sábado, 27 de febrero de 2016

De pequeños fragmentos de historias muertas y otras historias de Brujería.





Cuando cumplí catorce años decidí que sería fotógrafa. Tenía al menos un par de años fotografiando pero jamás me lo había tomado en serio. Pero de pronto, sentí el impulso - la necesidad en realidad - de dedicar mi vida a las imágenes, a detener el tiempo a través de la cámara. No se trataba de una decisión espontánea: no había podido dejar de pensar en la capacidad de crear gracias a la fotografía desde que había levantado la cámara para captar un instante que duraría para siempre. Pero tomarmelo en serio...pues eso era cosa reciente. Y como novedad que era, se volvió de inmediato una obsesión. De esas sofocantes y preciadas que te acompañan en todas partes.

- ¿Tomarme una fotografía? - preguntó mi abuela -la sabia, la bruja - un poco sobresaltada cuando me aparecí por la cocina con la cámara en mano. Sonreí.
- Decidí que sería fotógrafa. Y...quiero fotografiar las cosas importantes en mi vida.

Mi abuela no se dejó conmover por aquella zalamería y me miró con la ceja enarcada. Dejé escapar un suspiro, con los hombros caídos de pura frustración.

- Es que desearía tomar imágenes que contaran historias. Pero no sé como.
- Tus fotografías son buenas - dijo mi abuela con su habitual franqueza. Me tocó el turno a mi de enarcar la ceja.
- Sólo son imágenes de mi rostro.
- ¿Qué tiene eso de malo?


Tampoco yo podría decir que tenía de malo que por casi tres años hubiera tomado exclusivamente autorretratos, pero la cosa era que de alguna forma, no lograba convencerme que ese ejercicio de pasión, amor y confusión que llevaba a cabo era fotografía. Fotografía de la de verdad, en todo caso. De la que veía en los libros que hablaban sobre el trabajo de grandes maestros, de esas imágenes que te cautivaban la imaginación y te dejaban asombrado por su belleza y poder. Mis fotografías eran simples imágenes de un rostro núbil, a medio construir. Los perfiles de una muchacha que comenzaba a despuntar en la adolescencia, con la mirada asombrada y el miedo dibujado a veces entre luces y sombras. ¿Eso podía ser fotografía? O mejor dicho ¿Era algo tan íntimo y primitivo algo más que pura necesidad personal de comprenderme?

No lo sabía. Y tal vez por ese motivo había decidido salir de mis juegos personales para mirar el mundo que me rodeaba a través de la cámara. Lo hice con esa sensación de asombrada timidez que suele despertar crear algo nuevo por primera vez. Como si cada parte del mundo fuera por completo nueva y por tanto, levemente dolorosa. Levanté la cámara preguntándome una y otra vez, fotografiando lo que me rodeaba para encontrar quizás una nueva forma de comprenderlo. Me asombró ese despertar, esa sensación de renacimiento que me produjo el simple hecho de apuntar el lente hacia algo más que mi misma.

Aún así, no logré encontrar en aquella interminable sucesión de imágenes, la misma emoción que me provocaba fotografiar mi rostro. Vaya, ¿se trata de un desesperado narcisismo? me pregunté inquieta. ¿No había nada más que me llamara la atención más allá de mi propia identidad? En realidad no era tan simple. Y lo supe apenas fotografié a un desconocido que caminaba con paso lento por la calle frente a mi casa. Hacerlo me provocó el mismo placer de observación y contemplación que me provocaban mis autorretratos. Recuerdo que permanecí un largo rato saboreando la posibilidad de esa mirada, de esa curiosidad un poco dura que me hizo levantar la cámara una y otra vez, hasta que el desconocido se detuvo y me miró, perplejo. Me apresuré a sonreír.

- Lo lamento - balbuceé - No lo hago de nuevo.

Entré corriendo a mi casa, ocultándome detrás de la puerta cerrada. Cuando atisbé por la ventana de la sala, el desconocido había seguido su camino. Me quedé pensando en que a pesar de eso, yo conservaría su figura alta y desgarbada para siempre. Que ahora, su imagen, esa huella indeleble de quien era, me pertenecería de una forma nueva y desconocida. La idea me hizo sonreír y pensé por primera vez en mi vida que la fotografía era poderosa. Que era incluso...mágica.

Claro, lo admito, a los catorce años había escuchado tanto de magia que ya la palabra me traía un poco harta. En casa la idea parecía estar en todas partes, como si incluso las cosas más simples tuvieran su misterio y su belleza. Era una forma de ver el mundo un poco romántica - cursi, solía llamarla para mis adentros - pero que le dotaba de cierto brillo amable. Y sin embargo, me costaba trabajo entender ese concepto insistente: para mi abuela y el resto de las mujeres de la casa, la magia era un concepto inherente a todo, una forma de interpretar cada cosa y momento. Pero a mi no me parecía tan sencillo. Era relativamente sencillo llenar de poesía cualquier acto simple, interpretarlo desde la ternura y su significado. Pero ¿eso era la magia? ¿No había algo más...enigmático? A veces me temía que no.

Entonces tomé mi primer retrato, el de ese desconocido huidizo y tuve la loca impresión que era algo mucho más misterioso que el acto de apretar el obturador y apretar una imagen. Era algo relacionado con algo incontrolable, continuo y profundo. Una idea sobre el tiempo y la permanencia. Por supuesto, con catorce años nadie piensa en esos términos pero si tuve muy claro que la fotografía no era un acto común. Que en realidad era una composición de una serie de elementos extraordinarios en lo que nos había reparado hasta entonces. Pensé que quizás...la fotografía tenía que ver con ese elemento blando y desigual que llamamos realidad y la manera como la comprendemos.

Supongo que no sería casual ni mucho menos inesperado, que después de fotografiar árboles, cielos despejados, perfiles de la montaña, las calles y avenidas polvorientas y encontrar que fotografiar un ser humano era algo por completo distinto incluso a la experiencia del autorretrato, decidiera volver mi lente curioso hacia mi familia. Todavía no sabía por qué lo hacia o que significaba todo aquello, pero si tenía algo muy claro: quería seguir haciéndolo.

- Que...la fotografía es mucho más que mirarme - declaré con gran aplomo - creo que fotografiar es ver. Y que verme a mi es como...perder el tiempo ¿No?

Abuela no dijo nada y siguió revolviendo la sopa del mediodía. Cuando me miró, tenía una expresión pensativa.

- ¿Por qué?
- Porque... - me mordí el labio tratando de encontrar las palabras justas - porque yo sólo soy yo. Una muchacha cualquiera. ¿Qué puede ser tan asombroso en mi como para fotografiarlo siempre?

Abuela tomó un puñado de verduras que había cortado y las arrojó a la olla. Después añadió un puñado de sal y siguió revolviendo. Como siempre, hacia todo aquello con una seguridad de gestos que lo hacían parecer todo muy  importantes y significativo. Pensé que era muy extraño eso: mi abuela tenía la capacidad de brindar sentido incluso a gestos por completo comunes. Supuse que tenía que ver con el hecho que era bruja y que había pasado toda su vida, reflexionando sobre la importancia de mirar cada cosa con atención. Una idea que aún yo no aprendía del todo.

- Una vez una bruja muy vieja me dijo que lo más asombroso que había visto nunca era su mirada en un espejo - comentó al cabo de unos minutos - que le sorprendió mirarse así misma como un cúmulo de ideas y no solamente un rostro. Puede ser que eso haga interesante todo lo que mires a continuación ¿No?

No dije nada. Realmente no deseaba que mi abuela mezclara brujería con fotografía, dos cosas tan distintas entre sí como el día y la noche. ¿Qué tenía que ver algo tan realista y pragmático - acababa de aprender esa palabra y me gustaba mucho - cómo fotografiar con un pensamiento espiritual como era la brujería? Me gustaba la fotografía justamente porque conectaba lo tangible con lo intangible, creaba la belleza de cualquier idea. La brujería necesitaba analizarlo todo y encontrar ese elemento que lo hacía único. Y aunque parecían la misma cosa - de vez en cuando pensaba que lo era - había llegado a la conclusión que en realidad había una considerable distancia entre ambas ideas.

- No lo sé - dije sin comprometerme - lo que creo es que la fotografía necesita tener un propósito. Y no sé si la vanidad sea uno muy bueno.

No sabía muy bien lo que quería decir la palabra "propósito" pero últimamente pensaba mucho en ella. Tal vez se debían a los inevitables cambios de la adolescencia o algo más complicado: el hecho era que con frecuencia me encontraba preguntándome el motivo por el cual hacia algo o decidía no hacerlo. ¿Todo se trataba de una decisión? ¿De un significado? ¿Y qué ocurría con lo que parecía no tenerlo? ¿Necesariamente lo que hacíamos - o no - debía tener un motivo que lo hiciera comprensible? ¿Y que sucedía si no era así?

- La Vanidad es un concepto moral.
- Nadie quieren que lo llamen vanidoso.
- ¿Por qué no?
- No todo el mundo practica la brujería abuela - dije con cierto fastidio.

Me refería al hecho que en brujería, se insistía que el pensamiento personal, la manera de comprender el mundo era de capital importancia. Mientras en otras creencias parecía ser de capital importancia olvidar el yo, diluirse en un propósito mucho más profundo que el propio, en Brujería se insistía en mirarse casi con obsesiva atención. La mayoría de las cosas que había aprendido tenían mucho que ver con la necesidad de comprender nuestro mundo interior, de asumir la fuerza de nuestros pensamientos, voluntad, capacidad de creación. No era una idea que tuviera muy clara ni que entendiera siempre y que la mayoría de las veces, chocaba frontalmente con el mundo más allá de casa, donde la vanidad se consideraba reprobable e incluso un pecado moral.

- Pero tu sí - dijo mi abuela con cierta sequedad - y a ti te enseñe a confiar en tu forma de comprenderte antes de comprender lo que te rodea.
- ¿Por qué? - pregunté impaciencia - ¿Qué hay de importante en eso?
- Nadie puede construir un puente hacia la percepción de lo que le rodea y las cosas que sostienen el pensamiento con que se identifica, sin asumir primero el valor del suyo. No se trata de importancia, sino de niveles de profundidad - dijo. Y me costó entender lo que intentaba explicarme. Ahora tenía una expresión muy seria y concentrada - la única manera de seguir un camino en el mundo que te rodea, es haber seguido el interior.

- Hacia el corazón y esas cosas - dije en tono petulante. Abuela inclinó la cabeza pero no perdió los estribos.
- Exactamente. ¿Cómo esperas comprender en otros lo que no eres capaz de mirar en ti mismo?
- Hablas como si lo que hay en el exterior es un reflejo de lo interior y no al revés - protesté. Con todo la rebeldía de la adolescencia, estaba decidida a no dejarme convencer. Me estaba volviendo cínica o eso me gustaba pensar - Es imposible creer que todo lo que nos rodea tiene que ver con lo que yo pienso sobre eso. O un asunto de magia. Es una idea demente. Una idea de brujas.

Miré desafiante a mi abuela, preparada para escuchar una regañina o al menos unas palabras de advertencia. Pero ella sólo me miró, sus ojos miel encendidos de algo muy parecido al disgusto. El tiempo se alargó, se impregnó de un silencio desagradable y denso y comencé a arrepentirme de haber dicho aquello. Aunque no del todo. Seguía pensando que el mundo interior, esa idea extrañamente vaga y abstracta, no podía ser más importante que la realidad, lo que nos rodeaba.

- Una vez leí algo muy parecido a lo que dices - comentó entonces. Me sorprendió su tono mesurado y tranquilo - una frase que resume lo que pienso:  "Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la propia oscuridad. Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino."
- ¿Que bruja dijo eso?
- En realidad lo dijo Carl Jung - me respondió. Me quedé paralizada por la sorpresa - y lo dijo, justamente luego de convencerse que el camino para comprender quienes somos, no empieza en ningún otro lugar que en la oscuridad de los párpados cerrados. Que nadie, encontrará respuesta a sus preguntas afuera de si mismo, sino en ese paisaje misterioso y doloroso del pensamiento privado. Nunca somos más poderosos que cuando nos conocemos. Que cuando llegamos a asumir el valor y los dolores de nuestro paisaje mental.

Me mordí los labios, sin saber que responder. Había leído algunas cosas sobre el doctor Carl Jung y lo poco que conocía sobre él, me había asombrado. No sólo era un respetado psiquiatra sino que además, se permitía el atrevimiento de mirar el mundo desde un profundo simbolismo, algo que me encantaba. Me desconcertó que su pensamiento pudiera coincidir de una manera tan elemental con mis creencias en las que me había educado.

- Abuela, pero no entiendo ¿Qué puedo encontrar en mi mente que sea tan valioso? - insistí, un poco frustrada - ¿No lo entiendes? Tengo catorce años, no sé nada del mundo. ¿Qué puedo reflejar de lo que me rodea?

Era un pensamiento que me atormentaba siempre que miraba mis autorretratos, aunque jamás lo hubiese confesado en voz alta. Me miraba en la interminable sucesión de fotografías, sin saber como descifrar ese empeño mio por crear y comprender las ideas mis ideas personales en imágenes. Sentía que de alguna forma, intentaba responder preguntas, aunque no supiera cuales eran. O en qué podía consistir esa obsesión por mi identidad. ¿En que podía servir eso para que mi experiencia como futura fotógrafa fuera más fuerte, poderosa y real? No lo sabía.

- No se trata de tu edad o de tus conocimientos. El conocimiento interior no se basa en el hecho de cuantificar o evaluar cuanto sabes - me respondió. Se secó las manos sobre el delantal y se sentó en una de las sillas de la mesa de la cocina. Me apresuré a imitarla - se trata en descubrir por qué haces lo que haces o mejor dicho, hacia donde te conduce todas tus decisiones. Qué te inspira, a qué le temes. Qué es lo que hace que confieras importancia a algunas cosas y a otras no.

"A una bruja se le educa para mirar, para utilizar su curiosidad para construir su propia visión de las cosas. Una bruja jamás dejará de hacerse preguntas, de cuestionarse, de aceptar las dudas y enfrentarse a sus temores y terrores de la mejor manera que puede. Una bruja se le educa para avanzar entre sus ideas, para elaborarlas desde el origen, sea cual sea y asumir el costo de ese riesgo de creer y confiar. No se trata de vanidad, se trata de comprender que somos parte de una idea mucho más grande, que sólo puede ser comprendida a fragmentos infinitos. A través de ese recorrido interior indispensable para nacer mil veces en el fuego del espíritu.

Una vez, había leído en uno de los Libros de las Sombras de la Familia, que la Brujería estaba firmemente convencida que el Infinito comenzaba en el corazón. A primera vista puede parecer una idea romántica - a mi me lo pareció - pero poco después, descubrí que muchas de las brujas de la familia analizaban la idea desde el punto de vista que cada uno de nuestros pensamientos es una parte del Universo, un reflejo de lo trascendental que creaba nuestro espíritu. Era un noción de enorme importancia para la Brujería y después descubriría que para muchas otras creencias tanto paganas como monoteístas. Me sorprendí pensando que quizás, había tropezado con la misma certeza pero a través de la cámara, gracias a mi necesidad de fotografiar.

- Una bruja, mi niña, siempre se arriesgará a crear, incluso si eso le lleva a la confusión - siguió mi abuela - una bruja intenta encontrar en cada una de las piezas de su mente, una metáfora de lo que cree y ama. Porque al final de todas las cosas, tu espíritu es un espejo que expresa ideas esencialmente personales hacia el mundo exterior. Miramos el mundo según lo comprendemos, según lo asumimos real. Según aprendimos que es.

Pensé en las noches en que me encerraba en mi habitación para fotografiarme. La sensación de plenitud y emoción que me embargaba a medida que reconocía en mi rostro mis propias conclusiones sobre mis aspiraciones y temores. ¿No había sido eso lo que me había llevado a fotografiar en primer lugar? ¿No había sido esa necesidad de entender algo sobre mi que hasta entonces me había sido esquivo? ¿No había buscado lo mismo en el mundo exterior sin encontrarlo? ¿Y lo había creído encontrar un reflejo de esa curiosidad de la mirada al fotografiar a alguien más? ¿Al verme reflejada quizás en los rostros y miradas de quienes me rodeaban? La sorpresa me sacudió y después algo más dulce y amargo, parecido a una especie de descubrimiento interior extraño, misterioso y privado. Dudé que pudiera explicar eso en palabras.

- Entonces...¿la brujería piensa que somos parte del Infinito y que conocernos mejor nos hace comprender con más claridad lo misterioso?
- Así es - dijo mi abuela - porque el misterio más profundo de todos es el de tu rostro oculto.

La frase me sobresaltó. Me quedé desconcertada, sosteniendo la cámara entre las manos, pensando en las cientos de posibilidades que encerraba, en el hecho que quizás...había descubierto mi propio camino hacia la magia de una manera por completo inesperada. Me temblaron los dedos cuando acaricié el frío metal del lente, la lisa curva del cristal. ¿Qué secretos estaba intentando encontrar y de qué manera los estaba construyendo?

- A veces...pienso que fotografiarme es un tipo de dolor - murmuré en voz baja - que mirarme en una fotografía me muestra tal cual como soy, como si formara parte de un reflejo muy extraño sobre mi manera de pensar. Eso me atemoriza. En otras ocasiones, me gusta.

- Toda creación es un tipo de sufrimiento privado, muy bello y profundo. Es tomar una parte de lo que te define y elaborarlo para ser comprendido y observado - contestó abuela - también lo es la Brujería. Una bruja crea una manera de ver el mundo, de comprender la fuerza de su espíritu, del tiempo que la educa, de la historia que la precede y la antecede. En realidad, toda forma de arte es magia. Y toda magia es un Arte. Por eso el poder de la Brujería para sostenerse sobre la pasión de la bruja, de su capacidad de ver - observar, obsesionarse  por lo que le rodea- como una forma de reflejar la realidad.

No supe que responder a eso. O quizás sí, pero las palabras se convirtieron en un tipo de emoción muy precisa que me subió a la mejillas como una oleada de calor. De pronto, pensé que mi propósito de convertirme en fotógrafo no era del todo accidental y que de alguna forma, como bruja en formación que era, me había estado preparando para esa búsqueda interior durante mucho más tiempo del que pensaba. De pronto, comencé a pensar en la fotografía no sólo como una afición - o una profesión - sino en algo más profundo, bello y significativo.

- Una bruja que fotografía - dije en voz baja y un poco asombrada. Abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Nada más y nada menos - bromeó - ahora ¿Todavía quieres tomarme una fotografía?
- Por supuesto que sí.

Sonreí y me levanté. Ella también lo hizo, con un gesto curiosamente juvenil y tímido. Se quedó de pie, mirándome en silencio y pensé que era un momento muy importante. De pronto fui muy consciente que no sólo se trataba de una fotografía sino algo muy parecido a un recuerdo que empezaba a formarse en ese mismo instante. Un momento que no sería igual a otro. Que como los retratos de mi rostro - esa interminable sucesión de autorretratos - conservarían la imagen de mi abuela intacta en el tiempo, en cualquier circunstancia que pudiera venir después. Que mi manera de mirarla, ese mundo interior que comenzaba a conocer, sería mi manera de brindarle un lugar importantísimo en mi vida.  El corazón comenzó a latir muy rápido por la mera idea.

- Bueno, no te muevas.
- No lo haré - sonrió. Y me pareció notar un brillo de orgullo en sus ojos. Seguro me lo imaginé, pensé de inmediato - sólo dime que hacer. Eres la fotógrafa.

Me sonrojé como jamás lo había hecho. Sentí que la palabra "fotógrafo" calaba muy hondo en mi interior. Como antes lo había hecho la palabra bruja y que juntas, formaban algo nuevo sobre mí, sobre mi mundo de ideas. En mi forma de concebir mi propia identidad.

Levanté la cámara y miré a través del visor. La figura de mi abuela pareció flotar y pensé en ese infinito brillante, tachonado de estrellas púrpuras que vivía en mi imaginación. Pensé en el tiempo a nuestro alrededor, en lo que le brindaba importancia y cuando finalmente apreté el obturador, un silencio de pura emoción me llenó los dedos. Una forma de crear y de soñar.

***

A veces, cuando sostengo la cámara y fotografío, recuerdo esa lejana escena de mi niñez. Esa sensación de portento y reconocimiento que comprendí me brindaba la fotografía y que aún conservo hasta hoy. Pero más allá de eso, recuerdo esa percepción sobre la belleza, la intimidad y el poder de las ideas que aprendí esa tarde. Y tengo la impresión que cada imagen que he tomado - y tomaré - crean una visión profunda sobre los espacios interiores de mi mente, de mi pensamiento y sobre todo, de quien soy. Un reflejo en el espejo de mi espíritu, que crea y conserva mi voz más personal.

- Nunca había visto esa fotografía de mi madre - la voz de mi mamá me sobresalta. Está de pie, junto a mi biblioteca, donde el retrato de mi abuela parece flotar entre los libros. Tiene una expresión tranquila y reposada en su rostro, el cabello trenzado, los ojos brillantes. Y es joven para siempre, desde mi amor por ella, desde todos los espacios de mi mente que le pertenecen.

Sonrío cuando me acerco a mi madre.

- Fue un pequeño secreto entre ambas - le digo. Ella toma la fotografía y la mira. Pienso que está contemplando a mi abuela como yo la vi en al tomarla, un recuerdo entre cien recuerdos preciados. Una idea que refleja mi forma de mirar al mundo, a mi misma - y creo que fue la primera vez que comprendí que la fotografía, era parte de mi.

Mi mamá sonríe y deja la fotografía en su lugar. Me pasa un brazo por los hombros y miramos juntas, a la mujer eterna en la imagen, a esa parte de mi misma creada a luz y a sombra. Y me pregunto, si sabemos el valor extraordinario de una idea, de todas las que nos crean. Y el poder de los pequeños secretos que atesoramos, que guardamos en nuestro espíritu como una forma de trascendencia.

Un fragmento de magia real.

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