbanos hasta sus famosas fotografías científicas, Berenice asumió la fotografía como una elaborado lenguaje personal.

The Family of Man”, Edward Steichen (editor), Carl Sandburg (colaborador)
En 1955, Edward Steichen llevó a cabo en el MoMA de Nueva York lo que se llamó “La mejor exposición de fotografía de todos los tiempos” y el titulo no parece ser exagerado: Con más de 500 fotografías de Dorothea Lange, Robert Capa, Cartier-Bresson, Margaret Bourke-White, Edward Weston, Eve Arnold, Irving Penn y Bill Brandt, entre otros 273 fotógrafos reunió la memoria histórica mundial en una asombrosa selección de imágenes inolvidable. Este libro es la reproducción de la muestra y además incluye una detallada visión sobre la puesta en escena itinerante que se llevó a cabo unos meses después y que incluyó buena parte de los países del mundo. Una visión elocuente del valor de la fotografía como fenómeno cultural y además, como una poderosa herramienta de comunicación emocional.

También, hay una selección (mucho más aleatoria y sobre todo, relacionada directamente con la búsqueda personal y artística del autor) que incluye no sólo el trabajo de grandes fotógrafos, sino experimentos visuales y sensoriales que pueden construir una versión sobre la necesidad de elaborar un discurso fotográfico personal y que podría resumirse de la siguiente forma:

Antoine D´Agata — Vortex
Sebastiao Salgado — Workers
Alberto García-Alix — Fotografías
Cristina García Rodero — España oculta
Pep Bonet — Watching in silence
Chris Killip — Seacoal
Joachim Ladefoged — Albanians
Fouad Elkooury — Be… Longing
Juan Manuel Díaz Burgos — Historias de la Playa
Larry Fink — Social Graces
Stephen Shore — Uncommon Places
Ernesto Bazán — Cuba (B&N)
Ernesto Bazán — Al Campo (Color)
Nobuyoshi Araki — A Sentimental Journey, Winter Journey
Mark Steinmetz — South Central
Jacob Aue Sobol — Tokyo
Alec Soth — Sleeping by the Mississippi
Kramer O`Neill — Till Human Voices
Rimaldas Viksraitis — Grimaces of the Weary Village
Samer Mohdad — Mes Arabies
Sergey Chilikov — Selected Works 1978
Trent Parke — Minutes to Midnight
Trent Parke — Dream/Life
Ed Kashi — No Surrender: The Protestants
Tom Wood — Bus Odyssey
Tom Wood — F/M
Mark Steinmetz — Summertime
 Richard Rotman — Redwood Saw
Summerset Stories — Venetia Dearden
William Eggleston — Los Alamos
Brenda Anne Kenneally — Money Power Respect
Joseph Rodriguez — East Side Stories
Tom Wood — All Zones Off Peak
Bruce Davidson — Gangs
Bruce Davidson — Subway
Bruce Davidson — Black & White (Obra Completa)
Magnum Contact Sheets
Henry Cartier-Bresson — Europeans
Bruce Gilden — Facing New York
Bruce Gilden — Haití
Bruce Gilden: Coney Island
Mark Cohen — Grim Street
Mark Cohen — True Color
Fred Herzog — Photographs
Jason Eskenazi — Wonderland
Joel Sternfeld — American Prospects
Joel Sternfeld — Stranger Passing
Joel Sternfeld — First Pictures
Martin Parr — Last Resort
Martin Parr — Think of England
David Alan Harvey — Divided Soul:A Journey Through the Hispanic Diaspora
David Alan Harvey — Cuba
Joel Meyerowitz — Cape Light
Joel Meyerowitz — Bystander: A History of Street-Photography
Helen Levitt — Lírica Urbana: Fotografías 1936–1988
Emmanuel Smague — Kurdes, de l’ombre à la lumière
Txema Salvans — Nice To Meet You
Steve McCurry — Instantes
In Public — 10 Years of In-Public
Cristóbal Hara: Vanitas
Craig Semetko- Unposed
Paul Trevor — Like You’ve Never Been Away
Cristophe Agou — Life Below: The New York City Subway
Andre Kertesz
Robert Frank — Looking In: The Americans (Versión Extendida)
Jun Abe — Citizens
Joseph Koudelka — Invasión 68: Praga
Joseph Koudelka — Gitanos
Joseph Koudelka — Exiles
Bruce Davidson — Subway
Bruce Davidson — Black & White (Obra Completa)
Magnum Contact Sheets
Henri Cartier-Bresson — Europeans
Larry Towell — The Mennonites
Larry Towell — The World From My Front Porch
Larry Towell — El Salvador
Larry Towell — Then Palestine
Mark Cohen — Grim Street
Mark Cohen — True Color
Fred Herzog — Photographs
Jason Eskenazi — Wonderland
Joel Sternfeld — American Prospects
Joel Sternfeld — Stranger Passing
Joel Sternfeld — First Pictures
Martin Parr — Last Resort
Martin Parr — Think of England
David Alan Harvey — Divided Soul:A Journey Through the Hispanic Diaspora
David Alan Harvey — Cuba
Joel Meyerowitz — Cape Light
Joel Meyerowitz — Bystander: A History of Street-Photography
Helen Levitt — Lírica Urbana: Fotografías 1936–1988
Emmanuel Smague — Kurdes, de l’ombre à la lumière
Txema Salvans — Nice To Meet You
Steve McCurry — Instantes
In Public — 10 Years of In-Public
Cristóbal Hara: Vanitas
Craig Semetko- Unposed
Paul Trevor — Like You’ve Never Been Away
Christophe Agou — Life Below: The New York City Subway
André Kertész
Robert Frank — Looking In: The Americans (Versión Extendida)
Jun Abe — Citizens
Garry Winogrand — Figments From the Real World
Garry Winogrand — Arrivals & Departures
Garry Winogrand — Public Relations
Garry Winogrand — The Animals
Diane Arbus — An Aperture Monograph
Ernst Hass — Color Correction
Mary Ellen Mark — Ward 81
Mary Ellen Mark — Streetwise
Elliot Erwitt — Snaps
Elliot Erwitt Sequencially Yours
Elliot Erwitt — Personal Best
William Eggleston- William Eggleston’s Guide
William Eggleston — Chromes
Friedlander — Friendlander (MOMA)
Alberto García Alix — Lo Más Cercano que Estuve del Paraíso
Stephen Shore — Uncommon Places
Daido Moriyama — The World Through My Eyes
Richard Kalvar — Earthlings
Jeff Mermelstein — Sidewalk
Walker Evans: A photographers.
Vivian Maier — Street Photographer
Nikos Economopoulos — Into The Balkans
William Klein — Retrospective
William Klein — Life is Good & Good for You in New York
Alex Webb — Suffering of Light
Alex Webb — Istanbul: City of a Thousand Names
Ricardo Cases — La Caza del Lobo
Ricardo Cases (La Fábrica)
Cristina García Rodero — Transtempo
Dorothea Lange — Los Años Decisivos
Carl De Keyzer — Zona: Siberian Prison Camps
Arthur Tress — San Francisco: 1964
Weegee — Weegee’s World
Weegee — Naked City
Jens Olof Lasthein — White Sea Black Sea
Jens Olof Lasthein — Moments In Between
Saul Leiter — Early Color
Takuma Nakahira — For a Language to Come
Christopher Anderson — Capitolio
Constantine Manos — Greek Portfolio
Gilles Peress — Telex Iran: In the Name of the Revolution
Tony Ray Jones — Day Off: an English Journal
Charles Harbutt — Travelog
Larry Clark — Tulsa
Larry Clark — Teenage Lust

Como siempre insisto, ninguna lista sobre temas tan debatidos como este estará completa nunca, pero aún así, creo que esta pequeña selección bibliográfica es una manera es lo suficientemente completa como para brindar una visión del mundo complejo y siempre en evolución del libro fotográfico.

miércoles, 21 de marzo de 2018

De la Virginidad y otros dolores culturales: La mordida secreta a la manzana invisible.




Hace unos días, en medio de una conversación entre amigos, surgió un comentario que dejó al grupo reunido sumido en poco menos que un silencio asombrado. Uno de los contertulios, insistía en que la virginidad es “Indispensable” para la sana convivencia del hombre y la mujer. Todos lo contemplamos sin saber como responder. Sobre todo a las mujeres, por supuesto.

- La virginidad es un valor necesario — insistió el chico, al parecer no muy consciente de la reacción que estaba causando su argumento — eso asegura pureza, inocencia, buenas intenciones en la pareja. Hay estudios que aseguran que llegar castos al matrimonio hace las parejas más duraderas.
Silencio.
- ¿Cual estudio? — pregunté sin poder contenerme. El chico se encogió de hombros.
- Uno que leí por allí
- ¿Sobre la Virginidad?
- Sobre el matrimonio.
- ¿ Están relacionadas ambas cosas?
- Deberían.
Ya es bastante extraño escuchar a un adulto de esta generación insistiendo en ideas semejantes, pero más desconcertante aún es lo que parece englobar la intención. Porque cuando le pregunté si aún era virgen, me dedico un gesto entre burlón e irritado.
- No, yo no. Yo soy hombre.
- O sea, las mujeres debemos ser vírgenes…¿Hasta cuando?
- Hasta que encuentren a la persona correcta.
- ¿Tu perdiste tu virginidad por un concepto moral?
- Es otra cosa, soy hombre.

A estas alturas del debate, la mitad de los reunidos nos escuchaban entre risas, supongo que tan asombrados como yo por la idea que un hombre de esta época parecía bastante decidido a decidir la virginidad, el sexo y el placer con ideas tan arcaicas como desconocidas para la mayoría de los presentes. Finalmente, el contertulio decidió que era suficiente de enseñanza moral y decidió cambiar de tema. Pero yo continué sintiendo confusa, decididamente irritada por la idea que parecía sugerirse más allá del planteamiento machista del argumento. La sexualidad de la mujer, siempre será vista como una apreciación moral a la que la mujer parece estar sometida.

Una idea desconcertante por donde se le mire. Por supuesto, la virginidad — curiosamente, solo la femenina — siempre ha sido motivo de debate moral y religioso. Tal pareciera que el erotismo de la mujer debe complacer una especie de precepto secular, donde la vagina se personifica, se le atribuye un concepto cultural casi excesivamente pesado que aplasta el derecho de la mujer a disfrutar de su sexualidad. Desconcierta, además, que este concepto de “La Virgen moral” existe y se conserva en el dilema cultural de que puede o no expresar la mujer a través de su derecho al placer, de ese instinto primigenio del sexo por el sexo que según parece, el sexo femenino tiene negado disfrutar.

De la Puta a la Virgen, el gran dilema:
Varios días después, recibí un comentario bastante desconcertante en mi página web. El interlocutor, que al parecer se sentía muy escandalizado por la serie de desnudos artísticos que incluye mi webpage, me escribió una larga perorata, tratando de hacerme entender porque mostrar el cuerpo desnudo es “pecado”. Para terminar y supongo que en plan aleccionador incluyó la siguiente frase:“Quiero creer que te haces desnudos porque tienes un enorme afán de exhibicionismo y no porque eres puta

Puta. El insulto tradicional. La palabra que durante cientos de años ha querido abarcar un crisol de ideas distintas sobre la mujer, la sexualidad femenina y su derecho a ejercerla como mejor le plazca. Puta, la desobediente, la que no acepta la moralidad ajena, la que se libera, la que se rebela, la que no acepta. Leyendo el mensaje, me pregunté de dónde provenía ese viejo temor al erotismo como forma de expresión, a la idea de la mujer como fecunda, poderosa y voraz.

Históricamente, la virginidad y la sexualidad femenina siempre ha provocado cierto recelo. Las Diosas de Grecia y Roma antiguas personificadas como vírgenes no siempre exigieron una castidad similar a sus fieles. Aunque el aspecto de virgen guerrera de Atenea era venerado en el Partenón Ateniense, el cercano Erecteion era el templo consagrado a una faceta más cálida y doméstica de la misma diosa. La estatua de Gea, la diosa Madre, se alzaba muy cerca del altar de Atenea. Se rumoreaba que, en algunas regiones griegas, las sacerdotisas de Atenea practicaban celebraciones orgiásticas cubiertas por máscaras de gorgonas. Artemisa también presidía las actividades orgiásticas. En un sentido amplio, las sacerdotisas de la diosa imitaban su naturaleza de prostituta sagrada más que su aspecto virginal. Una notable excepción la Diosa romana Vesta, equivalente a la Griega Hestia. Ambas eran la encarnación del fuego y, por tanto, informes, por lo que no las representan con iconos antropomórficos. Quizá esta particularidad explica parcialmente las razones por las que Vesta es menos conocida que otras diosas con las que comparte la condición de una de las doce grandes divinidades romanas.

El monoteísmo y la virginidad como obligación moral:
Dice que La Biblia que cuando Eva mordió la Manzana de la tentación y se la dio a comer a Adán, ambos descubrieron que estaban desnudos, en medio de los paisajes fabulosos de inenarrable belleza del Paraíso Mítico. La belleza de la carne, la realidad de lo erótico, contradiciendo la pureza intocada de una geografía que el Dios bíblico, temperamental y furioso, había creado para ellos. La imagen, plasmada en cientos de variaciones y reconstruidas con cientos de matices a través de la historia, siempre es la misma: Una Eva de rostro núbil y malicioso sosteniendo la manzana, con un Adán encorvado de miedo a su lado. El castigo Divino tan cerca, pero aún sin llegar, a la pareja en gloriosa desnudez. Pecaminosos por la misma noción de curiosidad e inocentes por su incapacidad para comprender la ruptura del orden establecido. Quizás entonces, brindando sentido al primer ritual de paso que se conoce en la historia. A la primera imagen sobre la pérdida de la inocencia — esa caída en desgracia que muchos asumen como la primera afrenta de la humanidad contra Dios — en una alegoría muy clara. Porque una vez mordida la manzana, Adán y Eva, notaron su desnudez. La disfrutaron sin duda. Y atravesaron ese estado de plenitud beatífica hacia el placer de la carne.

De manera que quizás, la mítica mordida primordial de Eva, que condenó a la humanidad entera al sufrimiento de la mortalidad no es otra cosa que la suprema revelación erótica. Esa pérdida de la Virginidad hacia esa noción del placer como dilema. Para el médico y escritor Georg Groddeck, considerado el pionero de la medicina psicosomática, la cosa está clara: En su libro,” El buscador de almas” sugiere que la escena muestra la caída de la Gracia hacia el erotismo. La serpiente que simboliza el órgano sexual masculino; que en numerosas culturas representa la excitación de la mujer por el hombre. Para el escritor, no había duda que incluso la inocente manzana era una metáfora deliberadamente erótica: el fruto que representa la lujuria Adán por los pechos y nalgas de la Eva inocente y más allá, el descubrimiento que el Paraíso terrenal podía tener una connotación mucho más carnal de la que hasta entonces había supuesto.

Quizás por ese motivo, la Virginidad — de la mujer, por supuesto. La del hombre se concibe de una manera totalmente distinta — se haya convertido en un tema crucial y un debate histórico tan relacionado al valor de la mujer que suele confundirse con su identidad. En un ritual de paso que define a la mujer como deseable — o no — o incluso, como valiosa — o no — a los ojos de la cultura a la que pertenece. A principios del siglo XX, el antropólogo Arnol Van Gennep recopiló ritos de paso a lo largo y ancho del mundo y encontró, que el nacimiento de la sexualidad era quizás el más extendido a través del mundo, de la historia y de cualquier sociedad conocida. Y es que esa percepción de la primera relación sexual como una manera de concebir a la mujer, de asumirla como parte de las posesiones de la cultura masculina. Desde el imperio Romano, a la mujer se le consideraba propiedad de la Familia — y no miembro, un ligero matiz de enorme importancia — por lo que su vida sexual y capacidad reproductiva, se encontraba bajo la decisión del padre y después del marido. Era el hombre quien decidía cuándo o por qué la mujer podía disponer de su placer y era el hombre quien adjudicaba un significado a la mujer según el disfrute de esa sexualidad. Una idea que imperó por siglos y convirtió la Virginidad no sólo en un elemento indispensable para la celebración de lo femenino sino en la castración definitiva de la primitiva Diosa voluptuosa en la Dama etérea que más tarde sería la única concepción de la mujer.

La Virginidad entonces, se convirtió en un símbolo, tan portentoso como el de la manzana mordida por una Eva concupiscente. Para el Doctor en Antropología Social Óscar Guasch, “la virginidad es un producto social […] que se edifica sobre una realidad corporal”. Un concepto que se relacionaba directamente con el control de la mujer y sobre todo su descendencia. “La virginidad surgió para controlar el cuerpo de la mujer y para garantizar que la descendencia es realmente” del primer varón que tiene relaciones con la mujer virgen” insiste Guasch. Una visión que sometía a la mujer a esa mirada desconfiada del padre, del marido y la religión. Porque la mujer siempre era sospechosa, pecaminosa, a punto de repetir su lamentable proeza en el Jardín del Edén. Y es quizás la Virginidad, la manera más inmediata de asegurarse que la tentación estuviera bajo el control divino. ¿Que más hay más allá de esa sumisión? La condena y la marginación.
En el libro “La Celestina” — la quizás primera obra erótica de la literatura Española — se muestra de una manera curiosa la enorme importancia de esa virginidad, la pureza de la mujer. La necesidad del llamado Virgo Intacto que para entonces, era requisito indispensable para cualquier mujer que aspirara a un lugar bajo el sol. En la novela, uno de los personajes más curiosos tenía un misterioso oficio: el de remendar Hímenes. Porque la virginidad de la Mujer, ya no era un asunto íntimo — ¿alguna vez lo fue? una noción borrosa sobre la sexualidad femenina, sino un asunto legal y cultural tan importante como para provocar verdaderos desvelos. Porque para entonces, cualquier mujer — y por tanto su familia — que deseara aspirar a un buen partido, un hombre que la representara, una dote considerable, debía ser pura. Un requisito que a pesar de la estricta moral de la época, pocas cumplían. De manera que la “remendadora” se encarga de suturar el entuerto, de asegurar la discreción, de ocultar la mordida de Eva, de la mejor manera que podía. De hecho, la figura de la vieja “remendadora” pareció formar parte de esa idea de la virginidad como necesaria — aunque no siempre deseable — y la sexualidad como irreprimible — pero siempre oculta — que incluso perduró bien entrada nuestra época.

A través de la historia, a la mujer se le disputó incluso el privilegio de decidir a quien llevaba a la cama por primera vez. Desde el derecho de pernada — esa oprobiosa noción medieval donde el señor feudal podía desvirgar a la esposa de su vasallo — hasta la imposición del matrimonio, la mujer se convirtió en víctima de su primera vez. La metáfora parece evidente: La Eva sobreviviente en todas las mujeres, sufriendo el castigo bíblico por haber desobedecido al Dios iracundo del Antiguo Testamento, ese Dios portentoso que condenó su curiosidad — y quizás lujuria — y la obligó a ser siempre, inocente y aterrada, bajo el falo masculino. La serpiente que castiga y el Adán que reivindica su torpeza en el lecho nupcial.

Le llevó siglos a la Mujer recuperar el Paraíso: el poder sobre su sexualidad que la liberó a medias y siempre de manera incompleta — de esa noción de su sexo — y su sexualidad — como prenda de valor en disputa. Ya en lo albores del siglo XX, la virginidad dejó de tener el poder de someter a la mujer a la vergüenza y la humillación: por primera vez se concibió como una expresión de deseo y no un instinto pecador. La mujer “caída en desgracia” continuó siendo marginada — el inevitable castigo social — pero no a condenarse al ostracismo cultural de otras épocas. Aún así, todavía tendría que llegar la liberación sexual, esa época de milagros eróticos y de admisión del poder carnal, para liberarla por completo. La virginidad continuó siendo un ritual de paso, pero ahora, privado, intimo y probablemente sometido a la discrecionalidad de la lujuria.
Suele decirse que en lo tocante a la liberación sexual, los últimos treinta años han sido mucho más revolucionarios que toda la evolución sucedida durante cinco siglos. Aún así, queda un largo trecho que recorrer, desde esa noción del sexo como pecado primigenio y la mujer como principal perpetradora. Y es que quizás, la Virginidad, con toda su carga simbólica, esa percepción de lo orgiástico como celebración de la libertad y el deseo como pecador, devuelvan a Eva no sólo su lugar en el Paraíso sino además, reivindiquen su triunfo sobre la simbología que la condenó a la mortalidad, a esa pequeña muerte que heredó al resto de la humanidad. Una mirada hacia la historia personal que celebre la identidad. Ya lo decía Oscar Wilde, el libre pensador por excelencia y quizás reflejo de su tiempo: “Me gustan las mujeres con mucho pasado y los hombres con mucho futuro.”