martes, 31 de marzo de 2015

El país de los hambrientos.




La fila de clientes se extiende por el pasillo del Centro comercial hasta cruzar una de las esquinas y extenderse al siguiente. Eso, a pesar que las puertas del Supermercado están cerradas y la hoja de papel que cuelga en una de ellas indica que el local abrirá en una hora más o menos. Pero cuando me acerco, alguien me comenta que el grupo de futuros compradores comenzó a llegar desde casi la madrugada.

— Es que avisaron llegaba la leche — me explica alguien — y es mejor hacer la cola y esperar, que no comprar.

Quien me lo dice es un hombre de traje y corbata que presumiblemente, una vez que logre entrar al supermercado, continuará al lugar donde trabaja. Lleva un maletin y revisa cada tanto un smartphone de última generación que esconde en el bolsillo derecho del pantalón. Pero aún así, hace su cola “como todo el mundo” me cuenta, y “No le da vergüenza hacerlo” porque la vida en Venezuela “se ha convertido en una espera”.

— ¿Indigno? claro. Humillante, no te imaginas cuanto hasta que haces la cola — me dice — pero tienes que hacerla. Porque necesitas la leche, porque no te queda otro remedio. Porque no hay otra manera de comprar lo que comes. Así estamos.

“Así estamos”. La frase se repite varias veces mientras recorro la fila hasta el final, donde un pequeño grupo de clientes conversan en voz baja. Son los que como yo, no comprarán productos regulados pero no dejarán entrar en el establecimiento a menos que se formen de manera ordenada, en la obligatoria cola. Me lo explica uno de los Vigilantes del Centro Comercial, que me explica “entiende que yo no quiera hacer cola porque no compraré las cosas baratas del gobierno” pero que son “ordenes de los jefes”.

— Aquí todo el mundo tiene que hacer su cola mija . Vaya y hágala usted — me dice. Me señala el final del pasillo, donde un grupo de clientes optó por sentarse en el suelo y aguardar con resignación la hora y un poco más para que el comercio abra sus puertas.

No le obedezco y prefiero continuar caminando por el Centro Comercial. No se trata de rebeldía, de una necesidad inmediata de contradecir las ordenes administrativas del local. Simplemente no necesito formarme en fila para comprar un kilo de papas, otro de cebolla y quizás una bolsa de frutas, me digo con cierto malhumor. Pero resulta que sí se trata de rebeldía, una muy sutil y dolorosa, contra la imposición de una rutina sin sentido, contra esta nueva burocracia del día a día Venezolano. Porque la “cola” se ha convertido en la unidad de medida de cierto tipo de opresión discreta, que parece cerrar espacios, limitar la idea del derecho ciudadano a lo que el poder permite y puede ofrecer. Porque formarte en fila ordenada, para esperar con paciencia comprar lo que necesites, se ha convertido en una especie de mecanismo de resignación que no comprendo. O que no quiero entender.

De manera que camino por el Centro Comercial, tropezándome con vidrieras vacías, puertas cerradas, con vitrinas que muestran inventario mínimo marcados con precios exorbitantes. Los vendedores de pie en la puerta, mirando a los clientes que no entrarán. Hay un cierto aire de tierra arrasada, de pobreza mal disimulada en ese ambiente comercial supuestamente normal, pero que no lo es. En esa repetición infinita del mismo producto en estanterías. En los maniquís llevando ropa vieja y muy cara. Todo tiene un aire caduco, quebradizo, levemente mezquino que me desconcierta, me preocupa. Me entristece.

No sé por qué — o quizás, sí, pero duele admitirlo — recuerdo cuando visitar un Centro Comercial era un pasatiempo divertido. O al menos lo suficientemente entretenido como para consumir un rato sin mucha importancia. Uno de los pocos en una ciudad peligrosa y de escasa vida urbana como la mía, en realidad. Recorrer las tiendas, comparar precios, entrar y salir de ese pequeño universo consumista que parecía tan natural como inevitable. Una pieza en medio de que asumimos es parte de la identidad de una ciudad a medio construir, siempre contemporánea como Caracas. Había algo de eternamente adolescente, en eso de pasear por entre infinidad de tiendas sólo para disfrutar de la variedad, para asombrarte por las novedades, para quejarte de lo siempre. Un pequeño habito sin importancia.

Pero ahora, en la época de las vidrieras vacías, el viejo paseo se vuelve agrio e inconcluso. Hay algo vergonzoso en esas tiendas mal surtidas, en las puertas cerradas por eternos “inventarios”, en las mercancía carísima y vieja que sólo despierta asombro y tristeza. En esa sensación de últimos días de un cataclismo que se demora en ocurrir y que no ocurrirá nunca. Ese vacío en las expectativas. No se trata solo de lo que no puedes comprar, sino en esa sensación de aislamiento, de frustración. Los vendedores que se aferran a un día más en medio de la pequeña debacle, de este no ser y no estar que parece ser ahora parte de la identidad Venezolana.

Regreso al Supermercado. Ya abrió las puertas, pero la cola se mantiene en los alrededores. Cuando me acerco, el mismo vigilante de la vez anterior me explica que lo que llegó fue el pollo, no la leche y que si quiero comprar una bolsa, me tengo que formar al final. “Para que todo el mundo se lleve su pollo y no haya problemas” me indica. Como si lo más normal del mundo fuera esa espera interminable, la comida que debe racionarse, esta economía de guerra sin guerra. Esta sensación insistente de tierra arrasada.

No compraré pollo, así que me deja pasar. Los clientes en la cola me miran con desconfianza pero el vigilante se apresura a comentarles que “compraré lo caro”. Lo hace varias veces con un buen numero de clientes que pasan de la cola y deciden aventurarse por cuenta propia en los pasillos vacíos del Supermercado. Y cada vez que lo hace hay un suspiro de alivio, una especie de gesto general de tranquilidad porque alguien respeta “el lugar” en la larguísima cola que ahora cruza dos pasillos. Una multitud que espera con los brazos cruzados y el rostro cansado. Un poco afligido y también irritado.

En los pasillos del Supermercado encuentro poco y todo con precios tan exagerados que me encuentro preguntándome si podré llevar las pocas cosas que tenía planeado comprar. Verdura escasa y que empieza a marchitarse. El estante de carne vacío. Los anaqueles de embutidos y enlatados repletos de un único producto con aspecto de haber estado allí demasiado tiempo. Tomo algunas cosas, las arrojo en la cesta de plástico que llevo al brazo. Un gesto mecánico, con una cierta sensación de abrumada confusión. Porque empiezo a pensar en que la crisis apenas comienzan — o esa es la opinión mayoritaria de la mayoría de los economistas que he leído — y que lo que estoy sufriendo sólo es el anuncio de lo que vendrá después. De lo que parece ser las puertas abiertas a una carestía mucho mayor y peligrosa que me cuesta imaginar. O mejor dicho: temo imaginar. Miro al resto de los clientes que recorren los pasillos, mirando ansiosamente entre productos, escogiendo con esfuerzo entre la poca variedad. Y pienso en los de afuera, en el grupo que espera el pollo. ¿Por qué habrá que esperar después? ¿Por qué habrá que hacer cola en unos meses? ¿Qué habrá en estos anaqueles de aspecto viejo y gastado cuando ya no haya inventario que explotar ni mercancía que comprar?

Paranoias, pienso con cierto sobresalto. El legado de quince años de gobierno ideológico. De usar el poder como puño de hierro para aspirar a un proceso político que hace de la economía un instrumento de presión y de control. En una ocasión leí que el dictador libio Muamar Gadaffi solía insistir en que prefería “gobernar desde las cenizas”. Que luego de destruir la industria petrolera de su país y de pulverizar cualquier iniciativa privada, Gadaffi dejó claro que no necesitaba otra cosa que conservar el poder, a pesar de las penurias de su pueblo, sin que tuviera la menor importancia las consecuencias que pudiera sufrir el país convertido en escombros. La idea me obsesiona, mientras avanzo de pasillo en pasillo repleto de clientes entristecidos y angustiados. La Venezuela de los escombros, la herencia de quince años de destrucción sistemática. Casi dieciséis, en realidad.

Cuando lo piensas, te asusta esa idea. Crecer en un país destinado al desastre, destruído para construir una utopia borrosa y confusa que nadie llega a comprender muy bien. Hacerte adulta en un país sin expectativas, que insiste en una idea comunitaria que no sólo no fomenta sino que además convierte un arma de agresión. No recuerdo la última vez en que no temí una decisión del Gobierno, en que no me sentí amenazada, agredida, golpeada por la política administrativa de funcionarios que deberian priorizar mi bienestar, pero en lugar de eso, se aseguran de controlar incluso mi opinión. No recuerdo cuando fue la última vez que no temí salir a la calle, que no me inquietó la posibilidad de un colapso económico, que no me pregunté por qué razón Venezuela es un país con la esperanza quebrantada. No recuerdo como es vivir un país normal.

Al final, debo hacer cola como todos los demás. Quiera o no, me oponga o no. Sosteniendo seis bolsas de productos carísimos y de dudosa calidad. No llevo el pollo prometido, ni la leche que no llegó. Tampoco la fruta que necesitaba. Llevé lo que creo podría necesitar, lo que está disponible, lo que puedo pagar de inmediato. Me produce un sobresalto comprender que dejé de tener opciones o que mejor dicho, las opciones se redujeron a lo minimo. Camino, paso a paso, en una fila de clientes silenciosos, que como yo, parecen desconcertados por la sensación de perdida, por esa ruptura del ayer y del ahora, por lo que existe y por lo que no es en un país anónimo.

En la caja, la empleada me ofrece comprar jabón de una marca desconocida, fabricado “por gente buena nota” y un par de desodorantes “para que le quede alguito a ella”. Me los muestra desde debajo del mostrador, con el gesto furtivo de quien sabe comete una infracción. Le agradezco como puedo pero no acepto la “oferta” y le extiendo las bolsas que llevo. La mujer sacude la cabeza.

— Mire que es el único jabón y desodorante que queda — me dice. No respondo. Tengo la garganta seca de pura angustia, aunque no sé exactamente que me la provoca. Tomo una bocanada de aire, espero mientras la mujer registra lo que he comprado. Ella sigue hablando en voz alta, a pesar que no le respondo. Me cuenta que “ya no hay jabón de manos ni para el cuerpo. Ni detergente del bueno, solo uno que deja manchas. Y el jabón pa’ la lavadora es uno que te rompe la ropa”. Una sucesión de desgracias domésticas, pequeñitas pero que en conjunto, crean algo más duro, amplio. Una visión de un país en agonia, que se rompe poco a poco.

Cuando salgo, están entregando el pollo prometido. Se trata de una bolsa pequeña, que sólo se entrega si muestras la cédula. Nadie se queja, nadie pone objeciones. Cédula arriba, toman el paquete. Y luego esperan. Todos formados en una fila de clientes silenciosos, con el rostro cansado, con la resignación a cuentas. La imagen más triste que puedo recordar en mucho tiempo.

No los miro mientras me alejo del Supermercado. Como si pudiera escapar de esa visión de pesadilla, como si bajar la cabeza la hiciera menos real. Pero yo también hice mi cola, llevo mis bolsas, que me costaron el triple por la mitad de lo que pensaba llevar. Y pienso que en Venezuela, todos somos rehenes de una idea, todos estamos atrapados en medio de una lenta agonía que no sé muy bien como clasificar. Una idea que se repite mientras camino por las calles repletas de transeúntes abrumados, de tráfico desordenado. Un país a piezas y a punto de estallar.

C’est la vie.

lunes, 30 de marzo de 2015

De los pequeños fragmentos cotidianos.



Mi pared de agradecimientos es un trozo de yeso rasposo, lleno de pequeños remaches de metal, madera y un poco de corcho de forma irregular. No tiene un aspecto hermoso — o al menos, no a primera vista — pero es probablemente uno de los lugares más significativos de mi casa. El lugar que no sólo me recuerda mis pequeños triunfos y logros, sino que además lo mucho que significan para mi. Y sorprende, todas las ocasiones en que olvidamos cada nuevo paso que construimos y el esfuerzo que nos llevó realizarlo, la manera como comprendemos nuestra vida — esa mezcla de escenas y pequeños momentos privados — e incluso, algo tan simple como nuestra opinión sobre el mundo. Quizás, una visión personal sobre lo que nos rodea y nuestra identidad.

Cuando colgué una de mis fotografías en un pequeño espacio junto a mi escritorio, no sabía que era el comienzo de un hábito, que con el transcurrir del tiempo, me ha demostrado el valor esencial de agradecer. Era una fotografía que me había llevado un buen tiempo llevar a cabo — y un considerable esfuerzo, además — y cuyo resultado, me sorprendió. Como todo fotógrafo, la mayoría de las veces tengo serias dudas sobre la calidad de mi trabajo, de manera que consideré un pequeño triunfo que finalmente una de mis imágenes me gustara. Me gustara de verdad. Pensé que sería una buena forma de recordarme a mi misma que cada esfuerzo tiene un sentido y sobre todo, una conclusión, satisfactoria o no. Miré la imagen en la pared vacía con una extraña sensación de triunfo, que no supe explicar muy bien. Me sentí agradecida de haber podido fotografiar la escena en particular — un pequeño detalle de un ángel de mármol que había descubierto en un viejo cementerio de mi ciudad, de dificil acceso y que además, consideramente peligroso — y la imagen — conservarla en papel — me pareció una pequeña celebración.

Lo siguiente que colgué, fue un artículo de periódico donde se hablaba de mi trabajo. Se trataba de una pequeña nota periodistica — apenas párrafo y medio — donde se mostraban alguna de mis fotografías en un períodico de mi país. Subrayé el par de líneas que me habían dedicado y pegué el artículo justo debajo de la imagen. Sonreí por el conjunto: una manera de mirar el fruto de mi trabajo durante los últimos meses. De pronto, tuve la impresión que el pequeño homenaje de colgarla en la pared, de mostrar mi satisfacción de manera muy visible era una forma de asumir el valor de mis decisiones y también, de mi punto de vista sobre el mundo. Que poético, pensé un poco avergonzada. ¿No será también un poco ególatra? me pregunté también. Por último decidí que se trataba solo de una manera de confiar en mi talento, en mis capacidades. Un reflejo sobre mi misma hecho a través de mis pequeños logros diarios.

Se volvió un hábito. Cuando logré conseguir una publicación a página entera de una de mis series fotográficas, lo colgué en la pared, bien visible y lleno de las notitas de felicitaciones y cariños que mis amigos y vecinos habían escrito sobre el papel. También incluí un correo impreso de uno de mis profesores universitarios, que me felicitaba por uno de mis artículos, publicado en una reconocido página web: el correo no era más que un párrafo conciso y casi escueto que sin embargo me emocionó hasta las lágrimas. Así que decidí que debía formar parte de mi colección de ese agradecimiento silencioso que la pared comenzaba a representar. También incluí una cariñosa nota de mi jefa, una fotografía instantánea de mi padre, el poema que un amigo me obsequio como cumpleaños, el Menu de una pequeña exposición en que participé. Pronto, la pared de Gracias se cubrió de todo tipo de ideas, expresiones, de imágenes, de pequeños símbolos de mi vida, de la forma como me comprendo y miro al mundo.

Al principio, no entendí muy bien porque lo hacia. En realidad, en más de un ocasión llegué a preguntarme a quién agradecía cada hecho y momento feliz de mi vida. ¿A una figura divina? ¿A quienes me rodeaban? ¿A mi misma? En realidad, no sabía bien que sentido tenía ese pequeño espacio de absoluta inocencia, repleto de historia a medio contar, pero si que me resultaba reconfortarte mirarlo, releer los pequeños mensajes del pasado, asumir que incluso los momentos más duros, hay un motivo para sonreír. Aún así, la pared de las Gracias, continuaba siendo un pequeño misterio en si mismo, una interrogante muy concreta sobre quien soy y la manera como me relaciono con la realidad. ¿A quién doy las gracias? y sobre todo ¿Por qué las doy?

— Todos tenemos una noción sobre el agradecimiento casi instintiva — me comentó Judi, cuando le hablé sobre el tema. Judi ha prácticado el budismo durante casi dos décadas y para ella, cada cosa que hacemos repercute y transforma lo que nos rodea en algo más — todos agradecemos, aunque no sepamos a quien ni por qué. Es una aspiración de brindar armonía y bienestar a nuestra mente y nuestro espíritu.
— Eso lo entiendo, pero lo que me suelo es preguntar ¿Cual es el motivo de agradecer sin saber a quien dirigimos esa emoción? — insistí — es una especie de devoción diaria, una pregunta profunda que no llega a encajar bien en ninguna parte. La religión te insiste debes agradecer a Dios, el positivismo que no debes absolutamente nada a nadie que no sea tu propia capacidad de construir. Pero aún continuamos elevando las manos al cielo y agradeciendo la luz del amanecer, o la emoción que te hace sonreír. Es una expresión del yo muy curiosa.
- Hablas de Gratitud — puntualizó Judi — que es el reconocimiento natural que tu vida está sostenida e intimimamente relacionada con todo lo que te rodea y te vincula al mundo. El agradecimiento es esa insistente sensación que aprecias y miras con felicidad lo que recibes. Es el sentido del crecimiento espiritual.

El pensamiento me sorprendió. Lo analicé mirando mi pared de Gracias, llena de todo tipo de pequeños recuerdos sobre la felicidad, el fruto del esfuerzo y momentos hermoso de mi vida. La imagen de un cielo azul, las palabras de un amigo, incluso una servilleta repleta de garabatos de una noche especialmente querida. Lo miré todo y sentí esa emoción informe, plena de sentirme conectada a cada momento, a cada día y cosa de la que podía sentirme agradecida, la que podía celebrar. Un sentimiento curioso y muy puro que seguía sin poder explicar.

Extendí la mano y tomé la polaroid que retrataba un cielo muy azul y radiante. Hace dos años, una de mis amigas más queridas sufrió un gravísimo accidente que la dejó sumida en un coma profundo por más de un mes. Durante casi cuarenta días, temí por su vida. De hecho, la mayor parte de ese tiempo creí podría perderla. Una sensación de pura incertidumbre que me hacia llorar de miedo. Finalmente y casi como un milagro que realmente nadie esperaba pudiera ocurrir, mi amiga despertó del coma y empezó a mejorar.

Recibí la noticia sobre su mejoría conduciendo por una avenida de mi ciudad. El cielo tenía un aspecto radiante y cristalino. Lo miré y los ojos se me llenaron de lágrimas. “Gracias” pensé, aunque no supiera a quién agradecía. “Gracias” pensé cuando tomé mi cámara y fotografié ese cielo luminoso, interminable. Cuando colgué la fotografía en la pared, sonreí con una emoción casi dolorosa: por la recuperación de mi amiga, por la sensación de prodigio que me embargó cuando supe la noticia de su recuperación, por el asombro que me provocó ese cielo nítido. Un símbolo de fe, quizás. Gracias, volvi a pensar acariciando la pequeña fotografía. Gracias, anónimo, sin nombre, sin verdadero destinatario. Gracias porque necesito creer en el poder de agradecer.

— Occidente olvidó el poder del agradecimiento — me comenta mi amigo José, antropólogo, cuando le hablo sobre mi pared de Gracias — la cultura Oriental es muy solícita y emocional. La célebre hospitalidad de los pueblos árabes, la lealtad cultural de ciertas culturas asiáticas, hablan sobre una manera de concebir el agradecimiento como una cuestión moral, una idea profundamente fuerte que provoca cambios concretos en la sociedad que la asimila. Para occidente, la idea es por completo distinta. Somos una cultura basada en el ego, la celebración de la individualidad y de la moralidad basada en la retribución. Te agradezco porque debo, no porque me siento emocional dispuesto.
— Es decir, agradezco como reacción — dije, tratando de entender. José se encogió de hombros.
— Agradecer como convención social, como una manera de saldar cuentas morales. No obstante, culturalmente el agradecimiento es una idea mucho más espiritual que pragmática.
— O debería serlo — comenté.
— Sería extraordinario si lo fuera — añadió José.

Mi amiga Adriana suele decir que la primera palabra que le enseñó a su hija Federica fue la más bella de todas: “Gracias”. Lo dice con orgullo, con una enorme inocencia, pero sobre todo, una profunda honestidad. Y es que Adriana, devota del poder de la bondad, de la compasión, de creer con sinceridad en las cualidades del espíritu, mira el agradecimiento de una manera esencialmente emotiva. Una forma de construir una opinión sobre cada hecho de nuestra vida basada en una complicidad diminuta, sutil pero por completo real, que nos une a todos, que nos brinda la oportunidad de interpretarnos como parte de algo mucho más grande y sentido que la realidad elemental. Y es que dar gracias, es quizás el instinto más desinteresado y elevado, la expresión más cercana a la inocencia pura en que nos miramos como parte de una misma idea. Gracias, por el hecho de asumir nuestra responsabilidad con quienes somos y quienes nos rodean. El agredecimiento como una forma de valor moral.

Todavía sigo sin saber a quien homenajea mi pared de Gracias. A quien elevo mis pequeñas suplicas y sonrisas en cada ocasión que incluyo una nueva escena de mi vida. Quizás, me digo mientras pego una fotografía donde mi madre me abraza cariñosamente, entre risas, sólo se trate de agradecerme a mi misma, al tiempo que vivo, a la vocación espiritual que creo a diario, la oportunidad de crear.

Una forma de soñar.

C’est la vie.

domingo, 29 de marzo de 2015

De la danza de la Luna y otras historias de brujería.



En una ocasión, rompí una de las valiosisimas cajas de palisandro que coleccionaba mi tia M. y como castigo, mi abuela me hizo comenzar a ordenar todas las hierbas del anaquel de la cocina. Una labor tan larga como tediosa y a la cual no le veía la menor utilidad.

- ¡Pero sólo es una caja de madera! - me quejé. Mi abuela me miró con sus ojos color miel encendidos de furia.
- ¡Tenías prohibido tocarlas y aún así, lo hiciste!

¿Quién no lo habría hecho? pensé enfurecida. Se trataban de una serie de cajitas de aspecto delicado que bisabuela solía colocar en ordenada sucesión sobre su biblioteca. Todas tenían un diseño distinto - Una flor, la Luna, el trazo de manos abiertas - y estaban contra enchapadas en brillante cobre. Me parecían tan misteriosas como bellas y durante un buen tiempo, había merodeado en su habitación intentando echarles un vistazo y también, comprender que guardaban. Me moría de ganas por sostenerla entre las manos y abrirlas. Descubrir que tesoro escondían.

Por supuesto que, siendo algo tan frágil y delicado, tia M. me había advertido más de una vez que no podía tocarlas o acercarme a ellas. La escuché, le prometí que no lo haría y a la primera oportunidad que tuve me encaramé como pude en la biblioteca y tomé una: la que llevaba en la tapa una preciosa flor taraceada. Me asombró las ondulaciones de la madera, la forma como el metal había sido tallado. Su exquisito olor a algún ungüento antiguo y especiado. Pero cuando traté de abrirla, la caja pareció tomar vida propia y se me resbaló de las manos: la ví caer, lentamente hasta estrellarse contra el suelo. La placa de cobre había saltado a un lado y la tapa hacia el contrario. Una pequeña hoja de papel flotó desde su interior. ¡Estaba rota! me escandalicé. Intenté bajar de la biblioteca para tomarla y repararla, cuando tia M. entró como un vendaval por la puerta abierta.

- ¡Niña loca bajate de alli! - me gritó. Me tomó de los brazos y de un sólo impulso me puso en el suelo. Bisabuela me dedicó una mirada de pura chispas verdes - ¡Eres insoportable! ¡Te lo dije una y cien veces!

Me lo había dicho, reconocí en silencio mientras ella continuaba gritando enfurecida, moviendose de un lado a otro, golpeando el suelo con su bastón de madera. Yo continuaba viendo la caja rota: se veía sencilla en su pequeña muerte aparatosa. La tapa se había quebrado en dos y la pieza de bronce, lucia una feo verdugón en medio de la delicada talla de la flor. Me entristeció haber roto algo tan bello.

- Pero quería saber que escondias - intenté explicarle a la tia. Eso pareció enfurecerla aún más.
- ¡Lo que guardo allí no es para tus ojos! - exclamó muy ofendida. Con disimulo, miré el papel que se había deslizado bajo la cómoda. Bien oculto. Me pregunté si ella lo había visto. Esperaba que no - ¡eres una niña malcriada y desobediente!

Mi abuela, aparentemente pensaba lo mismo. Me dio un sermón sobre respetar la privacidad ajena y sobre todo los secretos de los demás. Por primera vez en mucho tiempo, parecía muy irritada. Tenía una expresión severa en el rostro, las manos apretadas contra las caderas y nada de sus sonrisas amables y radiantes. Era mi abuela - la sabia, la bruja-  siendo sólo abuela, supuse. Que aburrido.

- Te vas a dedicar a ordenar el anaquel de las hierbas: anotarás cuales son y para que sirven cada una - me ordenó - una a una y con todo detalle.
- ¡Pero!...- me atragante de sorpresa - ¡eso me llevará AÑOS!
- Lo que te lleve, ese es tu castigo.

Así que allí estaba yo, copiando el nombre cientifico de la Albahaca en el libro de hierbas de la familia, investigando poco a poco sus propiedades y bondades. Una labor casi tan divertida como ver llover o secarse la pintura, me dije copiando la enésima frase sobre el "buen y fuerte sabor" de la hierba para las comidas. Estaba irritada, abrumada y fastidiada por un trabajo tan largo y sin sentido - pero vamos ¡Sí todas las brujas de la casa podían recitar de memoria el herbolario! - pero sobre todo, porque no dejaba de preguntarme si tia M. había descubierto la hojita oculta bajo la pata de la mesa. ¿Continuaba allí? ¿Podría encontrarla de volver a la habitación?

Por supuesto, no pensaba volver, me dije con un suspiro, dibujando con fastidio una hoja de romero. Ya había roto una de las cajas de tia y me había ganado un buen regaño y aquel interminable castigo. Sería muy necia si intentara volver otra vez a su habitación, aunque solo fuera para mirar y comprobar que la misteriosa hojita seguía allí, que...

Solté un respingo. Apreté el lapiz de colores entre los dedos. Sólo sería una miradita ¿No?. Para saber que la hoja estuviera allí. Quizás decirle a tia que su tesoro perdido no lo estaba tanto. Para disculparme quizás, indicandole donde se encontraba ese pequeño papel que guardaba con tanto ahínco. Eso no era tan terrible ¿No? No era tan...

Pero yo no haría tal cosa, claro que no. Yo seguiría dibujando las cientos de ramitas aburridas y...Me levanté de un salto. Sólo sería un momentito. Podría volver y nadie lo notaría. Nadie tendría que saber que había entrado en la habitación de tia de nuevo. Una miradita nada más. Sólo una.

Aguardé en silencio a unos pasos de la puerta abierta de la habitación de mi tia. No había nadie cerca - escuchaba a mi abuela en el jardín - de manera que me dejé caer sobre las rodillas y miré por el quicio de la puerta. A nivel del piso y a ras de las patas de los muebles, vi la hojita, en el mismo lugar donde la había dejado antes. Nadie la había descubierto. El corazón me latió más rápido.

Oye, estaría bien si se la regresaba a tia, me dije mientras gateaba en silencio por la alfombra roída. Quizás hasta me perdonara la caja rota y mi abuela me levantara el castigo. Me arrimé un poco contra la cómoda, me eché cuan larga era contra el piso. Extendí la mano. Rocé la hoja con la mano. Era una hoja crujiente, vieja, seguramente de algún libro. Estiré aún más el brazo. Logré cerrar los dedos en una esquina. Sentí un estremecimiento de júbilo. ¡La tengo!

Me arrastré hacia atrás, apretando la hoja. Me senté contra la pared, jadeando y llena de polvo. Sólo entonces noté que la tia me miraba desde la puerta. Los labios convertidos en una línea tensa y furiosa.

- Ay no - murmuré. Ella cerró la puerta con fuerza.
- Oh sí.

***


- ¿Por qué insistes en venir? - exclamó. Más que disgustada, parecía ofendida. Dolida - ¿Qué hace que quieras meterte aquí muchacha?

No dije nada. Estaba de pie frente a ella, con la cabeza gacha y las manos apretadas contra las caderas. Tia ladeó la cabeza y extendió la mano.

- Dame el papel.

Tuve el impulso de mirar antes de darselo. De atisbar por un momento el misterio. Pero no lo hice. No me habría atrevido la verdad, viendola tan furiosa. Ella sostuvo la hoja entre los dedos. Tenía la expresión tensa y rabiosa.

- ¿Por qué te interesa tanto tener esto?

Parpadeé. La verdad, que no lo había pensado. Por supuesto, las cajitas y lo que podían guardar, despertaba mi curiosidad indomable. Mi necesidad de comprenderlo todo, hacer preguntas. Pero había algo más, desde luego. Una sensación magnética y rara que no sabía como llamar. Me encogí de hombros.

- Quiero saber por qué para ti es tan importante como guardar ese papel - le respondí. Era verdad y a la vez no lo era. Quería saber por qué guardaba ese papel, pero también que era que lo hacia tan importante. ¿Había otros? ¿Había varios más escondidos en el resto de las cajitas de Palisandro? ¿Por qué lo hacía?

Tia no contestó. Con un suspiro, volvió a la biblioteca, tomó la caja rota - que seguía allí, mal remendada y tableada con prisas - y ocultó el papel en su interior. Después volvió a donde me encontraba con su paso lento y dolorido. Sabía que la tia sufría de artritis y que el dolor de vez en cuando, le impedía caminar erguida. A pesar de eso, lo hacia. Un paso lento y erguido que a mi me parecía muy elegante.

- ¿Conoces la leyenda del Castillo de la bruja? - me preguntó. Parpadeé. ¿A que venía esa pregunta?

Había crecido escuchando aquel cuento: en la mesa de comer, en los rituales, en las largas horas de copiar mi Libro de las Sombras. Era una Historia bella pero un poco escalofriante: Una Princesa se hallaba encerrada en un castillo alejado de todos, y para escapar, el Rey malvado que la había encerrado allí le había exigido encontrara el único motivo que le hiciera desear quedarse. La princesa, confusa, no comprendía el enigma, de manera que vagaba cada noche de habitación en habitación buscando la salida. Finalmente, había encontrado la puerta del sotano. Y una vez allí, escuchó a una mujer cantar. Una canción tan hermosa que la hizo sentir felicidad a pesar de todo. De reir y gritar de alegría no obstante estar encerrada. Entonces, todas las puertas y ventanas del castigo se abrieron. Incluso la del sotano. Cuando miró, se vio así misma, como un reflejo, cantando. Una voz tan nítida como espléndida. Una voz que no reconocía como propia. Cuando el Rey vino en su búsqueda, tal y como había predicho, la Princesa no quiso abandonar el lugar donde había encontrado un misterio de su espíritu.

- Sí, claro que la conozco.
- Entonces entiendes el poder de la búsqueda.

Me encogí de hombros. Sabía que la historia de la princesa, hablaba sobre el poder de las preguntas, sobre el poder de las cosas que deseamos encontrar. Pero no sabía que tenía que ver todo eso con las cajitas, la nota perdida y todo lo demás. Y así se lo dije. Ella enarcó las cejas.

- Te mostraré que tiene el papel y las demás cajas, cuando tu busqueda sea real. No sólo curiosidad.

¿Qué? ¿Que quería decir eso? Intenté preguntarle pero ella me echó del cuarto y cerró la puerta. Escuché como echaba el pestillo. Un crack metálico que me sobresaltó. ¿La búsqueda real? ¿Como que...?

Me enfurecí. Durante esta tarde y las siguientes, continué ordenando el anaquel de especias, intentando no recordar las palabras de mi tia y lo mucho que deseaba entenderlas. Oye, de haber querido decirme algo que quisiera yo pudiera comprender me lo habría dicho a las claras ¿No? pensé ofendida. ¿Para que hablarme en un enigma? ¿Por qué insinuar una especie de enigma? Apreté los labios, dibujando la rama de un árbol de mango. ¿Por qué no mostrarme que decía el dichoso papel? No obstante, poco a poco, comencé a hacerme preguntas mucho más profundas, menos irritadas. ¿Por qué me obsesionaba tanto saber que guardaba tia? Más allá de la belleza de las cajas y mi curiosidad ¿Por qué quería abrirlas? ¿Para saber algo sobre ella? ¿Para comprender algo sobre su mundo? Tia era una mujer seria y severa, inteligente y fuerte, pero no especialmente intrigante. Siempre parecía un poco apresurada y cortante, como si tuviera cientos de cosas que hacer a la vez. ¿Eso era lo que me intrigaba? ¿Algo en ella?

¿O algo en mí?
La pregunta surgió sola, se deslizó entre el resto, afilada como un cuchillo. Comencé a preguntarme que deseaba conocer que me parecía podía satisfacer mi curiosidad. Las cajitas me recordaban pequeños cofres, diminutos arcones de tesoros fabulosos. ¿Por ese motivo me interesaba tanto abrirlas? No lo sabía. Pero sin duda la respuesta no era tan simple. Pensé en lo que había sentido al sostener el papel. La sensación de pura alegría e impaciencia de leer lo que ponía. ¿Qué era un tesoro para alguien más? ¿Que consideraba tan valioso como para ocultarlo? Suspiré, levantando el creyón de colores. Habían transcurrido casi veinte días desde que había empezado a ordenar el anaquel de especias y comenzaba a tomarle el gusto. A disfrutar de esa infinita variedad de belleza y de conocimiento. A encontrar una cierta secuencia en ese conocimiento al parecer abstracto. Y entre todo eso, me encontré haciéndome preguntas mucho más profundas sobre la curiosidad, el conocimiento, el sentido del saber. A recorrer una senda en mi mente totalmente desconocida, por completo nueva. Asumir el valor de mis preguntas y la búsqueda de mis respuestas.

El poder de construir a partir de la duda y la incertidumbre, de algo más esencial y quizás inocente. La necesidad de asumir el conocimiento como parte de mi mente y de mi espíritu.

***

Me sorprendió ver a tia de pie en la puerta de la cocina. Por algunas semanas, no me había dirigido la palabra ni yo había esperado que lo hiciera. Ahora se acercó a la mesa donde me encontraba sentada y se dejo caer en la silla frente a mi. Me dedicó una mirada larga y severa.

- No has vuelto por la habitación - comentó. Le señalé el anaquel, con cierto cansancio.
- Es un castigo muy largo.
- Una vez lo llevé a cabo - me comentó, como si tal cosa. Parpadeé.
- ¿Tu? ¿Por qué?
- Por arrojar al suelo las cajas de conocimiento de mi madre.

La miré boquiabierta. ¿Estaba bromeando? pero tia parecía muy seria, muy cansada. Quizás estaba teniendo uno de sus días de "dolor" como solía llamarlos. Con las rodillas nudosas moreteadas y los dedos sermentosos. Pero más allá de eso, parecía simplemente agotada. Un poco afligida.

- ¿La misma que yo tiré al suelo?
- No, otra. La de mi madre era de Cristal. Y como a toda las brujas de esta casa me castigaron a venir aquí.
- Oh, no sabía eso.
- Ahora lo sabes.

¿Era un truco acaso? ¿Una loca broma familiar? Pero había algo más elemental, más extraño que una simple idea que se repetía. Algo conciso que de pronto pensé podría ser conocimiento.

- O sea que toda bruja que hace un desastre... - no supe como continuar. Tia río y de pronto entendí que su cansancio, esa breve y blanca expresión que llenaba el rostro,  era simplemente, su edad. El peso de los años amoldando sus sonrisas y mohines. Creando sabiduría en la piel.
- Todas las brujas harán desastres - dijo. Tuve ganas de reír, pero me contuve. Ella puso entonces sobre la mesa las manos. Sostenian una hoja de papel. Lo reconocí de inmediato.
- ¿Que...?
- Leelo. Y después piensa que dirá tu caja del conocimiento.

Los dedos me temblaban cuando tomé el papel. Esperé un poco, saboreando el mundo. Me pregunté si quizás no debía hacerlo, si debía hacerme más preguntas. Oh vamos, abrelo de una vez. Lo hice, con el corazón latiendome muy rápido.

"Eres lo que sabes. Lo que aprender, lo que compartes. Lo serás para siempre, en quien aprende y sigue tu camino. El conocimiento es infinito".

Una sola frase, escrita con una bella caligrafía. Miré a tia, confusa.

- ¿Eso es todo?
- ¿Te parece poco?
- Pero...
- Conservala - me insistió - piensalo. Atesoralo. Habrá un momento en que no sólo comprenderás la frase, sino que añadirás algo más. Una idea nueva que heredar.

Se levantó, cojeando, la cabeza erguida. El cabello castaño rozandole los hombros. Miré el papel. La frase pareció palpitar, combarse, elevarse. O quizás fue que sólo me lo imaginé, mientras pienso que los secretos son mucho más sencillos de los que solemos suponer.

***

Mi prima Sofia me mira desde su altura de cinco años apenas cumplidos. Observa la caja en mi biblioteca con los ojos muy abiertos y sorprendidos.

- ¿Qué guarda? - pregunta. Me encojo de hombros. Recordando la frase que heredé, que escribí, que ella heredará.
- No lo recuerdo. Quizás algún día lo sabrás.

Ella suelta una risita. Mira de nuevo la biblioteca con una mueca traviesa. Y percibo su algarabía, su curiosidad. El poder que renace y crece. Las preguntas que nunca terminan. Una manera de crear.

C'est la vie.

sábado, 28 de marzo de 2015

Aleteo en luz y sombra y otras historias de brujería.




En el sueño, corría por una loma empinada. Los brazos extendidos sobre mi cabeza, el cuerpo tenso y sudoroso bajo un vestido ligero. Corría, resbalando entre los pozos de barro y piedras lisas. Corría, a pesar de las ráfagas de viento que me golpeaban la cara y me secaban las lágrimas. Corría incluso cuando el paraje se hizo tan encrespado y angustioso que no puede continuar avanzando, tropezando con árboles invisibles cuyas ramas me golpeaban con fuerza. Corrí hasta que no pude continuar y caí de rodillas.


Desperté. Tenía el rostro empapado en sudor y me pregunté que había estado soñando para que el corazón me palpitara de la manera en que lo hacia, para que aferrara las manos sobre las sábanas con tanta fuerza. Sentí miedo y algo más sutil, denso. Casi amargo. Me quedé sentada en la cama, dejando que la oscuridad lenta de mi habitación me calmara. El sonido lento y dulce del jardin antipático de mi abuela. Tuve la impresión que el sueño había sido muy real, muy poderoso, tan cercano a la realidad que había rozado ese espacio entre el mundo de los sueños y la realidad que en ocasiones era tan brumoso. ¿Por qué no podía recordarlo? Me irritó el pensamiento. Me tendí de nuevo sobre la cama, me cubrí la cabeza con la almohada. Traté de dormir otra vez.

No lo logré.

Durante años, había estado obsesionada con los sueños. Con sus imágenes y significados, con sus posibles mensajes diáfanos sobre mi mente. Ya no lo estaba tanto. Era casi una adolescente, enfurecida y la mayoría de las veces convencida que necesitaba rebelarme - aunque no supiera el motivo real para hacerlo - y una de esas grandes rebeliones era contra mis creencias, la fe en la que se había educado. De manera que a los catorce años, era una bruja que no quería serlo - que temía serlo, más bien - y que estaba firmemente convencida que cualquier manifestación de magia en mi vida - de la magia de verdad, de esa capacidad de creer y confiar - era poco menos que ridicula. Y los sueños, con toda esa inquietante belleza, ese desconocido poder para construirse así mismos, para recrear la vida en pequeñas escenas refulgentes, eran sólo metáforas de mi imaginación de niña, salvaje e incontrolable. ¿Que tenía de mágico eso? me dije con cierta furia contenida. ¿Que tenía de mágico cualquier cosa?

Era una etapa dificil. Me sentía abrumada por los cambios en mi cuerpo y en mi mente, por esa sucesión de transformaciones que no entendía muy bien. Y aborrecía esa sensación de encontrarme en ninguna parte, de vagar de un lado para otro de mi vida sin entender que deseaba o hacia donde quería dirigirme. En un año apenas terminaría la Escuela y entraría en la Universidad. En un año apenas, daría el paso definitivo hacia mi vida como adulta. El pensamiento me producía una profunda angustia. Una desazón juvenil que tenía mucho que ver con el hecho que me sentía a medio camino entre la niña que había sido y la mujer que quería ser. Y en medio de la ruptura, había rabia. Una rabia profunda, incontrolable. Movediza. Insoportable. Un sentimiento nuevo a mitad de camino entre la confusión y la desazón.

Pero claro está, yo no lo analizaba de manera tan compleja. Sólo sabía que estaba furiosa, contra mi familia, la escuela, contra todo lo que hasta entonces había formado parte de mi vida. Me sentía tan solitaria como puede sentirse una adolescente que está convencida que nadie puede comprenderla. O mejor dicho, que necesita nadie la comprenda.

¿Eso era lo que había estado soñando? pensé con cierto sobresalto. ¿Esa era la escena que no podía recordar? Apreté los ojos debajo de la almohada. Los sueños solo son fragmentos de tu mente. ¿Qué importa si soñabas con algo que simboliza todo lo que últimamente te atormenta? ¿No son para eso los sueños? ¿Para sacudir tu mente? ¿Para mostrarte lo que no deseas ver? Apreté los puños bajo las sábanas. ¿Qué tiene de mágico el hecho que tu mente te muestre lo que deseas y temes a través de símbolos? Es pura biología. Deja de creer en cuentos de Hadas.

Me moví furiosamente en la cama, pateando y sacudiendo la cabeza. Me sentía incómoda, acalorada, irritadísima. Miré la hora: Las tres en punto de la madrugada. Me recorrió un escalofrío. Vaya, ¿Ahora crees en cuentos de aparecidos? Me levanté de nuevo, con la garganta seca y dolorida. Estaba claro no volvería a dormir. Mejor buscar alguna forma de distraerme, de olvidar esa extraña sensación que había algo que comprender en el sueño que no podía recordar. Un mensaje perdido en medio de pequeños fragmentos de sonido y color.

Salí de mi habitación con paso cuidadoso, intentando disimular el sonido de la puerta al cerrarse y abrirse. Me gustaba deambular a oscuras por los pasillos. Había una quietud plácida que siempre me había recordado de la niñez, cuando todo parecía más sencillo, menos doloroso. Escuché la casa suspirar y crujir a mi alrededor, como si se encontrara viva, como si de hecho, pudiera escucharme moverse de un lado a otro. Ese era otro pensamiento absurdo, me dije con cierto sobresalto. Un pensamiento sin sentido. Sólo se trataba de una casa y nada más. Sentí un nudo en el estomago, un dolor muy viejo. ¿Por qué creer en pequeños milagros? ¿Por qué continua asumiendo el poder de la imaginación? Me moví entre las sombras, caminé por entre los objetos conocidos que me rodeaban. Las paredes repletas de cuadros y pequeños objetos colgados. Los muebles que conocía a detalle desde la niñez. La casa de una bruja refleja su mente, había leído en una ocasión en algún Libro de las Sombras familiar. El esquivo paraje de la memoria. ¿Que quería decir eso?

Me detuve en mitad de la oscuridad. Miré a mi alrededor. La casa, en su silencio, parecía observarme. O mejor dicho, tenía la exacta sensación que alguien me miraba, que en medio de las decenas de rostros que llenaban las fotografías en las paredes, alguien me observaba con atención. Oye, te estás imaginando esto, me dije enfurecida. La casa no puede mirarte, no puede...pero la sensación persistía. Clara y concisa.

Sentí un escalofrío. Desde niña, la casa de mi abuela - la bruja, la sabia - me había parecido un lugar fascinante, pero también levemente desconcertante. Había algo en la enorme casona que hablaba no sólo de la historia familiar sino de algo más profundo, elemental. Una idea sutil que parecía enredarse entre los muebles antiquisímos, los largos pasillos luminosos, el jardin antipático, todos los pequeños detalles que la hacian única, querida. Un pequeño tesoro intimo. Era como si la personalidad de cada una de las mujeres que habían crecido, vivido y también muerto en la casa continuara impregnando cada lugar de la casa. Era una sensación extraña, deambular en medio de sus recuerdos, percibiendo su cercanía como parte de una intricada red de pequeñas emociones, de ideas superpuestas. Era como si la identidad de la Casa de mi abuela estuviera llena de todos los pensamientos y deseos de quienes alguna vez habían sido parte de su historia.

Pensé en todo eso, de pie en medio de las sombras. A mi alrededor, los sonidos de la casa se intensificaron o a mi me lo pareció. El crujido de la madera por allá, el leve susurro de las cortinas por acá, Y algo más definido, un ligero vaivén que parecía tener mucho que ver con la presencia de quienes dormían. Un palpitar lento y sostenido que se extendía en todas direcciones. Intenté de nuevo refugiarme en mi recién descubierto escepticismo, de insistir en la idea que la casa sólo era eso: un montón de madera, yeso y tierra. Pero no lo logré. Retrocedí, con el corazón latiendome con rapidez, los ojos muy abiertos y sorprendidos. Algo estaba sucediendo y yo no sabía qué podía ser.

Corrí a la cocina. Sofocada, cerré la puerta con un movimiento rápido y desordenado que la hizo rechinar sobre sus goznes. Muy bien, despierta a todos, me dije malhumorada. Y después intentas explicarles este miedo, este terror subito. Esta extraña sensación que ni tu misma puedes comprender. Pero continué con las manos apoyadas sobre la madera, intentado recuperar el aliento. Sentía el aliento subir y bajar por mi garganta como una línea helada, irregular, empapada de miedo.

- ¿Qué haces aquí?

Casi grité al escuchar la voz. En su lugar, se me escapó un jadeo ronco y doloroso de la garganta. Me volví para mirar: Mi tatarabuela me miraba desde la mesa de madera de la cocina. La luz blanda y lenta del jardín la iluminaba a medias, el perfil endurecido por las sombras. El cabello blanco trenzado cayéndole sobre el hombro derecho.   Apreté los labios, irritada y avergonzada por mi miedo, porque ella pudiera notarlo y sobre todo, por no saber qué me lo había provocado. Tuve la sensación que había algo irreal en la escena, algo que no parecía encajar bien en la tranquilidad de la madrugada, en ese palpitar lento de la casa. Sacudí la cabeza, abrumada. Deja de imaginarte cosas.

- No puedo dormir. ¿Tu tampoco puedes?
- No he podido dormir desde que encanecí - me comentó con tranquilidad. Se movió como una colección de claroscuros y levantó una taza de porcelana blanca que tenía entre las manos - pero tu aún eres muy joven para olvidar lo delicioso del sueño. ¿Qué ocurre?

La tatarabuela tenía una voz firme, elegante. El ligero acento bulgaro que jamás había perdido del todo, bordeaba las palabras como un ritmo hermoso que siempre había admirado. Me dejé caer en otra de las sillas de la mesa, mirándola de frente.

- Soñé algo que no puedo recordar y ahora, no tengo sueño - le expliqué - no es tan importante. Alguna necedad de mi mente.

Ella no respondió. Tomó un largo sorbo de su bebida y me contempló por encima de sus anteojos de metal. Sus grandes ojos grises me taladraron con una mirada casi severa. Había algo en ella rigido, directo que siempre me había intimidado un poco.

- La mente nunca hace necedades. Más bien, somos necios por no interpretar correctamente sus símbolos - dijo. Dejo la taza sobre la mesa. El olor de la albahaca me llegó claro - ¿Que es eso contra lo que te rebelas con tanto ahínco?

Apreté los labios, irritada e incómoda. Realmente, no quería sostener aquella conversación, ni con tatarabuela ni con nadie. Era una idea que parecía avanzar en mi vida en medio del desorden, sin ningún sentido y no tenía idea donde podía encajar. Porque no sólo se trataba de rebeldía, sino de algo más. Una idea que se creaba así misma desde perspectivas por completo nuevas.

- No me rebelo contra nada - dije.
- Claro que lo haces: te he visto. Enfurecida, deambulando de un lado a otro. Cerrado el Libro de las Sombras, guardado el caldero.
- Oh vamos, no todo tiene que ver con brujería - me mofé. Ella me miró y luego sonrío. Una breve sonrisa, casi maliciosa que me desconcertó.
- ¿De donde sacaste esa gran conclusión?
- Tu y las otras abuelas están convencidas que el mundo tiene un sentido poético, hermoso, idealizado - me quejé - que todo se entrelaza en un bello tapiz de cosas que se complementan. Pero el mundo no es tan sencillo. No puede serlo. No todo es bello, tierno, sensible. Hay...muchas cosas más.

Tatarabuela me escuchó en silencio. Ladeo el rostro y pareció mirarme con mayor atención. Tenía un rostro afilado y aún a su avanzada edad, conservaba una cierta belleza muy elegante. Los altos pómulos cubiertos de arrugas, los ojos de parpados gruesos, la boca amplía. Tal parecía que el paso de los años había respetado esa perfecta simetría de sus rasgos. Su poder.

Una vez, mi prima M. me había dicho que tatarabuela había sido una célebre belleza en su juventud y que eso la irritaba muchísimo. Que cada año, durante las fiestas de los Ancestros, se cortaba el cabello a la nuca y lo arrojaba al caldero de celebración, para asegurarse de asumir el poder de su inteligencia más allá de su apariencia. Pensé en esa escena, contemplándola en la semi penumbra de la cocina. La gruesa trenza blanca le caía sobre el hombro, larga hasta casi la cintura. Me pregunté si ya no necesitaba pensar en su belleza o había dejado de molestarle. O simplemente, con la llegada de la vejez, ese enfrentamiento contra la idea de lo que consideramos bello, había dejado de importarle.

- Por supuesto que hay más cosas en el mundo que la poesía, la belleza y la fe - comentó - pero también la brujería es mucho más que lo admiras y te imaginas. Hay algo más profundo que se anida firmemente en el corazón de la bruja, del mundo que la crea, del Universo que construye. Y esa idea esencial es la que sostiene todo lo demás. Lo que hace poderoso lo que crees.
- ¿Lo ves? Todo es bonito, todo es significativo - insistí - ¿Qué pasa con las cosas que no son tan bonitas y tan significativas?
- ¿Como cuales?
- La muerte, la enfermedad...

Casi había dicho la vejez. Me apresuré a guardarme la palabra, a esconderla bajo la lengua lo mejor que pude. Mi abuela rio por la bajo, como si pudiera adivinar lo que estaba pensando o mejor dicho, lo que había ocultado con tanta rapidez.

- ¿La vejez? ¿La violencia? ¿El sufrimiento? - completó. Me encogí de hombros - ¿Piensas que la Brujería no atañe a esas cosas?
- No sé que atañe.
- La brujería es una creencia antiquísima no sólo por el hecho que se ha mantenido a través del tiempo, sino porque ha evolucionado a través del tiempo - dijo Tatarabuela - y esa evolución es parte de lo que somos quienes la practicamos. No somos dechados de bondad, o criaturas maravillosas e inocentes. Somos espíritus complejos, furiosos, libres, independientes. Somos buscadoras de la verdad, somos creadoras de una idea perenne que se manifiesta a través de nuestra creencia en ella. Que decidas mirar lo bello y lo dulce, es tu decisión. Que asumas existe más allá de eso, también.

Sentí un escalofrío. De nuevo, la casa pareció suspirar, como si escuchara con atención las palabras de mi tatarabuela. Y esta vez, no fue un sonido lento, sosegado, que podría interpretarse como cualquier cosa. Fue algo real, como si cada madera y pared de la casa exhalara un profunda bocanada de aire. Miré a mi alrededor, sobresaltada.

- ¿Que fue eso? - murmuré. Tatarabuela continuó mirandome. Luego hizo algo muy extraño: comenzó a deshacerse su larga y apretada trenza.
- Hace siglos, una Bruja era llamada por su capacidad para hacerse preguntas, por su perspicacia y perseverancia para aprender - dijo - lo era porque cada Hija de la Luna era una forma de manifestación de inteligencia. De la capacidad de cuestionarnos. Toda bruja se rebela contra todo, incluso contra sí misma. Toda bruja crea y construye a partir de la duda.

Un breve crujido, que pareció sacudir el piso. El miedo me subió como una ráfaga caliente por la espalda, me dejó aturdida y paralizada. Tatarabuela pareció no escuchar el inquietante sonido, sentir el breve movimiento: siguió deshaciendose la trenza hasta que el cabello blanco le cayó sobre el pecho y los hombros. Gruesos mechones de cabello plateado, encrespado y brillante. Enredado con hojas y ramas que hasta entonces no habían estado allí o que yo no había notado. Sentí que el miedo se convertía en otra cosa: en asombro, en furia...y de pronto, en algo parecido en comprensión. Un pequeño dolor chispeó en alguna parte de mi mente.

- Cada bruja se rebela porque necesita hacerlo - dijo. Y de pronto, Tatarabuela me pareció más joven de lo que nunca había sido en mi vida, más lozana, más radiante. Los grandes ojos grises me observaron chispeando de vitalidad - La bruja es el símbolo de esa necesidad del espíritu del hombre por oponerse a lo que lo limita, por avanzar incluso contra la corriente. Contra todo y a pesar de todo. Contra el miedo a lo desconocido, contra el dolor de la ignorancia. Contra el poder de cada cosa que quiera detener su lento recorrido.

"Somos brujas por la rebeldía, por la duda. Vivimos para responder nuestras preguntas".

Levantó los brazos. La casa pareció gemir en silencio, un sonido monumental y profundo que me recordó a las olas del mar. Tatarabuela parecía transformarse en si misma, recorrer un camino misterioso en la oscuridad hacia la mujer que había sido: Una joven de espléndida cabellera moviéndose alrededor de su rostro. Las manos abiertas hacia la oscuridad. Y tan radiante, poderosa. La encarnación de la sabiduría. Del poder del miedo y de la certidumbre. Una leve brecha entre las sombras.


Abrí los ojos en la Oscuridad levemente salpicada de dorado del amanecer. Me quedé muy quieta sobre la cama, sintiendo como el sueño se derramaba sobre mi, como sus escenas se enredaban unas a otras. Y también la compresión. Recordar que Tatarabuela había muerto hacia casi dos años ya y que aún, echaba mucho en falta su presencia, su voz, su inteligencia. No llores, no llores, me dije acurrucándome bajo las sabanas cálidas. No llores, sólo se trata de un sueño. Pero lloré, claro está. Y pensé que aunque se tratara de un sueño, sus imágenes podían resumir mis temores y dolores, brindar sentido a esa sensación de vacío y abrumador desconcierto que por tanto tiempo me había atormentado. Lloré por la ausencia, por el sueño, por mi dolor, por mi necesidad de cuestionarme. Lloré por todas las cosas que es imposible de comprender pero continúan allí,  perdidas en nuestra memoria.

Me llevó esfuerzos bajar a desayunar. La casa estaba llena de actividad matutina. Mis primas corrían para salir, alguien hablaba en voz muy alta desde el jardín. Me senté en la mesa, con las manos aún temblandome un poco. Me serví un poco de pan con mantequilla.

- Esto te hará bien.

Mi abuela se acercó con una taza de porcelana blanca entre las manos. El olor de la albahaca me rodeó. Parpadeé aturdida. Ella solo sonrío, mientras la dejaba junto al plato con rebanadas de pan que comenzaba a comer.

- Pero...
- A veces, todo es un símbolo - comentó. El sabor del té me reconfortó, me rodeó, me consoló. Me pregunté si despertaría una tercera vez.

Tal vez la vida es un poco de incertidumbre y curiosidad, me dije con un suspiro de profunda tranquilidad.

C'est la vie.

viernes, 27 de marzo de 2015

Proyecto "Un género cada mes" Marzo - Erotica: "Diarios" de Anais Nin.




Se dice que Anaís Nin era una escritora compulsiva. Que estaba obsesionada por escribir sobre todo y desde todas las perspectivas, siempre. Una visión sobre la escritura fundacional, que abarcaba todas las ideas y todos los momentos. Una necesidad tan desesperada de narrar - contar, describir, desmenuzar la realidad en cientos de pequeños fragmentos cada vez más complejos - como de atesorar el mundo en intrincados párrafos. Porque Anaís no había nada que no pudiera ser contado, que no mereciera formar parte de una narración mucho más grande y elaborada. Todo debía ser apuntado, recordado, utilizado como parte de un presente continuo, de una memoria enorme que se extendió a lo largo de toda su vida.

Pero además, Anaís estaba obsesionada por lo prohibido. Lo estuvo desde niña y continuó estandolo hasta convertirse en una escritora reconocida, símbolo de la nueva feminidad. Más que obsesionada, Nin parecía determinada no sólo a romper cada regla moral y ética sino además, hacerlo bajo la necesidad de crear una reacción inmediata. Porque Anaís era contestataria y contradictoria, una rebelde originaria que en algún momento de su vida asumió el poder de enfrentarse a lo obvio como una forma de placer, como una recreación de sus caprichos más privados. Pero más aún, Anaís sabía que debía rebelarse por derecho a la independencia espiritual, por existir más allá del estereotipo que la cultura insistía para la mujer de su época. Para demostrarse así misma la capacidad de construir idea y sobre todo, el valor de persistir en los principios personales. Una vuelta de tuerca a esa interpretación del escritor de escribe para comprender el mundo: Anaís escribía para crear el mundo, para hacerlo real, para hacerlo posible. Para disfrutar de él.

Tal vez por ese motivo, su vida fue un continúo escándalo: desde su producción literaria - criticada y admirada a la vez - hasta  su vida privada - relaciones prohibidas, arrebatos pasionales incomprensibles para la sociedad que le tocó vivir - Anaís Nin pareció predestinada al exceso. Una y otra vez, Anais repitió la formula: la de vivir a plenitud a pesar de las convenciones, enfrentándose a ella siempre que podía y de todas las maneras que era capaz. Y una y otra vez, reinventó el mito: el de sí misma, el de su obra, el de su vida incomprensible. Armó con piezas cada vez más filosas el mapa movedizo de su visión del mundo.

También se dice que Anaís Nin e convirtió en escritora sin saber que lo hacia, a través de ese escándalo perpetuo, de ese escenario siempre en transformación que era su vida. Una afirmación un poco injusta, para una mujer que escribía por pasión, por vocación e incluso, por la excusa pragmática del dinero. No obstante, esa noción de la escritora que surge por accidente - que se mira así misma a través de las palabras  y a quien las palabras sirven de reflejos - parece provenir de su infancia marcada, herida. Su padre, pianista y compositor, la abandonó a ella y su madre cuando la futura escritora contaba con once años y el escritorio la marcó para siempre. Tanto, que su primer acercamiento a la palabra fue una carta durísima y profundamente adulta a la figura del ausente, al dolor de la ausencia y aún más desconcertante, a esa búsqueda del dolor por el dolor - la satisfacción y el placer - que sostuvo su obra durante toda su vida. Y es que Anais no encontró mejor manera de exorcizar el dolor que escribiendo: haciendo el sufrimiento real, batallando con la palabra a través de la palabra, con la Anais de la hoja que parecía en ocasiones ser más fuerte y poderosa que la que habitaba fuera de ella. Fue durante ese proceso de lucha y reconstrucción, de elementos perdidos y encontrados en la escritura, que nace lo que se considera la obra esencial de la escritora: Sus detalladísimos diarios. El mundo que Anaís creó a su medida.

"Diarios" de Anaís Nin recoge la vida de Anaís, pero también de esa perpetua transformación del personaje que fue a través de la reinvención de la palabra. Porque la Anaís de las palabras, podría o no existir, podría o no ser real, podría o no ser tan libre como los Diarios pregonan, pero si al menos, tener el poder de cautivar la imaginación. Con una intrepidez deslumbrante, Anaís recorre los parajes de su vida desde la periferia, los elabora, los mira a la distancia y se permite no sólo analizarnos desde una reflexión profundamente dura - para Anaís no hay terminos medios ni mucho menos matices - sobre la identidad, el sexo y la independencia. Porque Anaís no es simple ni pretende serlo: la complejidad del personaje que creó para si  misma desborda la simplicidad del paisaje de su imaginación, se entrecruza con una serie de ideas más o menos elementales que se enhebran en algo más profundo. Y es Anaís todas las veces, la muchacha que añora al padre, la que lo ama con inocencia y después con devorador deseo, la que teme, la que se atreve. La timida, la furiosa. La siempre tuvo la necesidad ingobernable de gritar y reír a todo pulmón, de asumir el riesgo de vivir a su medida.

Se ha dicho que "Diarios" es una obra pomposa y adulcorada. No obstante, la escritora, que comenzó la obra como un monólogo interminable y lo terminó como una serie de miradas abrumadoras sobre lo que el sexo puede ser - y es - y la aspiración de la pasión, logra a través de esa poesía velada, algo totalmente nuevo. Anaís, que no sabía que era escritora pero lo era, que narraba por necesidad y compulsión, encontró en medio del caos existencialista algo tan profundo como perenne, tan furioso como único. La voz de la escritora muta, se tranforma, se hace dolorosa y después, tan amplia que parece abarcarlo todo, la hembra fundacional y esencial. El deseo primitivo. Porque para Anaís, el sexo era el limite entre la cordura y el deseo, entre la belleza y el dolor. Entre el mundo por conocido y el que se extiende más allá del temor.

"Diarios" de Anaís Nin es una obra que se extiende durante décadas de la vida de la escritora y narra, con su estilo peculiar - entre la dulzura y la honestidad ramplona - las escenas más pertubadoras y sugerentes de una vida irreverente. Desde su romance con Henry Miller, su interludio Incestioso con Joaquin su padre y también su apasionado romance con June, la esposa de Henry, los relatos de Anaís parecen recorrer tierra prohibida y movediza, asumir la osadía de su propio deseo y lujuria como pequeños fragmentos de ideas desordenadas. Pero para Anaís, lo erótico no se trata solo de una manera de concebir lo sexual, sino una interpretación completa del mundo. Párrafo a párrafo, la escritora cuenta el mundo desde el deseo, lo re dimensiona para abrir una brecha entre esa comprensión de lo sexual y lo primitivo. Una idea que le acompañaría durante toda su dilatada carrera como escritora y definiría su obra.


"Vino Henry. Me senté en el sofá y, en voz baja, le hice mis reproches, una larga acusación (...) Y me tendió en el sofá y me tomó sencillamente, con una mezcla de hambre y ternura, deteniéndose para decir: 'Dios mío, Anaïs, ¿no sabes cómo te amo?'", cuenta Anaís sobre su romance con Henry Miller. Lo idealiza, lo hace exquisito, casi delicado. En el pequeño recuadro de su vida, no parece existir un lugar para la realidad común. Las alegorías, la simplicidad, el autodescubrimiento parecen devenir, erosionar lo bello y lo feo para conservar sólo lo absurdo, lo impensable. La raíz misma del dolor y la pasión.

¿Quieres leer el libro "Diarios" de Anaís Nin en formato PDF? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envío.

jueves, 26 de marzo de 2015

Lo que somos y lo que no somos: La lucha de géneros y sus matices.



Joey, el celebérrimo personaje de la serie Friends, es el estereotipo del clásico Casanova y macho alpha que habita en la psiquis norteamericana. O así parece sugerirlo la manera como los productores de la serie lo mostraron durante diez años de emisión del serial: Atractivo, despreocupado, irresponsable y casi ingenuo. Pero además, siempre se dejó en claro que Joey, italiano, joven y moreno, era un semental. Un macho latino a pleno derecho. Con su atlético cuerpo enfundado en apretados jeans Sergio Valente y su ya legendario “How you doing?” Joey parece representar esa imagen idilica del Latin Lover tradicional.

Chandler por el contrario, es un hombre torpe, sarcástico y neurótico. Lleno de tics y también, con un sentido del humor que llega a resultar incómodo. Pero más allá de eso, Chadler es notoriamente vulnerable. De hecho, en más de una ocasión, el personaje se llamó así mismo “Chica”. Y es que los productores de Friends decidieron dotar al compañero del Macho, de unos cuantos rasgos femeninos en lo que imagino fue, un intento de contraste burlón. El golpe de efecto tuvo éxito: como una pareja que se complementa emocionalmente, Joey y Chandler lograron grandes momentos de comedia y una fluida interacción que en ocasiones bordeó lo que parecía ser una especie de confuso romance platónico. Ambos personajes parecian representar dos visiones de lo masculino y sobre todo, la forma como la cultura pop concibe la virilidad.

En una de las últimas escenas de la serie y a punto Chandler de abandonar para siempre el célebre departamento donde transcurrieron diez años entrañables, Joey y Chandler se dedican una larga mirada cariñosa. Ambos han madurado mucho desde la pareja de solteros despreocupados de las primeras temporadas: Joey disfruta de una prometedora carrera televisiva y Chandler se acaba de convertir en padre de gemelos. Los rodean los trozos de su querida mesa de futbol que durante años fue el simbolo de la convivencia entre ambos. Es una escena emocional y casi tierna. Cuando Chandler se encoge levemente de hombros, sin saber como será la despedida, Joey sacude la cabeza, esconde las manos en los bolsillos y sonríe con su acostumbrada sonrisa ladeada.

— ¿Entonces? ¿Será un apretón de mano muy macho? ¿O un abrazo de mariquitas? — dice Chandler, un poco avergonzado. Joey ríe, se acerca y ambos comparten un complicado juego de manos, como dos adolescentes muy crecidos, entre risas mal contenidas. Entonces, en un gesto mutuo, Joey extiende las manos y abraza a Chandler. Un gesto emocional, cariñoso y muy largo. La imagen queda fija en pantalla, mientras un score cursi y adulcorado presenta la siguiente escena.

Toda la secuencia — y otra tantas que ambos personajes protagonizaron — parecen resumir esa perspectiva un poco ambigua que tiene la televisión y el cine sobre la sensibilidad masculina. Un híbrido entre torpeza, cariño mal contenido y algo más incompresible, que resume esa larga tradición que enclaustra al varón en una especie de limite sensorial muy definido. Porque mientras para la mujer el Universo emocional es una vasta variedad de matices y una intricada perspectiva que nuestra cultura no solo acepta sino además promueve como simbolo de lo femenino, lo emocional para el hombre es una puerta cerrada, una connotación muy concreta sobre que el hombre puede o no hacer — o sentir, en todo caso — para serlo. Desde el consabido “los hombres no lloran” hasta la idea mucho más compleja que un verdadero hombre No se involucra emocionalmente, los sentimientos masculinos han sido menospreciados e interpretados de manera limitada e incompleta durante siglos.

Es un tema confuso del que hay poco material de referencia. Al momento de investigar sobre las emociones masculinas, encontré una serie de referencias más o menos abstractas sobre roles e identidades sexuales que no explican de manera suficiente la actitud de la sociedad para con las emociones del hombre. Desde las teorias que insisten en la simplificar los roles de la mujer y el hombre a toda una serie de hipótesis que sugieren que la capacidad sensitiva del varón es menos compleja que la femenina, la idea de las emociones del hombre parece sometida a un largo debate de género y papeles sexuales que no termina de cristalizar. Porque mientras la emoción femenina tiene un motivo biológico — o en eso insisten cientos de visiones sobre el tema — los sentimientos del hombre entorpecen su rol natural. La vieja imagen del cazador y proveedor, no parece calzar con un hombre capaz de experimentar un crisol de emociones lo suficientemente variado como para ser analizado.

Pero vamos más allá: Durante siglos, las emociones masculinas han sido parte de una exigencia cultural que sugiere una castración de cualquier idea de vulnerabilidad. El hombre no sólo como lider sino también como la figura dominante, se apuntala en una interpretación árida del mundo emocional masculino. La Iglesia medieval solía insistir que el hombre debía “nunca dejarse caer en emociones femeninas” y en se llegó a insistir que la lágrima del varón era una imagen de “desgracia”. El estereotipo se reforzó a medida que la imagen del “Varón heroico” — la figura popular que parece resumir todas las virtudes que se atribuyen al hombre estoico — se hizo parte de la percepción cultural del deber ser masculino. La mitología de Héroe invencible, el galante, el poderoso, abarcó cualquier idea que pudiera suponer una visión del hombre vulnerable. La capacidad de expresar emociones masculina se transformó de hecho en un tabú y más tarde en una confusa percepción de género.

Por siglos, la imagen del hombre emocional pareció aplastada por una serie de ideas muy concretas sobre la virilidad y la sensibilidad. La exigencia social parecía crear todo un panorama preciso sobre quien debía ser el hombre y como debía aspirar a ser. La figura masculina se crea desde la infancia: el niño se educa para la fortaleza fisica, la contención emocional, el liderazgo y otras atributos que se intrepretan como masculino. El mundo emocional se reprime, se reconstruye, se convierte en una serie de códigos de conductas más o menos reconocibles y uniformes, sobre la capacidad para expresar los sentimientos quedan reducidos a su mínima expresión. La presión cultural, heredada siglo a siglo, define no sólo la identidad del hombre sino también, la manera como la sociedad lo comprenderá.

Al menos, esa es la visión de la antropologa Margaret Mead, quien durante toda su carrera insistió en analizar los roles y papeles masculinos de una manera que revolucionó la ciencia en las primeras décadas del siglo XX. Para entonces, los temas sobre lo roles sexuales y las diferencias de género eran considerados secundarios en la investigación cientifica. Pero a Mead la idea del hombre y la mujer más allá de la presión y la percepción occidental le obsesionó: se interesó justamente por los matices de la percepción sobre la mujer y el hombre en diferentes sociedades primitivas. Y encontró toda una nueva y asombrosa percepción sobre géneros sexuales que chocó frontalmente con las conclusiones que hasta entonces, habían llegado célebres científicos de su época. En su libro “Sexo y temperamento en las sociedades primitivas” , publicado en los años treinta y en pleno auge de la teoria del rol biológico de la mujer y el hombre, armó un revuelo de proporciones imprevisibles. El libro se basa en el estudio de tres tribus de Nueva Guinea, geográficamente cercanas, en donde los papeles sexuales eran por completos distintos, a pesar que todas las tribus compartian clima, historia e incluso parentezco. Pero mientras en la primera, tanto hombres como mujeres se comportaban de manera más bien pasiva y afectuosa, maternal en la segunda, ambos sexos eran agresivos y violentos. Sin embargo fueran las observaciones de Mead sobre la tercera tribu las que generaron mayor polémica: lo varones actuaban según el estereotipo occidental femenino (cuidaban a los hijos, usaban abalorios sobre el cuerpo e incluso maquillaje ritual) mientras que las mujeres correspondian al estereotipo del varon tradicional (eran entrenadas como guerreras, eran enérgicas, decididas y líderes). La conclusión de Mead fue lógica y basada en lo evidente: los papeles sexuales no eran naturales e inmutables — como se había insistido hasta entonces — sino sobre todo culturales. Una visión que desmontó todo el viejo argumento de la visión sexual como un deber ser absoluto en la vida de todo ser humano.

Por supuesto, que el trabajo de Mead no fue suficiente para sacudir las bases de un monstruoso sistema de simbolos y valores que condenan al varón al ostracismo emocional. Para nuestra cultura, el hombre debe reprimir sus sentimientos en favor de la fortaleza y sobre toco, calzar en una esquema muy completo dentro del complejo mecanismo dentro de lo que es aceptado y lo que no. Y la presión es inmensa: desde el bombardeo de información constante de la cultura, que mira al hombre como una imagen que se transforma y endurece para proclamar su virilidad, hasta esa interpretación personal, la que nace a medida que el hombre se enfrenta a un mundo que le exige un tipo de perspectiva muy concreta sobre si mismo casi inalcanzable.

Lo anterior me recuerda una escena de una película que hace casi un par de décadas, causo cierto revuelto “In and out” del director Frank Oz y protagonizada por un magnifico Kevin Klein. En la cinta, Klein interpreta a un maestro de escuela a punto de casarse, a quien uno de sus alumnos señala al recibir el premio Oscar, como gay. Hilarante pero sobre todo, profundamente crítica con una serie de estereotipos e interpretaciones sobre lo sexual, los roles y el género, la película borda con buen humor las peripecias de Klein, intentando demostrar su virilidad. Y es que para todos quienes le rodean, el buen gusto musical del maestro, su impecable forma de vestir e incluso su manera de bailar son indicativos de ser una “mariquita”, palabra que se utiliza como un considerable golpe de efecto a lo largo de la película. En una escena memorable, Klein intenta aprender a bailar como un hombre, escuchando una cinta que le indica a gritos como hacerlo. A medida que la secuencia avanza, el desesperado Klein intenta aceptar todas las instrucciones de la voz amendretadora: “un hombre no se mueve, un hombre no disfruta al bailar, un hombre ¡No se mueve!. ¿Alguna vez has visto a Schwarzenegger menear las caderas? ¡Nunca! ¡Hombre no demuestra nada de placer en nada de lo que hace!”.

La película, que en su momento fue acusada de “innecesariamente polémica” y “sermoneadora” es sin embargo, un buen planteamiento sobre esa imagen elemental que la cultura tiene sobre el hombre verdadero. Porque el argumento, que se desliza por toda una serie de tópicos que insisten en las emociones masculinas desapareceren — o son aplastadas- bajo la imagen tradicional del deber ser. Y más allá de eso, la película pone sobre el tapete una vieja polémica sin respuesta: ¿Es lo femenino y lo masculino un complicado juego de roles que define la cultura bajo la figura del deber ser o algo menos complejo y más esencial?

Recuerdo todo lo anterior, al leer una línea del celebrado discurso de la actriz Emma Watson frente a la ONU. La actriz, con una indudable noción de su propia identidad y del mundo que le tocó vivir, insiste en que la igualidad “es algo que compete a ambos sexos” y que además “Si los hombres no tuvieran que ser agresivos para ser aceptados, las mujeres no tendrían que ser sumisas. Si los hombres no tuvieran el control, las mujeres no tendrían que ser controladas. Tanto los hombres como las mujeres deberían tener la libertad de ser sensibles. Tanto los hombres como las mujeres deberían tener la libertad de ser fuertes. Ha llegado la hora de que percibamos el sexo como un abanico, no como dos ideales enfrentados”. Una perspectiva que resume no sólo una antigua aspiración femenina, sino una secreta esperanza femenina.

Pero mientras logramos comprender el valor de esa comprensión de la sexualidad como una confluencia de valores y elementos más allá que una lucha perentoria, los Joey y los Chandler del mundo continuarán dándose apretones de “machos” para demostrar el afecto y los hombres continuarán preocupandose si bailar de manera exuberante les hace mariquitas. Y es que el mundo quizás necesita mirarse a si mismo con mayor atención para comprender que la emoción — la fuerte, la apasionada, la sencilla, la profunda — no es una forma de debilidad sino simplemente, una manera de crear.

C’est la vie.

Para ver:

La escena de la película “In and Out” que muestra lo que NO debe hacer un macho → https://www.youtube.com/watch?v=D9BHPq-z-9Q

miércoles, 25 de marzo de 2015

El país de los Obedientes.




Hace unos días, mi amiga H. me comentó que en la Institución pública donde trabaja, le habían exigido firmar una carta contra Barack Obama. En la hoja, podía leerse lo que llamó “un panfleto ideológico barato y cursi” y además, una especie de resumen sin mucho sentido sobre los últimos enfrentamientos entre el gobierno Venezolano y el norteamericano. Cuando le pregunté como había reaccionado antes una petición de esa indole, me miró sorprendida.

— ¿Cómo voy a reaccionar? Firmé — me respondió. Me asombró su resignación. — Me acabas de decir que no estás de acuerdo ni con la forma ni el contenido de la petición.
— Pero debía firmar. De no hacerlo, podría terminar saliendo de la mano del vigilante de seguridad.

Suspiré. Durante los últimos cuatro o cinco años, hemos sostenido discusiones parecidas. Sobre todo, en lo tocante al hecho que H. no sólo crítica sino que no apoya la gran mayoría de las actuaciones y decisiones del gobierno Venezolano pero aún así, continúa asistiendo a concentraciones y sobre todo, procurando disimular lo mejor que puede su parecer político. Cuando le pregunto si la actitud le parece saludable — incluso, sincera — la notó incómoda, abrumada, como otras tantas veces en el pasado.

— No es tan sencillo creer en ideales cuando necesitas tu trabajo — me explica — cuando esa necesidad juega en tu contra y sobre todo, restringe lo que puedes o no hacer no sólo como empleada sino como ciudadano. — Creo que me preocupa es el hecho que admitas existe manipulación y te parezca natural que la haya — le insisto — en otras palabras, la sufres y la justificas. — No la justifico, es un hecho. — Pero la aceptas. — No tengo otro remedio.

Con frecuencia, nuestras discusiones nos llevan a debatir tópicos particularmente incómodos: Para H. el Gobierno ejerce el control que se supone le permite el hecho de ser su empleador, como si se tratara de una especie de interpretación retorcida sobre el vinculo laboral. También, insiste que trabajar para la administración pública la convierte no sólo en militante a pesar de sus objecciones, sino que la obliga a apoyar ciertas acciones, aunque contradigan sus principios políticos e incluso, morales. Cuando le cuestiono acerca de esa preocupante interpretación del tema, se encoge de hombros.

— En la empresa privada también existe algún punto de presión y obligación: la identificación con la marca y sobre todo, la manera como asumes tu responsabilidad para con la empresa, es en parte un pacto de silencio entre quien te emplea y tu lugar como empleado — dice — ¿No es lo mismo en el Gobierno? ¿No funciona de la misma manera?

Cuando Hugo Chavez llegó al poder en el año ‘99, el número de Ministerios y empresas que dependían directamente del Estado era relativamente pequeño, a pesar que se acusó a la democracia bipardista de aumentar el tamaño del Estado artificialmente. En previsión de restringir el gasto público y además asegurarse que la burocracía tuviera límites legales que evitaran su crecimiento, Chavez firma en 1999 la llamada “Ley Orgánica de Administrativa Central” que estaba en el artículo 39 y de manera muy directa, que sólo habrá catorce ministerios en su gobierno. Un número que además, parecía reformular el Estado bajo una concepción mucho más eficiente de lo que hasta entonces había sido. Para Chavez, el creciente número de empleados públicos y empresas estadales no sólo desbalanceaba el equilibrio de poder entre el poder ciudadano y el político, sino que además atentaba directamente contra la economía del país. Por casi dos años, el número de Ministerio se mantuvo bajo el supuesto legal pero poco después, Chavez consideró que debía ser aumentado así como también, las empresas e Instituciones directamente dependientes del Estado.

Dos décadas y media después, el número de Ministerios alcanzó los treinta y dos, con o sin cartera, a los que hay añadir toda una serie Vicepresidencias con su respectiva nómina de empleados, de dudosas atribuciones administrativas. Además, hay que sumar también nuevos Viceministerios con denominaciones novedosas como el Viceministerio “del poder Popular para la Suprema Felicidad”, cuyos objetivos son no sólo poco claros sino además, sin una verdadera definición legal. En otras palabras, el aparato administrativo no sólo multiplicó su tamaño — y su peso económico — sino que además, se convirtió al Gobierno en el primer empleador en un país con elevadísimos indices de desempleo. Más preocupante aún, el Gobierno de Hugo Chavez se caracterizó por atacar y reducir el tamaño de la empresa privada con controles, expropiaciones y confiscaciones, hasta reducir el sector a una fracción del tamaño que había tenido durante la llamada “cuarta república”. A todo esto hay que añadir que Chavez, nacionalizó empresas básicas bajo la abstracta excusa de “seguridad Nacional” y absorbiendo además sus proveedores, enlaces comerciales y líneas de distribución.

Lo anterior podría resultar preocupante aunque no especialmente significativo en un país con un ingrediente económico menos insiste que en Venezuela, pero en nuestro país, equivalió a convertir la nómina del Estado en un gran partido político, con un considerable número de ciudadanos que deben acatar y obedecer todo tipo de decisiones políticas para salvaguardar su lugar de trabajo. Pero más allá de eso, hay un firme, sostenido y profundo adoctrinamiento que convierte al empleado público Venezolano no sólo en un hombre a la medida de lo que la revolución necesita, sino lo que resulta mucho más grave, en una multitudinaria fuerza de trabajo con una filiación ideológica muy definida. Ya no se trata de un vínculo de trabajo sino también de una manifestación política por derecho propio y lo que es aún más inquietante: una maquinaria construída para satisfacer el apetito del Estado por la obediencia debida.

Mi amiga comienza a sacudir la cabeza incluso antes que haya terminado de argumentar lo anterior. Levanta las manos, como si lo que le planteo le ofendiera o incluso le resultara incomprensible.

— No se trata de la manera como el Gobierno asume la participación política, porque no hay gobierno inocente y eso lo sabes — argumenta — lo que hace la relación entre empleado público y Estado tan cargada de intención como en la empresa en la privada, es que estás cumpliendo con tu deber. Eres parte de todo, aunque lo apoyes y no. Se te exige en consecuencia.

La escucho, un poco alarmada. Hace unos dos años, me había hablado de lo humillante e incómodo que resultaba la obligación de participar en manifestaciones callejeras, bajo firma y amenaza de despido. Después, me habló sobre la campaña de terror que se extendió por todas las oficinas públicas del país luego de las elecciones Presidenciales en las que triunfó Nicolas Maduro. De hecho, H. fue una de las que sufrió el asedio de un grupo de delatores, que le acusaron de “escualida” y que casi provocan su despido. Se le obligó a aceptar un permiso no remunerado durante dos semanas y cuando volvió, descubrió que había sido una empleada que no sólo la sustituyó durante su ausencia sino que tenía ordenes de “vigilarla”. Por razones que aún no comprendo, mi amiga aceptó las condiciones y continúo trabajando. Me asegura que la tensión disminuyó y que sin duda, el “ambiente de trabajo” ha mejorado lo suficiente como para que la mayoría de sus compañeros “olvide” tuvo algún encontronazo ideológico con el gobierno.

— En otras palabras, estás aceptando condiciones de trabajo complejas y represivas, y a pesar de eso, consideras que debías disculparte por algún motivo — le digo — ¿Entiendes que es contra la ley que alguien te discrimine por tu filiación política, de tenerla? — No la tengo de hecho. — ¿Desde cuando?

Mi amiga no responde. Supongo que recuerda con tanta claridad como yo, las numerosas ocasiones en que marchó rechazando el Gobierno de Hugo Chavez Frías. Que de hecho, se encontraba en la trágica marcha del 11 de abril de 2002. Que incluso participó activamente en varias campañas políticas y que colaboró, de hecho y con opinión en varios debates en su urbanización sobre temas electorales y organización política opositora. Pero ahora, simplemente ese pasado de activismo no parece ser tan importante o mejor dicho, necesita ser disimulado, ocultado e incluso, directamente rechazado. Porque cuando H. comienza a explicarme las razones por las cuales ahora mismo no se identifica con ningún partido político, la primera objección es que no considera necesario hacer “pública” su opinión sobre lo que ocurre en el país.

— Hasta hace menos de dos años no sólo lo dejabas claro sino que ejercías tus derechos ciudadanos en consonancia — le recuerdo. Comienzo a sentirme francamente incomoda por la conversación que sostenemos, pero aún más, me pregunto si es de la misma manera para todos los empleados públicos. Si de la misma manera que H., todos han tomado una decisión muy concreta sobre su futuro laboral e incluso como parte de la situación del país y la decisión, se encuentra directamente relacionada con su bienestar laboral y algo más sutil que me cuesta admitir, pero que está allí: entre líneas y sugerido entre la larga explicación que intenta justificar su reciente discreción política. — No todo en el País se puede entender con respecto a lo que el gobierno te exige o lo que tu necesitas del Gobierno — me dice — te hablo que la mayoría de los Empleados públicos disfrutan de un buen sueldo, todo tipo de beneficios y compensaciones salariales. Te hablo de un estilo de vida que no puedes aspirar en otro lugar de trabajo actualmente. — Entonces todo se trata de dinero — le digo. Y no puedo ocultar mi irritación, mi preocupación. Quizás no quiero hacerlo. — No. Se trata de estabilidad. Necesito pensar que puedo conservar lo que tengo a pesar de todo lo que está sucediendo — me responde. Y lo hace con una calma que me deja desconcertante y entristecida — y lo hago, con toda la responsabilidad que eso implica. — ¿A que responsabilidad te refieres? — Trabajar en la administración pública Venezolana implica que asumas que formas parte de una idea política. ¿La comparto? No lo sé. ¿La asumo como parte del trabajo? No me queda más remedio. ¿Me molesta? Sólo a veces.

Hace dos años, H. fue obligada a marchar durante la última manifestación multitudinaria de la campaña presidencial de Hugo Chavez. Lo hizo, a pesar de sufrir una reciente operación quirurgica en el menisco derecho de su rodilla y tener dificultades para participar. Pero se le amenazó con el despido. Y recorrió la ruta, a pesar de los dolores y continuó en su puesto de trabajo aunque luego, la lesión se agravó. Cuando se lo recuerdo, hay un tenso silencio entre ambas, una especie de recriminación invisible que ella no sabe como contestar ni como yo, como evitar hacerla.

— Sí, sé que lo que ocurre te debe parecer monstruoso, pero es la realidad del país y mirar hacia otro lado no la hace más difícil, menos complicada o incluso, la disimula — me dice por último. Lo hace con un gesto levemente desafiante que de pronto, me indica muy a las claras que la conversación terminó o se encuentra muy cerca de hacerlo — y quiero que entiendas, no se trata que el Gobierno obliga: puedes escoger irte. — Pero no quieres. — ¿Por qué querría hacerlo?

Hace cuatro meses, H. viajó junto a su familia a París. Un viaje de dos semanas que incluyó varias pequeñas ciudades europeas. Un proyecto largamente aplazado desde su juventud que H. siempre insistió, deseaba realizar. En las fotografías, abraza a sus dos hijos pequeños frente a la Torre Eiffel con un gesto de felicidad casi infantil. Hace seis meses, adquirió un automovil con facilidades de pago, gracias a la nómina del Estado. Y pronto — o eso espera — logrará comprar un techo propio luego de años de espera. No hay mucho que decir sobre los motivos de H. para continuar en la Administración pública, para aceptar sus requisitos y exigencias e incluso la manipulación. Y no es tan tópico como parece, ni tampoco tan evidente como podría analizarse. Se trata quizás, de la idea más vieja de la humanidad, un planteamiento tan simple como humano: la supervivencia. Y su matiz más amplio, asumir la idea de la presión y la represión desde la ambiguedad del no enfrentamiento, de aceptar que la única posibilidad de sobrevivir es aceptar las condiciones y lidiar con ellas de la mejor manera posible.

— ¿Qué piensas sobre lo que ocurre en Venezuela? — le preguntó. Lo hago aunque debí que no debí hacerlo. Mi amiga no responde, se enfunda en su chaqueta, evita mirarme. Aguardo, porque sé que querrá responderme, porque incluso lo hará para zanjar la idea sobre el temor y la preocupación que antes compartimos y ahora nos separa. Cuando me mira, tiene una expresión cansada y severa. — Pienso que nada cambiará, por muy terrible que parezca, incluso si yo renuncio a mi trabajo, si salgo a marchar levantando puño y bandera.

Recuerdo a la mujer que caminó conmigo en la calle, con una pancarta de cartulina mal hecha. En la mujer que criticaba no sólo por miedo sino por responsabilidad. Pienso en todos los Venezolanos que ahora mismo, atravesamos el mismo camino, tomando decisiones distintas, pero todos presionados y golpeados por la realidad. Me pregunto si el secreto de todo régimen opresor es este: encontrar la grieta donde calzar la presión. Donde continuar forzando la brecha hasta empujarte en ella.

No lo sé, me digo mientras camino entre la multitud de transeúntes en una calle cualquiera. Mi amiga y yo nos despedimos con un saludo seco, formal. Dudo que la conversación — o cualquier otra — se repita. La veo alejarse y pienso que hay una distancia considerable entre lo que asumimos real y el ideal, entre lo que tenemos y asumimos como parte del país que creemos conocer. Y que preocupante es esa ilusión, casi fantasiosa, sobre el idealismo y los principios. O algo tan brumoso como una idea de identidad nacional.

No hay respuesta para ese planteamiento, me digo. O no al menos, una que yo pueda encontrar.

C’est la vie.

martes, 24 de marzo de 2015

Sí, Angelina Jolie tomó la decisión correcta: Una reflexión sobre el debate de la salud femenina.




Leo las informaciones sobre la más reciente operación profiláctica de Angelina Jolie, con una extraña sensación de urgencia. Hace cuatro años y luego de practicarme una citología de rutina, mi ginecologa me pidió venir a su consulta al día siguiente, debido a que había detectado en mi análisis lo que llamó “una reacción inusual en las células de mi matriz”. Durante casi un día entero, el miedo me paralizó y sobre todo, la posibilidad de lo que podría ocurrir si esa “reacción inusual” pudiera indicar algo más grave y potencialmente agresivo. Cuando finalmente pude asistir a la consulta, la doctora me explicó que sufría del sindrome Ovarios poliquísticos, lo que había ocasionado un fuerte trastorno hormonal. Un cuadro corriente pero que aún así, revestía cierto riesgo sobre mi salud reproductora y general.

No sé muy bien por qué, luego de escuchar el diagnóstico, me eché a llorar. Lo más probable es que lo hiciera por profundo alivio que me produjo comprobar que no se trataba de algo mucho peor o preocupante. Durante las larguísimas veinticuatro horas y un poco más que había esperado para la cita, me había abrumado el pensamiento que quizás, me encontraba enferma de algo lo suficientemente grave como para amenazar mi vida. Una idea que ahora mismo puede parecer melodramático pero que resulta muy real cuando asumes que no sólo te encuentras en la edad de riesgo sino que quizás no tomaste todas las previsiones necesarias para evitar parecer un cuadro semejante.

La posibilidad puede obsesionarte. Lo hace por el hecho que de pronto, esa estadística un poco brumosa sobre el riesgo del cáncer, se hace real, te amenaza. Comencé a investigar apresuradamente sobre el cáncer de ovario y descubrí que la mayoría de las mujeres de mi edad — entre 20 y 40 años — desconocen no sólo el altísimo riesgo que pueden correr de sufrir el padecimiento debido a la falta de profilaxis sino que además, el riesgo aumenta año con año. Con treinta y tantos, asumí que el cáncer de ovarios no es sólo una posibilidad real, sino que depende de mis decisiones el evitar que pueda padecerlo. Me pregunté cuantas omisiones había cometido o mejor dicho, cuanto descuidos podían haberme llevado a una situación semejante. Había faltado a mi revisión anual más de una vez, desobedecido las indicaciones médicas sobre como tratar mi leves trastornos hormonales e incluso, había desobedecido directamente la insistencia médica de realizarme una citología preventiva cada seis meses. De manera que ahora me encontraba al borde lo impensable, de lo temible. De lo real.

Cuando le expliqué todo lo anterior a mi ginecologa me escuchó en silencio, mientras le hablaba de los terrores que había sufrido en las pocas horas que había tenido que esperar hasta acudir a su consulta. Ella pareció comprenderlo todo, pero sobre todo, me dio un consejo que ahor recuerdo con enorme claridad, mientras leo las informaciones y opiniones sobre las decisiones médicas de Angelina Jolie: “Tomar el control de tu salud a tiempo, implica no sólo la mayor muestra de inteligencia, sino que te hace muy consciente de hasta donde puedes llegar con tus precauciones”.

Tal vez por ese motivo comprendo con muchísima claridad — o creo, comprenderla en todo caso — las decisiones de la actriz con respecto a su salud y su futuro médico. Angelina Jolie suele dar mucho que hablar con sus decisiones públicas: además de ser una personalidad Pop, también ha sabido labrarse cierto nombre como abanderada de causas benéficas y sanitarias alrededor del mundo. Entre ambas dimensiones de su personalidad pública, hay una percepción sobre la actriz que pareciera inclinarse hacia el escándalo y la polémica. Pero sin duda, es su personal lucha contra el cáncer la que ha despertado mayor desconcierto entre sus críticos y seguidores: su determinación de reducir su posibilidad de sufrir el padecimiento — el cual sufrió y llevó a la muerte a su madre hace más de una década, — a través de una serie de intervenciones quirúrgicas de envergadura ha sido catalogada desde valiente hasta de exagerada y extremista. Primero se trató de la doble masectomia preventiva a la que se sometió hace dos años y ahora, la extirpación de ovarios y trompas del falopio que según informó, se realizó hace dos semanas. La pregunta que surge de inmediato es hasta que punto, los procedimientos médicos a los que se somete actriz son necesarios e incluso imprescindibles como prevención contra el cáncer o si existen otras posibilidades menos agresivas para manejar el altísimo porcentaje de riesgo que la actriz tiene en su contra con respecto al padecimiento. Incluso, más allá de la meras consideraciones médicas, el cuestionamiento es aún más sutil: ¿La prevención del cáncer debe incluir este tipo de agresivos procedimientos, incluso aún sin presentar síntomas?

Es una idea dura y complicada de asimilar: Angelina Jolie se ha sometido de manera voluntaria a dos intervenciones quirúrgicas de considerable importancia sin sufrir — aún — síntomas cancerígenos. No obstante, las probabilidades médicas dejan muy claro que podría sufrir de un agresivo tipo de cáncer de ovarios o de senos debido a una mutación del gen BRCA1, un raro padecimiento que dispara su nivel de riesgo cancerígeno: Angelina Jolie tiene ocho veces mayores posibilidades de sufrir cáncer que cualquier mujer de su edad. Más allá, Jolie lleva a cuestas un preocupante historial genético que parece limitar sus opciones en cuanto a lo que puede — o no — hacer para evitar sufrir un grave cuadro oncologico: su madre, su abuela y su tía murieron de agresivos padecimientos cancerígenos. De manera que las opciones de Jolie parecen ser muy reducidas con respecto a lo que puede hacer para conservar su salud.

Para la actriz, las opciones son pocas y sus decisiones respecto a su salud, muy especificas. Como escribe en la carta publicada en el periódico norteamericano New York Times, se sometió a la nueva operación preventiva porque desea reducir el riesgo cancerígeno al mínimo, aunque eso signifique practicarse un tipo de procedimiento quirúrgico que podría resultar exagerado y sobre todo, innecesario. Jolie, deja claro que lo hace con pleno conocimiento de las posibles consecuencias de lo que hace “Hace dos años escribí sobre mi decisión de tener una doble mastectomía preventiva. Un simple análisis de sangre reveló que llevaba una mutación en el gen BRCA1. Me dio un estimado de 87% de riesgo de cáncer de mama y un riesgo del 50% de tener cáncer de ovario. Yo perdí a mi madre, a mi abuela y a mi tía de cáncer” explica la actriz en el artículo, que ha despertado toda una nueva polémica sobre el hecho de que hasta que punto los procedimientos quirúrgicos preventivos son la mejor opción en casos como el suyo “Quería que otras mujeres en situación de riesgo supieran las opciones que hay.Prometí hacer un seguimiento con cualquier información que pudiera ser útil, incluyendo mi próxima cirugía preventiva, la extirpación de los ovarios y las trompas de Falopio. Yo estuve planeándome esto durante algún tiempo. Me he preparado físicamente y emocionalmente, discutiendo opciones con los médicos, investigado la medicina alternativa y la cartografía de mis hormonas de estrógeno o progesterona de reemplazo”.

Para Jolie, hacer pública su decisión pone en la palestra del debate mundial las múltiples opciones a la que una mujer puede recurrir en caso de encontrarse en su misma situación. Insiste, además, que el hecho que la mujer pueda tomar decisión efectiva sobre su salud para reducir drasticamente la posibilidad como víctima del cáncer de ovarios, es imprescindible. No obstante, la noticia parece haber despertado la preocupación de médicos y especialistas, debido a que aunque Jolie se basa en la estadística que la convierte en un paciente de alto riesgo con respecto al cuadro médico, también distorsiona el hecho de las implicaciones que un procedimiento semejante puede tener en la mujer. La mayoría de los médicos consideran preocupante, que las opciones de Jolie — o al menos, en la forma como se plantea su cuadro médico — se resuman a un tipo de procedimiento que podría ocasionarle todo tipo de trastornos físicos. Gran parte de la comunidad médica, considera que la ovariectomía es excesivamente agresiva para las mujeres que aún no han alcanzado la menopausia, como es el caso de Jolie y que puede ocasionar toda una serie de padecimiento de considerable importancia. Por supuesto, aunque con la retirada de los ovarios se elimina la posibilidad del tumor, también provoca fuertes cambios hormonales que afecta de manera directa la salud de la mujer. En más de una ocasión, se ha insistido que la prevención directa, incluyendo un estricto régimen de ecografias frecuentes es un método que puede combatir la posibilidad del cáncer sin recurrir a terapias tan violentas como la extirpación de los organos reproductivos.

No obstante, la decisión de Jolie parece apoyarse en el criterio de la doctora Marie-Claire King — de la Universidad de Washington, en Seatle — pionera en el estudio del gen BRCA y para quien la prevención agresiva del cáncer de seno y ovario puede ser una de las posibilidades reales que permita mayor supervivencia entre las posibles victimas del padecimiento. La doctora King recalca que la masectomía y la ovariectomía profiláctica eliminan casi en un 100% el riesgo debido a la mutación genética. Según la especialista, la operación es una manera de asumir completo control sobre la salud y sobre todo, las implicaciones que las probabilidades de sufrir un tipo de cáncer semejante puede tener.

Para Jolie, la decisión es obvia y tiene un objetivo claro: intentar evitar a sus hijos la experiencia traumatica de la muerte de su madre. Con toda seguridad, su experiencia personal ha tenido un peso considerable en su decisión inmediata. Luego de someterse la operación, la actriz pondera sobre la forma como su vida se transformará de ahora en adelante y sobre todo, la nueva relación que tendrá con su cuerpo de ahora en más: “Independientemente de los reemplazos hormonales que estoy tomando, tengo la menopausia. No podré tener más niños y espero algunos cambios físicos. Pero estoy tranquila con lo que llegue; no porque sea fuerte, sino porque es parte de la vida. No es algo a lo que temer”, explica, asumiendo con asombrosa calma el riesgo que la extirpación de ovarios puede producir “Sé que mis hijos nunca tendrán que decir: ‘mamá murió de cáncer de ovarios”, lo cual parece ser el principal motivo que obliga a la actriz a tomar la decisión.

Para Jolie, su historial familiar determina sus decisiones, consideradas por algunos extremas y por otros, apropiadas. Pero en medio del debate, la pregunta que me interesa sea sea contestada, sea la que menos se asume como necesaria de formularse: ¿Tiene razón Angelina Jolie en tomar una decisión médica extrema en previsión de un agresivo cuadro médico? Nadie parece saber muy bien que hacer con respecto a esa noción sobre las decisiones de la actriz sobre su cuerpo y su actitud con respecto a las probabilidades de riesgo que la abruman. Para la actriz sin embargo, la idea es obvia: tiene la necesidad inmediata de proteger su salud. Y lo hace de la mejor manera que puede o necesita. ¿Es correcta su decisión? la polémica parece dividir las opiniones.

Según estadísticas recientes, el cáncer hereditario es poco frecuente, pero la mutación genética heredable que dispara las posibilidades. Un sutil matiz que hace mucho más clara — y explica mucho mejor — los motivos de Jolie para someterse a la operación. Incluso, la mera idea que la mayoría de los especialistas consideran necesaria la operación en su caso, hace que la discusión llegue a un terreno movedizo y preocupante: ¿Todos los casos parecidos al de la actriz ameritan una operación? La respuesta es no.

Según la experta Isabel Chirivella, del grupo de cáncer hereditario de la Sociedad Española de Oncología Médica, en el caso especifico de Jolie, la decisión de operarse es la mejor, pero no quiere decir que para cualquier caso semejante, la opción sea sólo esa. De hecho, la institución recomienda que ante la sospecha de antecedentes familiares que aumeten el riesgo de padecimiento, la paciente debe realizarse un completo perfil genético que le permita decidir. No se trata sólo de extirpar los ovarios como posible solución inmediata, sino tener la seguridad que es la mejor opción en su situación, como al parecer lo es en el caso de Jolie.

Aún así, la polémica está servida. En la gran conversación de las Redes Sociales, se continúa cuestionando la decisión de Jolie por considerarla extrema y exagerada mientras otro sector, celebra el hecho que su gesto visibilice la idea del padecimiento cancerígeno y ofrezca ideas mucho más clara sobre la prevención, tratamiento y posible curación. Como diría Iván Martinez Rodas, responsable de la unidad de consejo genético del hospital Gregorio Marañón de Madrid y experto al cual la edición web del periódico Elpais. com de España consultó al respecto, la manera de debatir el tema de la actriz “Ha hecho muchísimo por la visibilidad y la normalización de la enfermedad al comunicar con enorme naturalidad los pasos que ha decidido tomar”, insiste.“Mucho más que todos los seminarios que podamos celebrar los especialistas”.

El efecto Jolie sin duda, puede ser una puerta abierta a comprender una enfermedad que año tras año cobra un altísimo indice de víctimas. Más allá, uno debate inédito en la manera como la mujer asume su salud. Y sin embargo, quizás el mayor logro de Jolie sea propiciar una discusión — cualquiera que sea — sobre las opciones que toda mujer tiene a disposición para garantizar su salud. Un pequeño gran triunfo de imprevisibles implicaciones.