jueves, 21 de agosto de 2014

El viaje de retorno: El camino que nadie desea transitar.




La expresión de mi amigo Pedro (no es su nombre real) es de profundo agotamiento. Ordena las cajas de cartón a su alrededor casi con negligencia. El pequeño equipaje que le acompañó en su viaje a Canadá hace casi tres años, se encuentra en la habitación que sus padres le han permitido usar durante su improvisada estadía en Caracas. Es casi el mismo número de cajas y maletas que llevó en la travesía que creyó sin retorno al país vecino. Me sonríe con amargura cuando me muestra las cajas rotas.

— De saber que tendría que regresar no las había destrozado a tijerazos — me dice. Y es que Pedro está sufriendo quizás la peor circunstancia de cualquier emigrante Venezolano actual: la de tener que regresar al país, a pesar de sus intenciones y esfuerzos por no hacerlo. En el caso de Pedro, la situación resulta casi trágica: luego de dos años de viajar a Montreal para cursar un postgrado, debe regresar porque CADIVI dejó de cancelar la remesa con la que cancelaba la colegiatura. No hubo explicación, tampoco un motivo para la interrupción de las divisas. Me explica que intentó por todos los medios comunicarse con el organismo, luchar contra la burocracia de la asignación de divisas. No lo logró.

Para Pedro, la decisión de volver a Venezuela lo deja en la difícil y compleja situación de comenzar a reconstruir su vida desde el mismo punto incierto en que la dejó al emigrar. Sin un lugar donde vivir, luego de haber vendido todo lo que tenía para sufragar los gastos del viaje, regresa para ocupar su habitación de soltero en casa de sus padres, sin ninguna perspectiva de empleo inmediato y mucho menos, de retomar el postgrado que dejó a medias. Me cuenta que no sabe que ocurrirá en los meses venideros y que esa sensación de absoluta confusión, es probablemente a lo peor que debe enfrentarse en medio de una situación caótica.

— No puedo explicarte lo que siente regresar cuando creíste no lo harías — me dice. La pequeña habitación, llena de afiches de héroes deportivos amarillentos y muebles desvencijados, parece muy pequeña para Pedro — es no sólo la última opción, sino la más dolorosa, la que te cuesta asumir ocurrirá. Es perder la esperanza e incluso, esa noción de tomar decisiones concretas sobre tu vida.

No sé que responder a eso. El caso de Pedro no es el único que he escuchado durante los últimos meses. Y es que luego de la oleada de migraciones forzadas, obligatorias o incluso necesarias que ha padecido la población joven y profesional del país, el sueño frustrado de comenzar otra vez en un nuevo escenario, parece ser un riesgo que se asume sin esperar realmente suceda. O eso es lo que me comenta Ana, que también regreso de su intento de escapar de la crítica situación social y económica que atraviesa Venezuela. De la misma manera que le ocurrió a Pedro, la interrupción de las remesa de CADIVI, la forzó a tomar una decisión para la cual no estaba preparada y mucho menos había contemplado entre sus opciones. Intentó por todos los medios permanecer en Colombia, a donde había viajado para completar una licenciatura en artes escénicas, pero finalmente le fue imposible costear su manutención y estadia en el país. Su situación es menos dura que la de Pedro: regresa a su viejo apartamento que conservó en previsión de lo impensable y trata de recomenzar su vida en el punto en que la abandonó, siete meses atrás.

— Emigrar es una apuesta altísima y puedes perderla — me dice, con tristeza — todo el que toma la decisión de hacerlo, está consciente que las condiciones son complejas y que se trata de un proceso del que a veces careces de control. Pero la alternativa…

No completa la frase, pero casi puedo adivinar lo que me dirá. Ana tomó la decisión de abandonar el país luego de haber sido asaltada en cuatro ocasiones. En la última, recibió un balazo en el hombro izquierdo que casi le provoca la muerte. Cinco meses después, huyó a Bogotá, donde intentó por todos los medios a su alcance, establecerse, sin lograrlo. No obstante, para Ana, el regreso a Venezuela no es una derrota, sino un aprendizaje. O al menos, esa es su percepción del díficil momento que atraviesa.

— Lo intentaré de nuevo — me dice. Su pequeño apartamento, lleno de cajas, objetos rotos y ropa sin doblar, tiene el mismo aspecto que tuvo la última noche en que la visité antes de abandonar el país. Ahora, la recibe y hay un cierto aire de desastre, de confusión casi dolorosa — intentaré volver, completar la licenciatura, trabajar en lo que sea. No puedo vivir en un país al que le temo. No quiero tener que odiar a Venezuela.

Durante la última década, el 10% por ciento de la población Venezolana sobre todo el segmento que corresponde a los adultos jóvenes con alta calificación profesional, tomaron la decisión de abandonar el país. Es probablemente la cifra más alta de emigraciones que haya contabilizado el país desde hace más de cincuenta años. En menos de década y media, el número de compatriotas que residen en el exterior pasó de 378 mil a 521 mil. Desde hace un año y un poco más, la cifra se triplicó y de hecho, pareciera aumentar progresivamente. Según el estudio “La emigración en Venezuela durante la última década”, escrita por Anitza Freitez, doctora en Demografía y directora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello (IIES-UCAB), la cifra incluso podría rebasar la barrera histórica del 12%, la máxima que ha registrado el país en sus doscientos años de historia. La estadística demuestra que la severa situación económica parece ser la principal razón por la que buena parte de los jóvenes venezolanos deciden emigrar. No obstante, los motivos parecen multiplicarse a medida que se analizan: desde la necesidad de huir de una situación política cada vez más represiva y violenta hasta la convicción que Venezuela es incapaz de brindar las oportunidades de empleo y progreso a la que aspiran. La mayoría lo hace por la necesidad de alcanzar lo que llaman “calidad de vida” y que parece resumir la extensa serie de carencias que el país sufre desde hace casi dos décadas de inestabilidad social. Y no obstante, en muchas ocasiones, la emigración tiene el aspecto de una huida apresurada, de un exilio autoimpuesto que casi todos asumen casi como inevitable.

No obstante, las cifras de los regresos forzados es aún poco precisa y la mayoría de las veces difícil de cuantificar. No se incluyen los que como Pedro y Ana sufren las fallas de procesos administrativos en la asignación de divisas o quienes lo hacen, como mi amiga Veronica (No es su nombre real) por motivos por completo personales. Para ella, la decisión fue inevitable en cuanto su madre enfermó de una complicada condición cardíaca. Eso, a pesar de haber logrado estabilizarse económicamente en Uruguay y encontrarse a punto de adquirir su primer departamento. Me cuenta que la mayoría de los miembros de su familia le reprochan el regreso y que casi nadie comprender sus motivos, pero para ella, la idea es concluyente. No pudo evitar regresar a Venezuela una vez que conoció las noticias sobre la salud de su madre.

— No es sencillo abandonar dos años y medio de trabajo duro — me dice cuando nos reunimos. La encuentro más delgada: agotada y pálida, tiene un aspecto frágil, desconcertado. Sé que el regreso al país le supuso un revés económico y personal que aún no digiere demasiado bien — de verdad, fue la última de mis opciones, la que no me atreví a contemplar incluso en el momento más crítico de la salud de mi madre. Pero fue inevitable.

La madre de Veronica tiene casi ochenta años y desde hace seis, padece de insuficiencia cardíaca de considerable gravedad. Para el momento en que Verónica tomó la decisión de emigrar, su padre y su hermano mayor la cuidaban. Poco después el hermano emigró, el padre enfermó y murió y la anciana fue recluida en un hogar de cuidado, donde no ha hecho más que empeorar. Cuando le pregunto que dice su hermano sobre la condición de la madre, sacude la cabeza y sonríe con amargura.

— Me dijo que era natural lo que mi madre estaba sufriendo, que lo mejor era dejarle el cuidado a los expertos — me explica con un ligero retintín de rabia. Lo cierto es que cuando Verónica decidió regresar al país, lo hizo consciente de la extrema gravedad de la salud de la anciana y del hecho que poco podría hacer para ayudarla. Pero aún así lo hizo. “Es imposible asumir que lo único que puedes hacer es mirar a otro lado” me dice, resignada “o yo, al menos, no puede hacerlo”.

La salud de la madre de Verónica no ha hecho más que empeorar. Se encuentra hace más de dos semanas en terapia de cuidados intensivos. Para Veronica, lo que vendrá después de su muerte, es una especie de idea latente de pura incertidumbre.

— No sé que haré una vez que ocurra — me confiesa — probablemente me iré de nuevo, para empezar otra vez. No sé si podré hacerlo, pero aquí no me puedo quedar.

Y es que el regreso luego de un intento de emigración siempre es doloroso, cualquiera sean las razones para hacerlo. Es un camino que se recorre con dificultad, tropezando con las consecuencias de las buenas o poco conscientes decisiones que se tomaron para atravesarlo por primera vez. Nadie toma la decisión de emigrar asumiendo la posibilidad de un regreso y por ese motivo, la situación es inedita e insoportable para la mayoría. No hay cifras que muestren la recurrencia del fenómeno y mucho menos, un análisis sobre los motivos y consecuencias. Tal vez, porque cada caso es único y cada interpretación es personal.

En el caso de Antonio (no es su nombre real) al menos, lo es. Hace dos años tomó la decisión de emigrar luego que la empresa donde trabajaba, fuera expropiada por el Gobierno, lo que ocasionó que buena parte de la nomina de empleados fuera despedido. La traumática situación — el proceso de expropiación fue complejo y bastante duro de superar — y el hecho que encontrarse desempleado durante seis meses, le hizo tomar la decisión casi de manera espontánea. Voló a Ecuador como turista, decidido a encontrar un trabajo y regularizar su situación sobre la marcha. Trabajó de manera informal y a destajo durante casi cinco meses. Logró estabilizarse a medias sólo para luego, volver a encontrarse en una situación durísima debido a su estatus migratorio. Regresó a Venezuela con las manos vacías y una agotadora experiencia a cuestas.

— Pero volveré a intentarlo — insiste cuando me cuenta su amarga experiencia, que incluyó incluso dormir varias noches a la intemperie y ser detenido por un delito menor — no puedo quedarme aquí y no quiero hacerlo, además.

Y es que para todos los que han vivido la experiencia de regresar luego de un frustrado intento de emigración, la cuestión es clara: lo volverán a intentar, a pesar de las incomodidades, de lo terrible o duro que pudo resultar la experiencia inicial. Lo intentarán porque los motivos que los obligaron a abandonar el país — incluso huir, a pesar de sus intenciones y prioridades — continúan siendo los mismos. Ni uno sólo de ellos, contempla la opción de continuar en Venezuela, de intentar asimilarse a la nueva compleja situación económica y social que padecemos. Para todos, Venezuela no es parte de sus prioridades y mucho menos de sus posibilidades. El país en tránsito, en eterno desplome.

— No sé cuando podré de nuevo reunir el dinero suficiente para volver a Canadá o en que condiciones volveré, pero ya comienzo a planear lo que haré los próximos meses. Y la opción es decidir como me largo de aquí — me dice Pedro con tristeza. Un mes después de su regreso, la habitación en casa de sus padres, tiene ahora un aspecto limpio y ordenado. Pero también impersonal. No hay un sólo objeto que le identifique, que muestre a quien entra quien es la persona que ocupa el lugar. Tal pareciera que Pedro intenta dejar claro que Venezuela sólo es una etapa y ya superada en sus proyectos futuros — no sé si deba a ir a un tercer país antes de regresar a Montreal pero lo que si sé, es que no me quedaré aquí.

Silencio. La habitación pequeña, fría tiene un aspecto asceptico. Y tengo la sensación que para Pedro, esa es su visión sobre el país donde nació, con el cual ya no se identifica ni desea hacerlo. Y lo comprendo, aunque me cuesta aceptar esa distancia moral y emocional con la Tierra que nos vio nacer, con ese gentilicio movedizo y quebradizo que nos une. Cuando se lo digo, Pedro me dedica una mirada dura.

— Ya Venezuela no existe. O no existe la Venezuela que creí era mi país — me contesta — no lamento la indiferencia. No puedo hacer otra cosa. O no sé hacer otra cosa, más bien.

No sé que responder a eso. Quizás no hay una respuesta a esa decepción cósmica, esencial que te produce perder espiritualmente al país donde naciste, la identidad de tu nombre y percepción de lo nacional. Cual sea el caso, el caso de Pedro, Ana, Verónica sólo demuestra que la emigración en nuestro país no es una idea sencilla, mucho menos sólo una reacción a una variable económica, sino una visión emocional más profunda y compleja de la que se puede interpretar desde un único punto de vista. Y quizás eso, sea la principal característica de esta diáspora joven, de esta tristeza del exilio Venezolano que nadie consigue explicar con claridad. Una mirada al país perdido. Una visión al fragmento de historia imposible de recuperar.

C’est la vie.

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