jueves, 7 de agosto de 2014

Antagonistas, cómplices: ¿Quién es quien en la lucha política Venezolana?






Cuando vi la fotografía que incluyo a extrema izquierda de este artículo, me sorprendí, por supuesto. En cualquier otro país, la imagen de Henrique Capriles saludando al gobernador del Estado Tachira José Gregorio Vielma Mora, no pasaría de una curiosidad noticiosa. En Venezuela, el escándalo era previsible, quizás inevitable. Viviendo en un país tan polarizado como el mio, la imagen de dos políticos de bandos antagónicos estrechándose la mano es poco menos que una rareza. De manera que la tomé como un documento visual inusual, uno que seguramente levantaría la suficiente polémica como para distorsionar y rearmar — de nuevo — la frágil opinión política de un sector de ciudadanos de mi país. Me la mostró mi madre, quien no se identifica con ninguno de los personajes retratados ni las tendencias que representan pero que tiene algo bien claro: La imagen le parece inadmisible.

— ¿Por qué? — le pregunto. Es una pregunta maliciosa, claro está, porque yo sé que le molesta y que le hace reaccionar a la escena con verdadera indignación. Hay un elemento emocional muy fuerte, en su percepción del gesto entre ambos políticos, pero también una interpretación muy especifica sobre lo que puede representar.

— Eso cuando menos es traición — me responde — ¿Qué hace Capriles saludando a un sujeto que simboliza la represión en los Andes? Y con sonrisita y efusividad. Es imperdonable eso.

Miro de nuevo la fotografía: Henrique Capriles sonríe con amabilidad y Vielma Mora con cierto comedimiento. Luego me enteraré que el encuentro entre ambos fue casi fortuito. El Gobernador de Miranda se encontraba en la región en peregrinación personal al Santuario del Santo Cristo de la Grita — por el cual siente devoción — y Vielma Mora presidía un acto público en la cercanía. No fue un encuentro oficial ni mucho menos programado. El saludo, también. No obstante, no estoy tan segura que la fotografía fuera de tener tan inocente. Como fotógrafa, sé que toda fotografía conlleva una intención, una construcción visual muy especifica. Y la imagen es demasiado suculenta, evidente, escandalosa en esta Venezuela de piel muy sensible, profundamente desconcertada y herida, que padecemos. La imagen sin duda se tomó para demostrar la fragilidad del liderazgo de Capriles, para insistir en la ambigüedad de la cual se le suele acusar con frecuencia. Y lo logra, a juzgar por la cólera de mi madre, que me parece representa a muchos otros ciudadanos que asumen la política como un juego de poderes irreconciliable, una lucha épica de lo cotidiano de posturas bien marcadas, evidentes y sin duda irreconciliables.

— Es un gesto político — comento. Lo hago con esfuerzo, lo admito. Incluso a mi misma, que intento cada vez que puedo, analizar la política como esa noción de intercambio de opiniones y visiones, la imagen me irrita. En una conversación que sostuve entre amigos, la llamé “Un bofetón político”. Un poco más tarde, ese concepto me desconcierta y me desmuestra que yo también padezco de esa inevitable noción del enemigo a vencer que impera en Venezuela — es un saludo entre dos hombres que comparten espacio social, que forman parte de un escenario especifico y del panorama del país.

— Capriles no forma parte de ningún escenario, no seas ingenua — me dice mi madre, cada vez más enfurecida — si Maduro le ha dicho hoy que es un criminal. ¿Cómo viene a saludar a un desgraciado como Vielma Mora?

Me lo dice con esa rotundidad de quien sabe tiene la razón y pienso en todas las veces que hemos discutido, el bajo nivel político de Venezuela, el muy limitado discurso de nuestros lideres y representantes. Pero la fotografía, que parece afirmar un cambio necesario, una transformación sutil, le resulta desagradable. Cuando se lo digo, me dedica una mirada durísima.

— Venezuela no admite medias tintas — me responde —Si Capriles cree que sí, evidentemente no conoce al país donde vive. Por ese motivo no confío en él.

De hecho, Capriles cree que sí. Más tarde, veré algunas imágenes suyas, en medio de una multitud de seguidores, en Tachira. Esa podría ser la noticia del día a no ser por la imagen del saludo que compartió con el Gobernador de Táchira. Me asombra la enorme cantidad de ciudadanos que apoyan a Capriles, el recibimiento caluroso que recibió, la enorme emoción que parece despertar entre sus seguidores. Y no obstante, la noticia, la importante, la que corrió como pólvora en todas las redes sociales, es la que se convierte en símbolo del radicalismo, la que parece dejar muy claro, que en Venezuela, la política es entre enemigos, no contrincantes y mucho menos, entre ciudadanos de pensamiento distinto. Un pensamiento que me inquieta, pero que claro no me extraña ni sorprende. Después de todo, soy una sobreviviente a quince años de ideologización en masa, de esta Venezuela donde el poder representa opresión y también destrucción de la visión el otro. ¿Y donde queda la necesaria reconciliación? ¿La evidente interpretación de la sociedad como parte de una mezcla de valores y reflexiones? En Venezuela eso no existe, desde luego.

— Chavez dedicó una buena cantidad de dinero, recursos y propaganda desde el poder en ideologizar — me explica R., sociólogo y a quien conocí hace unos cuantos meses atrás mientras trataba de entender el fenómeno de radicalización en la oposición Venezolana. Para R., la oposición muestra los mismos rasgos de discriminación y violencia que se le achaca al sector chavista, sólo que como reacción inmediata a la ideologia oficial — De manera que no es extraño que ambas partes tengan rasgos en común y analicen el escenario social de la misma forma.

Para R. la situación en Venezuela podría resumirse en dos líneas específicas: el poder central que dictamina y se basa en una percepción meramente ideológica y el ciudadano que responde al sectarismo reflejando el esquema a nivel privado, en la manera en que percibe la estructura social, lideres y funcionarios públicos. La noción de la política como la capacidad de comunicación entre ciudadanos y sobretodo, la aspiración de convivencia quedó relegada por esa insistencia en comprender las relaciones de poder como una lucha cultural, en defender y enfrentar las diferencias, en minimizar las semejantes. En otras palabras, comprender el sistema político en Venezuela como una batalla entre dos visiones irreconciliables de la realidad.

— Es indudable que el ciudadano Venezolano no asume la necesidad de la negociación y coalición para garantizar la sustentabilidad de los organismos del poder y de hecho, el equilibrio del estado — me explica — actualmente, el poder se disputa, se intenta arrebatar, se autopreserva por todos los medios al alcance. Por ese motivo, la fotografía de Capriles y Vielma Mora irrita, sacude un poco la consciencia de lucha extrema que tenemos muy asimilada y comprendemos como única.

La fotografía continúa difundiéndose vía Redes Sociales a esa desconcertante velocidad del mundo intercomunicado en que vivimos. Muy pronto, está en todas partes, compartida una y una otra vez por la red de Usuarios Twitter, un trofeo del Oprobio. Los comentarios que la acompañan lo dejan muy claro. La gran mayoría de quienes leo, tiene la misma opinión de mi mamá: Tachan a Capriles de “colaboracionista”, de “inmoral”. Incluso alguien insiste es que la prueba definitiva que el Gobernador de Miranda es una ficha “oculta” del gobierno para “manipular” la opinión. El mundo restringuido y polarizado en Twitter ya dictó un veredicto y no es favorable para el gesto de Capriles: No hay una manera en como pueda “justificarse” tamaño desagravio. La mesa para la polémica está servida.

— Probablemente sea otra de las acusaciones que se le achacan a un hombre formado en un tipo de ejercicio de servicio público muy concreto — me dice Pablo, desde Chile. Como periodista y también como politólogo, tiene la oportunidad de analizar el dilema venezolano desde cierta distancia y con las herramientas específicas que le permiten comprender el proceso que atravesamos con cierta claridad — de manera que para Capriles es natural y sobre todo, correcto saludar a un contricante, de asumir su existencia, de demostrar respeto por su investidura. En La Venezuela Chavista, ese gesto no se interpreta como comedimiento, sino cobardía.

Es verdad. Durante los últimos años y sobre todo, luego de los durísimos meses de protestas callejeras que sufrió el país, el panorama político pareció de nuevo resumirse a una batalla del poder contra el ciudadano. O esa la visión idealista, simplificada de buena parte de la oposición, la que ha sufrido durante quince años el maltrato del poder y que continúa siendo aplastada e ignorada por el Gobierno, que invisibiliza su existencia como estrategia ideológica. Para el resto de la población, sobre todo ese Venezolano que ignora la opinión que se genera en Redes Sociales, que vive al día y que asume los trastornos sociales y económicos como parte de ese proceso inevitable del país real, la visión es otra. Y es quizás esa trágica ignorancia de uno y de otro, lo que hace al país pendular de un lado a otro, en medio de una serie de opiniones y visiones cada vez más extremos y carentes de verdadera relevancia en el escenario social y político actual. O como diría Pablo, “el choque entre la realidad de la calle y la fantasía del mundo virtual”.

— Es inevitable que ocurra, sobre todo en un país con un conflicto tan prolongado que parece extenderse en el tiempo sin verdadera resolución — me dice — es decir, para el Venezolano es imposible pensar que toda la crisis histórica que padece no tendrá una solución concreta, que no habrá un efecto inmediato que alivie los síntomas. Así que analiza lo que vive como una serie de circunstancias que conducen a un final abrupto. Ya sea que el poder caiga por su propio peso, debilitado y abrumado por las circunstancias o se logre una transición específica, esta etapa debe terminar, para bien o para mal.

El caso es que no termina. Desde los primeros enfrentamientos entre el opositor moral al gobierno y el Gobierno de Chavez, han transcurrido doce años. Y las condiciones parecen hacerse cada vez más duras, irremediables. La crisis política latente se transformó con la muerte de Chavez en un liderazgo débil y quebradizo y la economía se desploma por una estructura financiera inviable. Al final, la lucha política quedó relegada a una especie de enfrentamiento a las sombras, donde el Gobierno maniobra su supervivencia en base a los errores del contrario. Y Capriles, simbolo de esa oposición desordenada y carente de estructura, del descontento genérico que apostó a una tercera opción — o lo que parecía serlo — se desgasta ante la potencia de los extremos, de esa necesidad de cada bando en disputa de asegurar sus parcelas de poder lo mejor que puede, en medio de la coyuntura social de un país cada vez empobrecido.

— Capriles es un político educado para el servicio público, que reconoce a sus iguales, que está dispuesto a la negociación y a la discusión productiva — me explica — pero eso, en la Venezuela chavista es inadmisible. Se aspira a un líder fuerte, alguien que plante cara al gobierno. Un desafío frontal a un régimen político con elementos autocráticos. Pero Capriles no lo es, ni lo será.

Recuerdo que cuando Capriles se lanzó al ruedo electoral por segunda vez, asombró su fuerza, su desafío directo al gobierno, luego de haber sido un contricante tibio y hasta educado de un Chavez moribundo cada vez más grosero y desesperado. Las comparaciones fueron obvias: el Renovado Capriles, que acusaba con firmeza al gobierno, que había mejoraro considerablemente su nivel de discurso y tenía mucha mayor elocuencia que antes, asombró a propios y extraños. No obstante, Capriles también jugó a una estrategia mucho más sutil que en su momento, poca gente analizó de manera suficiente: se alzó como la voz del descontento del llamado chavista “indeciso”. Construyó una propuesta que intentó incluir a ese fragmento de la población que aún se identifica con el gobierno pero que está defraudado. Y de hecho, se atribuye su asombroso resultado electoral — que le dio una mínima diferencia porcentual con respecto al ganador Nicolas Maduro — a ese verbo duro, acusador pero también, a esa insistencia en unificar fuerzas, en hablar de ciudadanos en lugar de militantes.

Pero Capriles perdió las elecciones. Y su denuncia sobre resultados fraudulentos quedó diluída en medio de la acostumbrada diatriba política. Porque como buen político educado para la negociación, para Capriles la opción de la resolución del conflicto electoral jamás fue el enfrentamiento callejero, mucho menos la presión a través de la protesta, sino más bien una combinación de factores que brindaran solidez al reclamo. No obstante, tal vez equivocó el tino y el tono y sobre todo la oportunidad histórica y su exigencia se convirtió en una especie de distorsión de su respaldo electoral. Finalmente, la figura de Capriles pareció languidecer en una propuesta ciudadana, mientras el país exigia un tipo de reclamo muy concreto: El insistente llamado a “la calle” que parecía resumir el malestar general en un reclamo general. Como era previsible, Capriles declinó el liderazgo de un planteamiento que implicaba un enfrentamiento callejero inevitable.

— Capriles se convirtió en el símbolo de la política en un país donde la antipolítica lo es todo — concluye Pablo casi con pesar. Sacude la cabeza y su imagen en la pequeña pantalla del Skype se hace borrosa — de forma que su propuesta, ese trabajo de hormiga de aglutinar al ciudadano bajo una propuesta completa, se distorsiona ante una necesidad mayor y urgente de una respuesta y una reacción política directa. La fotografía parece ser el último elemento que lo separa de la política a la Venezolana.

No sé si eso es bueno o malo. O quizás sólo se trate de un síntoma de la temperatura de país, de esta identidad política adolescente, a fragmentos, que aún no termina de construirse y que se asume así mismo como dos interpretaciones en permanente confrontación. Y es que realidad política Venezolana parece transformarse con una rapidez desconcertante, crear un nuevo rostro a medida que las circunstancias fluctúan y muestran un nuevo rostro de un enfrentamiento de casi dos décadas. Sobre todo, esa noción de la política que aplasta, que devasta y destruye en lugar de concebirse — comprenderse — como un espacio que admita el disenso, la opinión y sobre todo, la concepción de un país real.

El país anónimo que sobrevive a su propia circunstancia.

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