domingo, 21 de febrero de 2016

Las voces del viento y otras historias de brujería.





Mi tia L. no era realmente mi tia, sino la amiga más querida de mi madre desde la Universidad. Aún así, por amor y por un acendrado hábito de la infancia, le llamaba tia, con la misma convicción que podría tenerla de compartir parentesco. Tampoco era bruja y dudo mucho que creyera en nada más allá de su talento y perseverancia. Pero lo era, claro está, aunque ella jamás lo supiera y mucho menos lo admitiera.

Pensé en esas cosas, el día en que le ayudé a ordenar su nuevo taller, luego que el anterior se quemara hasta los cimientos por un fuego accidental. Tia no parecía desanimada, cansada o incluso triste, mientras arrojaba a las bolsas de basura, los fragmentos de sus años de esfuerzo y dedicación a esculpir. Más bien parecía animada, con una alegría feroz que no podía comprender muy bien.

- ¿Por qué quieres que eche esto a la basura? aún tiene buen aspecto - comenté levantando una escultura, que a pesar de tener algunas parte melladas y la arcilla resquebrajada, seguía siendo hermosa. Tia se acercó y me la arrebató de las manos con un gesto firme. Luego la arrojó al suelo, donde se hizo mil pedazos - ¿Tia?
- Siempre hay que empezar de nuevo para disfrutar de un real renacimiento. Pero comenzar de verdad, no solamente en lo aparente, en lo que nos duele menos. Hay que arrojar todo lo que nos ata y descubrir hasta que punto podemos prescindir de todo lo que supuestamente nos hace ser quien somos.

Siguió arrojando objetos a la bolsa de basura: el torno roto, piezas sueltas de pequeños cuerpos calcinados, pedazos de herramientas que podrían haber seguido teniendo utilidad si tia se lo hubiese propuesto. Pero no parecía muy dispuesta a hacerlo. Muda de asombro, le vi destrozar lo poco que quedaba del pequeño taller con las manos abiertas y la expresión segura. No supe si debía detenerla - y no sé si habría podido - y tampoco, entendí bien la fuerza salvaje que la llenaba.

- Tia, este fue tu taller por casi quince años - dije entonces, con timidez - ¿De verdad es necesario...olvidarlo todo?

Tia se detuvo y se volvió para mirarme. Tenía un aspecto extraño, en medio de los trozos de arcilla roto, las paredes quemadas y la basura arremolinada en los rincones. Mejillas pálidas de furia,  el cabello oscuro y crespo cayendole sobre los hombros. La boca apretada de furia y determinación. Pensé en las mujeres altivas y espléndidas que prima M. solía dibujar en su libro de las sombras. Las brujas sin rostro que nos representaban de alguna manera a todas.

- ¿De qué otra forma piensas volver a comenzar si conservas lo que temes? - me respondió.
- Pero - suspiré. Me incliné y tomé una de las esculturas arrojadas en el suelo. Siempre me había gustado mucho las pequeñas creaciones de tia: siempre mujeres, siempre de formas rollizas y amplias, siempre con los brazos levantados hacia un cielo imaginario - son tuyas. No puedes olvidar todo lo que hiciste sólo porque...te duele haberlo perdido.

Acaricié la escultura que tenía entre las manos. Era una mujer sin rostro, pero las curvas de su cuerpo eran tan expresivas que sentí su felicidad, su entusiasmo al bailar la danza secreta de brazos abiertos y rostro elevado hacia arriba, como si me mirara. Tia estaba obsesionada con lo femenino, con su simbología, con su belleza. Pero también con su dolor, su angustia, sus limites y pequeñas condenas. Con catorce año, no entendía muy bien su obsesión, pero aún así la apreciaba y la respetaba. Y sobre todo, me conmovía.

- No existe nada ya de lo que hice antes ¿No lo ves? - se acercó y me arrebató la pieza de entre las manos - se quemó junto a sus hermanas. Dejó de existir en el mundo de los significados. ¿Qué otra cosa es una obra de arte sino una metáfora de algo más?

Sostuvo la escultura con dedos firmes. La miro con los ojos entrecerrados. Tenía el mismo aspecto firme y a la vez cansado que había tenido cuando caminó por primera vez en su estudio quemado. No había llorado ni una sola vez. No había sucumbido a la desesperación ni a la angustia. Simplemente parecía al límite de todo sentimiento, desarraigada y rota. Y por alguna razón, eso no parecía malo. Había algo sereno en toda aquella furia. Una tranquilidad inquietante que me confundía.

- Lo entiendo, pero...

Arrojó la pieza al suelo. La mujer de arcilla resistió el golpe y se quedó allí tendida sobre los escombros, con un brazo roto pero intacta. Intenté inclinarme para sostenerla de nuevo, pero mi tia se me adelantó en un movimiento agil y la pisó con un único gesto firme. Los fragmentos de arcilla repiquetearon sobre el suelo de yeso al romperse. La miré horrorizada.

- Nada puede nacer si no muere primero - dijo tia. Sin espavientos, sin gritos, sin lágrimas - todo debe morir para volver a nacer de su propio impulso de vivir.

Me dio la espalda. Siguió rompiendo y arrojando a las bolsas abiertas de basura. Me quedé allí, con las manos cruzadas sobre el vientre, un poco abrumada por la sensación de perdida que me rodeaba. Las palabras de mi tia me recordaron algo que solía decir mi abuela - la sabia, la bruja - sobre la muerte y la persistencia de la memoria: toda muerte engendra algo más poderoso que la desolación.

- Ah, Celia y su romanticismo - se burló cariñosamente tia cuando se lo dije. Quería mucho a mi abuela, pero la mayoría de las veces se reía con malicia de su idealismo - No es tan fácil, ese despertar. Aunque sí, tiene razón: toda perdida permite el nacimiento de algo más poderoso.

De niña, esos conceptos solían desconcertarme. Sobre todo, cuando me sobrepasaban en su profundidad. En una ocasión, luego de la muerte la bisabuela, le había preguntado a mi abuela si algo de nosotros sobrevivía a la muerte. Si más allá del olvido, existía alguna forma de vida. Durante los días de duelo por la muerte de bisabuela, no había podido olvidar esa frase tan repetida en la casa, de la muerte - imposible en su fertilidad - como puerta abierta hacia algo más. Esa percepción durísima pero a la vez, casi esperanzadora sobre lo inevitable de la pérdida.

- La muerte es el único hecho inevitable, inapelable e incontestable de la vida - dijo mi abuela, en voz baja y cansada - nos enfrentamos al absoluto como podemos. Y lo hacemos, encontrando todo tipo de posibilidades para recuperar nuestras ideas, para sobrellevar lo que nos pertenece en medio del dolor. Quien muere, se aferra a sus creencias, temores o quizás, a la tranquilidad de no temer otra cosa que el silencio. Quienes le sobrevivimos, miramos a nuestro alrededor tratando de comprender el mundo de nuevo a través de esa ausencia.

La idea me dio escalofríos. No era algo bello y poético como solían ser otras reflexiones sobre la muerte física, era desolador. O así me lo pareció. Tanto como para quedarme desconcertada y abrumada por días. Recuerdo que me despertaba a mitad de la noche, temblando de un miedo muy real y puro que jamás había sentido antes. Me levantaba de la cama en la oscuridad y caminaba de un  lado a otro, intentando recuperar la calma. Pero esa noción de la desaparición física de todo lo que consideraba real, esa frontera entre la vida y algo más, me heria como nada lo había hecho antes.

- La muerte es como otras tantas cosas, una transformación. Un paso hacia lo desconocido - dijo mi tia, asintiendo - Todo muere alguna vez, no sólo lo físico. Los sentimientos, las esperanzas, las capacidad para creer y confiar. Mueren porque lo que sea que les mantenía con vida se derrumba, se hace fragmentos. Carece de significado. Morir no sólo es un acto físico, no sólo es un evento biológico. Es también la destrucción del núcleo de esos ideas que creemos nos sostienen y nos definen. La muerte es un silencio enorme, inabarcable.

Me froté los antebrazos. No era mi tema de conversación favorito, pero me intrigó ese extraño punto de vista de tia. La vi ir de un lado, arrojando objetos a la basura, destrozando con sus propias manos los que habían sobrevivido al fuego. Lo hacia sin dramatismos, sin grandes espavientos. Un golpe. Un pisotón. Pensé en mi abuela que solía decir que las brujas encuentran el consuelo a los dolores en sus momentos de debilidad y fuerza. Algo de eso percibía en tia, que recorría los escombros de lo que había sido su vida creativa con enorme determinación, para destruir lo escaso que aún podía reconocer como suyo. Era un pensamiento durísimo, bello y radiante. La vida y la muerte unidas por una especie de hilo de voluntad.

- Bisabuela solía decir que las brujas moríamos para volver a morir. Un ciclo de puro poder y voluntad. De destrozar todo lo que nos ataca para correr libres - dije en voz baja - que somos como el Ave Fenix Egipcio: fulgurantes en la muerte y recíen nacidas a la esperanza en la vida.

Tuve una imagen del mítico pájaro de fuego alzandose entre las llamas del taller de mi tia, las llamas elevándose en la noche hacia las estrellas púrpuras. No me atreví a contarle de esa escena espléndida, por miedo me llamara a mi también romántica.

- Felipa era esencialmente pragmática, como yo y por supuesto, veía la muerte como yo la veo: un tránsito de conciencia - respondió tia - Hay algo curioso con la brujería y la identidad de la bruja. A pesar de toda la poesía y la delicadeza de pensamiento, hay algo devastador y preciado. Una idea de fuego puro que sostiene todo lo demás. Es justo como lo que acabas de decir: un ciclo de puro poder y voluntad.

"Hace siglos, se acusaba a las brujas de hablar con los demonios. ¿Te imaginas algo más desconcertante? Brujas, justo las mujeres que creen que hacerse preguntas es una forma de aprendizaje, dejándose seducir por la imagen retorcida de un demonio mentiroso. Pero la La iglesia, limitada y aferrada a una moralidad secular, se aterrorizaba por la curiosidad de esas mujeres que corrían al bosque para correr alrededor del fuego, para levantar las manos y tocar la lluvia, para desnudarse y fornicar por placer. La odisea del propio cuerpo. De manera que sí, para la Iglesia esa sabiduría eran demonios. Ese conocimiento de la piel, de la mente, de la alegoría.

"Y mataban a la bruja para matar esas ideas. No solamente a la hija de la Tradición, sólo por serlo, sino también a cualquier mujer capaz de hacerse preguntas. De dejar el temor a un lado. Ah, ese temor que era Divino, ese respeto a la Divinidad temible, tempestuosa. Había que asesinarlas claro, a las brujas, por cometer el oprobio de no temer".

Se detuvo. Había encontrado su viejo torno de trabajo. Lo había comprado siendo muy joven, cuando aún no sabía que hacer o mejor dicho, que necesitaba hacer con todo su impulso creativo. Era una pieza de metal y yeso muy bello, que durante años había representado sus esperanzas. Sentí dolor físico cuando tomó un trozo de madera retorcido y le atestó un golpe firme. La pieza no se rompió.

- Pero no puedes matar lo que siempre vive - dijo con la voz jadeante - no puedes matar lo que sobrevive a la ignorancia. Así sobrevivieron las brujas. Así sobrevivió la brujería. Así sobreviven las ideas al terror. Así sobrevivimos incluso en el lecho de muerte. Así sobrevive cada cosa que está destinada a desaparecer. Sobrevive al perpetuarse en la memoria, al enfrentarse al miedo. Al crear algo nuevo.

Unas semanas después de la muerte de bisabuela, despedimos su memoria con un ritual en el jardín. Fue la primera vez que llevé el cabello trenzado a la manera ceremonial - rodeándome la cabeza y ajustado a la nuca - y el vestido blanco del luto. También fue la primera vez que levanté los ojos a la Luna no sólo para celebrar sino para agradecer el conocimiento, el poder de lo que había aprendido gracias al dolor luego de la muerte de la bisabuela. Lo que había hecho por mi corazón y mi mente su ausencia. Y cuando Invoqué el conocimiento antiguo, el de la Tierra que nace y el viento que canta junto a mi familia, pensé en que bisabuela estaba muerta, pero también vivía en mi, que la recordaría. Vivia en sus libros, que me enseñarían a mi y a las brujas que vendrían después de mi, sobre nuestra tradición. A pesar de no saber que encontraría después de la muerte, el pensamiento que mi memoria perduraria me pareció extraordinario, poderoso y hermoso.

- Un renacimiento - jadeó tia. Volvió a golpear el torno, con mayor fuerza que antes. La pieza crujió. La golpeó de nuevo - un renacimiento. Volver a nacer. Volver a morir. La persistencia de la memoria. Eso somos.

"Una vez tu abuela, esa bruja que admiras tanto, me dijo que morimos cuando enfrentamos los peores temores. Que morimos en la desazón para encontrar la esperanza. Y es verdad. No hay vida sin muerte. Ni tampoco muerte sin la posibilidad de pensar en la supervivencia de las ideas. Eso es bueno. Eso es trascendental".

Golpeó una y otra vez. Finalmente, el torno hizo un sonido metálico y agudo - como un lamento, pensé con escalofrío - y se abrió en dos. Tia trastabilló, soltó la pieza de madera y retrocedió un par de pasos. La escuché respirar pesadamente.

- El pasado está muerto - murmuró para si misma, más que para mi - está muerto y puedo volver a nacer.

No supe que decir o hacer. La miré, de pie en mitad de los escombros y las cenizas, admirada por su fuerza y su serenidad. Y cuando se inclinó, en un movimiento grácil y casi frágil, encorvandose sobre si misma, me acerqué a ella admirando la sinceridad de su dolor. La rodeé con mis brazos y la sostuve con fuerza, escuchandola respirar con dificultad, llorando en silencio, a solas en medio de los trozos de sus recuerdos e ideas más preciadas. La sentí temblar, enfurecida y aterrorizada por la angustia, despidiéndose de lo que había sido quizás para avanzar a ciegas hacia lo que deseaba ser.

- Estoy bien - balbuceó con la voz entrecortada. Las lágrimas le limpiaban las mejillas manchadas de ollín como marcas silenciosas de puro dolor - de verdad, estoy bien.
- Lo sé.
- Solo necesitaba morir para nacer.

Nos quedamos allí, en medio de los trozos y fragmentos de arcilla, mientras el tiempo parecía palpitar, hacerse interminable, casi doloroso. Y cuando la tarde cayó finalmente y la luz del sol se hizo tenue, Tia levantó el rostro sucio, cansado, manchado de tristeza pero también algo parecido a una tranquilidad dulce, tibia. Sonrió.

- Ya puedo vivir otra vez - dijo. Sonreí también.


***


Tia me miró con una de sus sonrisas maliciosas cuando me subí al automóvil y me dejé caer en el asiento del copiloto. Habían transcurrido varias semanas desde la última vez que nos habíamos visto y a pesar que continuaba teniendo un aspecto cansado, su mirada había recobrado ese brillo chispeante y casi febril que siempre aprecié de ella. Me alegré en silencio pero no me atreví a decir nada, por miedo me llamara cursi. Otra vez.


- Vas mejor - dije sin embargo con mucha sobriedad. Ella suspiró, apretando las manos sobre las ruedas del volante.
- Estoy viva.
- Como el Fenix.
- Como alguien que sobrevive a si misma - me corrigió con tono burlón. Hizo un gesto con la cabeza - Toma eso de allí.

Había una caja de cartón blanca en el suelo del automóvil, muy cerca de mis pies. Me incliné y la sostuve con cuidado. Percibí que algo pesado se movía en su interior.

- ¿Qué es?
- Una bomba - soltó un carcajada - abrelo.

Le obedecí. Luché con el cartón blanco hasta que logré romper una de las solapas. Me quedé muda y desconcertada de pura emoción, mirando la muñeca de arcilla que guardaba en su interior.

Era muy parecida a sus antiguas obras, pero en esta ocasión, la mujer estaba de pie, con las palmas alzadas hacia el cielo imaginario. Y ahora tenía rostro, me dije con un sobresalto. O al menos, el esbozo de uno: la nariz pequeña y delgada, los ojos grandes, el cabello suelto. El cabello trenzado le caia sobre los firmes hombros de arcilla. Un vestido largo le rozaba los tobillos.

- Es...una bruja - murmuré. Tia soltó un respingo.
- Es una mujer - me corrigió - pero...sí, supongo que es una bruja.

No supe que decir. Sentí que la emoción crecía cálida y poderosa en mi interior. Tia encendió el coche.

- Todos sobrevivimos a la muerte para ser una idea - dijo entonces - como yo lo he hecho. Como lo has hecho la brujería, supongo. Como lo hacemos todo. Esa primera muñeca lo representa.

Maniobró el coche y avanzó por el camino de grava de la casa de mi abuela hacia la calle. Parpadeé con los ojos llenos de lágrimas.

- ¿A donde vamos? - pregunté. Tia me dedicó una rápida mirada brillante.
- A mi nuevo taller.

La luz de la tarde palpitó sobre la calle bulliciosa, elevándose como un rastro de fuego en medio de la ciudad brillante. Y sonreí aún sosteniendo la muñeca entre las manos, convencida del poder que guardan los espíritus de fuego, la voluntad indomable de quien se enfrenta a la muerte para renacer.

De quienes son brujas, aunque no lo sepan.
En un lugar en sombras, misterioso y extraordinario, de su espíritu creador.

0 comentarios:

Publicar un comentario