lunes, 29 de febrero de 2016

ABC del fotógrafo curioso: Algunos mitos sobre la fotografía que debemos descartar lo antes posible.




Con frecuencia, suele cuestionarse a la fotografía por una serie de razones más o menos confusas: desde su origen técnico-mecánico (la post historia que propuso Flusser) hasta el hecho que la inmediatez quizás, atenta contra su estructura subjetiva. Cual sea la objeción, el hecho evidente es que fotografía se ha enfrentado desde su origen a un planteamiento muy concreto: ¿Qué hace a la imagen fotográfica ser lo que es? ¿Qué la hace mensaje u opinión? ¿Qué la hace reflejo y ventana de la realidad? O mejor dicho: ¿Cuales son esos elementos constitutivos que crean y sostienen la idea de la fotografía como perspectiva artística?
Quizás se trate que la fotografía es un arte en perpetua reinvención. Un arte / técnica de muy reciente data, o el hecho que se transforma a medida que las herramientas a su disposición mejoran, pero cualquiera sea el caso, la fotografía siempre conseguirá sorprender a quien sostiene la cámara y no digamos al observador. Eso por supuesto, hace que su visión — y planteamiento — se transforme a medida que se hace más profundo y significativo. De manera que lo que consideramos certeza muy rápidamente puede ser interpretado de una nueva manera e incluso, dar paso a algo más: una revisión de la imagen como lenguaje e incluso, una visión más amplia de esa metáfora del lenguaje visual. En la fotografía lo único cierto es su capacidad de transformarse así misma como vehículo de expresión.

Así que, basada en esa premisa, decidí recopilar lo que considero, son los mitos más habituales sobre la fotografía. Me refiero a esas ideas que se consideran ciertas e inmutables y que de hecho, han perdido vigencia o se han transformado en algo más a través de la evolución y el replanteamiento de ideas y conceptos. Una forma de asumir la fotografía como creadora a partir de su capacidad para transformarse como herramienta de creación.

¿Cuales serían entonces, esos mitos que solían considerarse ineludibles en la fotografía y que ya no lo son? Los siguientes:

Existe una sola manera de fotografiar:
La fotografía es un arte ciencia en constante crecimiento. Y parte de esa reinvención tiene mucha relación con la imaginación, la creatividad y la intuición de los fotógrafos. De manera que no existe una sola manera de fotografía ni mucho menos una manera correcta de hacerlo: No existen fórmulas exactas para obtener grandes fotografías. De hecho, la fotografía se asume así misma como experimental de manera que lo que intentemos comprender a través de la imagen y la forma como la capturamos, es por completo personal y parte de la idea que sugiere que la fotografía es un planteamiento subjetivo de la realidad. Así que nunca lo olvides: La fotografía es una recreación de la realidad que llevas a cabo a través de tu forma de ver el mundo y más allá, de analizar las ideas y referencias al hacerlo.

Toda fotografía debe tener necesariamente un foco nítido: (Y no me refiero sólo a lo obvio)
El Maestro Cartier Bresson decía que “La nitidez es un concepto Burgués”. Una manera de dejar bien claro que el lenguaje fotográfico no responde a interpretaciones técnicas, sino a una visión artística. No existe un solo parámetro que pueda ser considerado exacto al momento de fotografiar: la iluminación, la nitidez y la profundidad de campos pueden interpretarse como indispensable pero aún así, el uso que haces de sus valores, dependerá de la forma como construyes tu lenguaje visual y más allá, elaboras una idea con respecto a tu visión de la imagen.

Más allá de lo técnico y lo obvio, la fotografía puede ser un vehículo para ideas complejas que no siempre deben coincidir con un foco conceptual única. Y sí: tampoco necesita un foco único para ser comprendida y además, analizada. Una fotografía puede además de reflejar la realidad, construir un concepto lo suficientemente personal como para además, aspirar a una interpretación artística. Así que, una fotografía no solamente debe ser nítida o evidente para serlo, sino puede elaborar un discurso de la realidad lo suficientemente subjetivo como para sostenerse como discurso.

Solo se pueden realizar buenas fotografías con una cámara Reflex:
Por mucho tiempo, estuve convencida de esa máxima. De hecho, me esforcé por obtener un equipo que pudiera responder al estándar de profesionalidad que aspiraba y también, de aprender la mejor manera de utilizarla. Solo para descubrir que una buena fotografía no necesita otra cosa que un ojo bien entrenado. Y es que ya lo decía Ansel Adams ”El componente más importante de una cámara son los 30 cm tras ella.” No importa cual sea la cámara que utilices, lo realmente importante siempre será el concepto que muestres con ella.

Las Reglas de la Composición no pueden romperse por ningún motivo:
Otro de esos mitos en lo que creí ciegamente por años…solo para descubrir que la fotografía, como lenguaje, te ofrece una enorme libertad al momento de construir ideas y conceptos visuales. En otras palabras, las reglas de composición te proporcionan una noción sobre como utilizar el espacio y construir imágenes solidas, pero también, pueden limitar tu visión en un momento dado. De manera que el mejor consejo que puedo dar al respecto es que aprendas las reglas de Composición para luego…romperlas como lo prefieras. El lenguaje creativo es esencialmente transgresor.

La marca de la cámara importa y puede hacer la diferencia al momento de fotografiar:
La cámara que uses puede facilitar mucho la forma como captures la imagen, pero no mejorará un concepto que carezca de sustancia y profundidad. Una cámara, cualquiera sea su marca, jamás tomará por ti decisiones artísticas esenciales como formas de componer el espacio, estructura de la imagen, incluso la manera de utilizar la luz para brindar mayor consistencia a tu planteamiento. Una buena cámara solo es una herramienta más versátil, pero nunca determinante, en la fotografía que intentas obtener.


¿Te parece una lista sencilla? Quizás lo sea, pero aún así, creo que resume esas ideas que muchas veces, preocupan al fotógrafo como creador visual. Sobre todo, a medida que la madurez de su planteamiento le permite analizar su visión como algo más que una consecuencia y sí, un proceso simbólico y personal. Una manera de comprenderse así mismo.

domingo, 28 de febrero de 2016

Puertas abiertas de la imaginación y otras historias de brujería.






De niña, solía quedarme en el patio de recreo de la escuela donde estudiaba sin jugar con el resto de las niñas. No se trataba de una malcriadez - en ocasiones, sí - sino más bien, una profunda sensación de desarraigo que a mis escasos siete años, comprendía muy poco. Ya fuera porque era la alumna nueva de un salón que se conocía de toda la vida o porque no me llevaba bien con nadie, solía preferir sentarme al fondo del jardín frondoso oloroso a Pumarosa a leer. No hablaba con nadie ni nadie me hablaba a mi y aunque resultaba un poco doloroso, no estaba del todo mal.  Al menos, de eso intentaba convencerme.

Pero a la hermana Elizabeth, encargada del segundo grado, mi aislamiento le parecía cosa de locos. No sólo no entendía por qué alguien de mi edad prefería leer a correr de un lado para otro, sino que además, le parecía que mis largos silencios era una definitiva desobediencia a la política de la escuela de "Gran Familia". Así que un día, se plantó frente a mi en el rincón donde solía sentarme en el patio, con una chica de pie a su lado.

- Berlutti, levantante. Ya está bueno que estés allí marchitándose como una hoja seca - me imprecó con su seco castellano levemente pespunteado de acento francés - si no haces amigas por ley natural, he de decirte que intervendré.

Siempre me parecía curiosa la selección de palabras de la Hermana Elizabeth: como si cada frase le llevara un esfuerzo de imaginación muy curioso. Suponía a que se debía a que su lengua materna no era el castellano. El efecto siempre me había parecido muy gracioso: en esta ocasión me resultó amenazante.

- Pero...
- Levántate de allí y ven aquí.

Le obedecí. La niña a su lado me echó una rápida mirada con sus brillantes ojos verdes. Al parecer le despertaba curiosidad mi cabello rizado y en punta, la falda arrugada y sucia de tierra, la blusa que se salía por los bordes. Al contraste, tenía un aspecto impecable, con el cabello castaño recogido en una coleta apretada y los mocasines muy lustrosos. Como por milagro, siempre se veía así de impecable: recordaba haberla visto jugar en el patio, corriendo y arrojándose la pelota con el resto de las chicas, siempre viéndose radiante y muy limpia. Pensé que esa niña y yo no podíamos tener menos en común.

- Esta es Flor - me explicó la Hermana Elizabeth, poniéndole una mano en el hombro a la desconocida - y le pedí te acompañara en estas semanas de ajustes en el colegio. Jugará y almorzará contigo unos cuantos días. Se te hará menos dificil la convivencia.

Flor sonrío, como si tuviera un mecanismo de sonrisas que se activaba al escuchar su nombre. Era una sonrisa extraña esa: toda dientes y pecas llenándole la cara. No parecía particularmente feliz o agradecida por el encargo de la monja, pero la sonrisa seguía allí, muy festiva y falsa. Tuve deseos de lanzarle que sostenía a la cara. Pero por supuesto, no lo hice. Me limité a lanzarle una mirada y a retroceder un paso.

- Hermana, estoy bien - balbuceé muy avergonzada - de verdad me gusta...
- No sé que te gusta y no necesito saberlo - me interrumpió la monja con un graznido nasal - lo que sí se es que Flor se queda contigo y te echa una mano. Sean buenas las dos.

Se alejó con paso marcial. Me quedé de pie bajo el sol, con el libro apretado al pecho, mirando a la desconocida Flor con incomodidad. Ella siguió muy quieta, en toda la gloria de su cabello repeinado y su uniforme maravillosamente limpio. Me encogí de hombros.

- No tienes por qué quedarte - le dije - de vedad no entiendo...
- ¡Claro que si tengo! - saltó al punto Flor y me asombró su tono entusiasmado que me desconcertó - ¡la hermana Elizabeth tiene razón! ¡Nadie tiene que quedarse sola todo el recreo aquí! ¡Ven hagamos cosas!

Resultó que para Flor hacer cosas era correr hasta el cansancio bajo el sol, conversar con grupitos de alborazadas niñitas que me lanzaron miradas curiosas y al final, tomar un refresco de cola bajo el árbol de Pumarosa junto a la muralla de la calle. Entonces hizo la pregunta que me aclaró de una vez por todas el motivo por el cual se había comprometido a llevarme de un lado para otro y hacer de improvisada anfitriona.

- Emtonces ¿Es verdad que eres bruja?

Lo dijo mirándome con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta embadurnada de dulce. Me quedé mirandome los dedos de uñas cortas y mordisqueadas, arrepintiendome por quinta vez de mi imprudencia de unas semanas atrás.

La verdad, todavía no sabía como había sucedido. Todo había empezado con las tipicas presentaciones en clases de maestra en maestra. Mi nombre en la lista, la mano levantada. Pero Rosalinda, que impartía Literatura parecía tener un poco más de interés en nosotras que cualquier otra personal de la escuela. Así que las breves presentaciones, también incluían una ronda de rápidas preguntas que tenían por objetivo o así declaró, conocernos mejor.

En mi caso, me preguntó por qué me había cambiado de colegio - por mudarme a la casa de mi abuela, le respondí entre dientes, mirandome los pliegues de la falda -, que era lo que prefería hacer para divertirme - leer dije y escuché algunas risitas burlonas a mi alrededor - y finalmente la pregunta que me había dado realmente problemas: ¿En que crees?. Me quedé muy quieta, sin saber que decir.

- Me refiero a que dicen de Dios en tu casa - me explicó al verme titubear - A quienes rezan, en quienes confían.

Me mordí los labios. Llevaba seis meses viviendo con mi abuela como para saber que nuestras creencias no eran comunes ni tampoco parte de la más populares entre nuestros vecinos y conocidos. También sabía que no todo el mundo entendía del todo bien la palabra "Brujería" y que llamar a las mujeres de mi familia Brujas me había traído algun que otro altercado con mis amigos de juegos en mi cuadra. Así que intenté pensar en que podía responder al coro de caritas aburridas que me miraban y la mirada rebosante de buenas intenciones de Rosalinda.

- Bueno, no rezamos mucho - comencé. Por favor, que no insista, me dije con el pecho cerrado por un nudo de miedo. Pero claro que insistió: Rosalinda ladeó la cabeza y acentuó su sonrisa, todo hoyuelos.
- Y cuando lo hacen ¿A quién rezan?

Con los ojos de mi mente, me vi de pie junto a mi abuela y mis tias en el jardín desordenado de la casa de mi abuela - la bruja, la sabia -, con los brazos levantados hacia el infinito, cantando en voz baja invocaciones a La Luna Llena. Me ví a mi misma, con el cabello trenzado cayéndome sobre el hombro, intentando seguir sus palabras, fascinada por la sensación de misterio que había en todo lo que ocurría. Y pensando, que había algo sublime en el sonido de las voces entrelazadas con el sonido del viento, con esa intimidad de las tierras bajo los pies. ¿Qué podía haber de malo en todo eso? ¿Qué podía ser tan ofensivo?

- Entonces Agla ¿A quién le rezan en casa?
- No rezamos - dije entonces. Los murmullos de aburrimiento y las risitas burlonas cesaron de golpe. Varios pares de ojos se volvieron para mirarme con dramática sorpresa. Tragué saliva. Bueno, era ahora o nunca - Invocamos a la Madre de todos.

Hubo un silencio palpable a mi alrededor, denso e incómodo que me hizo sentir muy expuesta y vulnerable. De pronto fui muy consciente de mi cabello despeinado, mis rodillas flacuchas y mi nariz llena de pecas. Rosalinda se inclinó sobre el escritorio, con una brillante mirada de curiosidad.

- ¿La Virgen María? - Preguntó.
- No.
- ¿Entonces quien es la Madre de Todos?
- La Diosa de la Luna.

Si antes el silencio me había parecido insoportable, ahora me resultó casi doloroso. Las miradas del resto de las niñas me inquietaban pero sobre todo, su expresión de sorpresa y desconcierto. Recordé la ocasión en que prima M. me había insistido en que cuidara mucho a quien hablaba sobre las creencias de la familia. "Alguna gente se lo toma muy mal". Y al parecer, mi salón era de esa gente.

- ¿Quién es la Diosa de la Luna? - inquirió una de las niñas del fondo. Las demás acercaron cabezas al parecer para comentar en furiosos susurros lo que yo acababa de decir. Rosalinda, perpleja, seguía mirándome con curiosidad.

- Es...la Diosa de la cual provenimos todos. La energía que nos creó y nos da la vida - intenté explicar. Sentí que la vergüenza me subía a oleadas por las mejillas, me calentaba la piel - No es alguien, más bien es todo. Lo bonito, lo poderoso, lo fuerte, lo extraño, lo triste y lo alegre. Es la luz del sol y el sonido del viento. Lo que pensamos y soñamos. Lo que está en el corazón y fuera de él.

Sentí que el mundo se movía a mis pies de un lado a otro. Había recitado de memoria un trozo de poema que había leído en algún libro de la Sombras de la casa. Pensé que fuera de las páginas, la invocación tenía algo de infantil y de simple. O quizás la infantil y simple era yo, tan asustada y aterrada allí de pie. Rosalinda pareció notar el momento amargo que estaba pasando y sonrío, con timida amabilidad.

- Pero eso es muy bonito.
- Hablas de Dios ¿No? - preguntó una niña a mi lado - todo eso que dices, es Dios.
- Para mi es la Diosa - sentí que las palabras se me atoraban en la garganta y tuve el nítido impulso de salir corriendo por la puerta abierta del salón. No lo hice, claro - Las brujas...

Si antes el silencio me había parecido incómodo, este alboroto de voces y exclamaciones me hizo extrañarlo. Casi todas las noches de la clase dejaron escapar un sonido cuando escucharon la palabra. Y no fue un sonido bonito o amable. Fue algo más parecido a pequeños jadeos de angustia y miedo. Apreté las manos sobre mi estomago en un puño de dedos nerviosos. Desee estar a kilómetros de distancia de allí, a salvo de sus murmullos, miradas y risitas.

- ¿Eres una bruja entonces? - saltó alguien unos pupitres más allá. Pensé que sería muy fácil mentir. Que sería muy sencillo desdecirme, que me había equivocado de palabra, que las brujas eran palabra complicada que nunca debí haber pronunciado. Entonces recordé la sonrisa de mi abuela, las manos amables de mi tia E., las carcajadas amables de mi tatarabuela. Pensé en lo orgullosas que se sentían todas de esa devoción profunda y fuerte por el pensamiento creador, como le llamaban. Por el Arte que les había brindado conocimiento. Y comprendí que no podía decir otra cosa que la verdad.
- Espero serlo - contesté en voz muy bajita - pero las mujeres de mi familia, lo son.

No recuerdo bien los minutos que siguieron. Hubo mucha algarabía, gente riendose de mi y otras mirándome entre perplejas y simplemente irritadas. Cuando Rosalinda me hizo salir de clase, me quedé de pie junto a la puerta del salón, tratando de respirar. Sentí que la garganta se me cerraba de vergüenza  y algo muy parecido a la tristeza.

- Agla ¿Por qué dijiste algo así? Sé que lees muchos y que la palabra "bruja" te debe parecer intrigante, pero - empezó Rosalinda. Sacudí la cabeza.
- No me lo estoy inventando. Es verdad.
- Mi niña, las brujas no existen.
- Sí existen - tomé una bocanada de aire - No son como la de los Libros y cuentos. No tienen la piel verde, ni los ojos saltones, la nariz ganchuda. Ni van por allí en escoba. Son mujeres normales que creen...en su espíritu, en el poder de su mente, en todas las cosas buenas que pueden crear con las manos y el corazón. Son mujeres sabias, fuertes...y esas cosas.

Con el aliento convertido en un hilo, me di por vencida. Como si la vergüenza del salón no fuera suficiente, me rebusqué en el bolsillo hasta encontrar mi inhalador para asmáticos. Me lo lleve a los labios con mano temblorosa y cuando la ráfaga de medicamento me llenó la boca, sentí deseos de llorar.

- ¿Quién te dijo esas cosas? - dijo entonces Rosalinda, que ahora tenía una expresión preocupada. Me encogí de hombros.
- Mi abuela.
- ¿Tu abuela te dijo...?
- Ya se lo he dicho...ella es una bruja.

Rosalinda siguió mirándome. Había algo en la manera de hacerlo que sugería que no me creía del todo...pero que tampoco creía que mentía. Como no pudo decidirse entre ambas cosas, me pasó un brazo por los hombros y me hizo entrar de nuevo al salón.

- Siéntate y no digas nada más.

Le obedecí: No lo hice...casi por una semana.  De hecho, de no haber sido por las preguntas en clases, con toda probabilidad no hubiese vuelto a abrir la boca en el colegio por ningún motivo. Y es que mi torpe confesión sobre la naturaleza de las creencias de mi familia había logrado que la mayoría de mis compañeras, que ya me miraban con desconfianza por mi cualidad de "nueva", ahora definitivamente decidieran que era un bicho raro de cuidado. Me hicieron el vacío no sólo en clases - donde la gran mayoría se tomaba muchas molestias para ignorarme - sino en cualquier otra actividad escolar, en las que solían evitarme con enorme escrupulosidad. A donde iba, había un coro de rostros mirándome entre curiosos y burlones.

Al principio me afectó, claro está. Me sentía expuesta, humillada y muy triste. Intentaba ocultarme sentándome en los pupitres al fondo de la clase y comiendo a solas escondida en el jardín. Me pesaba la soledad tanto como le puede pesar a cualquier niño de mi edad y sobre todo, me preguntaba si era algo justo todo aquel alboroto por el simple hecho que creyera en algo que la mayoría no. Cuando Gloria, la niña más popular de la clase comenzó a llamarme "la loca de las escobas" entendí que la cosa tenía muy poco que ver con lo que yo creyera y sí con el hecho que era muy fácil burlarse de alguien que no se puede defender. De manera que respondí volviéndome más huraña y antipática, refugiándome en la soledad de los recreos. Que fue donde me encontró la hermana Elizabeth y Flor.

- Oye no tienes que responder - insistió Flor con pinta de querer más que ninguna otra cosa, que respondiera. Me encogí de hombros.
- Bueno, soy muy chiquita todavía. Creo que lo seré cuando sea mayor - le expliqué con desgano - pero mi abuela y todas las mujeres de mi casa si lo son.

Flor se quedó mirandome con los ojos como platos y la boca entreabierta. Desee más que ninguna otra que mirara para otra parte. Pero no lo hizo desde luego: me detalló como si fuera lo más asombroso que había visto nunca.

- ¿Y hacen magia y esas cosas? - saltó con un tono de voz entusiasmado que me dejó sorprendida. Parpadeé.
- Magia...no como en los cuentos. Pero si creemos que existen. Si creemos que cada persona es capaz de crear algo bueno y poderoso con sus propias manos. Cambiar el mundo. Eso es...más o menos magia - expliqué, porque ni yo misma entendía bien el concepto - la cosa es que todo lo que hacemos que hace mejor lo que nos rodea y la vida de los demás, es aprendizaje y sabiduría. Te hace ser más fuerte. Y se llama magia.

- ¿Y hay magia de la mala?

Vaya que esa era una buena pregunta. Me rasqué la cabeza, muy sorprendida de sostener esa conversación con una de las niñas del colegio, en pleno patio de recreo. En casa, se habían tomado muy mal el rechazo que había provocado mi improvisada confesión.

- ¡Montón de niñas salvajes! ¡Mira que tratarte así sólo por decir una verdad del corazón! - bramó mi tia E., que era muy melodramática y cursi - ¡Todas deberían asombrarse y agradecer tu enorme valor!

Puse los ojos en blanco y seguí haciendo mi tarea de matemáticas. La tia continuó caminando de un lado a otro, sacudiendo las manos sobre la cabeza.

- De verdad ¿Cómo puede? ¿Como es posible que te traten así por decir a viva voz la verdad?
- Es una reacción natural - comentó mi abuela, que leía cómodamente repantigada en si sillón de parches - no será la primera ni la última vez que ocurre que lo diferente sea rechazado, menospreciado y atacado. Es parte del temor que despierta lo que no conocemos.

Miré a mi abuela con interés. Me gustaba que no se tomara todo aquel asunto a la tremenda, como si lo habían tomado mis primas y tias. Con todo, quería saber su opinión. Ella había sido la que me había inscrito en el colegio de Religiosas, a pesar de las críticas de mi madre y el resto de la familia. Pero para mi abuela, era de capital importancia aprendiera a convivir con quienes no pensaban como yo. O eso me había dicho en más de una ocasión.

- ¡Eso no importa Celia! - exclamó tía, ofendísisima - ¡No es posible que la niña sufra en carne propia castigo por su valentia!

Fue el turno de mi abuela de poner los ojos en blanco. Me reí por lo bajo y volví a mi suma y a mis restas.

- Es inevitable que seamos distintos en algún lugar, minoría en alguna parte. Por lo que pensamos, por lo que creemos, por lo que profesamos - dijo entonces mi abuela - una bruja es un espíritu osado, una mujer capaz de enfrentarse a los temores y crear algo bueno a través de ellos. La niña tiene que aprender a comprender que la diferencia nos hace fuertes. Que nuestras creencias son la forma como reflexionamos sobre el mundo y no todas deben ser idénticas. Una bruja es libre hasta de sus propios prejuicios.

Entendí muy poco de lo que decía mi abuela, pero si lo suficiente para que me quedara claro que mi abuela le parecía bien que hubiese dicho en voz alta que creía en la Diosa y era una bruja. Eso me hizo sentir un profundo alivio. Había pasado las últimas semanas preguntándome si había hecho algo malo. O incluso, si debía haber mentido para estar más comoda y feliz. Me alegró comprobar que aunque resultaba muy triste la forma como el resto de mis compañeras me trataban, había tomado la decisión correcta.

- ¿Estuvo bien entonces? - pregunté entonces en voz baja - ¿Estuvo bien decir la palabra bruja en público?

Tia E. levantó los brazos y ya comenzaba con su arenga de novela cuando la abuela levantó la mano, deteniéndola. Me miró por encima de sus anteojos de lectura. Una mirada adulta, firme y fuerte.

- ¿Tu que crees?
- Que decir un embuste me lo habría puesto más fácil. Pero que decir la verdad es más simple.

Abuela sonrío. Tia me dedicó una de sus miradas de asombro teatral que a veces me hacian reír y otras veces no tanto. Hoy me hizo sonreír con todos los dientes.

- Recuerda algo: Una bruja sabe que la verdad es una forma de aprender y comprenderse así misma. Que es un poder basado en el valor y la audacia. Un cobarde mentira para protegerse. Un Valiente dirá la verdad para exponerse. Y una bruja siempre escogerá el riesgo y la amenaza, para encontrar su propia manera de ver el mundo.

Seguí sin entender mucho de lo que decía mi abuela pero si la idea general: Lo había hecho bien. Volví a mi tarea con una sonrisa. Pero tia no se daba por vencida. Siguió protestando y gesticulando sobre el "oprobio" de ese "montón de niñitas incordiosas" hasta que mi abuela se hartó y se levantó del sillón con uns suspiro.

- Aja dime ¿Y que va a hacer cuando le hagan preguntas? - preguntó mi tía muy nerviosa - ¡Porque seguro le van a preguntar cosas!
- ¿Pues que otra cosa puede hacer? - mi abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas - ¡Responder!

- Creo que no hay magia buena o mala, sino decisiones buenas o malas sobre lo que haces - le respondí entonces a Flor, que se tomó mis palabras como si una voz hubiese hablado desde Los Cielos abiertos - uno decide que hará y cómo lo hará. Y eso también cuenta para...bueno...cosas mágicas.


Flor no hizo ninguna otra pregunta, como si tuviera que meditar sobre lo que habíamos hablando antes de hacerlo. Mientras tanto,  Siguió con su papel de anfitriona bien intencionada, llevándome de un lado a otro y procurando que no me alejara demasiado de los grupos de gente que conversaban. Y entonces pasó lo inevitable:

- Agla en serio es una bruja - le soltó a Nina, otra de las niñas de la clase que era muy amiga suya. Tuve el impulso nada valiente de salir corriendo antes de recibir otra andanada de miradas burlonas, cuando me sorprendió la expresión franca y seria de Nina.
- No lo dices por jugar ¿No?
- No - respondí -es verdad.
- Pero brujas de las buenas...¿Verdad?
- ¿Hay de otro estilo?

A Nina debió haberle gustado la respuesta, porque sonrió mostrándome su dentadura incompleta. Flor asintió, satisfecha al parecer por lo que acababa de decir.

- Te dije que no estaba loca.
- Ya veo.

Intenté soportar con buen humor que hablaran de mi como si no estuviera allí. Pero con todo, fue agradable conversar unos minutos con Nina, sin que una monja mal encarada y bigotona se lo ordenara. Cuando se fue para seguir con su juego de empujones con el resto de las niñas del salón, Flor me miró con una gran sonrisa.

- ¿Ves? No duele mucho hablar.
- Bueno, no es que sea lo más cómodo...
- Eres una niña loca, pero eso no es malo.

Por supuesto, no supe que responder a eso, aunque no se escuchaba del todo mal. Cuando Flor me tiró de la mano para correr a jugar con la pelota en el patio, no pude evitar sonreír.

***

Resultó que le había caído muy bien a Nina y al día siguiente, volvió a donde yo estaba sentada con Flor junto con dos amigas suyas. Las tres se sentaron junto a nosotras y por supuesto, me preguntaron lo que al parecer era la idea más popular en clase: Las brujas.

- ¿Y tu abuela vuela en escoba? - me preguntó una de las amigas de Nina muy impresionda.
- No, claro que no. Vamos en automovil, como todo el mundo.
- Pero tienes escobas.
- Sí, colgadas en la pared y no se usan para barrer.

Hubo un ¡Oh! general muy sorprendido y agradable. No puede evitar recordar a mi abuela, dedicándome una de sus miradas amables y sinceras. "Decir la verdad es para valientes y no cualquiera lo hace", me había repetido varias veces en esa semana. Me pregunté si con su extraña sabiduría, había imaginado que la ronda de preguntas de las niñas ocurriría. Si tendría que sentarme para hablar con todas ellas, más allá de la burla y el miedo.

- ¿Y Tienen gatos embrujados?
- Tenemos un perro gordo que duerme en el jardín.

Todas rieron. Nina sacudió la cabeza, con los ojos llenos de alegría.

- Oye ¿Quieres venir a sentarte con nosotras en clase?

Me quedé de una pieza. Ese era un gran ofrecimiento. Era algo bueno...y sobre todo, era algo que no me había esperado que sucediera en aquel colegio enorme, inhóspito y un tanto atemorizante. Pero estaba pasando y con mucha más facilidad de lo que había supuesto. Cuando esa tarde me senté junto al grupo de Nina, con Flor a mi lado, pensé que era el día más agradable que había vivido en el colegio. Y me asombró un poco que fuera justamente por decir la verdad.

- Oye, loca de las escobas, ¿Te vas a comer la tierra hoy? - me murmuró Gloria  unos pupitres más adelante. Lo había hecho todos los días desde la incómoda clase de Rosalinda. Y siempre me había limitado a esconderme detrás de mis libros para huir de su mala intención. En esta ocasión, no lo hice. Me la quedé mirando como si se tratara de un insecto especialmente interesante.

- ¿No te cansas del mismo chiste? - le dije. Y lo hice con una sensación de aterrorizada fascinación ¿Yo dije eso? me pregunté. Nina y su grupo me miraron asombradas. Flor soltó una de sus carcajadas divertidas.
- Oye, cuidado y Agla te hace crecer un tercer ojo - dijo entonces Flor en voz muy alta - Eso te taparia ese granote feo en la frente.

Más risas. Gloria las miró a todas ofendida y enfurecida. Se volvió al frente, haciendo oscilar su coleta de cabello rubio con petulancia. Nina se inclinó conteniendo las carcajadas.

- O una segunda boca. Con la que tiene no le alcanza para todos los chismes.

Ahora también reí mientras Gloria apretaba los dedos sobre el pupitre, escuchándonos aunque sin darse por enterada. Y por primera vez en mucho tiempo - o quizás por primera vez, sin atenuantes - me sentí realmente bien en el nuevo colegio. De estar entre todas aquellas niñas a quienes había temido un poco durante los últimos meses. Y por supuesto de ser una bruja. O una niña que quería serlo, al menos.


***

Abuela me escuchó con una sonrisa, mientras le contaba lo que había ocurrido. Nos sentamos juntas en el jardín antipático, para mirar la última luz de la tarde.

- Y bueno...le caigo bien a las niñas - concluí. Abuela me dedicó un guiño malicioso.
- Ya te lo dije: no hay ningún motivo para disimular quien eres, lo que amas. Lo que te hace único. La diferencia es la mayoría de las veces un privilegio.

Que idea bonita esa, me dije mirando los resplandores carmesí del atardecer. Me sentí de pronto muy tranquila, llena de una extraña sensación de paz que no comprendía muy bien.

- Porque decir la verdad es de valientes ¿No? - dije, fascinada con la idea.
- Porque decir la verdad es cosa de brujas - dijo mi abuela. La luz se hizo púrpura, añil y finalmente de un plata tan brillante que me dejó sin alientos por su belleza - una forma de crear y soñar.

Sonreí, fascinada por sus palabras. Y más que nunca, asombrada del poder de ese misterio extraño y casi siempre desconcertante, del espíritu de una bruja. Una forma de esperanza. Una idea profunda.

Una vuelo alto de la imaginación.

sábado, 27 de febrero de 2016

De pequeños fragmentos de historias muertas y otras historias de Brujería.





Cuando cumplí catorce años decidí que sería fotógrafa. Tenía al menos un par de años fotografiando pero jamás me lo había tomado en serio. Pero de pronto, sentí el impulso - la necesidad en realidad - de dedicar mi vida a las imágenes, a detener el tiempo a través de la cámara. No se trataba de una decisión espontánea: no había podido dejar de pensar en la capacidad de crear gracias a la fotografía desde que había levantado la cámara para captar un instante que duraría para siempre. Pero tomarmelo en serio...pues eso era cosa reciente. Y como novedad que era, se volvió de inmediato una obsesión. De esas sofocantes y preciadas que te acompañan en todas partes.

- ¿Tomarme una fotografía? - preguntó mi abuela -la sabia, la bruja - un poco sobresaltada cuando me aparecí por la cocina con la cámara en mano. Sonreí.
- Decidí que sería fotógrafa. Y...quiero fotografiar las cosas importantes en mi vida.

Mi abuela no se dejó conmover por aquella zalamería y me miró con la ceja enarcada. Dejé escapar un suspiro, con los hombros caídos de pura frustración.

- Es que desearía tomar imágenes que contaran historias. Pero no sé como.
- Tus fotografías son buenas - dijo mi abuela con su habitual franqueza. Me tocó el turno a mi de enarcar la ceja.
- Sólo son imágenes de mi rostro.
- ¿Qué tiene eso de malo?


Tampoco yo podría decir que tenía de malo que por casi tres años hubiera tomado exclusivamente autorretratos, pero la cosa era que de alguna forma, no lograba convencerme que ese ejercicio de pasión, amor y confusión que llevaba a cabo era fotografía. Fotografía de la de verdad, en todo caso. De la que veía en los libros que hablaban sobre el trabajo de grandes maestros, de esas imágenes que te cautivaban la imaginación y te dejaban asombrado por su belleza y poder. Mis fotografías eran simples imágenes de un rostro núbil, a medio construir. Los perfiles de una muchacha que comenzaba a despuntar en la adolescencia, con la mirada asombrada y el miedo dibujado a veces entre luces y sombras. ¿Eso podía ser fotografía? O mejor dicho ¿Era algo tan íntimo y primitivo algo más que pura necesidad personal de comprenderme?

No lo sabía. Y tal vez por ese motivo había decidido salir de mis juegos personales para mirar el mundo que me rodeaba a través de la cámara. Lo hice con esa sensación de asombrada timidez que suele despertar crear algo nuevo por primera vez. Como si cada parte del mundo fuera por completo nueva y por tanto, levemente dolorosa. Levanté la cámara preguntándome una y otra vez, fotografiando lo que me rodeaba para encontrar quizás una nueva forma de comprenderlo. Me asombró ese despertar, esa sensación de renacimiento que me produjo el simple hecho de apuntar el lente hacia algo más que mi misma.

Aún así, no logré encontrar en aquella interminable sucesión de imágenes, la misma emoción que me provocaba fotografiar mi rostro. Vaya, ¿se trata de un desesperado narcisismo? me pregunté inquieta. ¿No había nada más que me llamara la atención más allá de mi propia identidad? En realidad no era tan simple. Y lo supe apenas fotografié a un desconocido que caminaba con paso lento por la calle frente a mi casa. Hacerlo me provocó el mismo placer de observación y contemplación que me provocaban mis autorretratos. Recuerdo que permanecí un largo rato saboreando la posibilidad de esa mirada, de esa curiosidad un poco dura que me hizo levantar la cámara una y otra vez, hasta que el desconocido se detuvo y me miró, perplejo. Me apresuré a sonreír.

- Lo lamento - balbuceé - No lo hago de nuevo.

Entré corriendo a mi casa, ocultándome detrás de la puerta cerrada. Cuando atisbé por la ventana de la sala, el desconocido había seguido su camino. Me quedé pensando en que a pesar de eso, yo conservaría su figura alta y desgarbada para siempre. Que ahora, su imagen, esa huella indeleble de quien era, me pertenecería de una forma nueva y desconocida. La idea me hizo sonreír y pensé por primera vez en mi vida que la fotografía era poderosa. Que era incluso...mágica.

Claro, lo admito, a los catorce años había escuchado tanto de magia que ya la palabra me traía un poco harta. En casa la idea parecía estar en todas partes, como si incluso las cosas más simples tuvieran su misterio y su belleza. Era una forma de ver el mundo un poco romántica - cursi, solía llamarla para mis adentros - pero que le dotaba de cierto brillo amable. Y sin embargo, me costaba trabajo entender ese concepto insistente: para mi abuela y el resto de las mujeres de la casa, la magia era un concepto inherente a todo, una forma de interpretar cada cosa y momento. Pero a mi no me parecía tan sencillo. Era relativamente sencillo llenar de poesía cualquier acto simple, interpretarlo desde la ternura y su significado. Pero ¿eso era la magia? ¿No había algo más...enigmático? A veces me temía que no.

Entonces tomé mi primer retrato, el de ese desconocido huidizo y tuve la loca impresión que era algo mucho más misterioso que el acto de apretar el obturador y apretar una imagen. Era algo relacionado con algo incontrolable, continuo y profundo. Una idea sobre el tiempo y la permanencia. Por supuesto, con catorce años nadie piensa en esos términos pero si tuve muy claro que la fotografía no era un acto común. Que en realidad era una composición de una serie de elementos extraordinarios en lo que nos había reparado hasta entonces. Pensé que quizás...la fotografía tenía que ver con ese elemento blando y desigual que llamamos realidad y la manera como la comprendemos.

Supongo que no sería casual ni mucho menos inesperado, que después de fotografiar árboles, cielos despejados, perfiles de la montaña, las calles y avenidas polvorientas y encontrar que fotografiar un ser humano era algo por completo distinto incluso a la experiencia del autorretrato, decidiera volver mi lente curioso hacia mi familia. Todavía no sabía por qué lo hacia o que significaba todo aquello, pero si tenía algo muy claro: quería seguir haciéndolo.

- Que...la fotografía es mucho más que mirarme - declaré con gran aplomo - creo que fotografiar es ver. Y que verme a mi es como...perder el tiempo ¿No?

Abuela no dijo nada y siguió revolviendo la sopa del mediodía. Cuando me miró, tenía una expresión pensativa.

- ¿Por qué?
- Porque... - me mordí el labio tratando de encontrar las palabras justas - porque yo sólo soy yo. Una muchacha cualquiera. ¿Qué puede ser tan asombroso en mi como para fotografiarlo siempre?

Abuela tomó un puñado de verduras que había cortado y las arrojó a la olla. Después añadió un puñado de sal y siguió revolviendo. Como siempre, hacia todo aquello con una seguridad de gestos que lo hacían parecer todo muy  importantes y significativo. Pensé que era muy extraño eso: mi abuela tenía la capacidad de brindar sentido incluso a gestos por completo comunes. Supuse que tenía que ver con el hecho que era bruja y que había pasado toda su vida, reflexionando sobre la importancia de mirar cada cosa con atención. Una idea que aún yo no aprendía del todo.

- Una vez una bruja muy vieja me dijo que lo más asombroso que había visto nunca era su mirada en un espejo - comentó al cabo de unos minutos - que le sorprendió mirarse así misma como un cúmulo de ideas y no solamente un rostro. Puede ser que eso haga interesante todo lo que mires a continuación ¿No?

No dije nada. Realmente no deseaba que mi abuela mezclara brujería con fotografía, dos cosas tan distintas entre sí como el día y la noche. ¿Qué tenía que ver algo tan realista y pragmático - acababa de aprender esa palabra y me gustaba mucho - cómo fotografiar con un pensamiento espiritual como era la brujería? Me gustaba la fotografía justamente porque conectaba lo tangible con lo intangible, creaba la belleza de cualquier idea. La brujería necesitaba analizarlo todo y encontrar ese elemento que lo hacía único. Y aunque parecían la misma cosa - de vez en cuando pensaba que lo era - había llegado a la conclusión que en realidad había una considerable distancia entre ambas ideas.

- No lo sé - dije sin comprometerme - lo que creo es que la fotografía necesita tener un propósito. Y no sé si la vanidad sea uno muy bueno.

No sabía muy bien lo que quería decir la palabra "propósito" pero últimamente pensaba mucho en ella. Tal vez se debían a los inevitables cambios de la adolescencia o algo más complicado: el hecho era que con frecuencia me encontraba preguntándome el motivo por el cual hacia algo o decidía no hacerlo. ¿Todo se trataba de una decisión? ¿De un significado? ¿Y qué ocurría con lo que parecía no tenerlo? ¿Necesariamente lo que hacíamos - o no - debía tener un motivo que lo hiciera comprensible? ¿Y que sucedía si no era así?

- La Vanidad es un concepto moral.
- Nadie quieren que lo llamen vanidoso.
- ¿Por qué no?
- No todo el mundo practica la brujería abuela - dije con cierto fastidio.

Me refería al hecho que en brujería, se insistía que el pensamiento personal, la manera de comprender el mundo era de capital importancia. Mientras en otras creencias parecía ser de capital importancia olvidar el yo, diluirse en un propósito mucho más profundo que el propio, en Brujería se insistía en mirarse casi con obsesiva atención. La mayoría de las cosas que había aprendido tenían mucho que ver con la necesidad de comprender nuestro mundo interior, de asumir la fuerza de nuestros pensamientos, voluntad, capacidad de creación. No era una idea que tuviera muy clara ni que entendiera siempre y que la mayoría de las veces, chocaba frontalmente con el mundo más allá de casa, donde la vanidad se consideraba reprobable e incluso un pecado moral.

- Pero tu sí - dijo mi abuela con cierta sequedad - y a ti te enseñe a confiar en tu forma de comprenderte antes de comprender lo que te rodea.
- ¿Por qué? - pregunté impaciencia - ¿Qué hay de importante en eso?
- Nadie puede construir un puente hacia la percepción de lo que le rodea y las cosas que sostienen el pensamiento con que se identifica, sin asumir primero el valor del suyo. No se trata de importancia, sino de niveles de profundidad - dijo. Y me costó entender lo que intentaba explicarme. Ahora tenía una expresión muy seria y concentrada - la única manera de seguir un camino en el mundo que te rodea, es haber seguido el interior.

- Hacia el corazón y esas cosas - dije en tono petulante. Abuela inclinó la cabeza pero no perdió los estribos.
- Exactamente. ¿Cómo esperas comprender en otros lo que no eres capaz de mirar en ti mismo?
- Hablas como si lo que hay en el exterior es un reflejo de lo interior y no al revés - protesté. Con todo la rebeldía de la adolescencia, estaba decidida a no dejarme convencer. Me estaba volviendo cínica o eso me gustaba pensar - Es imposible creer que todo lo que nos rodea tiene que ver con lo que yo pienso sobre eso. O un asunto de magia. Es una idea demente. Una idea de brujas.

Miré desafiante a mi abuela, preparada para escuchar una regañina o al menos unas palabras de advertencia. Pero ella sólo me miró, sus ojos miel encendidos de algo muy parecido al disgusto. El tiempo se alargó, se impregnó de un silencio desagradable y denso y comencé a arrepentirme de haber dicho aquello. Aunque no del todo. Seguía pensando que el mundo interior, esa idea extrañamente vaga y abstracta, no podía ser más importante que la realidad, lo que nos rodeaba.

- Una vez leí algo muy parecido a lo que dices - comentó entonces. Me sorprendió su tono mesurado y tranquilo - una frase que resume lo que pienso:  "Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la propia oscuridad. Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino."
- ¿Que bruja dijo eso?
- En realidad lo dijo Carl Jung - me respondió. Me quedé paralizada por la sorpresa - y lo dijo, justamente luego de convencerse que el camino para comprender quienes somos, no empieza en ningún otro lugar que en la oscuridad de los párpados cerrados. Que nadie, encontrará respuesta a sus preguntas afuera de si mismo, sino en ese paisaje misterioso y doloroso del pensamiento privado. Nunca somos más poderosos que cuando nos conocemos. Que cuando llegamos a asumir el valor y los dolores de nuestro paisaje mental.

Me mordí los labios, sin saber que responder. Había leído algunas cosas sobre el doctor Carl Jung y lo poco que conocía sobre él, me había asombrado. No sólo era un respetado psiquiatra sino que además, se permitía el atrevimiento de mirar el mundo desde un profundo simbolismo, algo que me encantaba. Me desconcertó que su pensamiento pudiera coincidir de una manera tan elemental con mis creencias en las que me había educado.

- Abuela, pero no entiendo ¿Qué puedo encontrar en mi mente que sea tan valioso? - insistí, un poco frustrada - ¿No lo entiendes? Tengo catorce años, no sé nada del mundo. ¿Qué puedo reflejar de lo que me rodea?

Era un pensamiento que me atormentaba siempre que miraba mis autorretratos, aunque jamás lo hubiese confesado en voz alta. Me miraba en la interminable sucesión de fotografías, sin saber como descifrar ese empeño mio por crear y comprender las ideas mis ideas personales en imágenes. Sentía que de alguna forma, intentaba responder preguntas, aunque no supiera cuales eran. O en qué podía consistir esa obsesión por mi identidad. ¿En que podía servir eso para que mi experiencia como futura fotógrafa fuera más fuerte, poderosa y real? No lo sabía.

- No se trata de tu edad o de tus conocimientos. El conocimiento interior no se basa en el hecho de cuantificar o evaluar cuanto sabes - me respondió. Se secó las manos sobre el delantal y se sentó en una de las sillas de la mesa de la cocina. Me apresuré a imitarla - se trata en descubrir por qué haces lo que haces o mejor dicho, hacia donde te conduce todas tus decisiones. Qué te inspira, a qué le temes. Qué es lo que hace que confieras importancia a algunas cosas y a otras no.

"A una bruja se le educa para mirar, para utilizar su curiosidad para construir su propia visión de las cosas. Una bruja jamás dejará de hacerse preguntas, de cuestionarse, de aceptar las dudas y enfrentarse a sus temores y terrores de la mejor manera que puede. Una bruja se le educa para avanzar entre sus ideas, para elaborarlas desde el origen, sea cual sea y asumir el costo de ese riesgo de creer y confiar. No se trata de vanidad, se trata de comprender que somos parte de una idea mucho más grande, que sólo puede ser comprendida a fragmentos infinitos. A través de ese recorrido interior indispensable para nacer mil veces en el fuego del espíritu.

Una vez, había leído en uno de los Libros de las Sombras de la Familia, que la Brujería estaba firmemente convencida que el Infinito comenzaba en el corazón. A primera vista puede parecer una idea romántica - a mi me lo pareció - pero poco después, descubrí que muchas de las brujas de la familia analizaban la idea desde el punto de vista que cada uno de nuestros pensamientos es una parte del Universo, un reflejo de lo trascendental que creaba nuestro espíritu. Era un noción de enorme importancia para la Brujería y después descubriría que para muchas otras creencias tanto paganas como monoteístas. Me sorprendí pensando que quizás, había tropezado con la misma certeza pero a través de la cámara, gracias a mi necesidad de fotografiar.

- Una bruja, mi niña, siempre se arriesgará a crear, incluso si eso le lleva a la confusión - siguió mi abuela - una bruja intenta encontrar en cada una de las piezas de su mente, una metáfora de lo que cree y ama. Porque al final de todas las cosas, tu espíritu es un espejo que expresa ideas esencialmente personales hacia el mundo exterior. Miramos el mundo según lo comprendemos, según lo asumimos real. Según aprendimos que es.

Pensé en las noches en que me encerraba en mi habitación para fotografiarme. La sensación de plenitud y emoción que me embargaba a medida que reconocía en mi rostro mis propias conclusiones sobre mis aspiraciones y temores. ¿No había sido eso lo que me había llevado a fotografiar en primer lugar? ¿No había sido esa necesidad de entender algo sobre mi que hasta entonces me había sido esquivo? ¿No había buscado lo mismo en el mundo exterior sin encontrarlo? ¿Y lo había creído encontrar un reflejo de esa curiosidad de la mirada al fotografiar a alguien más? ¿Al verme reflejada quizás en los rostros y miradas de quienes me rodeaban? La sorpresa me sacudió y después algo más dulce y amargo, parecido a una especie de descubrimiento interior extraño, misterioso y privado. Dudé que pudiera explicar eso en palabras.

- Entonces...¿la brujería piensa que somos parte del Infinito y que conocernos mejor nos hace comprender con más claridad lo misterioso?
- Así es - dijo mi abuela - porque el misterio más profundo de todos es el de tu rostro oculto.

La frase me sobresaltó. Me quedé desconcertada, sosteniendo la cámara entre las manos, pensando en las cientos de posibilidades que encerraba, en el hecho que quizás...había descubierto mi propio camino hacia la magia de una manera por completo inesperada. Me temblaron los dedos cuando acaricié el frío metal del lente, la lisa curva del cristal. ¿Qué secretos estaba intentando encontrar y de qué manera los estaba construyendo?

- A veces...pienso que fotografiarme es un tipo de dolor - murmuré en voz baja - que mirarme en una fotografía me muestra tal cual como soy, como si formara parte de un reflejo muy extraño sobre mi manera de pensar. Eso me atemoriza. En otras ocasiones, me gusta.

- Toda creación es un tipo de sufrimiento privado, muy bello y profundo. Es tomar una parte de lo que te define y elaborarlo para ser comprendido y observado - contestó abuela - también lo es la Brujería. Una bruja crea una manera de ver el mundo, de comprender la fuerza de su espíritu, del tiempo que la educa, de la historia que la precede y la antecede. En realidad, toda forma de arte es magia. Y toda magia es un Arte. Por eso el poder de la Brujería para sostenerse sobre la pasión de la bruja, de su capacidad de ver - observar, obsesionarse  por lo que le rodea- como una forma de reflejar la realidad.

No supe que responder a eso. O quizás sí, pero las palabras se convirtieron en un tipo de emoción muy precisa que me subió a la mejillas como una oleada de calor. De pronto, pensé que mi propósito de convertirme en fotógrafo no era del todo accidental y que de alguna forma, como bruja en formación que era, me había estado preparando para esa búsqueda interior durante mucho más tiempo del que pensaba. De pronto, comencé a pensar en la fotografía no sólo como una afición - o una profesión - sino en algo más profundo, bello y significativo.

- Una bruja que fotografía - dije en voz baja y un poco asombrada. Abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Nada más y nada menos - bromeó - ahora ¿Todavía quieres tomarme una fotografía?
- Por supuesto que sí.

Sonreí y me levanté. Ella también lo hizo, con un gesto curiosamente juvenil y tímido. Se quedó de pie, mirándome en silencio y pensé que era un momento muy importante. De pronto fui muy consciente que no sólo se trataba de una fotografía sino algo muy parecido a un recuerdo que empezaba a formarse en ese mismo instante. Un momento que no sería igual a otro. Que como los retratos de mi rostro - esa interminable sucesión de autorretratos - conservarían la imagen de mi abuela intacta en el tiempo, en cualquier circunstancia que pudiera venir después. Que mi manera de mirarla, ese mundo interior que comenzaba a conocer, sería mi manera de brindarle un lugar importantísimo en mi vida.  El corazón comenzó a latir muy rápido por la mera idea.

- Bueno, no te muevas.
- No lo haré - sonrió. Y me pareció notar un brillo de orgullo en sus ojos. Seguro me lo imaginé, pensé de inmediato - sólo dime que hacer. Eres la fotógrafa.

Me sonrojé como jamás lo había hecho. Sentí que la palabra "fotógrafo" calaba muy hondo en mi interior. Como antes lo había hecho la palabra bruja y que juntas, formaban algo nuevo sobre mí, sobre mi mundo de ideas. En mi forma de concebir mi propia identidad.

Levanté la cámara y miré a través del visor. La figura de mi abuela pareció flotar y pensé en ese infinito brillante, tachonado de estrellas púrpuras que vivía en mi imaginación. Pensé en el tiempo a nuestro alrededor, en lo que le brindaba importancia y cuando finalmente apreté el obturador, un silencio de pura emoción me llenó los dedos. Una forma de crear y de soñar.

***

A veces, cuando sostengo la cámara y fotografío, recuerdo esa lejana escena de mi niñez. Esa sensación de portento y reconocimiento que comprendí me brindaba la fotografía y que aún conservo hasta hoy. Pero más allá de eso, recuerdo esa percepción sobre la belleza, la intimidad y el poder de las ideas que aprendí esa tarde. Y tengo la impresión que cada imagen que he tomado - y tomaré - crean una visión profunda sobre los espacios interiores de mi mente, de mi pensamiento y sobre todo, de quien soy. Un reflejo en el espejo de mi espíritu, que crea y conserva mi voz más personal.

- Nunca había visto esa fotografía de mi madre - la voz de mi mamá me sobresalta. Está de pie, junto a mi biblioteca, donde el retrato de mi abuela parece flotar entre los libros. Tiene una expresión tranquila y reposada en su rostro, el cabello trenzado, los ojos brillantes. Y es joven para siempre, desde mi amor por ella, desde todos los espacios de mi mente que le pertenecen.

Sonrío cuando me acerco a mi madre.

- Fue un pequeño secreto entre ambas - le digo. Ella toma la fotografía y la mira. Pienso que está contemplando a mi abuela como yo la vi en al tomarla, un recuerdo entre cien recuerdos preciados. Una idea que refleja mi forma de mirar al mundo, a mi misma - y creo que fue la primera vez que comprendí que la fotografía, era parte de mi.

Mi mamá sonríe y deja la fotografía en su lugar. Me pasa un brazo por los hombros y miramos juntas, a la mujer eterna en la imagen, a esa parte de mi misma creada a luz y a sombra. Y me pregunto, si sabemos el valor extraordinario de una idea, de todas las que nos crean. Y el poder de los pequeños secretos que atesoramos, que guardamos en nuestro espíritu como una forma de trascendencia.

Un fragmento de magia real.

viernes, 26 de febrero de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Febrero: Inglaterra. Kenneth Grahame.,





La literatura para niños suele ser en ocasiones menospreciada, por el hecho de considerarse un género menor dentro del mundo de la palabra. Ya sea por su público natural o incluso, por esa percepción sobre la niñez tan difusa que se tuvo - y se mantuvo -  por buena parte de la historia, las novelas de consumo esencialmente juvenil fueron asumidas como marginal y en ocasiones, limitadas incluso como expresión artística.  Aún así,  algunos de los mejores escritores de la historia han encontrado en los libros para niños una herramienta para construir un lenguaje sensible y profundamente trascendental. Incluso, para lograr mirar el mundo de una manera por completo nueva. Una forma de soñar.



Quizás por ese motivo, Kenneth Grahame escogió la literatura para niños para mirarse así mismo. Fue un hombre trágico o al menos así suele definirsele, a la luz de las muchas y dolorosas tragedias que tuvo que enfrentar durante su vida. Huérfano de padre y madre, tuvo una infancia violenta y difícil, que le llevaron a un temprano alcoholismo. Ya adulto, se enfrentó a la elitista sociedad de la Inglaterra de su época  y tuvo que renunciar a su sueño de cursar estudios Universitarios en la Universidad de Oxford, conformándose con hacerse un empleado menor de un banco. Poco después, contrajo matrimonio pero no fue una unión feliz: el único hijo de la pareja fue un niño enfermizo que atravesó la infancia entre enfermedades y numerosos problemas de salud. Finalmente se suicidaría, a los veinte años, en lo que pareció ser en colofón de una larga lista de dolores y pesares en su corta vida. Para Grahame, sin embargo, fue quizás el final de una larga historia de sufrimiento privado que nunca llegó a superar del todo.

Porque Grahame, más allá del hombre duro y obsesionado con la desgracia que sus contemporáneos describen, también era un escritor. Un hombre obsesionado con la belleza por las palabras, por su capacidad para transformar el mundo en un ideal. O eso parecen sugerir sus obras - todas para niños, todas de fantasía - que forman parte de su corta pero sustanciosa obra editorial. Grahame, el hombre transido de dolor y también, aterrorizado por las pequeñas escenas angustiosas que parecían poblar su vida, también estaba obsesionado con la belleza, con la necesidad de reivindicar la angustia y la desazón a través del arte de crear. Y lo hizo de la mejor manera que supo, pero sobre todo, enfrentándose así mismo, a esa noción sobre el padecimiento tan propia de una época desigual y dura, de grandes privaciones y diferencias sociales, de enormes abismos entre la pobreza y la riqueza. Para el escritor, crear fue una puerta abierta a la libertad, no sólo la mental, sino también la espiritual, una formad de construir un mundo a su medida.


No obstante, Grahame jamás se pensó así mismo como escritor o al menos, no de la manera tradicional. Por años, fue el secretario honorario de la Sociedad Shakesperiana, gracias a su amistad con el escritor y presidente de la institución  James Furnivall. Y aunque es bastante probable que el escritor ya por entonces fuera un devoto de la palabra escrita - se le describe como un devoto lector y un asiduo a tertulias literarias de diversas índole - fue en la sociedad donde comenzó lo que podría llamarse, no sin cierta ambigüedad, su carrera como escritor.  Grahame, con un infalible olfato literario y sobre todo, una innata capacidad narrativa, comenzó escribiendo artículos en St. Jame’s Gazette y más tarde en el National Observer, primero de manera anónima y finalmente, llevando su firma. Sus artículos, sorprendieron a los lectores por su elegancia y también su profundidad. Cosechó elogios y con toda seguridad, fue esta primera experiencia satisfactoria en el mundo de la escritura, lo que le llevó a comenzar su corta pero prolífica carrera como escritor por derecho propio.

Sin duda, Grahame, logró encontrar en las palabras un refugio, una forma de crear y construir planteamientos e ideas profundas, que con certeza, se convirtió en el mejor de sus refugios al dolor y a la angustia que solían atormentarle.  Tal vez por ese motivo "El viento en los Sauces" sea su obra más conocida, convertida en clásico de la literatura infantil Universal y parte del gran Universo literario inglés. No sólo se trata de una obra de enorme calidad literaria sino que tal vez, la primera construida dentro del universo infantil y por tanto, fruto de ese devenir de la inocencia y la fantasía propia de la infancia. Grahame concibió la historia para su pequeño hijo Alastair, que sufría desde la niñez de múltiples quebrantos de salud y pasó la mayor parte de sus primeros años en convalecencia. Un juego de palabras entre padre e hijo, una confidencia de infinita ternura, de la cual nació quizás una de las obras más entrañables de la literatura infantil que se recuerde.

Fue Alastair desde su lecho de enfermo, el que escuchó por primera vez el cuento sobre el ratón, la jirafa - que después sería sustituida por un tejón - y un topo. Probablemente lo hizo con las sienes húmedas de fiebre, aferrándose a las palabras de su padre para escapar de la debilidad y el dolor. Una y otra vez, Grahame el padre creó para su hijo no sólo un mundo de fantasía en el cual refugiarse del miedo y la desazón, sino una historia trascendente que poco a poco tomó sustancia propia, construyó una versión de la realidad que no sólo logró captar la inocencia de esa otra visión del mundo - la delicada, la profundamente emocional - sino que permitió al Grahame escritor encontrar una forma de contar al mundo sus ideas, de asimilar sus particularidades y asumir el poder real de la palabra creativa. Para Grahame, "El Viento el Sauce" fue una forma de consuelo y no sólo por el mero hecho de procurar a su hijo un obsequio perdurable, una complicidad diáfana, la calidez de una aventura que jamás podría vivir sino también, por ser la puerta abierta hacia el consuelo del dolor adulto, la angustia existencial que le acompañaba a todas partes.

Y  es que quizás, ese sea el gran triunfo de una novela pensaba desde la humildad: su capacidad para construir un reflejo del mundo del hombre con una sencillez que cautiva desde las primeras páginas. Mientras que sus predecesores apelaron a lo simbólico y quizás a lo metafórico para construir historia basadas en el mundo infantil, Grahame insiste en esa visión dulce de lo natural, como si lo humano en cada uno de los personajes, sólo fuera una manera de destacar su sutileza ideal. Con un sabio pulso narrativo, Grahame triunfó al dotar a su historia de una profundidad que no se basa en las metáforas que crea, sino en su capacidad para expresar la noción sobre la belleza desde la simplicidad.

Es por ese motivo, que "El Viento en los Sauces" conserva una inocencia perdurable, una frescura insistente que aún casi cien años después de su creación, continúa cautivando al gran público lector. Publicada por primera vez en 1908, la novela fue un éxito inmediato: aclamada por la crítica y amada por el público, se convirtió en la historia preferida de esa Inglaterra dura y hostil de los primeros años del siglo pasado. No obstante, quizás por su ternura y sencillez, la novela de Grahame se abrió camino y ocupó un lugar propio, una metáfora de esa inocencia rota, perdida a medias que el mundo adulto siempre encuentra doloroso y lamentable. Y es que quizás este hombre herido, este hombre trágico cargado de pesar y dolor, supo construir con mayor delicadeza que cualquier otro, ese delicado equilibrio entre la fantasía y el símbolo, un reflejo de la época que le tocó vivir. Un canto sentido no sólo al estilo de vida humilde y sencillo del campo Inglés sino a algo más profundo y hermoso, esa noción de la pureza intocada, de la fraternidad sutil que surge sólo del mundo infantil. De la estampa pastoral, Grahame crea algo tan espléndido como raro: una noción simple e inolvidable, del mundo de la ternura en lo más profundo del corazón del hombre.



¿Quieres leer las obras completas de Kenneth Grahame en formato PDF? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te lo envío.

jueves, 25 de febrero de 2016

La muerte de dos maestros universales: Un panegírico privado para Harper Lee y Umberto Eco





Leí Matar a un ruiseñor sin saber que se trataba de un clásico. Uno no piensa en esas cosas a los diez años, cuando tomas un libro cualquiera de la biblioteca y comienzas a leerlo por puro aburrimiento. Lo lees, con esa curiosidad que despierta la página escrita, la historia que se desgrana en palabras. Lo paladeas, como quien muerde una fruta exquisita, jugosa, cuyo sabor no olvidarás. Y de pronto, el libro lo es todo. El libro se hace el mundo, se desborda por los bordes de la solapa, recrea un universo único. Porque para quien lee, la historia es la realidad y la realidad, una historia que contar.

Así me hizo sentir la obra única —por entonces— de Harper Lee. No sólo porque Scout tuviera casi mi misma edad, sino porque me mostró, palabra a palabra un mundo nuevo. Porque construyó con cuidado, un planeta ajeno, de experiencias ajenas, que comprendí de manera inmediata. Y cómo disfruté, de esa visión de la niña que deambula en medio de las ideas de los adultos. Como amé desesperadamente esa noción del bien y del mal elaborada a mitad de la experiencia y otra de la inocencia. Como respeté a Atticus, convertido entonces en el padre ideal, en una figura extraordinaria con la talla de un gigante. Como me reconocí en el desamparo de ambos, en ese amor frágil que deambula entre juegos y canciones. Como me enseñó esa historia que pudo ser mía, en otro tiempo y en otro lugar. Al leer la última página del libro, supe que Harper Lee me había obsequiado lo imperecedero.

La llevé conmigo por el resto de mi vida. A su obra, que siempre tuve la sensación no había terminado de leer. A Scout, con quien de vez en cuando me tropezaba en mis pensamientos y reflexiones. Pero sobre todo, a esa hombre de corazón noble en lo cotidiano, ese Atticus ideal que parecía llenar los espacios de pequeños dolores y tragedias cotidianas. Atticus, que se enfrentó al dolor, la violencia y la maldad corriente con las únicas armas de la que dispone el hombre común: con su amabilidad, su constancia, su bondad. A ninguno de ellos le olvidé jamás.

A veces estoy convencida que somos quienes amamos. Y ese amor, extraordinario e íntimo, se extiende a los libros que nos educan. Al menos, a mi me ocurre de esa manera. Me pasa en tantas ocasiones que he llegado a pensar soy hija de las palabras de muchos otros, una mente construida a la medida de cientos de esas lecciones misteriosas que llenan los libros y que para quien es distinto, incluso contradictorias. Lo pienso, por esa simple necesidad de entender la nobleza de los pequeños milagros cotidianos. De esos que tan bien comprendió Harper Lee en su pequeña epopeya.

Quizá por ese motivo, Harper Lee pasó a la historia —de la literatura, de todas las historias— por un único libro. No necesitó otro para transformar la visión de lo literario en un pensamiento digno de conservarse, en un planteamiento casi filosófico que construyó en lo que a simple vista, parece una simple anécdota infantil. Sólo un libro que se convirtió en historia, un clásico instantáneo, motivo de discusiones, pasiones y dolores. Un suceso que ahora mismo puede parecernos insólito, en medio de la cultura y la devoción por el estrellato repetitivo, por las miles de formas que la fama toma y que parece hacerse cada vez más insustancial y superficial. Pero Lee asumía al mundo de manera distinta, quizás con ese ritmo profundo y reposado de su Atticus o ese asombro imperecedero de Scout. Matar un ruiseñor fue su obra cumbre, la extraordinaria, la inolvidable. Incluso cuando se atrevió a publicar un segundo libro —apenas el año pasado, a sus 88 años— fue sólo para recordarnos que Matar un Ruiseñor fue una obra de las que cimentan ideas y crean formas de mirar al mundo. Insustituible en la imaginería popular. Parte de una noción sobre la justicia y el poder de creer que se conservó intacta a pesar del tiempo transcurrido, de ese segundo borrador publicado que convirtió a Atticus en una caricatura de si mismo, del pequeño dolor de la desesperanza.

Pero como dije, yo no sabía todas esas cosas cuando leí el libro por primera vez. A pesar de eso, fue un cataclismo en mi mente, un sacudón de conciencia que me arrojó a la realidad de las tragedias invisibles, de las que ocurren a diario y apenas notamos. Y también de las batallas que se luchan en silencio, con sensibilidad y paciencia. Porque Harper Lee, a la distancia del país, la cultura y los años, me enseñó tanto como para que de pronto, con su muerte, sienta que perdí una parte de mi historia, un fragmento pequeño y sentido de cientos de ideas que ahora mismo, me sostienen y me animan a crear mi propio mundo personal.
«Uno raras veces vence, pero alguna vez vence», decía Harper Lee en la voz de Atticus, a través del asombro de Scout. Uno lucha por los ideales, aunque sepa que se enfrentará a la realidad, que probablemente será derrotado por ella. Uno lucha porque no puede hacer otra cosa, porque es justo hacerlo. Porque a pesar del dolor diminuto de lo cotidiano, de esa barrera infranqueable que de vez en cuando es la consciencia de quienes somos, hay que luchar. Perseverar. Continuar. Una batalla sorda y a ciegas que te conduce a un lugar extraordinario en tu mente. A esa brillante percepción de nuestra capacidad para cambiar el mundo.

Matar a un ruiseñor educó a varias generaciones sobre el valor de luchar contra los imposibles. Nació en una década donde lo absoluto comenzó a derrumbarse para transformarse en algo más y quizás por ese motivo, el libro caló hondo, se hizo parte de tantas historias personales. Un logro inédito para una historia aparentemente simple. Tan dolorosa en su belleza diminuta que no deja de asombrar que sea tan poderosa en sus pequeños detalles. Más tarde, cuando fue llevada al cine por el director Robert Mulligan, el mundo entero más allá de los libros, descubrió con Atticus —encarnado por un maravilloso Gregory Peck— esa noción de salvar lo imposible, de enfrentarse al caos de la realidad a través de idealismo. Una valentía discreta que superó la ficción para convertirse en algo más.

Ya de adulta, Atticus y Scout siguieron acompañándome. Para comprender el país violento, duro y hostil en que crecí, el hecho de la injusticia con el que me tropecé en todas partes. Para hacerme preguntas imprescindibles, para continuar mis pequeñas batallas personales a pesar del desaliento. Me acompañaron en las lágrimas de ira, en las de miedo. Me acompañaron cuando levanté pancartas, recorrí calles intentando hacerme escuchar. Fue Atticus a quien recordé todas las veces que me pregunté por qué debía seguir luchando, en medio de una circunstancia crítica, en medio del pánico, a pesar de la presión asfixiante de una Venezuela irreconocible. Y siempre estuvo allí, Atticus que era Scout, que era Harper Lee para responderme. Para sostenerme en los peores momentos, para indicarme desde la palabra y la página, hacia dónde continuar y cómo hacerlo. Y fue Atticus a quien recordé, en los momentos más dolorosos y aparentemente insuperables, para repetirme una y otra vez: «Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».

De vez en cuando, releo el libro. No lo hago sólo por mi amor hacia él —que ya sería una buena razón— sino para recordar. Para recordarme a mi misma leyéndolo, hace tanto tiempo atrás y asombrarme porque todo sea tan semejantes, antes y después. Para recordar que los héroes siguen siendo los mismos, que los villanos quizás también. Pero sobre todo, para celebrar que aún puedo enarbolar el valor de las pequeñas cosas como una bandera que me salva del desaliento, que me permite avanzar y celebrar esa noción del poder de la voluntad, de los ideales ciertos, de la simple convicción que vale la pena continuar las pequeñas batallas personales. Y es que el trayecto por el que avanzó Atticus Finch y Scout —Harper Lee en todos ellos— continúa siendo real, necesario, interminable. Continúa siendo verídico y necesario. Con Matar a un ruiseñor, Harper Lee nos enseñó a todos como construir el ideal y quizás, eso sea ahora su mejor forma de trascendencia.

La niña que fui cierra el libro, con los ojos muy abiertos y asombrados. La adulta que soy, lo recuerda con una sonrisa. Entre ambas historias, Harper Lee sigue existiendo a pesar de la muerte. O probablemente, justo por ella.





Umberto Eco en ocasiones aterrorizaba. Lo hacía por su sabiduría ilimitada, indescifrable. Un hombre del renacimiento en pleno mundo moderno. En cambio, a mi me intrigó: la primera vez que leí un libro suyo —la monumental novela El nombre de la rosa— me desconcertó su sabiduría. Pero también me cautivó, en medio de ese discurso grandilocuente, su capacidad para la belleza y la melancolía. Todo lo que podía enseñarme ese monasterio inhóspito lleno de hombres sabios, ese maravilloso fresco sobre la falibilidad del hombre, sobre el terror de la inasible y algo más simple: esa percepción de nuestra vulnerabilidad. La noción que la sabiduría podía estar en pequeños fragmentos de historias pequeñas. Eso me lo enseñó Eco y siguió haciéndolo en adelante, como un maestro invisible que me acompañó a todas partes.

Por supuesto, también llegó el miedo. Más de una vez, los libros de Eco —que leí con esa necesidad de comprender al genio sin lograrlo— me asustaron por su complejidad. En un mundo que tiende a lo sencillo, que disfruta de lo superficial, Eco siguió empeñado en escribir para retar la imaginación antes que para entretener. De usar lo intrincado y lo complejo para elaborar un discurso muy viejo y a la vez novedoso sobre el arte de pensar. Y es que Eco, que luchó contra los lugares comunes, que se enfrentó como pudo y siempre que pudo al cliché, aprendió y enseñó que la literatura intenta crear sabiduría, construye todo un juego de espejos para asumir la necesidad de retar al lector, de enfrentarse a su inocencia. Para destruir esa vulgaridad de lo anodino que siempre le molestó más que cualquier otra cosa.

Umberto Eco es El nombre de la rosa, pero también es El péndulo de Foucault con su visión satírica sobre lo místico. En la La isla del día de antes, Eco juega con la aventura, pero a su manera, con esa capacidad del erudito para construir una teoría sobre el poder y sus vicios. Con Baudolino el escritor mira el mundo desde la inocencia, para de nuevo volver con La misteriosa llama de la Reina Loana a esa noción sobre lo trágico y lo complejo, usando como telón de fondo un mundo moderno fugaz y ecléctico. El cementerio de Praga le permitió a Eco adentrarse en un tipo de misterio intelectual que le valió críticas e incluso polémica, como si el texto —publicado en medio de los escándalos de Wikileaks— fuera un reflejo de esa necesidad de nuestra cultura por la sabiduría apócrifa y a fragmentos. Una y otra vez, el escritor se traduce, se elabora así mismo. Y enseña —¿cómo no hacerlo?— las intrincadas visiones del amor y la belleza, el odio y el dolor. La cuestión de la naturaleza humana en plena creación elemental.

Quizá por eso sorprendió —aunque no debió hacerlo— su última obra: Número Zero es un complejísimo juego de moral y preguntas existencialistas que intenta reflejar esa ambición del ser humano por el poder. El resultado es una rarísima mezcla de política, crítica moral e imaginación que quizás es la mejor despedida para un discurso literario que siempre sorprendió, logró encontrar un rostro insólito entre lo idéntico y demostró que para Eco, la literatura era una infinita variación del mismo tema, en constante revisión y reconstrucción. Una majestuosa combinación de detalles, referencias y meta lenguajes que sustentaban una propuesta tan cuidada como ambiciosa. La literatura que reta la inteligencia, que define y perfecciona el pensamiento como un juego intelectual.

Sin duda por ese motivo aprendí de Umberto Eco —de sus libros— la fragilidad de la realidad. Esa necesidad suya de reinterpretar el bien y el mal, lo bello y feo en cientos de ramificaciones nuevas. De pronto, la realidad no sólo era un conjunto de elementos, sino todos los significados posibles que se unían para crear un tapiz de ideas. Una dimensión múltiple bien ordenada y aún así, con un toque de caos. Eco, que amaba los juegos de palabras y los misterios, creó una caja de resonancia de lo intelectual en sus obras. Con una paciencia envidiable y que poca gente comprendía en realidad, se dedicó a la destrucción de los clichés, lugares comunes y estereotipos. Por ese motivo, sus novelas sorprenden por densas, en ocasiones angustiosas. Una mirada claustrofóbica a las cientos de pequeñas ramificaciones de lo evidente y lo que no lo es.

Pero a pesar de esa elevada intelectualidad, Eco era un hombre de placeres mundanos. De tomar whisky al lado del lado Cuomo, como cuenta Juan Cruz en su magnífico artículo de hoy en El País con el que lo despide. De escribir por puro amor, en hojas de papel blancas que llevaba a todas partes, envueltas con primor. De rutinas de anciano aún siendo muy joven, como bromeó el mismo en una ocasión. Un hombre complejo con cientos de matices simples en los cuales sostenerse.

Una vez leí que Eco insistía en que escribir es una labor de pequeños dolores. Los que te provoca el miedo a la frase correcta —encontrarla, encontrarla y no saberlo—, a los errores, a los errores que desnudan lo que se construye a través de la literatura. Más tarde agregó, que el mejor remedio para ese dolor —insistente, en todas partes— era el vino. Un buen sorbo para continuar escribiendo. La copa aún brillante en la mano, el sabor exquisito caldeando la garganta. Así lo imagino ahora, cuando lamento su muerte. Un sabio bonachón, soñando con ciudades fabulosas y fabuladas desde esa mirada cotidiana, de hombre de letras que también, disfruta de las bondades del mundo real. De Eco aprendí que el amor por el conocimiento no está reñido con lo cotidiano. Que crear mundos extraordinarios, también es una labor pequeña, de investigación, de tesón y la perseverancia. Que soñar es el primer paso para construir lo intelectual. Y es que Umberto Eco, escritor imperecedero y creador impenitente, era ese tipo de sabios que sabía de todas las cosas pero fingía no hacerlo. Sólo para continuar asombrándose y creando a través de la realidad.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Crónicas del lector curioso: Diez libros para reír a carcajadas.




Se suele decir que hacer reír es mucho más difícil que hacer llorar. Y debe ser cierto: la mayoría de las veces una carcajada sincera es mucho más inusual que la lágrima viva. Se trata quizás de una percepción muy clara sobre la naturaleza humana y sus complejidades. El llanto — y por ende, la tristeza — parece ser un fenómeno complejo, una percepción sobre nuestro mundo interior basada en una serie de mecanismos que se unen entre sí para crear algo más profundo. Pero la risa es espontaneidad pura, un fenómeno tan extraordinario que nadie aún comprende bien en toda su rareza. Y quizás, eso la hace tan valiosa, tan profunda, tan vital.


De manera que lo que hace reir, es una insólita mezcla entre lo curioso, lo emocional y lo intelectual, continúa siendo un misterio. Si lo sabrá Wilde, que resumió su esfuerzo de crear una obra cómica “Como un delicioso e interminable tormento” o Neruda, que habló de la risa como “el lenguaje del alma”. Tal parece que aún nadie ha podido definir exactamente lo que provoca esa gran estallido de alegría, esa mezcla de felicidad y algo más personal y quizás por eso continúa siento tan preciado y frágil. Un pequeño misterio espiritual.
Y si resulta complicado analizar que hace reír, mucho más lo será la manera como la palabra puede resultar hilarante. ¿Qué hace que un libro sea capaz de provocarnos una carcajada? ¿Qué lo hace atravesar esa línea tan sutil entre lo gracioso a lo realmente desternillante? Tal vez se trate de uno de esos pequeños espacios de pura subjetividad que hacen del arte una forma de expresión tan difícil de definir. Mucho más la literatura, con su colección de matices e ideas. De toda esa visión sobre la realidad que se transforma hoja a hoja.
Aún así, puede ser estimulante intentar encontrar ese libro capaz no sólo de ser hilarante sino de despertar ese viejo instinto para la diversión y la risa tan esquivo. ¿Cuales podrían ser entonces los diez libros ideales para reír a mandíbula batiente? quizás los siguientes:

1.- “Alta fidelidad” de Nick Hornby
Hornby es el típico buen chico inglés de clase media o así suele definirse así mismo. Sus libros son hilarantes visiones sobre la vida cotidiana inglesa, un toque de existencialismo que el autor utiliza en sabias dosis. Por ese motivo, sus novelas suelen ser pequeñas fotografías del submundo urbano inglés, sus triunfos y tragedias.
Por supuesto “Alta Fidelidad” no es la excepción. Se trata de una historia creada para retratar la melancolía urbana, ese existencialismo superficial y casi confuso de cualquier hombre de mediana edad europeo. Pero Hornby además le añade un insólito sentido del humor y crea personajes inolvidables, mezcla del estereotipo y una delicada humanidad. El libro avanza en medio de una perspectiva amable, chispeante pero sobre todo realista, sobre los conflictos de la mediana edad, el amor moderno y algo mucho más sutil en mitad de camino entre la insatisfacción y la esperanza fallida. Hornby, con un pulso maravilloso para las situaciones y las desventuras, crea un hilarante mosaico sobre no sólo las vicisitudes del hombre corriente moderno sino también, del mundo que crea a su medida. Todo un triunfo de un maravilloso sentido del humor.

2.- “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole
El libro “La conjura de los necios” es toda una rareza literaria: Escrito a finales de la década de los sesenta, su autor se suicidó a los treinta y dos años, frustrado por no lograr el éxito editorial, por lo que su madre siguió insistiendo en su publicación hasta 1980, cuando finalmente lo logra. Se convirtió en un clásico inmediato: al año siguiente gana el premio Pulitzer y la crítica lo aclama no sólo por su refinado sentido del humor sino su profundo planteamiento filosófico. Casi tres décadas después de ser escrito, el libro se convirtió en una referencia de la literatura humorística con toques de un profundo existencialismo.
Pero más allá de su curiosa travesía por el mundo editorial, “La conjura de los necios” es una alegoría fantástica sobre el mundo moderno, un compendio de situaciones crítica y la mayoría de las veces surreales que crean una obra inolvidable. Ambientada en Nueva Orleans, el libro reconstruye la visión del hombre moderno sobre si mismo en una parodia humanista tan imaginativa como sorprendente: el memorable personaje principal Ignatius Reilly decide que el siglo XX carece de belleza, geometría e incluso de interés, por lo que renuncia a él de la mejor manera que puede. No obstante, el alegato contra el materialismo y las contradicciones de un mundo confuso no se limitan a una mirad concreta sino que intentan englobar la identidad del hombre actual dentro de sus propias limitaciones. Somos lo que la sociedad nos permite, nos admite. Y más allá de eso, se encuentra el caos. El intelectual, el emocional. Una búsqueda de ideas peregrinas sobre la identidad contemporánea.

Llena de personajes inolvidables, “La conjura de los Necios” es un triunfo de la imaginación y la capacidad de la literatura —en realidad, de cualquier manifestación de arte — para analizar nuestra percepción del mundo a través de la crítica, la burla y la sátira. Un fresco sobre un mundo neurótico y desigual que Toole logró captar en todo su esplendor.

3.- Diario de una dama de provincias de E.M.Delafield
Con frecuencia, el humor proviene de lo cotidiano o eso parece sugerir, esta extraordinaria novela, mezcla de género epistolar y análisis de lo absurdo, que no sólo logra recrear la vida corriente desde un punto de vista hilarante, sino que añade una dosis de cinismo que convierte el relato en una gran crítica a los prejuicios, dolores e incluso temores de la vida moderna.

Pero no se trata sólo de una sátira inmediata: “Diario de una Dama de Provincias” es una meditada revisión sobre el género humorístico, que logra momentos brillantes gracias a la habilidad de Delafield para construir atmósferas y sobre todo, su capacidad para crear escenas desternillantes. Como hilarante retrato de la clase alta británica, la novela avanza con entusiasmo para burlarse de si misma y cuando lo logra, alcanza momentos de maravilloso brillo, que la convierten en una de las novelas más divertidas de la literatura británica del siglo XX.

4.- La oficina en The New Yorker: El trabajo en viñetas.
Toda una rareza editorial: Se trata de una antología de viñetas que del periódico The New Yorker, conocido por su mordaz sentido del humor y extraordinario uso de la crítica humorística para reflejar la realidad mundial. Luego de una primera recopilación exitosa — “El dinero”, donde recopiló todas las viñetas relacionadas con el mundo de los negocios — The New Yorker ahora pone el foco en las oficinas, sus rutinas, costumbres y locuras cotidianas desde un punto de vista Universal. En una colección de más de 300 viñetas, el libro muestra situaciones tan corrientes como los Lunes por la mañana, jefes, recepcionistas, mensajeros y pasantes desde la clave del humor y además, cargados de la ironía característica de la línea editorial del periódico. Toda una joya de colección para los amantes de la caricatura crítica y también, del humor refinado de la publicación.

5.- Piccadilly Jim de P.G.Wodehouse
Con sus intrigas domésticas, amores y desamores, quizás Piccadilly Jim no se trata de la novela más original imaginable y Wodehouse lo sabe, por lo que dota a su mundo literario de un sentido del humor aparentemente ligero que la convierte no sólo en una narración fresca sino quizás, toda una alegoría a las pequeñas desgracias de las expectativas frustradas. No obstante, no todo es tan sencillo en una novela de equivocaciones, que en ocasiones sorprende por la profundidad de su planteamiento y en la manera como usa el humor para construir pequeñas situaciones dolorosas. Y es que “Picadilly Jim” es quizás uno de esos libros que sorprenden sin querer pero sobre todo, divierten con toda intención, a la vez que se sostiene sobre una sólida mirada sobre la identidad del hombre, sus tragedias y mezquindades. Una pequeña travesura literaria altamente recomendable.

6.- Ha vuelto de Timur Vermes
Al momento de su publicación, esta parodia sobre la resurrección de Adolf Hitler en pleno mundo moderno despertó polémica e incluso malestar. No sólo se trata de una visión durísima sobre la Alemania de la segunda mitad del siglo XXI — con sus desigualdades, dolores e inquietudes — sino un análisis en clave de humor sobre ese gran fantasma en el inconsciente colectivo del país como lo es el nazismo. Pero la novela logró superar y bordear el escándalo y logró mostrar una interpretación hilarante sobre un tema tabú en en nuestro mundo: Adolf Hitler y su influencia. Intrigante, pausada pero sobre inteligente, esta sátira feroz logra convertir al símbolo del mal moderno en una mera idea desigual sobre la identidad del país que lo vio nacer. Todo un prodigio de humor en ocasiones mordaz y otras simplemente liviano que es quizás, el mayor triunfo de la historia que cuenta.

7. “El mal de Portnoy” de Philip Roth
En la tradición de las novelas de Woody Allen, Roth construye una narración casi esencialmente sobre las neurosis de su doliente personaje, un magnifico Alexander Portnoy, quien en un arrebato de sinceridad confiesa a su psiquiatra que el sexo domina su vida. Así de simple y así de directo. Portnoy no se va por las ramas y describe cómo todos los elementos de su vida parecen gravitar, en esencia, sobre sus variados y en ocasiones incontrolables impulsos sexuales. Las sesiones psiquiátricas se convierten en una reflexión sobre los vaivenes de la vida de Portnoy y esas pequeñas vicisitudes que le atormentan: su origen étnico, sus envidias simples y casi infantiles, su asombro y desconcierto por el mundo que le rodea. Pero no nos engañemos: esta novela es sobre el sexo y hacia el sexo se dirige, en medio de una visión elemental y lúcida sobre lo que la lujuria y nuestra obsesión por ella, puede ser. Divertida, conmovedora y por momentos escabrosas, este monólogo sobre las penurias del sexo — que también puede ser cientos de cosas a la vez — deslumbra por su buen hacer e imaginación creativa.

8.- Aventuras y desventuras del chico centella de Bill Bryson
Bryson suele llamarse un escritor que es un acierto seguro para la risa y el entretenimiento: Con su buen pulso narrativo e inagotable imaginación, parece siempre encontrar la manera de contar historias aparentemente sencillas desde una perspectiva nueva. Esta no es la excepción: Ambientada en su Iowa natal en la década de los ’50, Bryson repasa su infancia desde un punto de vista ideal que además adereza con un sentido del humor en ocasiones profano e irónico. Construida desde un impecable punto de vista — el niño que mira y el niño que construye al mundo — la novela es una colección de hilarantes anécdotas que además, construyen una visión formal sobre la América dorada y tradicional de mitad del siglo XX.

9. “¡Noticia bomba!” de Evelyn Waugh
Como crítica al periodismo basada en el humor que es, “¡Noticia bomba” es un recorrido inteligente por el sensacionalismo, el afán de la primicia y otros tantos vicios de la información moderna. Para crear la historia, Waugh se basó en su propia experiencia como periodista de un tabloide y el resultado es tan divertido como desconcertante: Cuando un naturalista es enviado por equivocación como corresponsal a una guerra Africana, la verdad y la mentira — o lo que podría ser ambas cosas, en todo caso — parecen confundirse en una extravagante visión sobre la obsesión del mundo moderno por la noticia. Una visión irónica sobre el mundo contemporáneo y su afición por la espectacularidad.

10.- “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell
Una novela que resume ese elemento desigual y muchas veces confuso que suele llamarse “Humor británico”. Y es que Durrell — el escritor — mantiene un sentido filosófico sobre la vida y sobre todo, la manera en que nos comprendemos como individuo. No obstante, Durrell — el personaje — concibe el mundo desde su rareza, su aparente sentido del absurdo y un elemento de absoluta sencillez que sorprende por su efectividad. Tal vez por ese motivo “mi familia y otros animales” se sostiene no sólo sobre la risa — es una novela humorística por donde se le mire — sino por la insistente reflexión sobre quién somos y más allá de eso, como nos comprendemos dentro de ese gran reflejo de nuestra identidad como lo es nuestra familia. Un libro complejo, divertido e irónico sobre los lazos fraternos que nos unen y los que no, mezclados en una gran perspectiva sobre esa noción tan abstracta que llamamos identidad.

Una lista corta sin duda, que sin embargo intenta recopilar lo que considero son los mejores ejemplos de los libros que además de hacernos reír, tienen la capacidad de hacernos meditar sobre nuestra individualidad y los elementos que la sostienen. Y es que bien mirado, ambas cosas pueden ser lo mismo o mejor aún, el mejor motivo para analizarnos como parte de una idea mucho más amplia: esa noción sobre el poder de la risa como vinculo de cientos de cosas distintas. Una manera de crear.

martes, 23 de febrero de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: El rumor y el temor como formas de información.




Mi abuela solía decir que Venezuela es un país chismoso. Pienso en esa frase mientras escucho el décimo rumor sobre “un golpe de Estado”que probablemente ocurrirá en días — incluso horas — según quien lo difunda. En esta ocasión, se trata de dos de mis vecinas, quien conversan sobre el tema mientras aguardamos el ascensor.

— Mira, ya me lo dijo mi primo, que tu sabes trabaja para un “pesado” : Esta vaina va a estallar ya — murmura la primera, mirando sobre el hombro como para asegurarse yo no sea parte de algún organismo de seguridad. Cuando comprueba que sólo soy la mujer pálida del décimo piso, se inclina de nuevo hacia su interlocutora — ¡Los militares no aguantan nada ya!

La otra mujer sacude la cabeza, frunce la boca con preocupación. Se inclina y responde. A la distancia donde me encuentro solo escucho la frase “Militares que finalmente les duele su país” y “Ya mismo”. No necesito escuchar más. Me alejo un par de pasos y finjo revisar mi teléfono celular para evitar me incluyan en su animada tertulia.

Sí, Venezuela es un país chismoso, pero además, herido de desinformación. De manera que no resulta extraño que ante el vacío de fuentes oficiales, de la tan cacareada información “veraz y oportuna”, el de boca en boca, el rumor de pasillo y por supuesto, esa gran conversación de las Redes sociales sustituya la noticia. ¿A donde acude una población que no tiene acceso real a fuentes noticiosas confiables? ¿Qué toma por cierto un país donde la propaganda ideológica sustituyó el hecho verosímil? No se trata sólo de un método de supervivencia en medio de una gravísima crisis social y económica, sino una forma de expresar el profundo descontento y frustración que la mayoría de los Venezolanos padece. Esa sensación que nos encontramos al borde de lo inimaginable: un conflicto de proporciones imprevisibles o quizás, la mera destrucción del concepto de país como hasta ahora, lo conocemos.

Cual sea el caso, el motivo o la consecuencia, el rumor está en todas partes. Mucho más, a medida que la situación se hace más caótica, incontrolable y peligrosa. Por décadas los Venezolanos nos hemos acostumbrado que las habladurías de pasillo — las tan conocidas versiones de “tubazo” o incluso ideas tan simples como comentarios a los que se le atribuye veracidad — no sólo sean una manera de comprender el acontecer nacional, sino de dibujar el mapa de la incertidumbre. ¿A qué tememos los Venezolanos? ¿Qué esperamos en medio de un caos país cada vez más agudo y generalizado?

Cuando me subo en el ascensor, el dúo de ancianas continúan conversando sobre lo que vaticinan sucederá en Venezuela a no tardar. Hace años, escuché conversaciones parecidas antes que Hugo Chavez Frías finalmente admitiera su gravísimo estado de salud. Semanas de tensión y de interminables chismes y versiones sobre la enfermedad que sufría, lo que podía implicar para Venezuela, incluso sus inmediatas consecuencias políticas. Recuerdo que jamás creí a ninguno: Luego de crecer en un país donde el chisme es parte de la idiosincrasia, los comentarios sobre el cuadro médico de Chavez me parecieron otra exageración, otro de esas nociones distorsionadas sobre la posible salida política a una circunstancia política incierta. Por eso me sorprendió cuando finalmente, Chavez decidió no sólo confirmar lo que buena parte del país comentaba en voz alta — y daba por sentado — sino además, dejar en claro que el rumor en Venezuela, había pasado a ser la fuente de información por excelencia.

Tengo una imagen muy clara de la noche en que Chavez anunció que padecía de un gravísimo tipo de cáncer. De pie, frente a un podio de madera, con el rostro ceniciento, de pronto parecía no el caudillo de mil batallas dialécticas que por tanto tiempo uso su carisma como arma de segregación y discriminación, sino un hombre aterrador. Mortalmente aterrado, además. Calculé la gravedad de su enfermedad — que no especificó ni tampoco explicó — por esa expresión de derrota, las mejillas blandas y curtidas, la boca apretada en un rictus de espanto. Lo miré y de pronto, sentí una rara sensación de compasión por un hombre que durante más de quince años había insultado, provocado un peligroso odio clasista en mi país, había transformado a Venezuela en un fallido experimento ideológico. Ahora, sólo era un hombre aterrorizado. Vulnerable, como todos.

Fue la noche que también asumí que la información y la noticia, como hasta entonces la había conocido, había muerto en Venezuela. Lo había hecho porque de pronto, no sólo los rumores habían resultado ciertos, sino que además habían alcanzado un grado de importancia inédita. La idea me produjo miedo y algo muy parecido a una sensación de pura desazón. De pronto, me pregunté qué ocurriría de ahora en más, cómo afectaría esa percepción sobre la realidad o no, en la Venezuela sacudida por la noticia como herramienta de guerra y control.

Porque de eso se trata todo ¿No? pensé en muchas ocasiones, mientras los meses avanzaban y el panorama político se hacia más incierto, al parecer irremediablemente ligado a la salud de Chávez. De la capacidad del Gobierno para usar la información como propaganda y más allá de eso, una forma de presión y destrucción de nuestra percepción de la verdad y la realidad. Esa manera de construir una forma de percibir al país a conveniencia y sobre todo, al servicio de los intereses del poder establecido. Una vuelta de tuerca al concepto del uso del poder como puño de hierro: Una forma de restringir la libertad de pensamiento y de expresión.

Tal vez por ese motivo, nos lleva tanto esfuerzo definir lo que es real y lo que no es real en Venezuela. Que es la verdad o que simplemente se trata de una interpretación de lo que podría ser. ¿Qué es un rumor sino una noticia que no se verifica, que carece de certeza pero que podría ser real? ¿En cuántas ocasiones nos ha ocurrido que leemos una noticia solo para descubrir que se trató de rumor infundado que se tomó por cierta? A veces pienso que J.Goebbels estaría satisfecho, de comprobar de manera fidedigna que su certeza que “una mentira repetida muchas veces puede convertirse en verdad” se cumple a diario y al pie de la letra en Venezuela. Y esa disyuntiva de en qué creer o que no creer, en un país sometido a la censura, donde el gobierno pregona la hegemonía comunicacional, resulta preocupante. ¿Como podemos analizar la información que se comparte y se toma por cierta en redes? ¿Existe una manera infalible de verificar la autenticidad de las noticias e informaciones que leemos a diario? ¿A quién podemos creer en esta Venezuela donde la información no es otra cosa que una idea sujeta a intereses muy diferentes a los de difundir una versión creíble de la realidad? Lamentablemente, no existe un método concreto para hacerlo y todo depende de nuestra capacidad de análisis — y de credulidad, vamos a admitirlo -, con respecto a la información que nos llega por cientos de manera distintas. Y lo que es aún peor, qué tan preparados estamos para comprender que en Venezuela, la verdad es una forma de manipulación que pasa no sólo por un refinado proceso de manufactura política, sino que además, es una herramienta del poder para la violencia. Peor aún, no existe una manera de evitar convertirte en un vehículo de transmisión de la información falsa, en un mero rebotador del rumor institucionalizado. Lo que si podemos ejercitar es el músculo del análisis y un cierto cinismo que nos permita controlar — definir — la veracidad o no de la información y aún más, lo que comprendemos sobre ella.

Cuando me bajo del ascensor, el par de ancianas continúan debatiendo enfurecidas sobre el destino político del país. Percibo el miedo en ellas, una angustia indefinible. Pienso en las ocasiones en las que las he visto, haciendo largas filas bajo el sol del mediodía para comprar alimentos. En su rostro aterrorizado por las calles destrozadas, en la esperanza quebradiza y triste con que han sacudido cacerolas desde su ventana. ¿No es el rumor una especie de asidero a la realidad que aspiramos? ¿Un deseo insignificante? ¿Una forma de enfrentarse a la realidad?

Me aterroriza la idea de ese consuelo incompleto, básico, infantil. De la forma como nos enfrentamos a una situación cada vez más dura, violenta, caótica. A los meses que anuncian una crisis aún más profunda. Me aterroriza el pensamiento de esa percepción infantil de la realidad. Del país adolescente cayéndose a pedazos que intenta detener la debacle sosteniéndose sobre algo tan frágil como una mentira a medias.
Se trata de un pensamiento inquietante. Lo medito cuando reviso algunos mensajes que recibo en las app de mensajería instantánea y que de nuevo, insisten en predecir un “final” para la situación que vivimos. Que hablan y describen una transición incierta, unas esperanzas fundadas sobre algo tan incompleto como una opinión política. Se debate en Redes Sociales, se difunde en calles y casas. El rumor, que en Venezuela parece ser la única fuente de información fidedigna está en todas partes, parece subsanar las fallas de estrategia, de organización y de propuestas.

Hace unos días, alguien que conozco me telefoneó para hablarme sobre un grupo de panfletos que supuestamente alguien había introducido en el cuartel Militar de Fuerte Tiuna. En esta ocasión, el rumor tiene además una supuesta prueba irrefutable: una imagen descolorida de una hoja de papel torpemente redactada que llama a la sublevación militar. Escucho la historia completa con una sensación de profundo desaliento y tristeza.

— ¿Estás viendo? ahora sí, vendrá lo “bueno” — me dice mi interlocutor, exaltado — Es que definitivamente aquí va a pasar una “vaina”.

No respondo. ¿Qué puedo decir a eso? Lo he escuchado tantas veces, de tantas maneras distintas. Ese “conflicto” misterioso que parece anidar en el inconsciente del Venezolano. Ese golpe de efecto que al parecer nace del trauma del 27 de Febrero del ’92 y que aún subsiste en una generación herida y aterrorizada. Pero además hay algo más, esa insistencia en creer con una inocencia peligrosa en las soluciones de fuerza. En esa demostración a viva voz que luego de diecisiete años de penurias no hemos aprendido la lección histórica.

— ¿No te parece que hora si se prendió “la vaina”? — insiste mi interlocutor.
 — No, la verdad es que no.
 — Pero estos panfletos son reales — me dice escandalizado — no es un rumor, es algo que pasó.
No sé cómo explicarle las contradicciones del planteamiento, contenidas en una hoja de papel sin origen conocido. No sé cómo expresarle mi profunda preocupación por el hecho que el país parezca más interesado en imaginar epopeyas callejeras con resultados heroicos que planteamientos viables para la resolución del conflicto que atravesamos. Que en realidad el rumor, la idea de los militares como salvadores no es más que una nueva encarnación del dolor país, de la angustia abrumadora que nos sofoca a diario.
— Nadie nos va a salvar de esto así de sencillo — digo por último, en tono neutro. Tan cansada que siento deseos de llorar — nadie vendrá a “rescatar” a Venezuela. Lo que sea que nos espere será largo, trabajoso, implicará sufrimiento y muchísimo circunstancias graves. No es sencillo y no hay manera que lo sea.
Cuando mi amigo cuelga el teléfono, recuerdo aunque no sé exactamente por qué, la noche del 10 de abril del 2002. Me encontraba junto a una de mis primas, escuchando las declaraciones nerviosas de voceros políticos, mientras Caracas se preparaba para asistir a una nueva demostración de fuerza callejera. Mi prima me miró preocupada cuando le expliqué que iría a la manifestación. Me sobresalté.
— ¿Te parece ocurrirá algo? — le pregunté.
 — No lo sé. No lo creo…pero me preocupa tanta tensión.

No sé por qué recuerdo ese momento en que pensé que el país bullía en malestar político y que eso podía ser peligroso. En esa sensación de entender muy poco, el proceso que se estaba desarrollando en la lucha política. Había rumores, tantos como para comprender que la situación era complicada y dolorosa. Pero aún así, no sentí miedo. Nadie sabía en realidad que podía ocurrir al día siguiente, luego de casi un mes de enfrentamientos y protestas. Pero recuerdo que no sentí una especial preocupación por los comentarios que hablaban sobre enfrentamientos callejeros. El rumor sólo era eso: un síntoma del nerviosismo, el pasatiempo nacional. Nadie podía prepararme para lo que ocurriría horas después, ni siquiera un rumor insistente.
Me hace sentir escalofríos el temor que siento ahora, la sensación que me provocan los incesantes comentarios sobre el futuro político del país. La crasa diferencia entre esa noción del rumor como inexacto y la que me abruma ahora, más parecido a un anuncio mal intencionado, un arma del poder. ¿Cuando el país se convirtió en este enfrentamiento de opiniones sin sentido? ¿Cuando abandonamos toda lucha por refugiarnos en el temor?

Una vez leí que George Orwell, autor de “1984” insistía que los rumores se convertían en vehículos de horror. Que escucharlos, te preparaba para lo que bullía en las entrañas de los conflictos. Un pensamiento que el escritor y periodista medito durante su largo periplo como testigo de la Segunda Guerra mundial. Lo pienso mientras recuerdo lo mucho que me asustó leer esa idea y después, comprobar sus alcances en las distopias del escritor. En ellos, Orwell describe una sociedad donde el temor es el lenguaje político por excelencia y la ignorancia, una de las bases donde se sustenta un estado opresor. Porque en Oceanía — el continente imaginario donde transcurre 1984 — , la critica es un crimen, la oposición a las ideas del Gran Hermano — la punta de la pirámide que Gobierna la sociedad Orwelliana — impensable. El rumor se reprime. Pero subsiste, se esfuerza en sobrevivir, sin lograrlo. Porque el poder solo tiene un sentido y el odio está en todas partes. Y el ciudadano se debate entre obedecer por deseo, por necesidad, por temor, por una visión utópica de alcanzar el perfeccionamiento a medida que asume su lugar bajo el puño de hierro que lo controla. El miedo como lenguaje, el poder como sistema. La ignorancia como valor.

La información, lo que sabemos, lo que se oculta, como arma de guerra.

No es que el Gobierno Bolivariano haya sido hasta ahora muy tolerante con la opinión, en ninguna de sus formas. Mucho menos ahora, que la situación es tan crítica que empuja hacia una resolución quizás inevitable. Como toda visión militarista de la política que se precie, a la Revolución chavista le molesta y le incomoda la opinión disidente. Incluso si sólo se trata de rumores de pasillos, de la percepción de la realidad. Se enfrenta a la idea usado el mismo rumor como vehículo de una serie de mecanismos de coacción y quizás de medio. Eso, luego de convencerse que incluso la información informal era peligrosa. Al principio, durante esa sorpresivamente corta Luna de Miel de Hugo Chavez Frías con los medios de comunicación, la idea de la oposición argumental — e ideológica — era una especie de anécdota cultural. La calle opinaba — a favor o en contra del Gobierno — y el Líder carismático reía a carcajadas con su audiencia. Eran tiempos de un Chavez dicharachero y juguetón, que bromeaba frente a las cámaras con las criticas y las furiosos argumentos en contra de su proyecto. El país rebosaba de una bonanza falsa — pero bonanza, al fin — y padecimos la ventolera de confiar de nuevo en la promesa del “Hombre fuerte”. Todo tenía que cambiar, transformarse, en esta revolución “de ideas” que muy pronto anunció que “ era pacífica pero estaba armada”. Más adelante, Chávez dejaría muy claro que los “rumores” eran también una forma de ataque a esa sempiterna idea de control. De pronto, incluso los inofensivos comentarios vía Redes Sociales parecían una forma de amenaza para un gobierno obsesionado con la información y su difusión como una forma de ataque a su percepción sobre el control ¿Se trataba de la violencia sugerida? ¿O de la idea que el gobierno dejaba bastante claro la Revolución continuaría incluso cuando la historia cotidiana tratara de detenerla? Cuando la información se convirtió en motivo de ataques e incluso se volvió directamente un delito, comprendí el verdadero sentido de noción sobre la censura que resumió la ideología del gobierno. Más tarde entendería que se trató del primer anuncio contra la libertad de pensamiento, tan peligrosa para cualquier régimen con aspiraciones totalitarias.

Mientras recorro mi TimeLine de Twitter, los rumores saltan de todos los lugares imaginables. De cuentas anónimas, de otras tantas que expresan el temor a la incertidumbre. De visiones moderadas y radicales del país. Todas coinciden en predecir el desastre, el final, la culminación de una larga agonía. Lo mismo ocurre en Facebook, donde hay toda una visión de la situación distorsionada por el temor, una agridulce esperanza, la velada insinuación que la violencia es la única respuesta a la crisis. Y los rumores lo reflejan, lo difunden, lo ponen en la palestra de la atención pública. Son un preocupante termómetro de la situación nacional.
Se suele decir que a pesar de la creencia popular, no existe un “fondo” a donde llegar en medio de una crisis. Que una situación puede empeorar tantas veces como para destruir la visión de esa idea de límite de la gravedad de lo que podemos vivir. Pienso en eso mientras miro una enorme pancarta descolorida del difunto Presidente Chavez, sonriendo al futuro, entre trozos de papel amarillento. Y pienso que tal vez, esta Revolución quebrantada y que insiste en reescribir la historia, se propone conservar el poder viviendo para siempre como una visión de la realidad. Del terror hacia la incertidumbre que soporta una población cada vez más aterrorizada y desesperada. La búsqueda de una alternativa inexistente. Y me pregunto, no sin cierto sobresalto, si el rumor no sólo es el reflejo que vivimos sino del país que realmente soportamos. Una paisaje deformado de lo que asumimos es real.

Me asusta no tener respuesta para eso.

Quizás no exista una, en realidad.