domingo, 31 de agosto de 2014

Todas las historias bajo la Luna. Relatos de Brujería.



Una vez, le pregunté a mi tia E. si no temía envejecer. Lo hice mientras la miraba cepillar su largo cabello gris frente al espejo. Su reflejo me sonrío con ternura.

- ¿Debería darme miedo mi niña?
- A mi me lo va a dar seguramente.

Tenía doce años. Las canas y las arrugas me parecían un destino lejano, extrañamente inquietante. Quizás se debía a que crecí en una familia donde las mujeres se arrugan y encanecen con una rara tranquilidad y entusiasmo. Pues bien, yo no entendía eso. Hija de una generación donde los defectos de la edad suponían un defecto antes que una virtud, la idea me provocaba sobresalto. No podía imaginarme a mi misma envejeciendo, perdiendo la lozanía de la juventud. Me pregunté por qué a mi tia no le afectaba la idea.

- ¿Qué te asusta de envejecer?
- Pues...cambiar supongo - comenté. No tenía muy claro el motivo de mis temores, así que pensé en la idea. Pensé en la fragilidad de tatarabuela P., que había dejado de viajar cuando el cansancio de los años comenzó a pesarle sobre los hombros. Pensé en las jaquecas de mi abuela, en el hecho que había perdido parte de su celebrada agilidad con los años. De manera que concluí que lo que me provocaba el miedo era la debilidad, un cambio lento y doloroso hacia cierta angustia existencial. Mi tia me escuchó, trezandose el cabello con dedos hábiles y luego, maquillándose con su habitual frugalidad: los labios color rosa, un poco de rimmel para las pestañas abundantes. Cuando me miró, se veía reposada y espléndida. Una madurez floral.
- Cambiar es una constante en la vida de todo ser vivo. Te transformas y construyes tu camino desde el mismo día en que naces - me contestó - somos parte de un ciclo extraordinario, inevitable y muy rápido que forma parte de lo que se considera natural.
- Pero el cambio que sufro ahora me hace más fuerte, más alta, más... - quise decir "bonita" pero la verdad, no pensaba en esos términos sobre mi. Por entonces, era muy delgada, con las rodillas huesudas, el cabello muy rizado y abundante, las mejillas llenas de pecas. Mi gran aspiración es que las décadas venideras me obsequiaran belleza, o quizás, simplemente una mirada más amable con respecto a mi misma. Me encogí de hombros - quiero ser la mujer con la que sueño, la que miro en mi mente al imaginarme de adulta. Es muy distinto...

Me callé de nuevo. No quería herirla. No quería hablarle sobre lo mucho que me había impresionado sus fotografías de juventud: había sido una chica delgada, esbelta y extraordinaria, con una mata de cabello castaño rojizo cayendole sobre los hombros, un rostro perfecto y aterciopelado.  No quería explicarle mi pequeño dolor al imaginar sus pequeños dolores y molestias, el hecho de encontrarse al mismo borde de esa fragilidad física que yo temía tanto.

- La vejez sólo es un ciclo en tu vida,de la misma manera como lo es la plena juventud, o la madurez serena - dijo mi tia - Y tiene sus encantos, sus secretos, sus promesas y sus satisfacciones, igual que cualquier otro momento que disfrutarás a medida que crezcas.

La contemplé en silencio. Tia se había convertido con los años en una mujer madura aún muy bella y sobre todo sabía. Solía decir que había aprendido de sus errores y sus buenas decisiones, que había crecido como un árbol robusto, a medida que había encontrado el secreto de echar raíces firmes en la tierra fértil de sus ideas. Además, era una mujer que disfrutaba de un temperamento apacible, firme y reposado, una profunda visión del mundo. No obstante, sabía también, que había perdido a su querido esposo siendo aún joven y que el dolor la había hecho callada y reservada. Aún así, era una madre extraordinaria, divertida e imaginativa. Mis primas eran niñas felices y llenas de vida. De pronto, me pareció un camino inarbarcable, las incontables experiencias que forman una vida, que brindan sentido y belleza a cada una de nuestras vivencias. Esa enorme mirada a quienes somos y quienes seremos que parecían parte de cada uno de nuestros pasos privados.

- ¿Como te miras ahora mismo? - le pregunté. En realidad, lo que quería preguntar era ¿Lamentas alguna cosa? Pero no lo hice. Me parecía un cuestionamiento durísimo y fuera de lugar. Y sin embargo, era la pregunta que me atormentaba, que me hacia mirar con cierta preocupación los años por venir, mis propias transformaciones fisicas y mentales. ¿Habría un momento de paz en ese lento e inexorable procesos de crecer, madurar y luego envejecer? ¿Llegábamos a mirarnos, como parte de un todo de ideas, planteamientos y nociones que brindarían sentido a cada lágrima y a cada sonrisa? Mi tia suspiro, de pie junto a la enorme ventana de su habitación. El sonido de la ciudad entraba a raudales, confundido entre la preciosa luz de una mañana de septiembre de una Caracas que añoro. Mi tia pareció un poco desconcertada por mi pregunta, pero luego sonrío. Una sonrisa diminuta, impregnada de ternura y cierta nostalgia.

- Me miro como una pieza en un mecanismo interior muy poderoso y firme. Me miro como una idea que se construye a diario, una historia que se escribe poco a poco, con cuidado. Llena de tachaduras, pequeñas enmiendas, grandes frases inspiradas. Algunas secas y muy precisas - ladeó la cabeza, miró hacia el perfil de la ciudad - me veo como la conclusión de todos mis pequeños dolores, y también, la celebración de mis victorias. Me veo como una visión mucho más amplia de la mujer joven que fui y también, un simbolo de cada momento amargo, doloroso y significativo. Me veo como un reflejo de lo bueno y lo angustioso. De cada sueño y vivencia. Me veo como una luchadora, una sobreviviente. Y también como una mujer feliz, que se mira así misma con amabilidad y quizás un poco de endulgencia.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque no supe por qué. Ella también tenía los ojos húmedos cuando me abrazó con fuerza. El olor a albahaca de su cabello me rodeó, me recordó las tardes de infancia en que me leía cuentos, en que me preparaba mis galletas favoritos. Ah, me dije, con una pequeña carcajada que casi parecía un sollozo. Yo también tengo recuerdos que atesorar. A pesar de mi rostro pálido, de mi cuerpo joven, yo también tengo pequeñas piezas de dulzura y belleza que comienzo a atesorar.

- Hace mucho tiempo, mi madre me contó que las brujas celebraban las primeras arrugas en su piel con un ritual de bienvenida a la sabiduría - me dijo un poco más tarde, sentadas juntas en su diminuta cocina - Que ese día, en que comprendían que el Invierno de la vida había llegado a su espíritu, iban durante Luna Llena al bosque llevando un vestido blanco y las manos llenas de semillas. Y las arrojaban al aire, bailando y cantando a la luna, para recordar que cada ciclo es fecundo, que cada palabra, cada pensamiento y cada sueño, es fértil para crecer y hacerse fuerte. Una manera de asumir que incluso recorriendo la debilidad física y las primeras señales de la edad, aún hay mucho que contar en tu vida, en tu manera de crear.

Lo imaginé muy claro: La mujer hermosa de cabello largo y canoso, bailando en la oscuridad, los brazos extendidos hacia el cielo, el rostro sereno iluminado por el resplandor plateado. Y danza la bruja, danza la sabia, danza la Hija de la Luna en la Oscuridad, con los manos llenas de sueños y el corazón, lleno de esperanza y bondad.

- Un nuevo comienzo - le dije a mi tia, con una amplia sonrisa. Ella me hizo un guiño cariñoso.
- Una nueva forma de soñar.


Danza a los pétalos perdidos, los sueños que se alzan y flotan en la oscuridad.

En la tradición de brujería que practica mi familia, las canas y las arrugas se consideran huellas de conocimiento, celebraciones de la sabiduría espiritual que nos brinda cada paso de nuestras vidas. Con frecuencia, se llevan a cabo rituales para celebrar el don de la sabiduría y el poder de crear que nos otorga el paso de los años. Uno de ellos es el siguiente:


Necesitarás:

* Un puñado de pétalos de la flor de tu preferencia.
* Incienso de Azahar.
* Siete Hojas de Laurel.

Disposición:

La noche de Luna Llena, abre la ventana y escucha los sonidos que te rodean, lo que brindan sentido a tu vida cotidiana, los que forman parte de tu vida. Toma las hojas de Laurel y forma un circulo en cuyo interior permanecerás de pie, con los pétalos de flor entre las manos. Ahora, empieza a bailar.  Si lo deseas, acompaña el ritual con la música de tu preferencia: Baila como alegría, con entusiasmo, arroja los pétalos de las flores a tu alrededor. Ríe con alegria, sacude tu cuerpo con energía y placer. Y recuerda, cada momento hermoso, cada momento dulce y quizás agrio, que te hizo ser quien eres, que construye lentamente tu identidad  como parte de una aspiración de esperanza mucho más amplia que tu misma. Disfruta de esa libertad de crear en tu imaginación una imagen vivida de quien eres y quien serás.

Luego, come y bebe algo como celebración al ritual que acabas de llevar a cabo.

Me miro en el espejo. Descubro algunas canas en cabello, unas pequeñas arrugas en las comisuras de los labios. Y sonrío, satisfecha, poderosa, conmovida. Porque soy la imagen de mis sueños, soy la mujer que aspira a crear y que más allá de todo, también a levantar las manos para agradecer, cada enseñanza y cada experiencia que le brindan sentido a su identidad.

C'est la vie.

viernes, 29 de agosto de 2014

La mirada hacia el infinito. Historias de Brujería.



La bruja caminaba por el risco con los brazos abiertos. El mar a sus pies, parecía mirarla con amabilidad, los brazos abiertos en espuma y brillo. Ella lo contempló también, alborozada, un poco confusa. El cabello flotó, en el aire cargado de olor a sueños, a días olvidados, a pequeños fragmentos de belleza. Y la bruja pensó, que la belleza podría tener el sabor de este mar secreto, de este sol radiante, de este viento que susurra su nombre en lentas ráfagas cálidas. Dio un paso hacia el borde, el olor de la espuma, invitándola, más abajo y...

Mi abuela cerró el libro. La miré sobresaltada.

- ¿Y que ocurrió?
- No lo sé. No copié el cuento completo - me respondió. La miré con los ojos muy abiertos y asombrados.
- ¿No sabes como termina la historia?

Mi abuela soltó una de sus escandalosas carcajadas. Me extendió su libro de la sombras con un gesto lento y ceremonioso. Lo abrí en la página marcada que habíamos estado leyendo y comprobé que era verdad: el párrafo con la historia del risco se cortaba limpiamente a la mitad. Apreté los labios, furiosa.

- ¡No puede ser! ¡Yo quiero saber como termina!
- Pues tendrás que buscar.

Me señaló su biblioteca. Seguí su gesto, boquiabierta. Contemplé los anaqueles desordenados, abarrotados de papeles, pequeños objetos curiosos, libros de distintos colores, incluso pequeñas ramas de plantas. ¿La abuela quería que investigara alli? ¿Qué podría descubrir entre tantos libros, entre páginas cerradas y abiertas? ¿Las palabras desordenadas? Sacudí la cabeza.

- No es justo.
- Claro que sí lo es. El saber lleva esfuerzo.

Torcí el gesto en un puchero malcriado. Mi abuela volvió a reir y se levantó del escritorio. La luz de la tarde dibujó su silueta en sombras, en pequeños perfiles borrosos. Tuve la impresión flotaba en medio de la biblioteca. Pensé de nuevo en la bruja del risco, que se había mirado así misma desde el mar. La bruja con los brazos abiertos en medio del cielo plateado y espejado. ¡No era justo!

- Puedes leer lo que quieras y buscar donde prefieras. El resto de la historia está aquí.

Hacia menos de dos semanas que vivía en casa de mi abuela y aún, me sorprendía un poco su extraña manera de comportarse. Me intrigaba su sonrisa juguetona, sus ojos chispeantes, tan diferentes a la severidad plácida de mi mamá. Era una mujer extraña o al menos, a mi me lo parecía, con sus vestidos que cosía ella misma, sus delantales exquisitos, sus zapatos pequeños y coloridos. Pero lo que más me intrigaba  de ella es que siempre me sorprendía. Siempre lograba hacerme reír o pensar. No había un sólo día donde la abuela no me dejara desconcertada, haciendome cientos de preguntas. Como hoy.

- ¿Y si alguno de los libros se rompe? - le pregunté con cierta intensión. Ladeó la cabeza, divertida.
- Los podemos pegar. El papel es para conservar el conocimiento, pero también para ser leído. Para disfrutar del color de tus dedos, del sonido de tu respiración. Un libro desea ser abrazado, querido, mi niña. Ningún libro quiere solo permanecer en silencio. Los libros están vivos. Sus palabras te miran con atención.

Vaya que esa era una idea curiosa. Nunca lo había pensado así. Acaricié el Libro de las Sombras de mi abuela, que aún sostenía entre los brazos. Tenía una tapa de grueso cuero marrón, con pequeños grabados de hojas y árboles. También había estrellas, ramas, pequeñas piedras. Era un paisaje extraordinario que podías descubrir no sólo mirándolo, sino también con las puntas de los dedos. Los libros están vivos, me repetí. La idea me maravilló.

- ¿Todos los libros están vivos? - pregunté. Ella suspiró.
- Todos. Cada libro que se escribe es una puerta que se abre, una mirada a infinitos mundos. Todos, incluso los enormes y aburridos, los pequeños y timidos. Todos aguardan por ti, por tus ojos que lo leerán, las preguntas que te harán. Hay magia en cada uno de ellos.

Magia, esa palabra si que me gustaba. Tenía una idea vaga y un poco confusa sobre ella, pero sabía que describía algo extraordinario, portentoso. Me pareció asombroso que algo tan sencillo como un libro, tuviera el poder de invocar un conocimiento tan viejo, tan fuerte. Me emocioné.

- Así que puedo tocarlos todos.
- Sí.
- Todas las ocasiones que quiera.
- Sí, claro.
- ¿Desde hoy?
- Desde ya.

Solté un grito entusiasta. Dejé con cuidado el libro en su escritorio - me pregunté si el libro me miraba o se molestaría por mis manitas pequeñas e impacientes que lo tocaban - y me acerqué a la biblioteca. Mi abuela sonrío.

- En alguna parte de allí, esta el resto de la historia.

Comencé a buscar. Durante toda la tarde, hojeé libros. Uno a uno. Libros impresos de autores con nombres extraños. Otros con brillantes y bellas fotografías que me desconcertaron. Libros señoriales que crujian al abrirse sobre mis rodillas. Libros silenciosos, otros muy bulliciosos. Libros que soltaron risitas, otros que me miraron un poco asombrados. Pero no encontré la historia de la bruja del risco. Leí por todos lados, con esfuerzo, esforzandome por entender las frase. Leí en voz alta y cierta torpeza los titulos. Algunas lineas sueltas. Leí palabras al viento. Escogí párrafos perdidos. Pero ninguno hablaba sobre ella.

- Oye...no está por ninguna parte la historia de la bruja - me quejé esa noche cuando abuela fue arroparme. Ella suspiró con gravedad.
- Debes buscar con más paciencia. Lo estás haciendo desordenamente.
- Pero ¿Por qué no me dices donde está?
- Porque ya yo conozco su historia. Tu eres la interesada en buscar.

Me enfurecí. Me volví en la cama cubriendome la cabeza con la almohada. La oí reír.

Seguí buscando al día siguiente. Esta vez lo hice más lento. Abrí un libro grueso donde un coronel Aureliano Buendía recordaba la primera vez que vio el hielo. Y otro donde una dama llamada Anna Karenina sufría en silencio. En otro, un hombre se angustiaba por haber cometido un asesinato y creía enloquecer. Me preocupé por él, así que continué leyendo su historia. Seguí leyendola, asombrada y preocupada hasta que terminé, dos días después. Mi abuela me miraba de vez en cuando desde su escritorio.

- ¡Este señor Doltosieski sabe todo del mundo! - declaré, abrumada. Mi abuela soltó una risita.
- Puede que sí, puede que no. ¿Y la bruja?
- Sigo buscandola, ya la voy a encontrar.

Seguí abriendo y cerrando libros. Leí la historia de un señor muy viejo con unas alas muy grandes. Y también otro de una biblioteca extraordinaria. También había una historia de una ciudad donde todos estaban en ciegos que no comprendí bien. Encontré también a un huerfano enamorado de una niña hermosa y fría. Y a un villano llamado HeatCliff que amaba a una mujer llamada Catalina. La historia me asustó, me angustió, me abrumó. Pero la terminé en pocos días y cuando cerré la última página, me eché a llorar.

- ¿Qué ocurre? - preguntó mi abuela alarmada. Le enseñé el libro que tenía entre las manos, con el dibujo de un risco enorme en la portada.
- Pobre Kathy y Pobre Harpo, han sufrido tanto - le expliqué. Mi abuela me guiñó el ojo y me extendió un libro pequeño y azul.
- Tal vez la Señorita Austen te cuente historias más bonitas.

Lo hizo. Eleanor maravillosa y sensata, que miraba a su amado a la distancia. Leí su historia y la de sus hermanos asombrada, encantada. Cuando terminé, abrí otro libro y me encontré con un monstruo angustiado y temible. El doctor Frankstein me asustó, me abrumó. También lágrimas para él. Seguí tropezando con historias, algunas extraordinarias, otras no tanto. Unas muy hermosas, otras profundamente dolorosas. Las amé todas. Agradecí haberlas encontrado.

Entonces comenzó a suceder algo muy extraño. Comencé a imaginar a la Bruja del Risco. La imaginé muy clara, una joven preciosa y pura como Jane Ayre, que corría por un camino de piedra. Espera, no se había arrojado al mar como temía. Lo había mirado y había regresado por el camino, con las manos apretadas por el pecho. Porque estaba enamorada. Porque sentía amor y emoción por un hombre muy parecido a Mister Darcy. Eso era hermoso, eso estaba genial. Me gustó mi historia.

Me pregunté si la historia que encontraría sería mejor que esa. Más dulce, o quizás más triste. Pero a mi me gustaba justo esa. Imaginaba a la bruja, corriendo con su vestido azul marino, para detenerse frente a la ventana de una casa vieja. Y entonces aparecía él, entre las sombras, vestido de chaqueta y pantalones de Lana, la tomaba entre sus brazos y...

Me sonrojé. Taché la frase. No sabía muy bien que ocurriría. Me quedé un minuto con el lapiz en alto y volví a imaginarlo. Ella le acariciaba el rostro,  él sonreía. La miraba a los ojos y sabía que él la quería, como Heatfcliff que amaba a Catalina o Eleanor...

- ¿Escribes en mi libro?

Me sobresalté. Mi abuela me miraba desde la puerta de la biblioteca. Apreté la boca. No sabía como explicarle que no había encontrado la historia de la bruja del risco. Pero que ya no importaba. Quería explicarle como durante esas semanas, había descubierto muchos otros rostros, muchas otras puertas abiertas. Y que había decidido contar yo su historia. No sabía muy bien como había sucedido. Sólo sabía que había tomado su libro, había tomado un boligrafo y comenzado a escribir. Con esfuerzo, con mi letra de niña apenas comprensible. Y que había sucedido. Magia pura. Magia de la verdad. Magia que transformó lo que miraba mi mente, en realidad.

- La encontré - dije. Tragué saliva - la historia. Pero no allí - señalé la biblioteca - sino aquí.

Me señalé el corazón. Mi abuela siguió mirándome y se acercó. Sonreía. Una sonrisa plena, extraordinaria. Sabia y tan vieja. Nunca había pensado que las sonrisas podían tener edad, pero la de mi abuela seguramente tenía siglos, era tan viejas como la de las montañas y las estrellas.

- ¿Y que ocurrió con ella?  - me preguntó. Le extendí el libro.
-Esto es pasó.


Y la bruja del risco fue feliz. En los atardeceres, en los resplandores del amanecer. Entre los brazos del hombre que sonreía y vio envejecer. Muchas veces, escuchó que el mar la llamaba por su nombre, entre susurros de espumas. Pero aunque siempre suspiró para agradecerle su canto, jamás fue a su encuentro. Siempre miró otra vez, el jardin radiante de su corazón recién nacido, y su espíritu en flor. 

Me detengo. Siento el poder de las palabras entre mis dedos. Y la mujer que soy, recuerda a la niña que fui, descubriendo el sentido de la magia, de la real, de la que dura para siempre. Y sonrío, como lo hizo la niña, como lo hace la mujer, porque comprendo el poder de la belleza, de la imaginación y la certeza, que nace de lo que creamos y asumimos real.

Un juego de espejos, en nuestro espíritu. Un viejo mensaje para recordar.

C'est la vie.

Proyecto "Una película cada Viernes": Manhattan de Woody Allen.




Se dice que toda obra artística es el resultado de las obsesiones de su autor. Un pensamiento que parece ilustrar no sólo las aristas más agudas de cualquier propuesta artística, sino también, toda consistente expresión del arte como una manera de comprender a quien lo crea. O quizás solo se trate de una imagen muy concreta que dibuja las aspiraciones y construcciones de la memoria y el espíritu del que se mira así mismo a través de su reflejo artistico. Cualquiera sea el caso, toda obra es un reflejo. La pregunta inmediata es ¿Qué imagen muestra?

Con Woody Allen, la respuesta es aparentemente sencilla. Su rico mundo intelectual parece poblado por sus propias criaturas, sus símbolos más preciados, una rara y compleja red de referencias y como no, de su ciudad. Y que para Allen, Nueva York no sólo es la ciudad metáfora, sino también el símbolo de su manera de comprender al mundo, así mismo y lo que crea. Una meticulosa expresión del yo más profundo y más allá, su construcción de lo que le define como artista. Porque Allen es Nueva York - o se contempla a través de la ciudad - o probablemente, se trate de todo lo contrario. Nueva York es el rostro de un Allen misterioso, secreto, intimo, siempre en eterna reconstrucción.

Con toda seguridad por ese motivo se suele decir que "Manhattan" es su mejor película o mejor dicho, la más Allen de todas las criaturas híbridas de lenguaje, comedia y existencialismo urbano que ha creado el director. Claro está, no sólo se trata a que Allen retrata Nueva York como núcleo, esencia y evidencia de lo que aspira mostrar, sino que además existe entre la ciudad y el director una profunda afinidad. No es la primera vez que ocurre por cierto, ese vinculo misterioso y elemental, entre creador y visión. Las calles de Nueva York siempre han sido propicias y sobre todo fértiles, para la imaginación y el ojo analitico de otros grandes directores como Martin Scorsese, por ejemplo, que asume a Nueva York desde sus estrias, grietas y oscuridades. Al contrario, Allen la mira con dulzura, con una melancolía exquisita y un evidente amor que plasma en cada plano y escena.

El prologo de "Manhattan" es toda una declaración de intenciones al respecto, un dibujo evidente, extraordinario y rico en matices de lo que anima al director al crear - desde Nueva York y para Nueva York - una visión sensible y conmovedora de su propia interpretación sobre la ciudad. Como si tratara de un mirada mesurara y sinfónica al centro mismo de la Nueva York onírica, la que sueña y se construye en simbolos, el director nos muestra sus edificios, su tráfico vertiginoso y ruido, su ritmo de vida trepidante. Una rápida sucesión de escenas que se concatenan unas otras para dibujar un fresco muy claro y radiante sobre una ciudad que parece prosperar al borde de su propia interpretación del caos. Pero hay más en ese primer plano de secuencia, mucho más que los agiles movimientos de cámara, de brillos y resplandores, de trozos de belleza que se abren y se estructuran para construir lo que parece ser una bienvenida alegórica para el espectador. Como si se tratara de una aproximación lenta a algo más intimo, el director añade a sus imagenes la maravillosa y estilizada ‘Rhapsody in Blue’, de George Gershwin. Una nota melódica que zigzaguea, define, se levanta en el brillo de los altísimos edificios, desciende de nuevo a las calles amplias, sigue a sus habitantes apresurados. Y es Manhattan en todas partes, es la ciudad que construye a fragmentos, cada vez más vital, más extraordinaria. El centro de toda su visión poética.

Y es que para Allen, Manhattan - la ciudad -, no sólo fue fuente de inspiración para "Manhattan" - la película -, aunque ambos conceptos beben uno del otro y se complementan. Como proyecto cinematográfico, "Manhattan" fue el primer film del director rodado en blanco y negro - una concesión estética que aportó valor, profundidad y poder visual a la propuesta - sino además también el primero en formato Panavisión. Allen disfrutó de las salvedades estéticas y recreó a la ciudad de su imaginación con lineas impecables y un contraste exquisito. El director de fotografía Gordon Willis, además dotó a la película de un ambiente profundamente elegante, con sus encuadres medidos y planos sostenidos y los amplios claroscuros que enmarcan y puntualizan la acción. Secuencias inolvidables como la del Planetarium - a la que Allen dota de un especial significado - y la del puente de Brooklin, construyen una atmosfera diáfana, dulce que parece contradecir ese acendrado cinismo del director.

Pero es que Allen mira a su ciudad como elemento más allá del bien y del mal. Maestro del existencialismo urbano, la tragicomedia y el análisis de la vida moderna a través del absurdo, Allen encuentra con "Manhattan" su mejor momento artístico. Con un pulso admirable, comedido e inteligente, la película avanza entre los habituales tópicos del director - a inseguridad, el engaño, la infidelidad, la crítica mordaz a los diletantes con ínfulas de intelectuales - pero en realidad, la película es mucho más que una combinación de estereotipos narrativos más o menos conceptuales. Porque al igual que lo hace con las imágenes, Allen juega con los filos de la historia, crea un guión sugerente y sólido que parece bordear el caos pero que en realidad es un riguroso análisis de la sociedad contemporánea. Desde la desacralización de la cultura pop y también, su necesidad de crear una visión de la cultura que se desborde así misma, Allen logra con su película crear una atmosfera variopinta, humorística pero a la vez, cruda sobre el quienes somos de una sociedad que se analiza desde el vacio. Yale, como simbolo del ambiente Universitario, es la victima propiciatoria del humor corrosivo y durísimo  de Woody Allen, quién además se caricaturiza así mismo comoarquetipo del intelectual postmoderno arrogante y superficial. Y es que Allen no se toma en serio, como tampoco lo hace con esa intelectualidad frágil y elemental que se muestra como la más común de las máscara. Allen pendula entre lo  banal, pero a la vez se comprende así mismo como una rudimentaria pieza de utileria en un bellísimo escenario decadente. Y es entonces que Manhattan alcanza su punto más alto: la película parece no sólo trivializar la cultura por la cultura, sino cuestionarse sobre su pretendida profundidad y más allá, sobre su verdadero sentido. Todo esto, mientras los impecables planos de la ciudad que observa, que sostiene y que transforma, rodean a los personajes, los subliman, los empequeñecen. Un paisaje abismal.


La última escena de Manhattan es de hecho, un compedio de todas sus virtudes, expresiones y conclusiones. La ciudad de fondo, una Diane Keaton en estado de gracia - por entonces la musa del director - se contempla así misma desde la fragilidad de su existencialismo barato y arrogante. Luego de hora y media de diálogo fluido, de ese torrente de palabras y reflexiones, la simple gestualidad expresa todo lo que no pueden expresar en palabras. En el último plano, la ciudad de nuevo envuelve todo, se alza para mostrarse así misma en toda su belleza: Un rayo de sol que baña por completo su silueta, iluminandolo todo, como la última pieza radiante de un conjunto de singular belleza.

Cualquier otra idea, parece sugerir ese lento y gradual resplandor, solo es parte de la ciudad que vive, que mira y se observa así misma desde la periferia.

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jueves, 28 de agosto de 2014

El país y la grieta histórica.





En la panadería donde desayuno la mayoría de las mañanas desde hace diez años, hoy dejó de venderse pan. Un papel colgado en la fachada deja claro la causa: “No hay harina hasta que Dios decida”. Leo el pequeño anuncio con una sensación de dolorosa angustia. El local tiene un aspecto depauperado, desordenado. El mostrador está cubierto de hojas de periódico, la caja cerrada, la acostumbrada vitrina repleta de canillas de pan, vacía. Lo miro todo con una sensación de sorpresa aunque no sé exactamente que me la provoca. Hace más de una semana, que uno de los empleados me explicó que desde hacia más de un mes, no habían encontrado harina, que de hecho, dudaban fueran a encontrarla pronto.

— La escasez está ruda, señorita — me dijo con gesto de preocupación en esa oportunidad. La chica que se ocupa de la charcuteria, había soltado una carcajada al escucharlo.

— No seas dramatico mijo, ya se verá que hacer. Si no es pan, se vende casabe y si no es casabe, Oblea. Pero algo se vende — dijo con buen humor. La miro: se trata de una chica joven y sonriente, no tendrá más de veinte años. Para ella, lo que ocurre en el país no es una novedad, probablemente lo ha venido viviendo durante toda su vida adulta. Y esa idea me inquieta, me hiere. Esta chica, que insiste en que “no es tan grave” lo que ocurre, jamás vio los anaqueles llenos en Venezuela, quizás nunca ha comprado algún producto sin esperar su turno en una larga fila. No recuerda un país previo a este, arrasado y en caos. Para ella, esta Venezuela desordenada y a medio construír, es la única real.

Finalmente, decido regresar a casa. El resto de los clientes de la Panadería deciden quedarse. Alguien pide un café “mientras se pueda, chico” y otro cliente, asegura que “hay que irse vandeando” . Lo cierto es que sólo yo parezco preocupada por lo que ocurre, por ese aspecto árido del local, por el hecho que la escasez comience a afectar incluso las mínimas escenas de mi vida cotidiana. Me pregunto si esa indiferencia, si ese buen humor casi espontáneo del Venezolano de a pie, es parte de los síntomas de la lenta debacle del país o de algo más grave, más duro de asumir.



Un poco después, camino hacia un supermercado a un par de cuadras de donde vivo. De inmediato distingo la fila de personas que atraviesa la cuadra y de hecho, se extiende un centenar de metros más allá. El local aún permanece cerrado, pero el rumor que venderá papel de baño y leche en polvo, hizo que una multitud de posibles compradores aguardaran desde muy temprano a sus puertas. Cuando me acerco, una mujer de inmediato levanta el brazo y me señala hacia el otro extremo de la calle.

— Haga su cola como todos los demás — me indica irritada. No le respondo, sino que continuó caminando. Hay un hombre sentado cómodamente en una silla, otro desayuna de pie con cierta dificultad y un tercero, conversa por teléfono a gritos. Nadie parece especialmente incómodo por encontrarse allí, a pesar de lo temprano de la hora o del hecho que deba hacer fila para comprar un artículo de primera necesidad.

Me detengo junto a la puerta donde un vigilante de uniforme de aspecto adormilado, espera. En la reja del metal que cierra el negocio, hay un letrero colgado donde puede leerse: “Sólo un producto por persona. Haga cola”. Una orden simple, que todos los posibles compradores obedecen de buena gana. De hecho, la multitud parece tener su propio orden y también, su dinámica propia. De vez en cuando se ordena, se extiende un poco más. Los que se agotan la abandonan un momentos, mientras algún benefactor casual guarda el lugar. Y sin embargo, lo que más me asombra, es la resignación, la aceptación tranquila no sólo de la incomodidad sino del método con que parece restringirse en nuestro país algo tan elemental como la compra de alimentos. La pequeña multitud de compradores aguarda casi con una tranquilidad exasperante o que al menos, a mi me parece sorprendente. Cuando le pregunto a uno de los que esperan si no le causa malestar hacer la cola o la orden de cuantos productos puede comprar, se encoje de hombros.

— Claro que me molesta, ¿Pero qué más puede hacer uno? — me responde con toda franqueza — puede ser que sea fastidioso y humillante, pero el hecho es que necesito lo que vengo a comprar. No puedo dejar de hacerlo y esta es la única manera.

Hace unos seis meses, leí un artículo donde un psiquiatra analizaba las fases de la crisis y sobre todo la reacción habitual que podríamos tener para enfrentarlas. Hablaba sobre la “Ilimitada capacidad de resignación” que demuestra la psiquis humana ante situaciones extremas. Mientras miro la larga fila — que aumenta en tamaño y en número a media que avanza la mañana — pienso hasta que punto esta década y media de profunda inestabilidad económica y política ha construido toda una nueva visión sobre el país, sobre los derechos y deberes ciudadanos. Y es que la esa noción sobre la interpretación de lo que vivimos que se enfrenta a una idea más primitiva de lo que ocurre, parece ser la grieta que ha hecho que el Venezolano termine acostumbrándose a lo impensable. O al menos a lo que creyó inaceptable décadas atrás.

El fenómeno parece extenderse a todos los ámbitos de la vida común. Las largas colas, la necesidad de asumir la escasez como parte de la vida cotidiana, la intricada red de precauciones que se toman para evitar ser victima de la crítica situación de inseguridad, parecen demostrar que el Venezolano asumió la crisis coyuntural que padece el país como un hecho con el cual debe lidiar, antes que oponerse. No sólo se trata de la transformación de la vida común en un interminable proceso de adaptación a una situación anómala sino al hecho, que el ciudadano parece asumir las intricadas aristas de la crisis como inevitables e incluso, cotidianas. Eso al menos, es lo que me explica mi amiga Flor, cuando me habla de la manera como la crisis ha trastornado su rutina diaria hasta transformarla en otra cosa.

— Primero está el tema de la inseguridad, es imposible dejar de pensar sobre eso, a cualquiera hora y en cualquier lugar — me dice, mientras conduce por la autopista. Lo hace mirando ansiosamente por el retrovisor, asegurándose que ningún motorizado se acerque demasiado al automóvil. Flor fue asaltada hace un par de semanas y el delincuente motorizado le apuntó con el arma a la cabeza por varios minutos. La experiencia la dejó agotada y por supuesto, traumatizada — así que organizas todo lo que haces y todo lo que necesitas hacer sobre dos supuestos: lo que es peligroso y lo que no lo es tanto. Es la única manera de sobrevivirle a Caracas.

Me habla del horario que elaboró — y cumple de manera muy estricta — para evitar que llegar más allá de las nueve de la noche a al lugar donde vive, una Urbanización a las afueras de Caracas. Toma una serie de precauciones antes de llegar: se asegura no sólo que nadie esté siguiéndola — su zona tiene una altísimo índice de secuestros — sino que además, no haya nadie de aspecto “sospechoso” rondando en los alrededores de su edificio antes de entrar. En una oportunidad, me cuenta que le llevó casi una hora decidirse a abrir la reja de seguridad de su estacionamiento, aterrorizada ante un hombre de aspecto amenazante que permanecía de pie en la solitaria acera.

— Finalmente, el tipo estaba esperando taxi. Cuando lo vi subirse, me eché a llorar y a reír, aún dando vueltas por la calle, sin atreverme a entrar — me cuenta — así vivimos todos. Esa es la Caracas a la que sobrevivimos.

Su historia no es la única y mucho menos la más insólita: hay cientos de graduaciones distintas en los hábitos extravagantes, torpes y casi siempre inútiles que el Venezolano adoptó para soportar la crisis a todos los niveles que padece el país y que parece profundizarse ante esa mirada inerme y un poco indiferente del que la sufre. En todas las ocasiones, quien te explica sobre su nueva manera de afrontar la vida cotidiana, se justifica como mejor puede, intenta explicar el motivo por el cual intenta y casi siempre logra normalizar una situación que le desborda y que la mayoría de las veces no puede controlar. Como Gonzalo (no es su nombre real), paciente de diabetes tipo II y que debe lidiar con la escasez de insumos médicos que sufre el país con enorme dificultad.

— Cada vez me lleva mayor esfuerzo conseguir la insulina. Y es uno de los pocos medicamentos que no puede sustituirse por ningún otro, o al menos no en mi caso — me explica. Gonzalo sufre de diabetes desde hace doce años y su condición se ha deteriorado progresivamente. Hace dos meses, sufrió una gravísima descompensación de insulina que lo llevó a estar recluido más de dos semanas en una clínica privada. Con un Seguro de cobertura parcial que le obligó a detener el tratamiento antes de lo necesario y la grave escasez de medicamentos, no se ha recuperado del todo del severo cuadro médico.

Lo preocupante del desabastecimiento y la crisis sanitaria en Venezuela es que la solución no parece ser cercana y mucho menos sencillas. Las asignaciones de divisas para el rubro sanitario se han disminuido a una tercera parte y los largos procesos burocráticos para la asignación de dolares, hacen casi imposible que los inventarios puedan reponerse. La escasez de fármacos es especialmente crítica en lo que respecta a tratamientos para la hipertensión y diabetes, así como en antirretrovirales, anticancerígenos y antibióticos, lo cual expone a toda una serie de consecuencias médicas y sanitarias a quizás a los grupos más vulnerables a nivel sanitario y que dependen casi de manera total del abastecimiento gubernamental. «El gobierno de Nicolás Maduro debe unos 4.000 millones de dólares a los suministradores internacionales de fármacos. Importamos el 60% de las medicinas, pero cada vez hay menos medicinas en Venezuela. La salud del país está en un estado agónico», declaró hace un mes a ABC el cirujano William Barriento, diputado en la Asamblea Nacional por el partido Un Nuevo Tiempo.

Gonzalo me cuenta que la búsqueda de la insulina se ha convertido en una rutina peligrosamente inexacta y la mayoría de las veces infructuosa en su vida cotidiana. Cuando el suministro del Seguro Social falla — lo que ocurre cada vez con mayor frecuencia desde hace dos o tres meses — su familia y su esposa dedican días enteros a recorrer establecimientos, clínicas y hospitales en busca de la dosis necesarias. Cuando no logran conseguirla — cosa que viene ocurriendo con mucha frecuencia — la solución inmediata es importarla desde Colombia, gracias a una red de bienintencionados que consiguen enviar de mano en mano la medicina hasta Caracas. No obstante, el riesgo de que no pueda encontrar alguno de los medicamentos que necesita es cada vez mayor y real.

— La mayoría de los fármacos que debo tomar obligatoriamente no se encuentran en inventario de las farmacias, así que cuando logró encontrarlos, compro todos los que puedo — me explica con cansancio — La pastilla anticoagulante dejó de encontrarse hace un par de semanas. Mientras que el Glucofage XR de 500 mg desapareció de cualquier centro médico hace más de medio año.


Me cuenta que toda la familia colabora en la búsqueda e incluso los amigos y vecinos. En una organizada red de información, todos llevan una cronología más o menos precisa de donde encontraron por última vez el medicamento y en que precio. También, la esposa de Gonzalo se ocupa personalmente de organizar pequeños grupos de ayuda para pacientes en condiciones parecidas a las de Gonzalo: entre todos, han logrado solventar la escasez pero sin embargo, continúan temiendo que ocurrirá después, preocupados por las posibles consecuencias de lo que puede pasar si la crisis de insumos se agrava.

— ¿No has pensado en reclamar? ¿En manifestar tu descontento de alguna manera? — le pregunto. No puedo evitar hacerlo, aunque sé cual será la respuesta y no me sorprende la mirada exhausta, casi furiosa que me dedica.
— ¿A quién se le reclama en este país? — me dice — ¿A quién te diriges? ¿Quién es el responsable o se hace responsable de lo que sucede? Podría morir mientras intento hacerme escuchar y de hecho, lo que posiblemente ocurra es que me llamen “contrarevolucionario”. No tiene sentido el esfuerzo si de entrada sabes que no habrá resultado.

Y aunque sé que es cierto, que Venezuela se ha convertido en un entramado enorme que sostiene con esfuerzo un sistema burocrático e ineficaz, me abruma y me preocupa la manera como hemos aceptado sus consecuencias, la simple resignación que todos padecemos en mayor o menor grado. Un síntoma de no sólo una sociedad agobiada por todas las innumerables implicaciones que una crisis como la que padecemos produce, sino de la normalización de lo absurdo y lo caótico dentro de lo que consideramos habitual.

Unas cuantas horas después, regreso al Supermercado donde esperaba la larga fila de buscadores. Me sorprende que un grupo aguarda aún. Sentados en la acera, comparten un par de botellas de cerveza y conversan en voz alta. El mismo vigilante de rostro somnoliento espera y grita de vez en cuando “Sólo un paquete por persona, acuérdense” aunque nadie parece escucharlo. O mejor dicho, nadie necesita le recuerden la condición. Cuando la fila avanza un par de pasos, alguien ríe en voz alta “Casi llegamos al infierno y seguro encontramos que se acabó el fuego”. Una risa alborozada, infantil se extiende entre el pequeño grupo y es justamente esas carcajadas — o mejor dicho, esa despreocupación — lo que más me preocupa, me aflige y me atormenta.

¿Quienes somos los sobrevivientes a esta crisis coyuntural que sufre el país? ¿Que percepción tenemos sobre nuestros deberes y derechos? ¿Cual es una nuestra perspectiva sobre lo que ocurre o a lo que tendremos que enfrentarnos cuando la crisis aumente, como es previsible o incluso, simplemente se mantenga en la misma proporción? No tengo respuesta para ninguna de preguntas y quizás no tenerla, sea la fuente de mi mayor preocupación.

C’est la vie.

miércoles, 27 de agosto de 2014

El síndrome de la Cuna vacía y otros cuentos de camino: ¿Cómo se percibe la mujer en la actualidad? La generación NoMo (No Mothers)





El día en que cumplí viente años, una de mis tias mayores me obsequió una pequeña cesta de mimbre con botitas de bebé tejidas, una manta y un oso que habían pertenecido a mi prima mayor. Miré el inesperado obsequio sin saber que decir o que hacer.

— ¿Y que hago con esto? — le pregunté. Ella me acarició la mejilla por ternura.

— En unos años los vas a necesitar.

Cerré la pequeña cestita, le coloqué el lazo de papel donde lo había encontrado y le extendí a mi tia el obsequio. Me miró entre desconcertada e irritada.

— No creo que los utilice nunca — dije.
— Eso lo dices ahora.
— Y es tan válido como si lo dijera después. No quiero hijos.

Mi tia tomó la cesta de mimbre, muy ofendida. La vi cuchichear con una de mis primas — casada y madre de dos — y con otra de mis tias — divorciada y madre de cinco, dos de ellos adolescentes insoportables -. Todas me dedicaron una mirada entre sorprendida y luego compasiva. Me refugié en mi copa de vino, que bebí a sorbitos, intentando pasar el mal trago de la conversación.

Mi mamá se sentó a mi lado un rato después. Suspiró y miro al grupito de parientes que parecían divertirse mucho más que yo en la pequeña fiesta de mi cumpleaños. Me pasó un brazo por los hombros.

— ¿Fue muy difícil? — me preguntó. No disimulé mi malestar y malhumor.
— Me sentí como una idiota, como una malcriada. Como si tener una opinión sobre la maternidad fuera impensable. No entienden que no la considero en mis opciones y que de hecho, la idea me parece francamente desagradable.

Lamenté de inmediato haber dicho aquello: me pregunté si mi mamá se sentiría ofendida por mis palabras o lo que era peor, creería se trataba de algún tipo de crítica o ataque contra ella. Ni uno ni otro. Mi mamá me dedicó una de sus sonrisas un poco maliciosas.

— Recuerda que hace veinte o treinta años, la maternidad no era una opción. Era un deber inexcusable. Desde que eras una niña, te recordaban que tarde o temprano, serías madre. Te gustara o no la idea, te pareciera apetecible o no, tendrías hijos, porque eso era lo que se esperaba de ti, a pesar de cualquier idea que tuvieras al contrario. No era tan sencillo elegir.

La idea me produjo escalofríos. Me pregunté como podría haber afrontado una imposición semejante. Me imaginé como sería no tener la opción de decidir si deseaba o no ser madre. De hecho, aún la presión existia: persistente, ambigua y rutinaria, pero lo que describía mi mamá era un tipo de visión sobre lo femenino que me produjo escalofríos. La miré entre preocupada e inquieta.

— ¿Tu querías tener hijos? — en realidad la pregunta que deseaba hacerle era ¿Querías tenerme? pero no me atrevía a decirlo en voz alta. Me inquietó — y me angustió — el pensamiento que mi mamá no tuviera otra posibilidad que concebir y convertirse en madre, a pesar de cualquier postura en contra, incluso de su misma opinión sobre el asunto. Mi mamá se echó a reir y tuve la impresión que había comprendido bastante bien lo que había querido decir en primer lugar.
— Por supuesto que sí. Me hizo feliz embarazarme — me respondió — fue mi decisión y convertirme en madre me hizo feliz. Pero de haber querido escoger, probablemente no habría podido hacerlo. Se trata que la maternidad, para la sociedad latinoamericana es un requisito, una necesidad y una obligación. Y aún lo es, en cierta medida. En una forma mucho más sutil, la presión continúa existiendo. Es parte de nuestra cultura. De una manera casi imperceptible, pero lo es.

No supe que responder. Que yo recordara, jamás había deseado ser madre. Desde niña, había soñado con ser escritora, fotógrafa, bombero. Había imaginado de cien manera distintas mi vida a futuro y ninguna de esas imágenes, incluía un bebé. Mis amigas del colegio solían insistir que eso era “rarísimo” y en una oportunidad una de las monjas bigotonas del colegio donde me eduque me explicó pacientemente que “ya se me pasaría la indiferencia ante la obra del Altísimo”. Yo acepté los comentarios con cierto tono festivo y continué imáginandome cámara o pluma en mano, subiendome en aviones que me llevarían a recorrer el mundo. Nunca junto a una cuna mirando a un bebé rollizo dormir.

En la adolescencia, decidí callarme mis opiniones sobre el tema. Escuchaba a mis amigas imaginar sus futuros niños y yo trataba de hacer lo mismo, pero no lo lograba. Tenía una idea nebulosa y bastante imprecisa que quizás, en alguna oportunidad, sentiría el mismo impulso. Que probablemente varios años más adelantes, también sentiría esa ternura inmediata ante un bebé y comenzaría a pensar en los propios. Esa idea me reconfortaba. Ya por entonces, la idea de no querer hijos me hacía sentir extrañamente radical aunque no supiera por qué. Era una línea que parecía separarme de una idea común y sin duda elemental que todas las mujeres tenían en común. En más de una ocasión, me angustié preguntándome si había algo mal en mi, si realmente algo no funcionaba de la manera correcta en mi cuerpo o en mi mente. Porque la realidad era, que no sentía el mínimo impulso maternal. Ni el más pequeño atisbo de deseo de engendrar un bebé o criar uno. Supuse que todos tenían razón: se trataba de una étapa pasajera. Aún era muy joven para tomarme en serio cualquier cosa.

En la Universidad me sentí mejor. Por entonces descubrí los principios del Feminismo tradicional y aunque me abrumó un poco lo extremo de la postura, también me alivió saber que había un considerable grupo de mujeres que pensaba de la misma manera que yo. No había nada reprobable en que no me sentiera maternal, ni mucho menos entusiasta ante la idea de concebir. Mi amiga Elena, radical y directa, solía llamar a mis angustias “la neura de la hija única”.

— Te enseñaron que debes ser madre para mitigar la necesidad social de comprender a la mujer. Debes hacerlo mejor que tu madre y concebir más de una vez — me explicó en una ocasión — es simple: Todas estamos educadas para asumir el deber de parir y educar a la próxima generación. La mujer como centro del hogar, la mujer abnegada, la madre afligida. ¡Nadie habla de la mujer que trabaja, de la independiente, de la fuerte! Es como si la sociedad no asumir que hay otro tipo de visión de lo femenino creándose, madurando.

A pesar de que la idea me pareció rocambolesca y estrafalaria de entrada, no dejé de pensar sobre el tema meses después de esa conversación. Era una mirada muy dura sobre la sociedad — que Elena insistía llamar cuadricula Patriarcal — y sobre todo, de algo tan natural y primitivo como el instinto maternal. Es decir, yo no quería ser madre — en realidad no sentía ningún tipo de inclinación sobre el tema — pero tampoco creía que serlo, fuera pernicioso o directamente dañino para la mujer. Lo que necesitaba creer era que la maternidad podía ser una opción, que de hecho fuera parte de la vida de la mujer y que la posibilidad de ser madre o no, fuera parte de todas las infinitas visiones sobre lo femenino que deseaba pudieran existir. La idea de la obligación de la maternidad me exasperaba y me entristecía. Era como someter por la fuerza lo que debía ser un instinto profundamente intimo y extraordinario.

Una de mis profesoras, promulgaba ideas parecidas, lo que irritaba a mis amigas feministas. Le llamaban “tibia” — como me llamaban a mi también — y la mayoría de las veces la acusaban de tener una conducta ambigua. Luego de la incomoda escena de la cesta con botitas de bebé en mi fiesta de cumpleaños, decidí conversar con ella sobre el espinoso tema. Me pareció podiarme entenderme o de no hacerlo, al menos ofrecerme una perspectiva nueva sobre el particular. Resulta que si me entendió.

— Venezuela es un país tradicional, aunque se perciba así mismo moderno y progresista — me explicó — es una sociedad con ideas muy restrictivas y restringidas, donde la pareja y los hijos, son parte de lo que se asume es la normalidad debida. Más allá de eso, existe un espacio neutro y marginal que nadie admite y que además, asusta a los que permanecen dentro de esa línea de lo común. Nadie sabe que hacer muy bien con los que no pertenecen a esa visión de lo que debería ser.
— ¿Y que ocurre con ese porcentaje anómalo, los que no entran en estadistica? ¿los que no desean casarse, asumir su deber biológico o como se llame esa idea de maternidad?
— Es una buena pregunta que nadie responde bien aún.

Yo si lo sabia por cierto, o al menos todas las mujeres que conocía me habían explicado el temor general de lo que podía ocurrir de no “sentar cabeza”. De la “quedada” a la “que vestía Santos” el futuro para la mujer que no quería ser madre parecía lo bastante deprimente como para reconsiderar la idea. Y es que la maternidad — el esfuerzo, la abnegación — parecían incluir además el beneficio de asegurarte una vida de amor y cuidados de hijos amorosos. No todo era tan bienintencionado, pensé con cierto sobresalto. Mi amiga Elisa se extrañó de mis escrúpulos “moralistas”.

— Es parte del ciclo de la vida: las madres cuidan a los hijos y los hijos a las madres. En todo caso, tener hijos asegura que tu vejez no será una pesadilla.

Pensé en todos los casos que conocía de padres y madres que terminaban en una institución geriátrica a pesar de haber criado, educado y cuidado a una numerosa parentela. Me pregunté si Elisa estaba consciente de lo medieval y en cierto modo, egoísta de su planteamiento.

— Hablas como si fuera terrible aspirar a que tus hijos se ocupen de ti cuando seas una anciana — me recriminó — escucha, la vida no es tan complicada. Goza tu juventud y disfruta después de ser mujer. El gusto por la maternidad nace solo. Así debe ser.

Y ese deber ser, incluía desde luego, a la mujer en la que se esperaba, te convertirías. Ya lo había visto en mi familia, en la vida de mis amigas más cercanas: el matrimonio era una necesidad que se manifestaba bien pronto y la maternidad, una celebración a un tipo de felicidad muy definida que yo no comprendía muy bien. Con veinte y tantos años cumplidos, ya había asistido al menos a tres bodas en mi círculo más cercano y mi amiga de la niñez, ya celebraba el nacimiento de su segundo bebé. Mientras tanto, yo continuaba debatiendome con problemas académicos e intentando construir mi futuro laboral, en una adolescencia eternizada que comenzaba a resultar inexplicable para buena parte de la gente que conocía. Eso y a pesar que la gran mayoría consideraba “que aún era muy joven para esas cosas” y “ya habría tiempo para que cambiara de opinión”.

Cada vez más cerca de la treintena, continuaba muy ocupada como para sostener una relación sentimental estable y continúe cuestionándome sobre esa inevitable sensación que yo no encajaba realmente en esa imagen de felicidad futura que incluía un esposo, un bebé, quizás un perro o un gato. En cambio, tuve varias relaciones apasionadas, unas largas y formales, unas cortas y deliciosas y con el tiempo, comencé a preguntarme seriamente que deseaba para mi futuro emocional. El cuestionamiento coincidió con los primeros años de lo que fue mi primera relación adulta y sobre todo, con el hecho de comenzar a mirarme como parte de una pareja y más aún, de un futuro que incluía además, una vida familiar. La idea me abrumó por meses, sobre todo porque el hombre con quien salía tenía ideas muy claras al respecto.

Comenzamos a hablar del tema de los hijos con mucha frecuencia. Al principio, fue algo natural. No se extraño demasiado que me sintiera incómoda con la idea de los bebés y me explicó que con toda probabilidad se debía a que no la había considerado con seriedad. Cuando le expliqué que realmente no deseaba tener hijos, que jamás había contemplado la idea y que el transcurrir del tiempo sólo había hecho que la decisión fuera más firme, pareció desconcertado. Pero aún no se preocupó.

— Es un tema que podemos analizar más adelante — me tranquilizó — ya habrá tiempo.

La relación continuó haciéndose más formal. Comenzamos a debatir sobre el futuro inmediato y a mediano plazo. El tema de los bebés volvió a surgir y esta vez, se hizo más espinosa la discusión. Cuestionó lo que llamó mi “entereza” para asumir una responsabilidad “verdaderamente adulta” y finalmente insistió en que yo no había considerado el asunto lo suficiente y mucho menos de manera profunda.

— No creo que tenga que considerar algo que tengo muy claro desde que recuerde — le contesté en una de nuestras interminables discusiones — no siento la menor inclinación por ser madre. No quiero, no lo deseo. Y es mi derecho a escoger.

Mi respuesta terminante lo desconcertó y también lo hirió. No supe como explicarme que mi punto de vista no tenía relación con mi manera de comprender mi relación con él o el amor que le profesaba. Pero él pareció pensar que ambas cosas estaban relacionadas. Me insinuó que quizás mi postura se debía al hecho que “no tenía un sentimiento lo suficientemente profundo por él” y más tarde, me dejó claro que consideraba mi visión sobre las cosas “por completo egoísta”. Ambas ideas me aterorrizaron y me irritaron. Finalmente, luego de largos meses de tensión, la relación terminó. Y aunque ninguno admitió que el tema de los bebés fuera determinante en la decisión, no dudé que lo fue.

Mi madre me consoló con enorme solidaridad y buen humor. Además de ella, poca gente entendió como podía haber roto una relación sana y amorosa por un tema semejante. “Ibas a cambiar de opinión, debiste esperar un poco”, me reclamó una de mis primas. “Ese tipo es el único hombre de Venezuela que quiere hijos y tu lo dejas ir” me dijo la bientencionada tia de la cesta de mimbre. Sólo mi mamá comprendió que el tema era mucho más profundo y además, comenzaba a tomar un cariz definitivo.

— Debes asumir que el futuro esto puede ocurrir y ocurrirá más de una vez, probablemente — me dijo, preocupada — en Venezuela, ningún hombre cree que una mujer puede negarse a tener hijos por razones poco precisas como una “opinión”.
— No es poco precisa ¡Es lo que pienso! — le reclamé. Mi mamá suspiró, conciliadora.
— No digo que carezcas de razón, pero en nuestra cultura las mujeres desean tener hijos. Un hombre jamás duda que tendrá hijos con la mujer con quien contraiga matrimonio. Se asume como necesario, evidente. Se da por supuesto.

No supe que responder a eso, pero claro está que, la experiencia que acababa de vivir dejaba muy en claro que mi madre tenía razón. Me pregunté como afrontaría esa actitud masculina en el futuro. Me preocupó no poder hacerlo.

Cuando cumplí treinta años, no hubo fiesta doméstica ni celebración familiar. Sólo una sobria cena con mis amigas más cercanas y mi madre. Nadie comentó el espinoso tema del matrimonio o de los hijos: todos parecían muy conscientes que lo que habían considerado uno de mis “caprichos Bohemios” era algo más concluyente y definitivo. De manera que la velada transcurrió entre preguntas sobre mi vida profesional, mis planes futuros, la inevitable discusión política, hasta que mi tia — sí, la misma de la cesta de mimbre — decidió que era suficiente de fingir indiferencia y apuntó directo al tema que nadie quería tocar.

— Entonces tu verdad no te piensas casar.

Silencio. Ninguno de los invitados la miró, ni tampoco a mi, por lo que supuse alguno se había preguntado lo mismo. El momento se hizo tenso, interminable. Mi mamá parecía ligeramente abatida y preocupada, como so quisiera protegerme de la incomodidad pero no supiera como hacerlo. Me encogí de hombros, tomé un sorbo de vino y sonreí.

— No, no lo haré. Me quedaré para vestir Santos.
— Allá tu que quieres sufrir la soledad — insistió mi tia — en unos años te vas a arrepentir.

No respondí de inmediato. Pensé en mis planes futuros de una tercera licenciatura, de dedicarme a escribir de manera profesional, de viajar por el mundo en plan bohemio y nomada. Incluso el plan a largo plazo de establecerme en mi ciudad favorita y comenzar allí la vida como la había planeado: una madurez tranquila, rodeada de cultura y arte. ¿Me arrepentiría acaso? ¿Realmente habría un momento en que miraría atrás y lamentaría haber renunciado a tantas cosas? No lo sabía. O quizás sí, pero me parecía que una respuesta tan terminante era innecesaria, incluso, directamente sin sentido.

— Si lo hago, siempre será mi decisión — dije por último — y eso para mi es suficiente.

Mi tia me miró enfurecida. Murmuró algo por lo bajo y finalmente, esquivó mi mirada. El resto de los comensales volvieron a comer entre conversaciones y sonrisas, pero la tensión continuó allí acechándome. Y seguí preguntándome si siempre sería así, si siempre debía de justificar algo por completo personal e intimo. Si siempre debería luchar y enfrentarme a esa gran opinión general sobre lo que hacia con mi vida o a lo que renunciaba al tomar una decisión.

Y sí, supongo que siempre será así. Siempre habrá quien me critique, quien me juzgue, incluso quien me compadezca. Y eso está bien, eso es inevitable supongo. No obstante, en medio de esa lucha discreta, en medio de ese debate, aprendí que esta bien mi forma de mirar el mundo, que no hay nada equivocado por el hecho de tomar una decisión en contra de lo que asume la mayoría es normal. Quizás dentro de algunas décadas me arrepienta o quien sabe, termine por convencerme que fue la mejor decisión que pude tomar. Cual sea el caso, será mi forma de ver el mundo, mi deseo expreso de libertad.

C’est la vie.

martes, 26 de agosto de 2014

Todos los rostros de una pequeña alegría.






Como tantos otros lectores, leí por primera vez “Rayuela” siendo una niña, casi una adolescente. Y como a tantos otros, me deslumbró su misterio, la osadía de su prosa, la belleza simbólica de sus personajes. Desde entonces y para siempre Julio Cortazar forma parte de mis metáforas personales, de la manera como paladeo y disfruto la lectura e incluso, como miro el mundo. Porque Cortazar, al menos en las habitaciones de mi mente con paredes cubiertas de libros, es una voz iniciática, un simbolo de lo que deseo y aspiro. En mi pequeño mundo privado, Cortazar es un dios menor.

Recuerdo esa primera lectura de Rayuela como un enigma, un sobresalto, un sueño. No entendía lo que leía y quizás por ese motivo, continúe leyendo, seguí recorriendo el enrevesado camino de la prosa de Cortazar en busca de respuestas. No siempre las encontré. Lo que sí hallé, una y otra vez, en cada página y en cada palabra, fue devoción, fue esa necesidad de comprender la escritura, el prodigio de leer y contar historias como un privilegio. Para quien lee, para quien sueña, para quien escribe, para quién crea. Una mirada profunda, dolorosa e inquieta a esa identidad frágil del espíritu humano. El lugar donde habitan los sueños, donde nos miramos como niños, en la ingenuidad del que descubre el poder de crear.

Decía Andrés Neuman que Cortazar — sus libros, su peso, su ideario — es un fenómeno adolescente. Y que puede ocurrir a cualquier edad. Porque Cortazar, profundamente juvenil e inocente siempre, a medio recordar, reconstruido cientos de veces en la imaginación, es una visión de la juventud eterna, de ese retazo de tiempo que no envejece jamás y que de hecho, es parte del imaginario fértil de la literatura que se asume como originaria. El lector que se re descubre así mismo a través de la lectura, que se asume como parte de la historia, que la recorre junto al autor con una sonrisa de asombro.

Quizás por ese motivo, de vez en cuando tengo la impresión que Horacio Oliveira, siempre existió en mi mente. Que hubo un Horacio que recorrió mi mente en silencio, a tropezones, hasta que lo encontré de nuevo al leer la primera página de Rayuela. Recuerdo tan claro esa primera lectura, que la imagen incluso parece irreal, obra de mi entusiasmo o mi imaginación. Me encontraba en un salón vacío del colegio de Monjas donde me eduqué, con el libro en las rodillas. Era una edición barata, fea y remendada que había encontrado en una librería de segunda mano, cuando en Caracas abundaban esas viejas tiendas de maravillas, de pequeños milagros al alcance de la mano. No sabía de qué se trataba el libro, tampoco lo había escuchado nombrar antes. Pero sabía que era mio, sabía que me pertenecía. Sabía que había existido para mi desde mucho antes que lo recordara y que cuando leyera su primera línea, encontraría una historia que ya había escuchado y amado mucho antes. Abrí el libro. Acaricié la primera página. La recorrí despacio, como si escuchara los mecanismos en su interior comenzado a funcionar. Los personajes murmurando entre mis dedos “¿Me leerás? ¿Vendrás por nosotros”. Una sonrisa infantil, el olor de la tarde cristalina. Los dedos acariciando la página. Y luego, leí. Con los labios temblorosos, como si recitara una vieja oración a medio recordar:

“¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo de la Rue De Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz y ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts…”

Maravillada, avancé entre los recuerdos de Horacio, en los mios, en los de cientos de lectores que se habían quedado para siempre en las páginas de Rayuela. Porque de eso trata este pequeño secreto ¿verdad? de encontrar una y otra vez el secreto de lo propio en la historia de otro. Porque Rayuela es multiple, es cien veces lo mínimo, las pequeñas grietas de lo que cuenta, las cien historias que nacen de ella, lo evidente, lo doloroso, lo escondido, lo sutil, lo claro, lo directo. Lo que se atesora. Todo y eso y más fue Rayuela para mi, mientras la historia crecía en mis manos, se hacia enorme, abarcaba el mundo. Cada vez más laberíntica, elevandose en vertical para mostrarme una nueva forma de mirar, de comprender mi nombre, mi reflejo, las calles abiertas, la luz del sol radiante, el olor de la tierra. Rayuela, entre mis manos, los dedos de la niña maravilla. Rayuela en la adolescente que la releyó con cierto sobresalto, sin saber si volvería a encontrar ese prodigio silente. Rayuela en la mujer, que lee en voz altas las líneas preferidas, que encuentra el amor en un ciclope, que se llama así misma la Maga. Que nace y crece como una flor, que nace en un sueño, en un jardín de palabras.

Me llamé a mi misma Cronopio por años. No recuerdo muy bien cuando lo hice por primera vez. O quizás siempre fue un Cronopio, a punto de nacer, brotando lentamente de la tierra. Una pequeña criatura vulnerable, mirándose desde un espejo de puro asombro. Una palabra desconocida para describir un sentimiento nuevo. Porque fui Cronopio desde la primera vez que sonreí en verde, que me miré desigual e incompleta, en contra, siempre contra la corriente. Gritando mi nombre al viento, avanzando con dificultad por el valle escarpado de crear y creer. Un Cronopio sin duda, que nació incluso antes de inventarse, que se concibió así mismo por obra y gracia de la página de un cuento, de un mundo de palabras.

Y crecí, como un jardin, leyendo de nuevo a Rayuela, redescubriendola siempre. Cortazar inevitable, Cortazar para el recuerdo. Quizás ese sea la mayor aspiración que pueda tener escritor alguno sin duda: formar parte de la sustancia del que sueña, acompañar las pequeñas imágenes del dolor y alegría del lector devoto. Ser parte del bosque de símbolos y metáforas que le acompara de por vida. Tal como insistía Neuman, sin duda Cortazar es el simbolo del adolescente eternizado en esa fragilidad de la primera lágrima y la primera sonrisa. En un amor apasionado de una Uruguaya perdida en París, de un Horacio misterioso y cansado, de piezas que lentamente arman una nueva historia. El privilegio de los que sonríen al escribir quizás o de los que leen , para crear, para aspirar, para tener esperanza.

Somos Cronopios en la imaginación de otro. Somos pequeños fragmentos de un poema que no termina que escribirse. Entre un modelo para armar que apenas se recuerda y una breve emoción atrapadas entre letras. Ya lo decía el Cronopio mayor, para que no quedara dura de ese elemento originario, ambivalente, que nace en todas partes:

No es fácil ser cronopio. Lo sé por razones profundas, por haber tratado de serlo a lo largo de mi vida; conozco los fracasos, las renuncias y las traiciones. Ser fama o esperanza es simple, basta con dejarse ir y la vida hace el resto. Ser cronopio es contrapelo, contraluz, contranovela, contradanza, contratodo, contrabajo, contrafagote, contra y recontra cada día contra cada cosa que los demás aceptan y que tiene fuerza de ley. Y ser cronopio es difícil e intermitente, igualmente difícil es representar a los cronopios, dibujarlos o esculpirlos. Muy pocas veces he visto imágenes ante las cuales se pudiera decir: “Buenas salenas, cronopio cronopio”. El club (el de Estocolmo) me envió hace mucho los dibujos de un niño llamado Miguel; ese niño había visto, estaba del lado de ellos. Y cuando Pablo Neruda fue a Estocolmo para recibir el premio Nobel, el club le regaló un cronopio de felpa roja que Pablo guardó con amor y celebró en un mensaje que ya he citado en otra parte pero que repetiré aquí: ¡Cronopios de todos los países, uníos! Contra los tontos, los dogmáticos, los siniestros, los amarillos, los acurrucados, los implacables, los microbios. ¡Cronopios! ¡De frente, marchen!

Y es que Cortazar, es Cortazar. Un escritor devorado por sus personajes, convertido en uno de ellos. Cortazar el enamorado de París, el torpe romántico que es tan Horacio como la Maga, entre el puente y la enterna enseñación. O Cortazar, escritor inspirado, creando y desdibujando los límites de lo literarario para aspirar a algo más, para ensamblar la realidad en fragmentos únicos, siempre completamente nuevos. El Cortazar sin edad, el Cortazar recién nacido, el Cortazar de los dedos abiertos para asumir su simplicidad. El clásico, el escritor. El de la fotografía a medias tintas. El símbolo, el trovador, el Cortazar que se construye a piezas. En todos ellos, el mismo fervor. Mirar el punto como es para luego crearlo otra vez ¿No ese el sentido de todo? Podría preguntarse Cortazar mientras Rayuela avanza, definitiva y concreta, mientras se hace cada vez más dulce, más hermosa, más dolorosa, más incomprensible. El contra escritor de la contranovela.

Y vuela Cortazar, ilimitado, irredimible. Cortazar que es un nombre sin nombre, una página sin página. Cortazar que forma parte de no sólo la adolescencia eterna, sino de la niñez perpetua y de la adultez que se mira con benevolencia. Cortazar niño, Cortazar hombre. Siempre entre palabras. Y la Rayuela abierta sobre el suelo, en una París de ensueño, en la mente del lector, en la imaginación de quien admira, en todas las pequeñas cosas que Rayuela es y no es. Así de pequeño y así de simple.

La niña que fui cierra el libro. El corazón le late tan rápido que le lleva esfuerzos respirar. Sonríe, como lo hará al abrirlo de nuevo, como sonreirá siempre al saberse marcada por el nombre de la belleza, con el nombre de los jardines en Flor y de las pequeñas epopeyas. Cronopio, desde la palabra y bautizada por Cortazar. La voz que se eleva, libre e infinita, como un pájaro en el viento.

Rayuela, quizás para siempre.

Gracias, Cronopio nuestro, por el amor y la locura. Por cientos de veces Rayuela y la que vendrán.

lunes, 25 de agosto de 2014

Fenomenología del desastre: Una mirada turbia al dolor.




La novela "A sangre Fría" desconcierta, abruma y en ocasiones, aterroriza. Tal vez se deba a su ritmo mesurado, a su lenta y metódica mirada de lo cotidiano hacia el horror. O quizás solo a que humaniza a esa noción de la maldad en estado puro que hasta entonces había resultado incomprensible para el lector americano de su época. Cual sea el caso, "A Sangre Fría" no deja indiferente a nadie:  obliga a la reflexión, incluso directamente incomoda. Eso, a pesar de que la historia que cuenta no es diferente a tantas otras ocurridas en cualquier parte del mundo, a pesar de que su autor no utilizó la violencia como metáfora ni mucho menos un símbolo concreto. Quizás, lo esencial en el planteamiento de "A Sangre Fría" sea se atrevió a mirar el dolor, el asesinato y el miedo como una pieza dentro de un complejo mecanismo social. Una visión del hombre y la cultura que lo acoge descarnado en su sutileza. Una noción del espíritu humano primitiva, donde el impulso por la violencia forma parte de su identidad, más allá de toda razón, de toda idea compleja. La violencia como elemento natural en la identidad del hombre.

Y es que el escenario de la tragedia descrita por Truman Capote - observador nato de la realidad contemporánea - no podía más emblemático: un pueblo modélico de la Norteamerica Profunda, de esa que se asume así misma atemporal, símbolo de un país que se mira así mismo con indulgencia. El célebre y tan cacareado American Way of Life. Y es que los campos interminables de la Kansas bucólicas es uno de los estereotipos más evidente de la cultura estadounidense, con su belleza radiante y su carga de mensajes sutiles sobre la cultura que se asume así misma como absoluta. Incluso el hogar de la mítica Dorothy, la heroína del Mago de Oz, se encuentra justamente en el Centro de los valles y campos en flor de una tierra idealizada. "Y vuelo a lo alto, desde el país de mis abuelos" dice Dorothy, en la historia original.


Para el cínico Truman Capote, el paralelismo debió ser inevitable y quizás, incluso necesario. Y es este por entonces  escritor desconocido, una celebridad menor  - o al menos así se llamaba así mismo - que ansiaba la fama se dedicó a destruir con su novela quizás el único cuento de hadas autóctono de un país inocente.  Lo hizo con un talento magnifico para desmenuzar la realidad hasta dejar abierta y expuestas las heridas de una cultura que se vanagloria, llena de indulgencia. Utilizó esa noción del país modélico para contar una historia de horror mínimo desde un ángulo totalmente nuevo. El blanco y negro de la moralidad americana pareció llenarse de grises, de la noción de la realidad vulnerable que parece sostener con esfuerzo todo lo demás. Hasta entonces, ningún escritor se había atrevido con la osadía de Capote, a exponer al país real, a la Norteamerica más allá de sus prejuicios y silencios. A dejar en tinta y papel la evidencia que escondido bajo los relieves de una sociedad que se comprende así misma como idílica, coexiste el miedo. El horror. El puro instinto animal.

Tal vez por ese motivo, desde la fecha de su publicación en 1965, la novela se convirtió en un inmediato éxito y brindó a su autor la fama que tanto añoró por años. Se le consideró como pionera, una revisión al género de la crónica, el documento literario e incluso, algo tan novedoso como la no ficción novelada, termino que el mismo autor utilizo más de una vez para describir su obra más conocida. Y no obstante, "A Sangre Fría" parecía ser algo más, mucho más complejo que un súbito fenómeno cultural y una mirada dura a la dudosa moral tradicional. Había un elemento árido, filoso en la forma como Capote concibió la historia y es ese elemento de ruptura - una grieta que separa la realidad y la fantasía de la obra - lo que la hace espléndida.

Incluso la misma historia de cómo se escribió la novela, parece adquirir cierto halo de enigma cuando se analiza, como si se tratara de piezas que encajan para crear un mosaico perfecto de una realidad totalmente nueva. Durante los últimos meses del año 1959, Truman Capote leyó la noticia del asesinato de los cuatro miembros de una familia de granjeros en un remoto pueblo de Kansas. La noticia, minúscula y que podía haber pasado desapercibida, describía casi con frialdad como los asesinos — un par de individuos anónimos sin especiales antedecentes violentos — se llevaron un botín ridículo. El relato completo del asesinato ocupo una anónima columna en la página de The New York Times. "Asesinados un granjero adinerado y tres miembros de su familia", reza el diminuto titular, perdido entre las cientos de informaciones del periódico. "Fueron muertos a tiros de escopeta". "Las líneas de teléfono estaban cortadas". "Los cuerpos fueron hallados por dos amigas de la hija". Apenas 283 palabras para describir, con una  simplicidad directa,  la tragedia que cambió al pueblo victima para siempre. El asesinato había sido brutal: los cuatro miembros de la familia habían sufrido una larga noche de terror antes de morir a balazos. Un crimen brutal sin un móvil claro.

Intrigado por el tema — curiosamente, no por el caso en sí — Capote viajó hasta el lugar y empezó a investigar lo ocurrido. Lo que encontró fue una historia despiadada, cotidiana, cruel en su frugalidad que le sorprendió y le conmovió. Cuando Capote conoció a sus asesinos — que detenidos y juzgados esperaban en el corredor de la muerte — se sorprendió de su normalidad. De hecho, es esa visión del mal real, el cotidiano, el inesperado, el que parece esconderse en la ambigüedad de lo consideramos normal lo que hizo de su novela “A Sangre Fría” un triunfo de critica y de ventas y la convirtió quizás en el evento literario más importante de la década.

Holcomb, el escenario real de la tragedia, miró con recelo al escritor, extravagante y chocante, que llegó al pueblo para investigar por cuenta propia una historia privada. Según los propios habitantes, Capote no miro el hecho con el respeto reverencial que le habían dedicado otros periodistas y escritores, sino que dedicó a investigar con una dureza que sorprendió y abrió viejas heridas. Por semanas enteras, escuchó relatos, comparó versiones, recorrió paso a paso el camino de los asesinos. Para los habitantes de Holcomb, la mayoría campesinos, el escritor era un hombre insoportable, un temerario excéntrico al que no comprendían muy bien. Aún así, respondieron a sus preguntas, le acompañaron en su recorrido y revivieron en su relato los traumáticos recuerdos de un crimen muy reciente.  Desconcertó e irritó aún más que el escritor insistiera en hacer preguntas y concentrar su investigación sobre los asesinos y no en la familia Clutter, las victimas que para el pueblo se habían convertido en martires idealizados por el sufrimiento. "Muchos en Holcomb pensaron que se había aprovechado de su dolor", explica Dolores Hope, que trabajaba en el periódico de la comunidad. Probablemente sea cierto:  Capote impacable y audaz, sabía que la historia que estaba creando, paso a paso y desde su  origen era un vehículo inmediato a la celebridad. Según un artículo sobre el escritor y su obra del The New York Times publicado en el año 1965, cobró unos dos millones de dólares por la publicación, todo un record para la época.

En una ocasión, se le preguntó a Capote como se le describía así mismo "Tengo más o menos la altura de una escopeta y soy igual de estrepitoso" dijo y fue quizás, la manera más elemental que encontró el escritor para dejar bien claro que su ambición literaria no era tan importante, y desesperada, como la de ser famoso. Así, a secas. Reconocido a un nivel extraordinario que le permitiera mostrar lo que consideraba era lo esencial de una nueva visión del mundo, que de alguna u otra forma encabezara.  Hasta la publicación de "A Sangre Fría" Capote era considerado una rareza entre rarezas, una inteligencia frívola y mordaz que causaba más risas que verdadero respeto intelectual. "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio", llegó a decir, en pleno delirio de la fama, que lo encumbró no sólo como el escritor de moda en la opulenta Nueva York de la década de los sesenta, sino además como una revelación, un renovador de la palabra y sobre todo de la percepción del norteamericano común. Todo un triunfo para un hombre como Capote: Nacido en un barrio pobre de Nueva Orleans, el escritor siempre se miró así mismo como un petulante en ascenso. Una mirada festiva sobre la realidad y sus protagonistas.

Por ese motivo, suele desconcertar el tono duro y helado que utiliza en "A Sangre Fría". Esa disección de la realidad que lleva a cabo con una pulso tan firme como implacable. Ya para cuando escribía la novela, era un drogadicto sin retorno y en varias ocasiones, se le vio borracho y abstraído, en medio de los campos de Kansas que tanto debieron obsesionarle. La publicación de la novela comenzó a capítulos en el New York Times y de inmediato, fue evidente que el Capote cínico y frívolo había dado paso a un hombre desconcertado por esa visión del mal en estado puro.  Y es que el tono y la forma de la novela en formación, dejó claro que Capote había descubierto algunas cosas sobre la naturaleza humana, el dolor y la angustia, a medida que avanzaba en su investigación, que derrumbaba desde los cimientos el mito de la bondad del norteamericano promedio, de la violencia escondida bajo los pliegues de una sociedad hipócrita. Además, esta la evidente compasión que le despertaron los asesinos, como si pudiera comprender a través de su propia identidad radical y marginal la tragedia del otro. Todo un descubrimiento para el Capote egoísta e insustancial que hasta entonces había mirado al mundo desde un considerable distanciamiento. Todo un dilema moral que Capote intentó consolar con más alcohol y pastillas. Y es que para el escritor, lo que había comenzado como la construcción de una historia novedosa, se había transformado en algo más. Un debate moral que lo dejó exhausto, agotado y abrumado. Sabía que el éxito de su novela dependía de la ejecución de los reos pero también los comprendía, había una irremediable conexión entre la historia y sus victimas, vivas y muertas.  Se llegó a decir que Durante las visitas se había enamorado de uno de los reos. Y que tragedia, tan Wilde, debió ser esa, para el frívolo y confuso Capote. La de decidir entre la fama que le esperaba al borde del anonimato y mirar morir a quizás, esa pequeña visión de la humanidad que había obtenido a través del dolor. Al final, ese mal cotidiano que conoció de pluma y como testigo triunfo: los asesinos fueron ejecutados, la novela se convirtió en un éxito y Capote en un renovador de la historia mínima americana. Toda una opereta del desastre.


Y es que no se trata si la Novela de Truman Capote compite en importancia con otras propuestas literarias de mayor calidad, profundidad y alcance. Lo que le brinda verdadera relevancia a su publicación, es quizás esa nueva visión de la litetura como un reflejo nítido de la sociedad. Más allá de su idealización o su crítica, Capote logró que su novela mostrara la sociedad en toda su frugalidad, en la desesperanza quebradiza de lo marginal. Sorprende, sobre todo, el hecho que a pesar de involucrarse de manera muy profunda con la historia — Cuando los asesinos fueron colgados, Capote asistió a la ejecución — la novela es de una frialdad desconcertante. La narración recorre paso a paso no sólo el crimen, sino su futilidad, la triste banalidad que llevó a la muerte a los miembros de una familia y poco después, a dos hombres que cometieron el crimen sin posteriormente pudieran explicar el motivo. El resultado es la crónica novelada de un crimen absurdo. Se le analizó desde el cariz de un género inédito y de hecho Capote proclamó más de una vez haber inventado una nueva manera de observar la realidad a través de la escritura «novela de no ficción». El libro ejerció una notable influencia sobre el incipiente «nuevo periodismo» de Thomas Wolfe, Hunter S. Thompson y compañía. Y de hecho, se considera a esa interpretación descarnada y violenta de la realidad, una nueva aproximación a la narración de lo cotidiano, sin cortapizas ni reflexiones. El caos existencial en estado puro.


¿Quieres leer la novela "A Sangre Fría" en formato digital? Déjame tu dirección de correo electrónico en los comentarios y te la envío. 

domingo, 24 de agosto de 2014

De los sueños, la esperanza y otras sonrisas misteriosas. Historias de brujería.



De niña, me gustaba muchísimo la colección de cajitas de madera de mi tatarabuela. Solía entrar en su habitación - aunque me había prohibido entre risas hacerlo - y me quedaba por horas, abriendo y cerrando las cientos de pequeñas cajas de madera que había logrado atesorar durante su larga vida. Las había de todas las formas y diseños: desde muy pequeñas y sencillas hasta las más elaboradas, extraordinarios arcones tapizados con clavos de metal y cobre. Todas me fascinaban: tenía la impresión que cada una de ellas poseía una historia distinta, intrigante y con toda seguridad emocionante, aunque no conocía ninguna. Pero aún así, las imaginaba: con toda claridad, con una radiante profusión de detalles que me divertía y me emocionaba.

- No sé porque te gusta tanto algo tan vulgar - me dijo en una ocasión mi prima M., que era mucho más mundana que yo y que todo el asunto de las cajas de madera le traía sin cuidado. Me encogí de hombros.
- Justamente me gusta por corriente: ¿No te parece misterioso que a alguien le guste coleccionar algo tan simple?
- No, me parece aburrido - soltó una carcajada. Se inclinó sobre el espejo donde se estaba mirando y me dedicó una mirada maliciosa - No le des más vueltas. Sólo son cajas de madera.

Pues bien, a mi no me lo parecía. Muy probablemente se debía a mi imaginación salvaje o al hecho que realmente me resultaba intrigante que Tatarabuela P. dedicara tanto tiempo y cariño a su colección de cajas, pero lo cierto era que todo el tema me parecía enigmático. Solía sentarme entre todas, abriéndolas y cerrándolas, sosteniéndola entre las manos hasta que abuela o cualquiera de mis tias me encontraba y me echaba de allí. Pero siempre volvía. Me preguntaba si había algún motivo oculto por el cual mi tatarabuela, siempre tan pragmática, inteligente y osada, le interesaban tanto esas pequeñitas cajitas que atesoraba con tanto mimo. Era un habito diminuto, de paciencia. Cada una de ellas, tenía un olor y una textura distinta, habían sido compradas en lugares distintos, probablemente en circunstancias todas diferentes. Y por un motivo específico. O así me gustaba imaginarmelo. Me gustaba pensar que cada cajita, llevaba el tesoro de una historia a cuestas.

Tatarabuela casi nunca venía a casa de mi abuela para ocupar su habitación. Era de carácter inquieto y pasaba buena parte de su tiempo viajando. Solía enviarme postales de diferentes ciudades del mundo, que yo conservaba con esa emoción instantánea del curioso. ¿Por qué la había comprado? ¿Cómo había sabido me gustaría?  Cuando comenzó a sufrir los inevitables achaques de la vejez, los viajes se hicieron menos frecuente hasta que finalmente se limitó a visitar a sus hermanas en la ciudad de Maracay y regresar a Caracas con cierta frecuencia. Por entonces, yo tenía unos once años y seguía obsesionada con sus casas. De hecho, me obsesionaba todo lo referente a mi tatarabuela.

Para comenzar, era una mujer muy alta, a pesar de su edad y encontrarse muy frágil y ancianita. Llevaba el cabello blanco peinado en un estilo muy corto y elaborado y que yo recuerde, jamás dejó de pintarse los labios de un rojo encendido, un detalle de color insólito en su rostro traslucido. Tenía un porte recio y extrañamente severo que solía asustar a mis primas pero que a mi me parecía soberbio. Caminaba con un bastón de madera y tenía una risa escandalosa que asombraba a mucha gente. Quizás porque no se esperaban que la misma anciana seria y callada que les dedicaba miradas durísimas, podía estallar en carcajadas tan frescas, radiantes. A mi me parecía asombroso, esos pequeños estallidos de júbilo en medio de su tranquilidad un poco desconcertante. Pequeños parpadeos de luz y sombra.

Finalmente, Tatarabuela P. dejó de viajar. Por entonces era casi centenaria, pero continuaba teniendo esa vitalidad suya que solía sorprender a propios y extraños. Se levantaba aún muy temprano por la mañana, preparaba su propio desayuno y disfrutaba de leer y coser buena parte del día. Y claro, seguía coleccionando sus extrañas cajitas de madera. Las pedía por encargo de catálogos de tiendas extranjeras o se las enviaban sus amigos en diferentes partes del mundo. El caso es que ella siguió obsesionada con encontrar siempre cajas más extrañas y bellas y yo con el motivo por el cual lo hacia.

Y como era inevitable que ocurriera, en una ocasión me encontró en su habitación, rodeada de cajitas abiertas y sosteniendo mi favorita entre las manos. Me miró - una de sus durísimas miradas de enfado - y aguardó a que yo me levantara del suelo con torpeza.

- Lo puedo explicar - tartamudeé. Ella aguardo, sus ojos claros brillando de furia.
- Espero que lo hagas.
- Amo tus cajitas, las encuentro irresistibles - confesé con toda sinceridad. No le hablé claro, sobre mis fantasias de tesoros y misterios. No sabía como reaccionaría Tatarabuela, tan firme y feroz, con aquellas fantasias mías. Así que le dije lo obvio, lo simple - me parecen preciosas, tan diferentes todas. Y me intriga que las colecciones.

No dijo nada. Me siguió mirando un par de minutos y luego avanzo, con su paso lento y elegante, hacia su poltrona favorita. Señaló la silla junto a su cama.

- Sientate.

Le obedecí de inmediato y en silencio, aunque su tono no fue agresivo ni mucho menos de regañina. La miré expectante. Ella tomó una de sus cajas - una pequeña, de nacar, con grabados de lis en la tapa - y suspiró.

- Las colecciono porque creo en los secretos.

Vaya, ahora si que no sabía que responder. Me quedé un poco aturdida, muy derecha en la silla. Nunca había esperado que la Tatarabuela me dijera algo semejante. Aguardé, mientras ella acariciaba con la punta de los dedos la cajita, abriendo y cerrando la tapa de la misma manera que yo había hecho tantas veces.

- ¿Los secretos...como los misterios? - murmuré por último. Abuela levantó la vista sobre sus frágiles anteojos de metal y soltó una de sus bellas carcajadas.
- Eres una niña muy rara. Si y no. En realidad amo los secretos que puede contener casi cualquier cosa en el mundo.
- Ah - dije sin admitir que no entendía nada. Ella siguió mirándome.
- No entiendes ¿Verdad?
- No.
- Todos los objetos cuentan historias, niña - dijo entonces - cada una de las cosas que te rodean, tiene algo que contarte si lo sabes escuchar. Desde las más pequeñas e insignificantes, las más bonitas y las más corrientes, todas guardan un significado, pertenecieron a alguien que las amó o las necesitó. Eso me parece interesante.

Esa era una idea sorprendente. Miré a mi alrededor parpadeando, como si de pronto, cada objeto de la habitación despertara de un largo letargo. Paladeé el placer de mirarlos, de disfrutar su belleza. Y de pronto, comencé a pensar en como habían llegado precisamente a esa habitación. ¿Quién había construído la cama con Copete de madera? ¿O la bella biblioteca de la esquina? ¿Por qué alguien había grabado pequeñas rosas en el Somier? Sentí una inmediata sensación de maravilla, como si recién descubriera su existencia. Mi abuela me miró con una expresión maliciosa.

- Ahora sí me entiendes.
- Sí - murmuré - pero...¿Las cajas tienen alguna historia en particular?

Tatarabuela suspiró y cruzo las piernas, en un gesto muy informal que me encantó. Pude imaginarla de joven, con sus pantalones de lino - odiaba usar vestidos - y sus blusas blancas impecables. Sabía que por años había dado clase de Francés en varias Universidades y después, se había dedicado informalmente al dibujo y a la pintura. Y al enviudar - luego de un largo y feliz matrimonio de varias décadas - a viajar. Que también era una forma de soñar y crear, pensé.

- En brujería, se suele decir que las cajas contienen palabras. Había un ritual muy antiguo en Italiana que le confiabas a una caja de madera el secreto de tu corazón y la rodeabas en seda para esperar que se cumpliera. Escuché por primera vez esa historia cuando era una niña pequeña como tu y me cautivó. Me pregunté si todas las cajas podían guardar secretos. Imaginé sus deseos, esas palabras susurradas a la madera. Nunca he podido quitarme de la cabeza esa imagen, esa sensación de prodigio.

Tomó otra de sus cajas. Una muy bonita, de estuco rosado, con formas de plata en la tapa y en la parte inferior. La abrió y acarició su interior aterciopelado con dedos cuidadosos.

- Esta la compré en Roma. La encontré en un pequeño mercado. La habían arrojado en un rincón y estaba anudada con un trozo de tela sucia. Cuando la abrí, encontré en su interior un arete de oro, muy viejo y gastado. Me pregunté donde estaba el segundo. Quien los había llevado. Como los había perdido.

Miré la caja con una sensación de asombro y tristeza. Imaginé a la caja solitaria, perdida en un rincón de alguna tienda destartalada de una Roma luminosa. Cerrada para siempre, quizás guardando el secreto de alguna chica. O quizás una mujer espléndida, que había usado aretes de oro y había sonreído al llevarlos. Tatarabuela sonrío y sacudió la cabeza, como si pudiera escuchar lo que pensaba.

- Cada cosa que amas, es parte de ti. Es parte de lo que asumes es tu mundo, de lo que creas y construyes. Una pieza en un enorme rompecabezas que creas a diario - me dijo - las Brujas coleccionamos momentos, jamás objetos. Pero hay objetos que son momentos. Y momentos que sobreviven a la simple soledad. Eso, también es magia.
- ¿Como la de la Luna? - dije, recordando las dagas y copas que utilizábamos en los rituales y que se heredaban de generación en generación.
- Es la magia de la Luna - dijo Tatarabuela con una sonrisa - llevas palabras, sueños y esperanzas incluso en las cosas más pequeñas. Recuerda, lo que hace la magia está entre tus manos. Lo que sueñas le otorga valor.

Sonreí y ella me regaló una sonrisa. Y tuve la sensación que en medio de esa noche lenta y cálida de una Caracas inolvidable, la magia se hacia más real que nunca. En sus palabras, en esas historias silentes que coleccionaba. En mi emoción al comprender su valor.


De la belleza al asombro: baile de sonrisas.

Para la Tradición de Brujería que practica mi familia, los deseos y aspiraciones se consideran una forma de magia. Forman parte de la voluntad de la bruja y sobre todo, su capacidad para crear y construir el futuro del cual desea disfrutar. Para celebrar la esperanza, y sobre todo, esa capacidad del espíritu humano de mirar cada decisión como una forma de renacer y construir su manera de ver el mundo. Uno de ellos es el siguiente:

Necesitarás:

* Una caja de madera: No importa su tamaño.
* Una hoja de papel.
* Lapiz.
* Un tira de tela.
* Un cuenco para quemar.
*Albahaca.
* Siete hojas de Romero.

Disposición:

Tomas las hojas de romero y distribuyelas a tu alrededor en forma de un circulo en cuyo interior te sentarás. Coloca frente a ti el cuento para quemar y una vez que lo hayas encendido, arroja las hojas de albahaca e invoca de la siguiente manera:

"Invoco el poder de la Tierra que es Mi Madre
Del Sol que crea luz en mi espíritu
Del Agua que recuerda mi nombre
y el agua que escucha mi voz
Para que bendiga cada deseo y cada aspiración
que esta noche formule en su nombre
Así sea"

Ahora toma la hoja de papel y escribe un deseo. Describe de la mejor forma que sepas lo que aspiras para tu futuro: incluye detalles incluso la manera como te sentirás cuando se cumpla. Ahora dobla la hoja de papel en cuatro partes,  guárdalo en la caja de madera y luego envuelve la caja con la tela. Sosteniéndola entre las manos, invoca:

"Que mi deseo vuele alto
Que el infinito escuche mi voz
Así sea".

Deja la caja junto a tu ventana durante un ciclo de Luna llena. Ábrela sólo cuando el deseo se haya cumplido.


Con frecuencia, recuerdo esa conversación en el cuarto de mi tatarabuela con la misma sensación de asombro que tuve cuando ocurrió. Y pienso que quizás, los secretos - susurros al viento - no solamente forman parte de los objetos y recuerdos que nos rodean, sino de esa capacidad del espíritu humano de buscar una respuesta - una de las infinitas que pueden existir - a su inquieta e ingenua naturaleza.

C'est la vie.


sábado, 23 de agosto de 2014

Danza al viento en medio de los recuerdos. Historias de brujería.



El cabello me cae abundante y desordenado sobre los hombros. Mi abuela me peina con uno de sus cepillos de madera, con una lentitud embriagadora. Me desenreda mechón por mechón, con una paciencia que me resulta desconcertante. En el reflejo del espejo, noto que sonríe con dulzura.

- Tienes mi cabello - me dice. Y es verdad: también ella tiene una melena rizada y rebelde, que lleva peinada en una única trenza sobre el hombro. Lo que no heredé fue su color cobrizo, como el último rayo de luz del atardecer, que tanto me gusta. Mi cabello es oscuro, casi negro. Un castaño profundo que mi abuela suele llamar "Como el roble viejo".

Finalmente, toma un mechón grueso entre los dedos. Me dedica una mirada luminosa desde el espejo. Ambas compartimos una sonrisa.

- ¿Lista?
- ¡Sí!

Mi abuela comienza a trenzarme el cabello. Me quedo muy quieta, con los hombros erguidos, las manos apretadas sobre las rodillas. Sé que es un gesto importante, que para las brujas, las trenzas tienen un poderoso simbolismo. Pero allí, sentada en silencio, mientras los dedos de mi abuela trabajan habiles y rápidos, me pregunto si la sensación de profunda paz que siento tendrá alguna relación con esa magia que todos le achacan a ese sencillo gesto y que hasta ese día, me pareció desconcertante, incluso increible. Con los ojos entrecerrados, siento que mi cabello toma vida, como si estuviera impregnado de mi personalidad, mi sonrisa, mi curiosidad inquieta. Cuando mi abuela anuda la primera trenza y me la deja caer sobre el hombro, me acaricia la mejilla con ternura.

- ¿Por qué estás nerviosa?

No sé que responderle. Lo estoy quizás, porque leí en alguno de los libros de la sombras de la familia que las brujas llevan el cabello trenzado como una forma de recordar el origen profundo y ancestral de su vinculo con la tierra. Los nudos de los árboles, los anillos del humo que se eleva desde el fuego, los espirales de las rocas que recorren montañas y bosques, los diminutas y sinuosas lineas de las olas del mar. Pequeñas lineas que se unen, se entrecruzan entre sí para crear la historia del mundo, la pequeña, la que se cuenta en susurros. Una vez, mi tia E. me contó que las brujas dejaron de trenzarse el cabello cuando comenzaron a ser asesinadas y perseguidas en Europa.

- Los jueces de la Inquisición consideraban a las mujeres que llevaban el cabello trenzado como provocadoras. Creían que la trenza simbolizaba su apego al Diablo - me explicó - de manera que antes de asesinar a las acusadas de brujería, les rapaban el cabello para obligarles a inclinar la cabeza ante Dios. El cabello se quemaba en una Hoguera aparte, para demostrar que carecía de poder alguno.

Esa me pareció una imagen muy triste, dolorísima. Imaginé a las mujeres de cabeza calva, llevando el balandral del tela blanca del condenado, sintiendose desnudas de una manera inimaginable, despojadas incluso de su último reducto de dulzura, de recuerdos, de fragmentos de su memoria. Y el fuego arrasandolo todo. No el fuego hermoso y puro de las celebraciones, el fuego perfumado del caldero, sino las llamas del odio, de la condena y de la angustia.

- Pero las brujas continuaron trenzandose el cabello, en secreto, como una forma de rebeldía contra el odio - me dijo mi tia. Ese día, llevaba una gruesa trenza rodeandole la nuca, enroscada sobre su cuello y sujeta con pequeños ganchos de metal. Se acarició con la puntas de los dedos el cabello, con una sonrisa casi misteriosa - lo hacian de noche, cuando nadie podía verlas. La cabeza cubierta con telas y pequeños bonetes. El cabello trenzado como metáfora del espíritu libre, de la Naturaleza que sobrevive. Se hizo una costumbre muy intima, la de llevar peinados que nadie podía ver.

Sonreímos juntas. Con los ojos de mi mente, vi con toda claridad a las rebeldes,a las apasionadas, las indomables, con la cabeza cubierta decorosamente, pero allí, en el silencio, declarando su serena decisión de conservar su nombre, su pasado y su herencia. Me pregunté cuantas mujeres habrían trenzado su cabello en la noche, cuando el marido y los hijos no podían verla, con los labios apretados, mirando la luna desde la ventana. Quizás escuchando el viento cantar.

- El cabello de una bruja siempre ha sido simbolo de su intimidad, su vinculo con lo salvaje y lo bello, con lo profundamente femenino - me explicó mi bisabuela F. en una oportunidad. Al contrario que el resto de las mujeres de la familia, llevaba el cabello corto a la barbilla. Los rizos canosos  le caían brillantes sobre las orejas y la frente, como pequeños nudos de agua brillante y vivaz - llevarlo largo o corto, es parte de tu manera de concebir la etapa que vives, la manera como construyes el mundo y miras la vida.

Desde que yo recordara, la bisabuela F. había tenido el cabello muy corto. En un par de ocasiones se lo había rapado para sorpresa y desconcierto de todos lo que le conocían. Su cabeza calva había sido una imagen de poder y de ternura, frágil y casi doloroso en su belleza.  En otras, lo había dejado dejado crecer solo un poco: una melena indómita que llegaba a los hombros. Mi bisabuela había sido una mujer enfermiza: había sufrido poliomielitis siendo muy niña y aún adulta, sufría sus secuelas. La cojera que la enfermedad le había dejado, la había atormentado y entristecido durante buena parte de su vida, aunque nunca se había rendido a ella. Bisabuela había tenido una vida plena y radiante, llena de pequeñas aventuras, viajes y sinsabores. Pero había sido una experiencia extraordinaria, como solía decirme, con su sonrisa triste y amplia. Sin duda, el cabello larg o corto, simbolizó ese vaivén entre el dolor y la alegría, la desesperación y la aspiración. Cuando la conocí, ya había encanecido casi por completo: pero yo sabía que en su juventud, lo había tenido de un encendido color cobrizo, un rojo profundo y delicioso que mi abuela había heredado. Y es que tal parecía que el cabello de mi bisabuela era una forma de comunicarse con el mundo y consigo misma, un discreto lenguaje de esperanza y belleza que sólo ella parecía comprender a cabalidad.

- ¿Por qué lo llevas corto? - le pregunté en una ocasión. Ella sonrío, y se llevó la mano a la cabeza. Se acarició el cabello con la palma abierta, como si disfrutara de su caricia minima y secreta.

- Nunca he tenido buena salud - me explicó - y mi vida no ha sido sencilla. Mi cabello cuenta toda la historia que a veces no he sabido contar. Y eso es bueno: Es una declaración de intenciones, es una manera de demostrarme a mi misma que la vida continúa, que todo fluye y se transforma. Que soy fértil como la Tierra que piso y libre como el viento que disfruto escuchar.

Pensé en esa respuesta muchas veces. La miré, a escondidas, mientras reía y bromeaba, con su cabello corto moviendose al compas de sus carcajadas y pensé en ese poder inmenso, extraordinario, de convertirte en tu mejor obra de arte. De comprender tu imagen y tu manera de mirarte, como parte de lo que sueñas, aspiras y esperas.

Finalmente, mi abuela terminó de trenzarme el cabello. Me dio un apretón en los hombros, mirando su reflejo y el mio en el espejo. También lo hice: el rostro de la anciana de cabello cobrizo que sonreía y la niña pálida que contemplaba todo con los ojos muy abiertos y asombrados. La luz del sol entraba a raudales por la ventana, lo impregnaba todo y tuve una sensación de portento, de silenciosa maravilla.  Las diminutas trenzas me caian entre los rizos despeinados de mi cabello: tenía un aspecto atemporal, casi primitivo. Y me pregunté cuantas mujeres en el pasado se habían mirado al espejo, o en el reflejo del rio o del mar, para contemplar ese nuevo pacto diminuto y privado con la magia de su espiritu, con el olor de la Tierra fresca, con la belleza de la Luna parpadeando en blanco y plata en medio de una noche tachonada de estrellas. Sonreí, con el corazón latiendome muy rápido, imaginando ese después y el ahora, esa linea de tiempo que me unía a todas las mujeres - las brujas - que antes habían sonreído a su reflejo, al simbolo que las une y al poder personal en el que confían. Cuando mi abuela me extendió su mano, la apreté con fuerza.

- Estas únida a mi y a todas quienes te predecieron, en la esperanza - murmuró. Las palabras tenian algo de sortilegio, de promesa. Yo quise pensar que se trataba de una canción.

Sonrío, al recordar la escena. Miro a la mujer pálida y de rostro fresco en que convertí reflejada en el espejo: el cabello trenzado me cae sobre los hombros, oscuro y fuerte. De nuevo, la historia que heredé es parte de mi vida, de mi sueños y mi convicción. Soy la mujer que confía en la tierra, la mujer que escucha el viento. La mujer que sonríe al mar. La mujer que baila alrededor del fuego.

La bruja que lleva en su rostro, una vieja eternidad.

C'est la vie.