martes, 30 de enero de 2018

El mundo transparente: Lo que se dice y lo que se oculta en el mundo 2.0




Hace unos una semana leí que Justine Sacco había sido despedida del actual cargo que ocupa, luego que un diligente empleado de recursos humanos, descubrió su historia cuando googleó el nombre de la más reciente empleada de la empresa en una búsqueda de información informal. Para sorpresa del oficinista, la eficiente y discreta empleada resultó ser toda celebridad de las Redes Sociales y con un historial lo bastante preocupante, como para informar de inmediato a su superior inmediato. Inquieto por la historia, el hombre conversó con Justice (quién admitió de inmediato que todo lo que se contaba sobre ella en el mundo virtual era cierto) y luego, le despidió.

Si eres uno de los lectores que justo ahora se está preguntando quién es Justine Sacco — y por qué no conoces nada de su historia — no te preocupes. Lo más probable es que hayas escuchado de ella por un tiempo tan breve que no hubo real oportunidad que pudieras preocuparte, asombrarte e incluso enfurecerte por su historia. Como celebridad — o mejor dicho, víctima — de las Redes sociales y la gran conversación Universal, Justine representa esa violencia virtual de la que muy pocas veces se habla y que parece tan cercana a nuestra vida cotidiana. Un reflejo sobre el agresivo comportamiento de manada que buena parte de los usuarios de las diversas plataformas virtuales exhibe y que suele ser el caldo de cultivo ideal para un tipo de violencia de la que sabe más bien poco. Justine, cuya dudosa fama la perseguirá con toda probabilidad durante toda su vida, es quizás el ejemplo más claro de lo pernicioso que resulta el uso de la virtualidad como arma de opinión público o directamente, método de revancha y ataque.
Una retorcida e instantánea celebridad.

Hace unos años, nadie conocía a la directora de comunicación de InterActive Corp (IAC), ( empresa propietaria de sitios web como match.com, Meetic, Vimeo y The Daily Beast ) Justine Sacco. Como otros millones de internautas en el mundo, Justine utilizaba su cuenta en la red social de microblogging Twitter para dejar comentarios sin mucho sentido y uno que otro, francamente burlones, pero nada que sorprendiera al usuario habitual. El día 20 de diciembre a punto de subir a su avión con destino a Sudáfrica, escribió lo siguiente: “Me voy a África. Espero no contraer sida. Es broma. ¡Soy blanca!”. Luego se subió al avión, sin saber que durante las catorce hora de viajes siguientes se convertiría en un paria del mundo 2.0.
Por supuesta, la gran aldea global, de redes de comunicación interconectadas, funciona a una velocidad inaudita y desconcertante. Durante las horas que tardó en llegar a Sudáfrica Justine Sacco, se convirtió en el personaje más odiado de un mundo gobernado por la virtualidad y que se enfrenta a la inmediatez del concepto. Sacco se enfrentó sin esperarlo al mundo de comunidades virtuales construido a través de opiniones, despertó ese instinto de rencor en grupo que parece anidar en una parte muy primitiva de todos nosotros. Lo más intrigante es que para Sacco, las implicaciones de la web no era desconocidas. Pero quizás justamente eso jugo en contra suya: Justine asumió que ese tono irreflexivo, progresista y ambivalente de la red social nunca encontraría su comentario fuera de lo común. Después de todo, comentarios como el que hizo se realizan a diario — y quizás incluso más punzantes — y no parecen levantar un revuelo especialmente significativo. Pero a Justine Sacco le costó no solo la reputación, la tranquilidad sino incluso el empleo. ¿Por qué? ¿Cual es la diferencia que convierte un Tuit en una tendencia emocional y otro que pasa desapercibido? ¿Qué es lo que hace que la lucha entre ambas cosas se enfrente a lo que consideramos cotidiano para transformarse en algo más? ¿En que se basan las leyes y reglas de un mundo virtual que parecen cambiar a diario para dar paso a algo más? Nadie tiene las respuestas a ninguna de estas cuestiones claro, pero tampoco parecen preocupar demasiado. Y es que entre la virtualidad y el mundo que la consume, hay un espacio que puede tener cualquier significado.

Justine Sacco: del odio de masas a la idea de odiar en grupo.
Finalmente Sacco se disculpó: lo hizo con las palabras de profundo arrepentimiento. Ponderó sobre lo mucho que lamentaba haber realizado un comentario tan ligero sobre una situación tan grave e insistió en una serie de argumentos predecibles donde insistía en que nunca fue su intención lastimar la sensibilidad mundial con un chiste malo. Pero eso es evidente ¿No? Porque cada día, todos nosotros utilizamos la red como un desahogo, una manera de expresar ese alter ego un poco retorcido que parece habitar en cada uno de nosotros. Porque la red tiene el mismo efecto en la mayoría que antes se le achacaba al alcohol: deshinibe. Y es esa repentina libertad, esa impunidad sin limites, lo que hace tan apetecible y peligrosa la red. Muy probablemente Justine Sacco dice la verdad: no esperaba herir susceptibilidades incluso haciendo un comentario de pésimo gusto sobre tema potencialmente sensibles. ¡Pero es que la red parece que esa es la ley y la norma! ¿Cuantas veces no hemos leído comentarios incluso más hirientes y politicamente incorrectos en nuestros propios TL? ¿En cuántas ocasiones no hemos reído por chistes sobre temas que se asumen sin resquicio de humor? Para el recuerdo, los cientos de chistes y comentarios sarcásticos que suelen realizarse luego de la muerte de cualquier personaje público o luego de incluso tragedias especialmente graves. ¿Para el recuerdo? Lo ocurrido con la cantante Dulce María, ex cantante del grupo mexicano RBD ( @DulceMaria ), que decidió utilizar al Tsunami Japonés de gravísimas proporciones ocurrido en el 2011 para una desconcertante metáfora “Como un tsunami en Japón, puede hacer que tus olas revuelquen el maldito corazón”, escribió en su cuenta de Twitter, lo cual provocó revuelo no entre sus asombrados seguidores sino también en un enfurecido público lector que la considero ofensivo e insultante. Por días enteros, la cantante soportó insultos y críticas, hasta que finalmente la cantante se disculpó : “Lo siento mucho… Solo lo decía por el efecto mariposa :( pero en realidad espero que llegue luz a Japón y que todo mejore pronto. Perdón’, insistió. No obstante, la reacción continúo y aún años después, continúa siendo blanco de burlas y criticas.

Aún así, la cantante solo fue el ojo del huracán de una serie de comentarios de mal gusto y supuesto humor negro con respecto a la tragedia. Por supuesto que su popularidad y visibilidad la hizo blanco fácil — chivo expiatorio — pero el hecho continúa siendo evidente: cualquier red social parece ser una peligrosa tentación para dar rienda suelta a una sinceridad sin censura que puede resultar ofensiva. Porque hablamos de comentarios que probablemente se hacen en privado, entre risas nerviosas. Chistes y burlas que compartímos sin asumir en realidad su peso y significado. ¿Pero que es exactamente lo que hace que el mundo 2.0 se convierta en una caja de resonancia de esa personalidad oculta que procuramos ocultar en el mundo real? La respuesta podrían ser numerosas: por un lado está la sensación de falso anonimato. Las redes Sociales ofrecen al usuario una sensación de seguridad artificial hacia lo que dice y lo que comparte. La infinita cantidad de datos que a diario se comparten y se intercambian, hace que el mundo 2.0 posea una cualidad casi infinita. Y es esa interminable variedad de opciones y visiones lo que hace que cualquiera pueda suponer que puede perderse entre las intrincadas conexiones que se crean gracias a esa aparente vastedad. Más aún: La red presupone el anonimato evidente, ese de ocultarse detrás de un seudónimo o incluso una imagen cualquiera para dar rienda suelta a esa expresión sin tabues y sin filtro social que ninguno de nosotros conoce en el mundo real. La libertad parece traducirse en esa capacidad del usuario de rebatir sus propios limites, de abrirse camino y suponer que la amplitud lo protege, que esa infinita variedad de opciones lo sepultan y lo hacen invisible. Una teoria que la mayoría de las veces parece resultar correcta, pero como descubrió Justine Sacco, no siempre es infalible.

Porque lo que ocurrió con Sacco demuestra que hay una grieta e interconexiones en la red impensable. Para ella, lo fue que su tuit fuera retuiteado a un empleado de la página web Buzzfeed.com, que a su vez lo incluyó en uno de los conocidos reportajes del sitio web. Lo demás es historia: el tuit se convirtió, de un comentario personal en una red limitada, a una información de amplio alcance para los millones de usuarios de la web. En apenas cuestión de horas, el Tuit habia generado un verdadero escándalo virtual entre una red que necesita nuevos ídolos y villanos a la misma velocidad que los consume. De inmediato Justine, con su comentario un poco sin sentido y falsamente provocador, se convirtió en el símbolo del peligro de la red social anónima, de la que todo lo que ve y con toda probabilidad todo lo recuerda.

Hace unos días, le hice el comentario anterior a un amigo, que de hecho, había sido uno de quienes reclamó a Justine “su falta de sensibilidad” cuando el escándalo internauta estalló en toda su potencia. Ahora, no podía recordar su nombre y me llevó unos minutos explicar de quién se trataba. Le hablé además, que a Justine continuaba persiguiéndola un estigma que incluso, continuaba afectando su vida casi 4 años después del incidente que literalmente, destrozó su vida personal y profesional. Cuando le dije que me parecía incluso ridículo que después de haber criticado a Justine por días y que ahora incluso le llevaba esfuerzos recordar su nombre, me dedicó una mirada severa.
- Parece que para ti el sentido del tuit no es realmente importante — me reclamó — se burló de una situación muy delicada. Antes o después, es grave.

Tomé un sorbo de café de la taza que acababa de servirme. Me pregunté si debía recordarle que luego de la muerte de Hugo Chavez Frías, le leí en un par de oportunidades, bromeando sobre el dolor de las multitudes que desfilaron para despedir al fallecido presidente. O de todas las veces, que su humor negro llenó mi TL de Twitter de discusiones más o menos duras. Preferí no hacerlo, por aquello de no confundir la política con cualquier tema que se debate pero aún así, me pregunté si era consciente que la red es el medio natural de la burla y la incorrección. Traté de recordarselo con un ejemplo menos sensible.
- La red no tiene etiqueta social. Es hipocrita censurar a Justine solo porque podemos hacerlo como si jamás hubiésemos algo parecido — opiné — es decir, su comentario es grave y de eso nadie tiene duda, pero lo que me pregunto es ¿Por qué nos parece mucho más grave el suyo que los cientos de memes burlones que utilizan imágenes de situaciones críticas como chistes? ¿Que hace que Justine Sacco sea en esta ocasión la Villana cuando usualmente nos burlamos de las mismas cosas y con la misma frivolidad?
- Justine no solo se burló, insultó directamente a todo el que pudo — insistió — Es el ejemplo de lo que las redes provocan: te aseguro en ningún momento meditó sobre lo que decía, jamás…
- ¿Tu lo haces?
- No me refiero a eso.
- Yo no lo hago — admití — jamás pienso demasiado en lo que escribiré en Twitter. Me gusta el factor espontáneo, la sensación que dialogo en voz alta con quien quiera escucharme. ¿Justine se burló directamente de temas dolorosos? Por supuesto. Pero no es la primera y la última.
- Pero si la idiota que pagó por todos los demás.

Tiene sentido, pienso. Más tarde, mientras investigo para este artículo, encontraré que Justine es una estadistica más dentro de lo que parece ser una tendencia cada vez más popular de equivocaciones, burlas e imprudencias bajo el amparo de la web. Desde políticos hasta actores, todos parecen ser la cara más visible de una costumbre que se hace cada vez más generalizada. El mundo 2.0 no solo acoge a la osadía sino también a la irresponsabilidad, a esa sensación de poder decir cualquier cosa y por cualquier motivo, sin que importe demasiado las posibles consecuencias, porque estamos convencidos que nos las habrá. Un fenómeno que además, no parece exclusivo de los más conocidos sino que proviene como es obvio, de esa gran usuario invisible, el anónimo y multitudinario que abarrota las redes.

También hay otro tipo de criatura virtual, fruto de esta sensación de limites infinitos que brinda el Mundo 2.0: el que asume que las redes sociales pueden — o de hecho sustituyen — la vida real. Y es que la amplitud, capacidad de comunicación y vastedad de la red de información, parece satisfacer con muchísima facilidad esa curiosidad intrínseca que es parte de toda mente o simplemente, de nuestra capacidad de construir ideas. Es notoria, esa sustitución de lo real, a través de las múltiples opciones que la web brinda. Porque admitamoslo, el mundo virtual pareciera — a cierta distancia y con miopía intelectual — brindar las posibilidades de construir un espacio personal que no tenga que padecer los limites de la normalidad. Hablamos que la web — dúctil, transformadora y por supuesto, sin nombre — ofrece la oportunidad de construir una versión personal de la realidad. Una idea que parece exagerada, hasta que avanzamos en la premisa y nos tropezamos con que la web de hecho, reconstruye el mundo real para muchos usuarios. Desde relaciones emocionales basadas esencialmente en el intercambio virtual, trabajo al alcance de un click, hasta el célebre alter ego, la interpretación de la metarealidad virtualizada parece reconstruir la fantasía del otro yo desconocido a un nuevo nivel.

De insultos y otros sobresaltos: La red Social como espejo deformado.
Me ocurre con frecuencia, sobre todo cuando escribo sobre un tema especialmente sensible: de pronto, un grupo de users anónimos me insultan de las maneras más extravagantes y floridas que conocen amparándose bajo esa invisibilidad aparente de carecer de nombre e imagen. Sobre todo, me pasa cuando abordo temas feministas o donde los comentarios directos podrían ser interpretados políticamente incorrectos o groseros. Es un fenómeno que me parece no sólo curioso sino sintomático de la nueva máscara social, la gran red Social que permite ocultar el origen del comentario en beneficio del mensaje. Probablemente, el que se siente protegido para insultar y denigrar en la red o incluso, solo expresar opiniones que podrían considerarse escandalosas, deja muy en claro que la red parece erigirse como una barrera protectora entre la opinión y la reacción real, y la que puede emitirse sin sufrir las consecuencias. Una idea que inquieta e intriga a partes iguales: ¿Hasta que punto las redes son el terreno fértil ideal no para la opinión desprejuiciada sino para la desinhibición y la provocación directa? ¿Hasta que punto el usuario de la red asume la opinión no solo como una meditada expresión de su forma de pensar sino en su capacidad para irritar y cuestionar la forma de pensar del otro? El enfrentamiento entre ambas cosas es inevitable pero sobre todo, sintomático de algo más: la opinión que se hace inmediata se hace por tanto, menos profunda y meditada. ¿Qué ocurre entonces con el intercambio de ideas que supone fomenta cualquier red social? Es otro de esos planteamientos sin respuesta, que forman parte de toda el análisis de esta nueva cultura de lo que ocurre casi sin intervalo de interpretación y mucho menos de asimilación. La cultura del ahora mismo, de la noticia inmediata, del hecho instantáneo. La opinión que apenas tiene sentido y mucho menos sustancia. La cultura banal.

Escribo esta reflexión cuando un user anónimo de Twitter decide responder uno de mis comentarios con una grosería. Palabras más, palabras menos, es un comentario sexista, ridículo y casi adolescente. Lo hace un anónimo por supuesto, que además no tiene fotografía. Y mientras lo leo, pienso en la sencillez en que actualmente se puede ser políticamente incorrecto, en las máscaras que forman parte de esta nueva comunidad Universal de palabras y expresiones ególatras que la mayoría de las veces parecen carecer de medida y sentido. Un reflejo de esta generación que se educó bajo la visión de la palabra sin sustancia y quizás sin valor.

¿Quienes somos bajo esta nueva perspectiva del mundo que se desdobla en una especie de estructura virtual? Muy probablemente solo lo sabremos en unas décadas más, cuando la comunicación se haya transformado para siempre sin vuelta atrás y lo que es aún más desconcertante, cree un nuevo concepto de quienes somos, como nos expresamos y más allá, como nos miramos como parte de la sociedad.
C’ est la vie.

lunes, 29 de enero de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: Millennials del mundo: ¡Alejen sus manos de “Friends”!





Decía Mario Vargas Llosa en un ensayo sobre “Madame Bovary” titulado “La orgía perpetua” que Flaubert parecía basar la mayoría de sus obras sobre la tristeza cotidiana de un personaje de Balzac y su permanencia en la memoria del lector: “La muerte de Lucien de Rubempré es uno de los grandes dramas de mi vida”. La reflexión resume esa concepción tan moderna de encontrar la emoción y lo que nos conmueve en pequeños estratos en memorias entrañables, que sin importar su cualidad y su versión de la realidad, terminaban siendo parte de nuestra memoria y comprensión de la realidad. Tal vez, eso pueda explicar que algunos hechos y productos de la cultura Pop sean parte del imaginario colectivo. Y uno de ellos, es sin duda, la serie “Friends”.

La primera vez que vi un capítulo de la serie “Friends” ( Marta Kauffman y David Crane — 1994), no me gustó. Por algún motivo — quizás ese cinismo inevitable de la adolescencia — me provocó una insuperable indiferencia hacia las vidas y vicisitudes de los seis solteros neoyorkinos que la serie retrataba en una genérica parodia de estereotipos. Por entonces, la serie acababa de estrenar su segunda temporada y se había convertido en un éxito de audiencia. El rostro de los actores que encarnaban a la pandilla de amigos adornaba las principales portadas de revista y de pronto, el argumento sencillo, superficial y en ocasiones anodino del seriado parecía despertar una desconcertante — e injustificada — atención. Después de todo, no se trataba de la primera comedia coral o mucho menos, enfocada en la vida cotidiana de hombres y mujeres promedios en alguna ciudad norteamericana. Pero aún así, había algo sobre “Friends” que le dotaba de una frescura indudable y un irremediable encanto. O eso coincidía la crítica especializada y un pléyade de fanáticos entusiastas que habían convertido a la primera temporada de la serie en un suceso inmediato e inesperado.

Pues bien, yo no la soporté. Recuerdo que pasé del capítulo con una indiferencia casi dolorosa: no logré entender el núcleo de la amistad que unía a los personajes ni tampoco las neuróticas relaciones entre ellos. Incluso, me provocó una insoportable antipatía su básica noción sobre el mundo, sus angustias existenciales brumosas y lo que era aún peor, la poca conexión emocional que logré establecer con sus respectivas. Aún así (y admito que por completa curiosidad) vi el segundo capítulo siguiente, que mostraba a Rachel (Jennifer Aniston) obsesionada por el amor de un Ross (David Schwimmer) aturdido, absurdamente torpe y antipático. La trama me arrancó algunas risas y aunque no podría decir me cautivó por completo, me encontré esperando con cierta impaciencia el resto de la historia. Para cuando acabó la temporada, fui de quienes aplaudí con inaudita emoción el esperado beso entre Rachel y Ross, pero sobre todo, me encontré parte de un fenómeno televisivo que me mantuvo en audiencia por los ocho años siguientes.

Recordé todo lo anterior cuando Netflix incluyó en su catálogo la serie y volví a disfrutar cada uno de sus capítulos, a la distancia de casi dos décadas y con mucha mayor amabilidad que la primera vez. De inmediato, me encontré en terreno conocido — esa sensación de pura emoción sencilla que la serie suele despertarme — y volví a preguntarme por enésima vez, el motivo por el cual una serie de argumento sencillo, sin mayor complejidad y por momentos, notoriamente vacía de significado pudo calar tan hondo como para convertirse en un icono televisivo y un fenómeno generacional que aún sobrevive con buena salud. Porque a pesar de lo criticable en su formato, la progresiva e inevitable perdida de brillo de las situaciones y lo artificioso de su propuesta, Friends sigue siendo una referencia inevitable a la cultura de finales del siglo XX pero también, esa visión amable y bonachona sobre el crecimiento, el tránsito hacia la adultez y cierta mirada inquisitiva sobre lo que la generación que creció mirándose reflejada en sus capítulos. Porque “Friends” es una serie sobre las relaciones humanas, sobre los pequeños dolores y batallas personales pero sobre todo, sobre la vida cotidiana. A la distancia de la cultura y las obvias diferencias geográficas, la serie reconstruye la ilimitada ternura de los pequeñs triunfos y fracasos de la vida común, el amor y las relaciones humanas, con un tono de comedia fácil que no desmerece la emotividad implícita.

La serie llegó a la pantalla en 1994, mucho antes del fenómeno de las Redes Sociales, de la gran conversación virtual y los albores de internet, incluso de la obsesión por la hipercomunicación. En “Friends” lo realmente importante son las conversaciones — disparatadas, profundas, en ocasiones burlonas — sobre la vida cotidiana y sus complejidades. Y mientras “Senfield” (1989) era conocida años como la comedia que versaba sobre “nada”, “Friends” justamente abarcaba un ambicioso espectro de posibilidades y sensaciones. Con sus personajes casi estereotipicos, la serie reflexionó la novedad del amor, el miedo al futuro, la transición entre la primera juventud hacia algo más complejo e incluso, se dio el lujo de analizar sobre el tiempo, la trascendencia, la muerte, la orientación sexual y el temor a la soledad moderna. Con su plena sinceridad quebradiza — en algunos capítulos, es evidente que los creadores evitaban con mano diestra temas demasiados incómodos — “Friends” abrió la puerta al diálogo sobre algunos tema existencialistas que a la distancia, resultan incluso conmovedores en su simplicidad. La serie es la larga narración de una juventud idílica de jóvenes adultos acomodados, pero no del todo feliz, pero sobre todo, cuenta una única historia en la que los engranajes se mueven a partir de sentimientos lo bastante Universales para que cualquiera pueda sentirse identificado. Con su tono levemente cursi — pero evitando con enorme cuidado el sentimentalismo barato — “Friends” demostró que la relaciones humanas siguen siendo motivo de debate, angustia y admiración. Una historia contada muchas veces o lo que es lo mismo, una visión sobre lo humano que trasciende el medio para convertirse en un mensaje.

Porque sin duda, la relación que “Friends” crea con sus fanáticos es emocional y firme. Hay una cierta dulzura triste, mimética y sobre todo encantadora en reir, a ciegas y con total sinceridad por lo que se supone, no deberia hacerte reir o mucho menos interesante. “Friends” es la negación a toda la cultura del cinismo de nuestra época, aunque sin duda, refleja los albores de esa noción contemporánea sobre la alegría, el dolor y cierto alborozo social que todos comprendemos como parte de lo cotidiano. En su reducido mundo, las mujeres son delgadas y hermosas, los hombres bellos y singularmente adorables, las situaciones tipicas y optimistas, el humor simple y radiante. No hay tristeza, ni enfrentamientos morales, matices intelectuales, un grado de transgresión donde lo aparente quede al descubierto como una idea falsa y quebradiza. En el Universo “Friends” todo funciona y se desenvuelve con la sincronia barata de esos relojes de plastico que solíamos comprar en la infancia: en ocasiones funciona y en otras simplemente, no lo hace, pero igualmente lo conservamos por la simple maravilla que nos produce su mecanismo rudimentario. De manera que, es como un pequeño milagro esa risa fácil, de domingo opaco, de felicidad rudimentaria y fugaz.

A la distancia del tiempo, un buen amigo:
Por algún motivo, siempre disfruto de los capítulos de “Friends” muy temprano por la mañana. Aun medio dormida, con esa inocencia torpe de la mañanas, los diálogos simples y olvidables que comparten Chandler (Matthew Perry) y Joey (Matt LeBlac) me resultan de inestimable valor. O la antipática neurosis de Mónica ( Courteney Cox), la ternura ambivalente y un poco tediosa de Ross. Incluso el idealismo distraído y caótico de Phoebe ( Lisa Kudrow) parece tener algún valor secular en esta confusión meridiana de un día, luminoso y simplemente anodino. Y rio si y probablemente lo seguiré haciendo en cada ocasión que disfrute de los capítulos, como en un ritual pequeño e intimo sin verdadero valor, una costumbre amplia y abstracta que pudiera tener un sentido pero que no es otra cosa que una engañosa sensación de libertad.

Por ese motivo, me sorprende la reacción exagerada, desproporcionada y sin duda injusta, que está provocando una moderna revisión de la serie bajo los cánones de una corrección política tan castrante como carente de verdadero sentido. Hace unos días, el periódico británico “The Independent” contaba que debido a la incorporación de la serie completa en el catálogo de Netflix, qun buen número de televidentes recientes de la serie, consideraban la historia de los ya emblemáticos seis amigos como “transfóbico, homofóbico y sexista” e incluso, se llegó a sugerir que la relación — feliz, apasionada y sobre todo consensuada — del personaje de Mónica con un hombre veinte veces mayor (interpretado por el actor Tom Selleck) podría ser considerada directamente “incómoda a raíz de el escándalo de Weinstein y las historias #MeToo”. La reflexión y el punto de vista me desconcertaron por no sólo englobar la rígida visión actual sobre lo que debe o no mostrarse en los medios de comunicación, sino además la incapacidad crítica del público para comprender el contexto — época y cultura — que rodea a la serie. Me pregunté como podría opinarse con semejante dureza de una serie que no sólo se encontraba a dos décadas de distancia de Twitter, el activismo Online y los diversos movimientos por los derechos de género, sino que además, fue para su época abanderada en tocar todo tipo de tópicos que por entonces, se consideraron incómodos e incluso, tabú. Con su estilo ligero, indudablemente superficial pero sin duda, interesado en una visión realista sobre temas poco habituales en series de su corte, “Friends” abordó desde la homosexualidad — incluyendo un bonito matrimonio gay — hasta la muerte y los dolores de la ausencia con inusual mano delicada. Incluso temas subyacentes y de enorme valor cultural, como el carácter férreo y controlador de Mónica — toda una rareza en los personajes de formaros episódicos similares — y la noción sobre la amistad masculina — resulta aún sorprendente la conexión emocional y física entre Joey y Chadler — “Friends” se dio el lujo de ponderar desde lo ideal sobre nociones sobre la vida corriente más allá del prejuicio. Después de todo, el hijo mayor de Ross, se crió con dos madres cariñosas — en una época donde la homosexualidad no era parte de los tópicos habituales de la televisión— , Phoebe lidió con sus traumas infantiles desde la clave de comedia y Rachel crió a su bebé soltera en una época que aún recordaba el absurdo escándalo que sucitó la serie “Murphy Brown” (1989) por una trama semejante. En “Friends” la polémica tenía cierto tonó entrañable y no buscaba el enfrentamiento, lo que creó un telón de fondo ideal para el análisis y la percepción de lo normal como parte de algo mucho más complejo que lo aparente.

Sí, “Friends” tiene fecha, impacto y contexto propio y resulta preocupante, que toda una nueva generación de televidentes sea incapaz de comprender que la evolución que disfrutamos en la actualida, provino sin duda de un comienzo auspicioso. Y sin duda, “Friends” lo fue. Con su humor lineal, elemental y pero sobre todo sensible visión del mundo, la serie abrió las puertas para algo mucho más complejo y elaborado. Algo que sin duda, vale la pena recordar.

viernes, 26 de enero de 2018

Una recomendación cada viernes: “Call me by your name” de André Aciman.




Con frecuencia, las relaciones homosexuales suelen reflejarse en la literatura desde el dolor, el desencuentro, el desarraigo y la tragedia. Una combinación que parece llevar implícita cierta angustia existencial y sobre todo, una velada censura sobre relaciones que la mayoría de las veces, reciben el incómodo epíteto de “imposibles”. No obstante, la novela “Call by your name” del escritor André Aciman(gemelo en tinta de la película del mismo hombre dirigida por Luca Guadagnino) parece mucho más interesada en reflexionar sobre temas universales como el dolor, la soledad, el tránsito de la juventud a la definitiva madurez y la pérdida, a través de una historia en apariencia sencilla pero llena de capas modulares y dimensiones desconocidas que asombra por su conmovedora efectividad. La historia de Aciman, es de hecho una meditación muy cercana a las elaboradas reflexiones de Proust sobre el tiempo y el deseo. Una invocación al comienzo de todo despertar sexual y amoroso y un epitafio a esa primera visión sobre el amor que termina desplomándose en el cinismo de la vida cotidiana. Con un punto de vista excepcionalmente hermoso sobre el deseo, el poder de la emoción y sobre todo, la necesidad de lo romántico — englobado en lo sexual y lo perenne — como parte de las experiencias capitales de cualquier hombre y mujer, la novela contempla el abismo de la soledad y la maravilla del amor transformado en un lenguaje catalizador desde una evidente perspectiva crepuscular.

Quizás lo que más sorprende de la novela de Aciman, es que a pesar de su toque sutil y su reflexión intelectual sobre el amor se trata de una narración hedonista y muy consciente del valor de lo sexual como elemento que sostiene una presunción clara sobre la identidad. Con una elegante prosa, el autor pondera sobre el sentido del amor contemporáneo con una enorme sutileza, una visión sobre todo lo inasible de lo inalcanzable. Con la misma visión de Nabokov sobre Lolita — esa aspiración carnal ambigua, indulgente y peligrosa — pero sin el perturbador ingrediente de lo perverso, Aciman asume la labor de retratar el primer amor desde la perspectiva de cierta celebración espiritual que evade cualquier explicación sencilla. No solo se trata de un recorrido por los hechos y situaciones que crean el amor como una vertiente sobre la fe y la comprensión de la necesidad insatisfecha, sino que además lo dota de sentido y significado. Del Paraíso hedonista — esa abierta sensualidad que Aciman describe con un profundo abandono físico y espiritual — hasta el Paraíso perdido — el dolor de la ausencia, lo inevitable y el mundo real — la novela es un compendio de angustia contenida y enervado deseo hasta que avanza a una comprensión total sobre la ruptura de cierta belleza cristalina e idílica. El calor del amor se transforma de anticipación a un fragmento de memoria que se elabora como una idea persistente, compleja y peligrosa que al final, se sostiene sobre la necesidad de comprender la propia capacidad para el anhelo y el miedo.

La historia transcurre en medio de un evidente aire onírico: en el Verano de 1980, un jovencísimo Elio disfruta de unas idílicas vacaciones en el norte de Italia, en la que descubre no sólo los placeres y amarguras del despertar sexual, sino también el sentido del dolor y la incertidumbre progresiva de lo finito. Y es es ese fragmento de su historia, la que Elio cuenta con asombroso detalle y un definitivo abandono emocional. Aciman dota a su personaje de una sensibilidad dolorosa y precisa, lo que hace del relato una comprensión aciaga y perpetúa sobre el sufrimiento íntimo y profundamente personal del amor como una demostración de fe y poder individual. Pero además, Elio atraviesa los últimos albores de la adolescencia a través de una mirada inteligente y potente sobre el poder del deseo, la transformación intelectual y una percepción muy profunda y sugerente, sobre las delicias y terrores de la cercana adultez. Con una naturalidad que desarma pero también, una incisiva concepción sobre el mundo emocional en el cual se debate, la voz de Elio elabora un mapa de ruta a través de la sorpresa íntima, el autodescubrimiento, la evolución consciente y potente de su sexualidad. Pero también, de una ternura magnífica que evade cualquier cliché o romanticismo excesivo. Elio desea contar su historia y lo hace, a través de la inquietud, la incomodidad y el poder de reflejar la angustia existencial en un elemental diálogo interno sin conclusión ni término. Elio narra sus propios dolores, el romance y la necesidad insatisfecha con una sinceridad que desarma pero además, brinda una notoria profundidad a la narración. Es entonces cuando Aciman encuentra el ritmo y el sentido de la historia como un conjunto de experiencias emocionales: “Call me by your name” es un maravilloso recorrido sobre las emociones pero también, los recovecos de la memoria. De lo que recordemos y la forma como sostiene nuestra vida como parte de una experiencia sensorial. Con una prosa inteligente, rápida y enérgica, Aciman brinda a Elio una mirada amplía y dúctil sobre su vida, sus temores y desarraigos, pero sobre todo su capacidad para asumir el riesgo de reinterpretar sus recuerdos a través de la distancia.

A través de un ponderado juego de argumento y reflexión íntima, Aciman logra una inmediata empatía con el lector: lo lleva dentro de la mente de Elio, sus dudas, sus persistentes cuestionamientos. Lo hace además, con una ternura y una sutileza que abarca no sólo la historia como un todo argumental, sino también de las pequeñas escenas dispersas que sostienen la belleza del amor, el temor convertido en algo más determinado e individual. El texto palpita de brillante voracidad pero también, un anhelo mal contenido que tiene un definitivo regusto adolescente. De los momentos fugaces a las descripciones más sensuales, toda la novela de Aciman está llena de una furiosa vitalidad que deslumbra por su buen hacer y precisión.

Aciman apuesta a una engañosa sencillez: la historia del adolescente Elio — precoz, inteligente, nervioso, ingenuo, asombrado por su despertar sexual — y su amor por Oliver, un profesor de Columbia de veinticuatro años, brillante erudito y tan lejano a su mundo que de inmediato se transforma en una promesa, el misterio y por supuesto, un exaltado objeto de deseo. Pero Aciman evade la narración lineal y construye una concepción sobre el recuerdo basado en la melancolía como piedra angular de la belleza, el tiempo que transcurre y los dolores que trae aparejado. “Cerré los ojos, pronuncié la palabra y volví a Italia”, escribe Elio desde algún lugar futuro, innombrado e impreciso. Con una sola frase, Aciman ya deja claro no sólo el transcurrir del tiempo sino que además, lo elabora desde cierta mirada triste y consciente del transcurrir de la vejez espiritual y cierta madurez atípica.

El joven Elio aparentemente ha sido más o menos heterosexual hasta que Oliver llega, pero en menos de 15 páginas ya se encuentra en un estado que él llama el “desmayo”. Se acuesta en su cama en las largas tardes del Mediterráneo con la esperanza de que Oliver entre, sintiendo “Fuego como el miedo, como el pánico, como un minuto más de esto y moriré si él no llama a mi puerta, pero preferiría que nunca golpeara que tocar ahora. Había aprendido a dejar mis ventanas francesas entreabiertas, y me acostaba en mi cama con solo mi bañador, todo mi cuerpo en llamas. Fuego como una súplica que dice: Por favor, por favor, dime que estoy equivocado, dime que he imaginado todo esto, porque posiblemente tampoco sea cierto para ti, y si también es cierto para ti, entonces tú es el hombre más cruel con vida “.

Aciman se obsesiona con los detalles para crear una hiperrealidad que elabora un sentido del absurdo y la emoción de asombrosa perspicacia. Paso a paso, detalla la relación entre Oliver y Elio desde la periferia, desde las conversaciones más mundanas a los toques más leves, construyendo el tiempo y la noción del amor desde lo cotidiano. Aún así, no recurre al romanticismo sino a una vitalidad utópica, que analiza la desesperanza como elemento inevitable del amor. La novela avanza entonces por el transcurrir incierto de la identidad y cuando Elio y Oliver vuelven a encontrarse, la inocencia y la novedad del sentimiento recién descubierto, parece convertirse en simple sorpresa. El Elio adulto entonces comprende que el dolor y el sufrimiento pasajero del amor incluso, es un fragmento de memoria más que cualquier otra cosa. Y cierra entonces el ciclo de la primera página, la percepción evidente de la renuncia, el tiempo que es dolor y ternura, la comprensión profunda sobre la naturaleza humana. Esa visión sobre el hoy y el ayer convertidos en piezas de fantasías quebradizas que sostienen nuestra identidad como una expresión de fe y sinceridad. Como diría el propio Aciman en uno de sus maravillosos ensayos, titulado “Pensione Eolo”: “En última instancia, el sitio real de la nostalgia no es el lugar que se perdió o el lugar que nunca tuvo absolutamente en primer lugar; es el texto el que debe registrar esa pérdida”. Un eco extraordinario sobre lo que somos, seremos y quizás desde el amor, intentamos construir como futuro. Una forma de fe.


miércoles, 24 de enero de 2018

Panegírico para la eterna extranjera: Para Úrsula, con Amor.




El género de Ciencia Ficción suele ser menospreciado y la mayoría de las veces despreciado, dentro del mundo literario. Una percepción prejuiciada sobre su valor como elemento cultural, pero sobre todo, como reflejo de nuestra sociedad, la forma en cómo comprendemos nuestra cultura y más allá de eso, nuestras relaciones y conclusiones sobre la incertidumbre, esa noción tan humana sobre el peso de la existencia, sus razones e implicaciones. Ursula K. Le Guin lo sabía y por ese motivo, pasó buena parte de su vida, luchando contra el prejuicio con la mejor arma a su disposición: una maravillosa prosa y una imaginación inabarcable, que creó mundos alternos y análisis sobre la realidad que dieron un vuelco al género. A la altura de nombres consagrados como Arthur C. Clarke, Isaac Asimov o Ray Bradbury, LeGuin logró crear Universos de enorme valor social, cultural y antropológico. Para la autora, la Ciencia Ficción era algo más space opera de aventura e incluso, la percepción de lo maravilloso a través de la tecnología, por lo que dotó a sus historias de un considerable trasfondo humanista y moral. Con su muerte, el mundo de la literatura pierde no sólo a una prolífica autora sino también, a una libre pensadora convencida del valor de la palabra como experiencia liberadora.

El hombre siempre ha mirado el cielo en busca de respuestas. Esa vastedad inimaginable que parece resumir el misterio y el temor hacia lo desconocido. Por ese motivo, quizás no sea en absoluto casual, que casi todos los personajes de Ursula K. Le Guin también levanten la mirada asombrada hacia la bóveda celeste, para hacerse preguntas, para cuestionar y sobre todo, para intentar comprender la Grandeza — así, en mayúsculas — de ese enigma que se extiende más allá de las estrellas. Porque para Le Guin, la búsqueda de respuestas lo era todo. Y esa es justamente el sentido de mirar esa vastedad del Universo, el secreto del mundo, lo que hay más allá de lo ordinario, lo asombroso y lo portentoso. Para la escritora, la palabra era una forma de creación asombrosa, vasta como el infinito y con toda probabilidad, tan poderosa y temible como los misterios del infinito.

La literatura de género aún se considera menor, se asume como una curiosidad en esa interpretación de la Literatura lapidaria que no admite grietas de puro colorido imaginario. Muy poca gente duda del genio creativo de Virginia Woolf, ni tampoco del de una Doris Lessing en estado de Gracia. Mucho menos de una profunda Susan Sontag, tan cercana a la grandeza. No obstante, a Ursula K. Le Guin se le negó el reconocimiento mayoritario por las mismas razones arrogantes y quizás puramente académicas que se minimizó su trabajo: la literatura que crea en estado puro siempre produce desconfianza. Y no obstante, los Universos de Ursula K. Le Guin no son sólo inspiradas reinterpretaciones de la realidad, lo místico, el dolor y el poder, sino verdaderos tratados sobre la naturaleza humana, sobre la fragilidad del espíritu del hombre y algo más sutil: su poder para soñar. Más allá de la Ciencia Ficción, LeGuin pondera sobre las debilidades y las virtudes de nuestra mente y espíritu, con tanta profundidad y agudeza de lo que se suele llamar con tanta pomposidad “literatura Universal”.

Un viaje infinito a través del asombro:
La primera vez que leí a Ursula K. LeGuin, era una adolescente obsesionada por los clásicos literarios. Me tomaba la literatura en serio — lo que sea que pueda significar ese término — de manera que leer, era una forma de comunión con las grandes mentes de la humanidad y la cultura. Así que saborear La mano izquierda de la Oscuridad — esa búsqueda de la grandeza que comienza también mirando al cielo nocturno — fue todo una revelación. Lo hice a escondidas, como si leer un relato de pura fantasia pudiera menoscabar las grandes historias que se suponía formaban la columna vertebral de la literatura de verdad, otro término confuso que de inmediato y gracias a Le Guin desdeñé por completo. Le Guin me demostró que un libro es una aventura, un viaje, una travesía. Me lo mostró con un pulso firme y sincero que me cautivó, como lo haría cualquier otro libro de LeGuin de allí en adelante. Me abrumó no sólo la complejidad de la historia sino la capacidad de la escritora para entretejer el conocimiento con una prosa exquisita que me sorprendió por su fluidez. En los libros de LeGuin, la palabra no sólo describe, puntualiza, narra, sino que además construye. Universos radiantes que pueden sorprenderte y confundirte. Páramos desiguales que página a página crean una experiencia por completo nueva para el lector. Sin duda, Ursula K. LeGuin no era solo una extraordinaria escritora, sino una visionaria de lo que puede significar asumir el rol de contar el mundo, de desmenuzarlo palabra a palabra, de imaginarlo mucho más intrincado de lo que es y con toda seguridad, más rico en matices. Y aún así, continúa siendo el mundo, el nuestro, el de nuestra mente, el reconocible. Transformado, eso sí, por la imaginación ilimitada de una mujer que está convencida que crear es una aspiración al valor de la realidad.

Los libros de Ursula K. Le Guin jamás terminan de leerse. Fue algo que descubrí muy pronto. Porque una vez que cierras la solapa, que degustas la última palabra, el verdadero libro comienza en tu mente, en esa obsesiva necesidad de comprender lo que has leído y más allá, del efecto que produjo en tu mente. Cada una de sus novelas, es un prodigio de pensamiento y emoción, una combinación casi perfecta de innumerables niveles y dimensiones de expresión, que llevan al lector de la mano por parajes recién descubiertos. Te convierten en explorador, te hacen preguntarte y cuestionarte. Te brindan esa oportunidad única de reconstruir los límites de tu mente para alcanzar el de las palabras de la autora. La magnitud y poder de la perspectiva de LeGuin hace que cada uno de sus libros sea una experiencia única e irrepetible. Una empresa casi mítica, que te lleva de la mano hacia un tipo de asombro que te recuerda — si alguna vez lo habías olvidado — el poder de la palabra que crea.

Con frecuencia, he pensado que Le Guin posee una comprensión de la noción de infinito mucha más profunda que cualquiera. Pareciera que hay un Universo entero en ese conocimiento suyo tan real y vasto, sobre la identidad del hombre, el espíritu de la cultura en la que creció y sobre todo, en la necesidad de romper esa noción de la limites que el ser humano teme y construye a través de su vida. Pero para Le Guin, quién está convencida que no existe una frontera para la capacidad humana, la palabra es capaz de subvertir ese orden natural de lo pequeño y transformarlo en grandeza. En cientos de dimensiones distintas de una misma percepción. Por ese motivo, varias de sus novelas suceden en distintos mundo, una especie de gran república misteriosa compuesta por más de ochenta planetas. Son relatos independientes, contextualizados en un único Universo común, pero que forman, por separado, relatos autónomos de enorme valor individual. Cada novela es una narración única, que muestra un matiz del gran Universo único de manera distinta. Y es allí, donde Le Guin muestra su magnifica capacidad para construir y reconstruir la narrativa moderna. Porque sus mundos — sus expresiones de Infinito — tienen una personalidad reconocible, se complementan entre sí. Una metáfora literaria de las Mecánicas Celestes de Galileo, inolvidables por fecundas y poderosas.

Asombra que todos los personajes de Le Guin siempre tengan un elemento melancólico. Un extranjero solitario y extraño en mitad de extraordinarios viajes literarios. Cabe preguntarse si no es la mejor metáfora que la escritora encontró para escribir esa travesía suya de escribir a contra corriente, contra la evidencia, contra el temor, contra el deber ser. Porque Ursula K. Le Guin jamás se conformó con lo obvio y quizás por eso, asumió esa titánica empresa de crear lo inexplorado. Mundo a mundo, palabra a palabra, aborda de manera apasionante temas universales como la diferencia de sexo, los prejuicios, temores, los peligros de poder, siempre bajo el cariz de la fantasía que sana, que crea un simbolismo purísimo para transmitir un mensaje muy viejo. Para Le Guin, nada es ajeno. Para su imaginación, nada es desconocido.

En una ocasión, un periodista le preguntó a Ursula K. Le Guin cual era la imagen más perdurable que tenía sobre el mundo real, siendo como lo es, una prolífica creadora de mundos imaginarios. Le Guin, sonrío y cuenta el periodista que le llevó junto a una gran ventana de la habitación donde conversaban. Los rayos del sol entraban a raudales por los cristales, creando pequeñas franjas de luz y sombra. La escritora tomó las manos del periodista y las hizo moverse entre las franjas resplandecientes entre la penumbra. Un equilibrio pequeño, fugaz, pero perceptible entre dos fuerzas antagónicas “La luz es la mano izquierda de la oscuridad, y la oscuridad es la mano derecha de la luz; las dos son una, vida y muerte, juntas como amantes”. Le explicó Le Guin, con una sonrisa. Quizás esa sea la manera más profunda de describir esa búsqueda de la escritora de una visión mucho más compleja de la realidad que la aparente, de esa lucha palabra a palabra contra lo evidente. “Somos creadores esenciales” concluyó después y el periodista diría después que nunca olvidó la imagen, la sonrisa y la frase con la escritora culminó la entrevista “siempre mirando el tiempo desde una perspectiva totalmente nueva”.

Hasta el último día de su muerte, Ursula K. Le Guin continuó viajando. Hacia el interior de su mente, más allá de los límites. Guiando a sus devotos lectores a nuevas fronteras, insistiendoles en explorar con invencible curiosidad su propio espíritu. Y sobre todo, permitiéndonos viajar en su compañía. Pionera del feminismo moderno, intelectual — aunque ella jamás se llamaría de esa forma — , polémica y poderosa, siguió escribiendo, porque es lo que mejor sabía hacer para describir el infinito que mira con tanta atención. Y que extraordinario que lo hizo, que tuviera la perseverancia para intentar definir quienes somos, esa noción de existir tan brumosa como elemental. Ursula siguió mirando desde una perspectiva lejana, pero jamás altiva. Comprendiendo, creciendo, describiendo ese mundo que sueña y que crea con tanta precisión. Y es que la realidad no es sólo lo evidente, lo que nos rodea en formas y colores, lo que nos sentidos pueden captar. Nuestra vida, nuestra visión del pasado y el futuro está llena de mitos, de sueños, de aspiraciones, de esperanzas. Tal vez allí radique el éxito de Le Guin, quien insistió más de una vez que “La Ciencia Ficción es una metáfora de la vida”. Una visión asombrada de quienes somos pero sobre todo, de quienes podemos ser.

martes, 23 de enero de 2018

Crónicas de la loca neurótica: Todo lo que un paciente de trastorno de pánico quiere decir y no se atreve.




Desde hace unos diez años, sufro de un persistente trastorno del pánico y ansiedad, un padecimiento psiquiátrico poco conocido y la mayoría de las veces malinterpretado. Se trata de una dolencia mental que exige medicación constante y también terapia. Necesito de ambas cosas no sólo para sobrellevar los síntomas — que en casos extremos pueden ser invalidantes y abrumadores — sino porque además, es la única manera en que puedo asegurarme de recuperar mi salud psiquiátrica. Una idea que me ha obsesionado por años y que últimamente considero indispensable en mi vida.

La sensación está en todas partes. Hace unas semanas, caminaba por la avenida que cruza la calle donde vivo cuando me detuve para no pisar una raya transversal en el pavimento. Sí, así de tópico y melodramático como suena. De hecho, retrocedí un par de pasos para rodear la grieta y continué mi camino apresurada, un poco avergonzada por mi comportamiento. Sentí el inevitable aguijonazo de angustia que me suele golpearme luego de hacer semejantes cosas, pero extrañamente, también alivio. Después de todo, esa ansiedad brumosa y la mayoría de las veces punzante que me agobia, se dio por bien satisfecha y por el momento, pude controlarla bastante bien.

Mi amiga P., que me acompañaba, me miró con la ceja arqueada y una sonrisa ligeramente maliciosa. Al principio, no hizo ningún comentario al respecto pero, como suponía, no se pudo contener por demasiado tiempo. Inclinando la cabeza, me dedicó una mirada casi socarrona.
 — Entonces, ¿te vas a saltar todas las rayitas de la calle? — me preguntó; tomé una bocanada de aire y seguí caminando — Oye, te lo digo en serio. Ese es un espectáculo…

Me detuve. Me sequé las manos empapadas de sudor en el pantalón y tomé una bocanada de aire. Calma, me recomendé con esa sensación casi irreal que suele invadirme cuando tengo conversaciones semejantes. Nunca resultará sencillo admitir que algo inusual ocurre contigo. Que no formas parte de esa normalidad un poco acartonada de todos los días. Que eres esa pequeña estadística a ciegas que nadie comprende muy bien.

— Me las voy a saltar todas, sí — le contesté; la voz se me escapó como un graznido, de tan seca que tenía la garganta por la vergüenza — y es probable que cierre y abra las puertas del automóvil más de una vez. Y que mire sobre el hombro, porque esté convencida que me persigan. Sufro de pánico, me atormenta montones de veces al día. Me cansé de disimular.

P. se quedó boquiabierta. Durante nuestros diez — casi once — años de amistad jamás hemos tocado el tema de lo que me sucede, de ese trastorno misterioso y en ocasiones inexplicable que me agobia casi a diario. Sí, ella sabe que algo ocurre. Sabe de mis largos períodos de depresión o de lo mucho que me cuesta interactuar socialmente. Que la mayoría de las veces no sé qué decir o que hacer cuando me encuentro con otras personas y que eso me produce un nerviosismo ingobernable. “Montuna” me llama entre risas. Sabe lo muy quisquillosa que soy, la facilidad con la que pierdo el control. Que soy de lágrima fácil y risa difícil. Que la mayoría de las veces prefiero no salir de mi casa para evitar manejar ese estrés persistente que me deja sin voz. Pero jamás le había puesto nombre a eso. Jamás lo llamé de ningún modo. Ni siquiera que admití que existía. Ahora lo hago, en plena calle, en un día cualquiera. Estoy temblando, quiero llorar, siento un miedo calcinante. Pero vamos, ya lo dije. Ya lo reconocí. ¿Qué pasará ahora?

— ¿Qué me quieres decir con eso?
 — Que sufro de un trastorno de pánico. Que siempre tengo miedo, estoy al borde de una crisis de nervios. Que a diferencia de ti y mucha gente, no puedo controlar mis niveles de estrés. Que puedo sentarme a llorar a gritos por cosas que no inmutan a nadie más. Que sufro de algo concreto y se llama así. Pánico. Eso es lo que quiero decir.

Echo a caminar de nuevo. Mi amiga me sigue los pasos, con una expresión súbitamente seria. No la miro cuando me llama por mi nombre, cuando lo repite en voz baja como una letanía. Cuando me toma del brazo, me suelto en un gesto impaciente.

— Aja mira, estoy loca — vuelvo a la carga — , eso es lo que pasa.
Suspira, se queda muy quieta. Pienso que lo más probable es que cambie el tema, que se ría, haga un chiste. Que mire hacia otro lado, que se burle. Que ni siquiera acepte que diga algo semejante. Que siga caminando para que la siga. ¿Qué haré si hace eso? Me digo con el súbito impulso de llevarme los dedos a la boca y mordisquearme las uñas. ¿Qué haré si simplemente todo este esfuerzo emocional de poner en palabras mi mundo privado no sirve para nada?

— Estás loca — repite. No es una pregunta. Me sorprende escucharselo decir.
 — Sí.
 — ¿Cuándo me lo pensabas decir?
Sacudo la cabeza. Seguimos caminando. Me toma del brazo y me hace caminar hacia un café cercano abarrotado de gente. Sin querer cuento los pasos. Veinticinco hasta la mesa más cercana, dos para rodearla. Me siento, con los hombros un poco hundidos y esta sensación de amargura que no me abandona. Mi amiga pide un par de tazas de café, algo para acompañar y yo me quedo allí, sin saber cómo continuar aquello.
 — No es algo que uno vaya contando por allí.
 — ¿Por qué no? Seguro que lo escribes.
 — Es distinto.
 — No lo es. — Suspira. Mira al mesonero que deja el café y un trozo de pastel de aspecto un poco seco. Me irrita que la taza está fuera de ángulo dentro del platillo y que el cubierto en la servilleta está mal envuelto. Calma, me digo tomando una lenta bocanada de aire. Calma. — No es fácil. Pero bueno sí, algo me funciona mal.
P. toma un sorbo de café. Yo hago lo mismo. La mano me tiembla cuando me llevo la taza a los labios.
 — Cuéntame lo que te parezca debas contarme.
 — ¿El ABC del loco furioso?
 — Eso mismo.
Paladeo el café. Negro, muy azucarado, caliente. Mi favorito. Supongo que es inevitable ordenar las cosas de este modo, hacerlas comprensibles por el método simple de la recapitulación. Me encojo de hombros. Mi amiga me mira expectante.
 — Dime las diez cosas que debo saber sobre esto que me dices.
 — ¿Sólo diez?
 — Por ahora.
 — Está bien.

Me quedo un momento en silencio y pienso que si tuviera que resumir la experiencia de lidiar con un trastorno como el mío de una manera simple, quizás debería comenzar por lo básico. Lo evidente. Lo que deseo que P. sepa, cómo es vivir abrumado y atormentado por el estrés y también, por ese miedo seco e irrespirable que la mayoría de las veces me acosa. Hacerlo comprensible, una lista de pequeñas ideas, como la siguiente:

No puedo evitar sentirme así
Usualmente, cuando alguien sabe que sufro de un trastorno psiquiátrico suele preguntarme si no hay algún “método” o “terapia” para “controlar” los síntomas, como si se tratara de una compulsión, una reacción o algún comportamiento voluntario con el que puedo lidiar. Lo lamento, no puedo hacerlo. Lo deseo siempre, a toda hora. No quiero sentir siempre pánico, un miedo blanco y desconcertante que me corta la respiración, que me deja sin fuerzas, que me roba la motivación y la voluntad. Se trata del síntoma de un trastorno real, físico y medible, no de mi carácter blando, de mi malcriadez, de mi incapacidad para lidiar con la frustración. No puedo evitar sentir que mi mente se desborde, que el pánico y la ansiedad llenen los espacios de cualquier pensamiento racional, que algo abstracto y confuso literalmente me aplaste. Se trata de una realidad física, medible y abrumadora que muy pocas veces puedo evitar.

Me aíslo a veces y no puedo evitarlo
Con frecuencia, un trastorno de pánico se transforma en un padecimiento invalidante que dificulta las relaciones interpersonales y sociales. Te atemoriza sufrir una crisis en público, las implicaciones y connotaciones que pueden provocar tenerlas. Temes perder el control, ser malinterpretado, juzgado, menospreciado. Las explicaciones, los detalles, admitir en voz alta que algo va mal contigo, que un peso informe y emocionalmente agotador te sofoca tan a menudo que te lleva esfuerzos lidiar con los aspectos más simples de tu vida. Así que decides evitar el riesgo. Dejar de frecuentar a quienes temer puedan notar lo que te ocurre. Quienes sin duda notarán ese elemento discordante en tu manera de comportarte. Te cierras a puertas y temores en un espacio controlado, cómodo y que en ocasiones, te resulta reconfortante. Hasta que se hace más pequeño, doloroso, hiriente.

El miedo irracional es muy real para mí
Sí, sé que puede parecer exagerado y melodramático sentir que cosas simples como salir a la calle, regresar a casa de madrugada, caminar entre una multitud, me haga perder el control. Que me asuste tanto como para paralizarme y dejarme a ciegas en medio de algo informe y doloroso muy parecido a la desazón. Que casi siempre, me encuentre en la necesidad de huir, esconderme, decidir, enfrentarme al miedo cuando nada lo provoca. Pero créeme, para mi es muy real. Mi capacidad para afrontar el estrés, el miedo y la ansiedad es muy limitada y se trata de una reacción física contra la que la mayoría de las veces debo luchar. No soy cobarde, tampoco pusilánime. Simplemente intento enfrentarme lo mejor que puedo a esos límites invisibles y dolorosos de mi mente.

No, no puedo contener, manejar o controlar un ataque de pánico
Un ataque de pánico es algo real, medible y físico. Son síntomas provocados por un trastorno a nivel mental sobre los cuales no ejerzo control. No puedo evitar perder el aliento, sentir que el pecho se me cierra con un nudo ácido y sofocante. Que todo mi cuerpo debe luchar contra el terror de algo que no puedo ver y que la mayoría de las veces no es otra cosa que el temor alimentándose de si mismo. Así que no me pidas “me controle”, “me calme”, “Me tranquilice”, “piense en cosas bonitas”. No puedo hacerlo, aunque lo deseara.

Por escasos minutos es algo más fuerte que yo. La ansiedad no me la genera algo específico, así que no puedo decirte que es con exactitud
La mayoría de las veces, una ataque de pánico no lo desencadena algo en específico, sino la suma de muchas cosas. O quizás nada en absoluto. Lo que quiero decir, es que no se trata de una reacción, sino un proceso que se desencadena desde una reacción física muy concreta — mi cerebro reacciona de manera desproporcionada al miedo, al estrés o al simple nerviosismo — hasta una pérdida de control, en ocasiones muy violenta. De manera que no se trata que algo me “produce” ansiedad, sino que hay una serie de reacciones físicas que se desencadenan mezcladas entre sí y me provocan una reacción desmesurada de ansiedad y estrés.

La mayoría de las veces que me excuso por no salir, asistir a esa reunión, responder a esa llamada, lo hago porque realmente no puedo hacerlo
En ocasiones, el trastorno de pánico puede llegar a resultar invalidante, un cuadro de agotamiento físico y mental con el que es muy complicado lidiar. Con más frecuencia de las que me atrevo a admitir, la ansiedad me provoca rutinas, tics, comportamientos obsesivos. Y también, me desgasta a nivel personal. Como consecuencia, evito cosas tan simples como reuniones sociales, paseos, llamadas e incluso algo tan banal como una conversación. En los momentos más bajos del trastorno de pánico, la posibilidad de interactuar con alguien más resulta abrumadora e incluso extenuante. No se trata de una decisión consciente, autocomplacencia o autocompasión. Mera supervivencia, digamos.

Todo lo pienso cientos de veces. Tantas, que resulta abrumador
Usualmente, todo lo analizo cientos de veces. Me lo provoca la desmedida ansiedad con que debo lidiar. Analizo cada cosa, me pregunto si puede ocasionarme daño, si puede aumentar mi sensación de vulnerabilidad y descontrol. En los momentos más agudos del síndrome, tengo la sensación que necesito de hecho, repasar una y otra vez cada cosa que hago, que quiero hacer o que hice. Lo hago en un intento de encontrar un punto de seguridad. Un cierto equilibrio en medio del sacudón mental con el que debo lidiar a diario. La mayoría de las veces logro liberarme a medias de ese ciclo interminable de cuestionamientos, preguntas y respuestas. A veces, no.

Son síntomas reales
Un ataque de pánico o de ansiedad es algo real con síntomas reales. No es sólo una reacción emocional. Tengo la nítida sensación de la inminencia del peligro. Que puedo enfrentarme a algo inaudito, grave o potencialmente mortal aunque nada me lo provoque. Las reacciones físicas a esa sensación son devastadoras y muy precisas: dificultad para respirar, para mantenerme de pie, dolor en el pecho. En más de una ocasión, un ataque de pánico puede confundirse con un infarto o alguna afección cerebral. Así de real es.

No me digas que lo supere
Porque aunque lo intento, no es tan sencillo, no se trata de una decisión voluntaria o algo que pueda contener por un mero esfuerzo de imaginación. Se trata de un trastorno real, en ocasiones insoportables y la mayoría de las veces abrumador.

Sí, voy a mejorar
Y lo he hecho. Hay tratamiento médico farmacológico y terapéutico para recuperar el control de mi mente y de mis emociones. Y trabajo en ellos a diario, todas las veces y como puedo. No será pronto, no será por completo pero sin duda, será una forma de comprender mejor mi cuerpo y mi mente más allá de lo que el trastorno pueda significar.

P. me escucha sin decir nada todo el rato. En ocasiones le noto sorprendida, preocupada, pero para mi alivio, jamás me compadece o me mira con conmiseración. Simplemente me escucha, intenta digerir el caudal de información que le ofrezco, que intento comprenda. Cuando no tengo nada más que decir, me quedo paralizada y en silencio. Nos rodean tres tazas de café, otro plato de pastel y un poco de algo más muy cremoso y adornado que no recuerdo haber comido. A nuestro alrededor, el bullicio parece haber decrecido y aumentado por momentos. Ahora todo parece plácido y silencioso.
 — ¿Nada más? — dice con cierta sorna. Me encojo de hombros mientras tomo un pedazo de la cosa con crema pastelera que de pronto, me parece apetitosa.
 — Nada más, por ahora.
 — Hasta la locura tiene su método — comenta. Y se ríe. Y lo hace con toda naturalidad, a la manera que a veces esperas que quienes te rodean, se tomen este tipo de confesiones. Pero casi nadie lo hace. Me alegro que esta sea una de esas veces que sí.
 — Uno complicado. — Comento. Sí, la cosa con crema pastelera está riquísima. Resulta impresionante lo mucho que puede mejorar el sabor de un primor de repostería el alivio. — Pero a veces resulta útil.

La conversación continúa, avanza finalmente por otras direcciones, se desvía hacia esa normalidad frágil y aparente que a veces se agradece. Y por un momento siento paz. Una cierta sensación de liberación. Quizás lo más abrumador de un trastorno de pánico sea justamente esa noción insoportable que pocas veces puedes disfrutar de disfrutar de esas pequeñas escenas simples, sin mácula y tan preciadas. Como si el mapa de tu mente estuviera en constante movimiento, destruyéndose y construyéndose a diario. Pero por hoy, el paisaje tiene un aspecto tranquilo y puedo sonreír, con esa plenitud discreta de las pequeñas cosas que agradecer y disfrutar.

C’est la vie.

lunes, 22 de enero de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: Todas las buenas razones por las que deberías ver la serie “The Alienist” del productor Hossein Amini.






El concepto del asesino en serie es relativamente reciente, pero aún así, existe un preciso antecedente histórico que crea la percepción más exacta sobre el horror y el miedo que un tipo de violencia medular y secreta puede provocar. A finales del siglo XIX, un hombre medró en las calles de Londres y redefinió los límites de la cultura de la violencia. Se trata del asesino más notorio de la historia de la criminología y cuya identidad continúa siendo un misterio: Los asesinatos de “Jack, El Destripador” cambiaron la forma como nuestra cultura percibe el crimen y sobre todos sus alcances. Con los asesinatos perpetrados por el Destripador, la cultura del miedo adquirió un nuevo matiz y fuerza, para convertirse en una expresión de la oscuridad de la conciencia colectiva. El mismo asesino pareció imaginar el alcance que en el futuro tendrían sus asesinatos. En una de últimas cartas a la policía, afirmó que sus crímenes “parirían el siglo XX”, una frase que se atribuye a la leyenda alrededor de su figura pero que describe mejor que cualquier otra la conmoción cultural y social que Jack el Destripador — sus crímenes, la incapacidad de la polícia de su época y la década anteriores por descubrir su identidad — provocó en la Londres de finales del siglo XIX. Una estela que aún es perceptible y poderosa en la actualidad.

Tal vez por ese motivo, El libro “El Alienista” de Caleb Carr hace alusión en varias oportunidades a los crímenes del Destripador. Lo hace además, en un tono de asombro y reverencia que brinda un tono inquietante a la narración. Porque la novela de Carr está ambientada en una ciudad sumida en la decadencia (La Nueva York empobrecida y violenta de finales del siglo XIX) y sus personajes, también deben meditar sobre la violencia a través de la figura temible de un asesino salvaje. Pero además de eso, Carr parece asumir el hecho del asesino — el asesinato, el poder del miedo — como algo más que un símbolo. Para el escritor, los crímenes violentos que sacuden la ciudad, tienen una evidente y profunda relación con el terror que se esconde en cierta comprensión superficial sobre la realidad. La percepción sobre el tiempo, las calles convertidas en reducto de terroríficas posibilidades, convierten el libro de Carr en una meditada reflexión sobre el miedo como producto sociológico y ese quizás, es su punto más fuerte.

La serie “The Alienist” observa la realidad desde la misma perspectiva: esa comprensión de la violencia como un límite extraordinario que define no sólo a los personajes, sino al contexto que le rodea. Para la ocasión, el canal TNT logró recrear la atmósfera decadente de la Nueva York de finales del siglo XIX con una lujosa puesta en escena, que utiliza la noción sobre lo macabro y lo morboso como telón de fondo para la decadente belleza de una ciudad crepuscular. Con una temporada de diez episodios, la serie narrará el primer libro de la saga “El Alienista”, que enmarca la historia del doctor Laszlo Kreizler, un psiquiatra — o Alienista, en lenguaje de la época — excéntrico, brillante y por momentos irritante que junto a un improbable equipo, intenta desentrañar los crímenes que un asesino misterioso y especialmente cruel comente en la ciudad. Con una noción muy profunda sobre las dimensiones y estratificaciones del thriller psicológico, “The Alienist” lleva la propuesta del libro a un nivel por completo nuevo: la reflexión sobre lo moral, el terror y la vanidad del asesinato se convierte en una percepción sobre la naturaleza humana tan dura como cruel. Con su visión dura, cruel y descarnada sobre la posibilidad del miedo — la mayor parte del libro de Carr se hace preguntas muy específicas sobre la afición a la violencia de la cultura occidental que la serie explora de manera metafórica — el show intenta combinar la dureza de una percepción sobre el crimen como un hecho cultural y algo más amargo. El resultado es un argumento sólido, con varias capas de información superpuesta pero sobre todo, un punto de vista original sobre lo criminal y nuestra obsesión colectiva por los asesinatos. Con su elegante y mórbido recorrido por las implicaciones del asesinato pero sobre todo, sus relaciones con la moral y el espíritu del hombre — esa ambición invisible y perenne por ejercer el poder personal desde y como forma de violencia — “The Alienist” medita sobre el bien y el mal con una distancia moral que sorprende por su frialdad.

La serie, además parece especialmente interesada en reflexionar acerca de la naturaleza humana basada a través del miedo, lo que convierte el asesinato y el clima de terror que provocan en una fantasía de sorprendente verosimilitud sobre lo aciago y el terror de lo inmutable, todo en medio de un opulento escenario y un uso de la ambientación histórica que sorprende por su efectividad. El Doctor Laszlo Kreizler (interpretado por el actor Daniel Brühl) es un genio de la observación, un reducto de positivismo y un reflejo del mecanicismo de la época. De la misma manera que en el libro, el personaje se transforma en una expresión formal del bien y del mal, a través de la cual se elabora la evidencia del asesinato como un hecho dentro del orden de lo natural — para el personaje, el asesino es un depredador con apariencia humana, pero que se rige por las mismas características y límites que su par en el mundo animal — y lo recrea a través de una percepción durísima sobre la conciencia, la percepción del hombre como falible y los dolores del espíritu humano transmutados en una comprensión profunda sobre el asesinato. Más allá de toda reflexión moral, la serie parece más interesada en crear una percepción sobre lo moral que se expresa como un reflejo de lo social. Un misterio dentro de un misterio.

La serie “The Alienist”, mantiene el tono y la forma de la novela homónima, pero agregando además, el elemento novedoso de analizar la psiquiatría forense desde sus orígenes o esa parece ser la intención, de esta reflexión sobre las complejidades de la mente humana como reductor de un tipo de mal originario que el guión parece especialmente interesado en analizar. Con un elenco coral en que el además participan los reconocidos Dakota Fanning (“American Pastoral”) y Luke Evans (“La Bella y la Bestia”), la serie se mueve entre la belleza, el horror y el misterio con una sutileza que dota a sus escenas — filmadas en su mayoría en Budapest — de una sutil belleza levemente gótica que añade poder a la versión de lo macabro de la novela original.

De la misma manera que en la novela, la serie utiliza la noción sobre el asesinato usando la historia de Jack el Destripador como modelo: la historia transcurre en el año 1886 y también, utiliza el escenario urbano para retratar la crueldad de los crímenes. Las víctimas de su asesino también son prostitutas cruelmente descuartizadas y además, arrojadas a las calles de la ciudad, un antecedente histórico que el guión no disimula y que de hecho, utiliza como hilo conductor del relato. No es casual que el narrador de la historia sea un periodista, que parece sostener toda la narración a través de la comprensión de los espacios de la mente humana. Pero también se trata de un juego de poderes intelectuales y morales, que convierten a la novela en la búsqueda de significado sobre la identidad del hombre a través de sus peores vicios y una percepción durísima sobre su capacidad para el miedo. Al igual sus pares reales en la Londres azotada por Jack el Destripador, Kreizler arma un perfil psicológico del asesino basado en los rasgos más evidentes de sus crímenes — ¿Por qué está asesinando solo a jóvenes prostitutas? ¿Por qué se arranca los ojos? ¿Por qué las víctimas son exclusivamente de origen inmigrante? — y a partir de entonces, la novela asume su condición como reflejo del terror invisible de una época hermosa e inquietante.

Carr sin duda es un buen narrador que logra crear una tensión específica sobre lo que cuenta y ese quizás, es el motivo por el cual permite que sus líneas argumentales sean del todo creíbles, pero sobre todo, profundamente meditadas, una eclosión de diversas posturas sobre la mente humana, la maldad y la bondad, pero sobre todo, el análisis de la agresión y el asesinato como síntomas psiquiátricos. La serie trata de emular la riqueza narrativa del libro y lo logra, con su atmósfera densa y oscura, pero sobre todo, una compresión inteligente sobre lo criminal. Con su uso impecable de la referencia histórica para crear un contexto lo suficientemente poderoso como para usar las particularidades de la época en favor de la narración. Desde la forma de definir los trastornos psiquiátricos — desde las menciones a enfermedades específicas como la esquizofrenia por el nombre de “demencia praecox” hasta el hecho de la percepción de lo mental como “males del alma — hasta el uso de la tecnología en la investigación criminal, la serie logra crear una mezcla inteligente de la comprensión de lo referencial y la ciencia como punto de partida a su percepción acerca de lo criminal.

La novela “The Alienist” es mucho más que un thriller ingenioso. La serie basada en su historia es mucho más que una historia al uso sobre crímenes y violencia: el guión aporta buen gusto, delicadeza y elegancia a su descripción de la Nueva York decadente de finales del siglo XIX, pero también una enorme personalidad al hecho urbano que sustenta la novela entera. Tenebrosa, inquietante, pero sobre todo, dolorosamente humana “The Alienist” es una puerta abierta a un análisis más profundo y oscuro sobre la naturaleza del crimen, la violencia como reflejo de los misterios de la desviación psicológica y la noción del mal como límite de la incertidumbre. Inteligente, inquietante y sólida, “The Alienist” (al menos en sus primeros capítulos) compone un nuevo discurso sobre el terror psicológico y espiritual. Y lo hace desde las fronteras de lo inhumano y lo oscuro, quizás su mayor logro.


viernes, 19 de enero de 2018

Una recomendación cada viernes: Virginia Woolf: A Writer’s Life de Lyndall Gordon.




Toda biografía es una mirada temerosa a la intimidad del personaje que intenta recrearse. Una construcción benévola o malévola, según se mire, sobre las circunstancias y dolores que rodean a una figura histórica. La escritora Lyndall Gordon es quizás una de las investigadoras más concienzudas con respeto a la vida y obra de las escritoras más reconocidas del mundo literario. Sus obras — entre las que se cuentan una maravillosa biografía de Charlotte Brontë y quizás la más elaborada reconstrucción sobre la vida de Mary Wollstonecraft — suelen ser profundos y meditados manifiestos sobre la capacidad creativa femenina. Por ese motivo, es probable que Gordon se enfrentara a su más complicado reto, al intentar construir una imagen biográfica de una de las escritoras más insignes de nuestra época y sin duda, la que mejor documentó su propia vida: Virginia Woolf dejó 4.000 cartas y 30 volúmenes de un diario, en la que contó de manera detallada cada aspecto de su vida hasta en las más mínimas circunstancias. Woolf creó una novela de su propia vida y Gordon no sólo la interpreta sino que además, le brinda una nuevo cariz en la magnífica obra “Virginia Woolf: A Writer’s Life”, recientemente traducida al castellano en una versión corregida de indudable valor literario. Gordon, especialista en elaborar complicadas e inspiradas hipótesis sobre la vida y los misterios de los escritores a los que dedica su atención, encontró en Woolf no sólo su mayor reto, sino una visión por completo nueva de la expresión vivencial y formidable con que la escritora contó su vida y expresó su particular pulsión literaria. Porque Virginia Woolf no era sólo una escritora prolífica sino también, un reflejo de la evolución de la percepción sobre la mujer escritora y la capacidad constructiva de la escritura como oficio más allá de lo académico. Entre ambas cosas, Gordon asume la labor de traductora de una colosal percepción sobre el mundo y sus intríngulis hasta lograr englobar en su obra, una noción espléndida y radiante de todo lo extraordinario, lo formalmente bello y poderoso en la prosa de Woolf.

Claro está, Lyndall Gordon tiene una visión muy particular — y casi radical — sobre el arte de la biografía y una noción casi ficcional sobre lo acaece más allá de los datos que recopila. Para Gordon, contar una vida implica cierta metaficción y también, una percepción extraordinaria sobre los principales acontecimientos de la vida que cuenta, lo que convierte a sus obras en grandes recorridos novelados por las circunstancias más apasionantes de las vida que intenta documentar. Pero más allá de eso, Gordon está convencida del valor del registro y la percepción profundamente sentida de encontrar una forma de narrar lo cotidiano. Las biografías de Gordon desbordan de deslumbrantes escenas, descripciones detalladas sobre vicisitudes secretas de los personajes que investiga. Y “Virginia Woolf: A Writer’s Life” no es la excepción: Gordon despliega todos sus recursos para crear una percepción amplia y profunda sobre el recorrido de Woolf, no sólo como escritora sino también, como figura insigne de su época, como reflejo de la sociedad que le tocó vivir y sobre todo, esa búsqueda pasional y persistente de la escritora por otorgar sentido a todo lo que le rodeaba a través de la palabra. La Virginia de Woolf es una criatura apasionada, salvaje, llena de una vitalidad asombrosa y una profunda convicción en el deber creativo. La escritura la supera, la reviste de belleza y un enorme poder como elemento sustancial que define su mundo. En “Virginia Woolf: A Writer’s Life”, Gordon logra crear un sustrato sobre el trabajo y la personalidad de Woolf que agrega una nueva dimensión a la imagen académica de la mujer que creó una moderna percepción sobre la literatura como necesidad de expresión creativa e histórica. Una y otra vez, Gordon asume un deber misterioso y duro con Woolf: crearla a partir de sus dolores y defectos, sin olvidar su extraordinaria visión sobre el tiempo, la identidad y sobre todo, sobre sí misma.

Virginia Woolf escribía siempre. Lo aseguran sus biografos, su doliente marido, su hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar. Para Gordon, retratar esa Virginia, trágica y espléndida — que también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún resulta asombroso — resulta todo un reto, que además, intenta desmitificar a quienes la imaginan, pálida y lánguida, como escritora trágica. Pero Gordon la retrata desde la periferia y el resultado es una imagen de asombrosa belleza: Virginia Woolf abandona el cristal de lo imaginario, para habitar el mundo de las cosas reales, lo que le proporciona un inusitado y desconocido poder. Sin duda, Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros — y lo hacía con el desparpajo del experto -, jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a maquina a toda velocidad. Lo hacia riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Virginia Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir. Y Gordon, refleja esa evolución social y cultural que la figura de la escritora metaforiza con tanta delicadeza como precisión: Woolf resurge en medio de los análisis pormenorizados de lo académico para ser una mujer real, poderosa y a la vez frágil. Una dolorosa mártir de sus principios, pero también un espíritu lleno de furiosa vitalidad. Entre ambas cosas, Gordon logra un maravilloso equilibrio narrativo que convierte a Virginia Woolf — su vida y sus percepciones sobre el abismo — en pura belleza.

En una ocasión, a Virginia Woolf le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a inequívocos. Cuenta Leonardo, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: “no todo está dicho”. Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura que Gordon refleja con gran claridad en “Virginia Woolf: A Writer’s Life”: Woolf escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna maquina de escribir soportaba “sus raptos de felicidad”. Porque para Virginia, escribir lo era todo, las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir, para Virginia, era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.

Más de una vez, Virginia insistió en que agonizaba lentamente y Gordon ilustra la frase — y sus trágicas connotaciones — elaborando una lenta caída a los infiernos basada en una ternura casi dolorosa. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, Virginia padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacia permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso — o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador — Virginia comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que habrían que trascenderle y sobrevivirle. Virginia Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Virginia Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba, Virginia la extraordinaria: disfrutando de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amo y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Virginia Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras — a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada -, y continuar recorriendo el mundo a través de su mente. Y Gordon recrea esa lucha aciaga, persistente y brillante a través de una notoria comprensión del bien y del mal, de todas los matices de una percepción sobre Woolf y su obra, asombrosamente vivaz y llena de significado.

Pero sobre todo, Gordon es respetuosa con el legado de Woolf, que incluso en vida parecía bastante decidida a construir una mirada misteriosa sobre su vida. En 1926, llamó a su vida “una aleta” y redondeó la imagen profundizando sobre su capacidad para lo ficcional y dejando muy claro, que usaba la autorreferencia como circunstancia perenne de su vida. “Mi visión de una aleta elevándose sobre un ancho mar en blanco”, escribió en uno de sus diarios, deslumbrada por el poder del secreto y el enigma en los sucesos de su vida, que parecían adecuarse a esa profunda noción del yo escindido que exploró en diferentes momentos de su creación literaria. “Ningún biógrafo podría adivinar este hecho importante sobre mi vida a fines del verano de 1926” insistió, pero dejó claro que el ábside del cambio, era una manera de ver el mundo“El cambio de su alma de 1932” escribe entonces Gordon, que al parecer se tomó como reto analizar el misterio al que aludía la escritora. Y en realidad, se trató de un cambio sustancial, que incluyó su decisión de escribir con una voz pública en lugar de privada. A la edad de 50 años se había convertido en feminista, reformadora y cuestionadora de los abusos del poder, pero más allá de eso, Virginia Woolf creó y sostuvo su propio lugar en la historia, construyó una perspectiva nueva sobre la mujer creadora y sobre todo, la necesidad de asumir el oficio de la escritora más allá de una mera convención existencial. Como demuestra la Gordon, Woolf “deseaba exponer el punto de vista de una mujer y llamó al otoño de 1932 ‘una gran temporada de liberación’. Había dejado de temer la condena masculina” puntualiza Gordon, para entonces, brindar un nuevo sentido a la figura de Woolf pero sobre todo, una profunda fuerza a su poderosa percepción existencialista sobre la escritora como hecho artístico.

Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus intimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. “Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse”. Gordon recoge el fenómeno en la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido al que Woolf brinda forma. Por supuesto, se trata de una idea inevitable: Virginia y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Virginia solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que “eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas” y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, Virginia intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — “muchas, impensables imágenes”- y también en pequeños diálogos imaginarios — “toda época tiene un rostro” — hasta crear una manera de comprenderse así misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.

Pero Virginia no escribía unicamente como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. Virginia Woolf escribía también un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser — en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma — y sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para sí misma, el lector más voraz, critico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941. Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. Gordon sustrae todo elemento romántico de la voracidad intelectual de Woolf y lo convierte en algo más poderoso, firme y sustancioso. En una mirada encumbrada sobre el poder de la palabra como redención. En realidad, para el final de su vida, las anotaciones de Virginia en sus diarios se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. Para Gordon se trata entonces de la caída definitiva de Virginia hacia un temor profundo y elocuente sobre su propia mirada al espejo. No se trata de algo fortuito, para 1941, el mundo de Virginia colapsaba a su alrededor. La guerra — la real, no las historias como las que había crecido — se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o asó lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.

Virginia sentía una profunda devoción a los muertos (“voces fantasmales … más reales para ella que las personas que vivían a su lado”) y Gordon, lo retrata en su libro como un análisis certero del bien y el mal. Una y otra vez Woolf insiste que necesita “alejarse de la superioridad autoconsciente de los escritores modernos hacia las vidas de los anónimos, particularmente las vidas de las mujeres”, lo que Gordon expresa desde la inusual hipótesis que los muertos reclamaron a Woolf más que a los vivos, que incluso podría haber muerto para unirse a ellos , hace que encuentre todo el trabajo de Woolf esencialmente autobiográfico, la recaptura de fantasmas juveniles. Para Virginia Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judio y lo que podría ocurrir si los Alemanes invadían Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado. Debió ser insoportable para Virginia, que el mundo en penumbras de su dolor más intimo se hiciera visible, evidente, cercano. Real.

Y es que a medida que la Guerra se hizo incontestable, Virginia Woolf sintió que los síntomas de la locura — ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo — comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. “Muero un poco cada noche, en este silencio interminable”, escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable -esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis — Virginia descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo — la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros — comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar que Virginia nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa perdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de si misma.

Gordon crea sin duda una visión de Woolf asombrosa por su vitalidad pero también, dolorosa por su intensa ternura. Desde la visión caricaturizada de la escritora trágica, hasta la eterna luchadora contra el silencio histórico que condenó a tantas mujeres al anonimato, Virginia Woolf perseveró hasta crear algo más brillante y valioso que la mera imagen de una escritora talentosa. Gordon se niega a simplificar a Virginia en su locura, lucidez o en su muerte angustiosa y crea una mujer tan extraordinaria como verídica. Quizás, el mayor logro que un biografo puede aspirar para su obra.

miércoles, 17 de enero de 2018

En el país de las bellas: ¿Quién es la fea? Una reflexión sobre los estereotipos.




Que en Venezuela es importante ser bonita, no sorprende a nadie. Lo que sí sorprende — y preocupa, al menos en mi caso — es que esa “belleza” parece además tener implicaciones mucho más profundas que el simple atractivo físico. Y es que en nuestro país, lo estético tiene su peso, pero mucho más importante parece ser la percepción que se tiene de ese estandar sobre lo hermoso — y lo que no lo es — en nuestra cultura. Porque así de tropicales somos, sin duda. Así de caribeños y escandalosos. Y la belleza, a la Venezolana pasa también por una serie de ideas y opiniones ambivalentes que podrían resumirse en una sola idea: Lo bello debe complacer una imagen social en la cual se insiste, se obliga y se presiona. Lo bello, rebosa ese límite de lo venial para convertirse en algo más. Lo bello, es sin duda y en un país Vanidoso como el mio, necesario, cuando no directamente indispensable.

Pero vayamos al otro extremo. Ese que parece ignorarse con frecuencia, y que probablemente es el exacto reflejo de esa obsesión nacional por la belleza, como sea que esta se defina. Hablemos de la fealdad, de esa visión tan poco caritativa y restrictiva sobre el otro, esa visión tan distorsionada de la identidad ajena. Porque aunque todos estamos bastante de acuerdo en qué puede ser bello ( o de hecho, que es la belleza como concepto ) la definición de fealdad no está tan clara. O si, como diría mi amiga P., sociologa, gran observadora y bajo su propio criterio “fea”.

De la “fealdad” — lo que sea que signifique para cada uno — no se habla mucho. Tal vez para burlarse un poco, para encontrar ese elemento de comedia bufa que parece relajar el miedo que produce encontrarse al margen de una idea. Pero aún así, la fealdad continúa presionando al margen de la conciencia cultural. Después de todo, nadie quiere ser feo o al menos, no ser considerado atractivo. Hay una desesperada búsqueda de la belleza y lo deseable. Una necesidad aguda de ser parte de esa idea general de lo que a todos gusta. Todos queremos pertenecer, después de todo.

- La fealdad es exactamente lo contrario a la idea de belleza culturalmente aceptada. Suena simple pero no lo es tanto — me explica. Y sonríe cuando lo dice. Con su rostro palídisimo y pecoso, cuerpo delgado sin curvas y cabello corto es la antítesis de la bealdad Venezolana de escote opulento y llamativo atractivo físico. Pero a P. eso no parece importarle demasiado, ni ahora ni cuando la conocí en la Universidad, cuando era una muchacha delgadísimas de rasgos diminutos — el hecho es que todos sabemos que nos gusta, pero pocos podemos explicar por qué algo nos molesta. Y la fealdad basicamente es la contradicción de lo que consideramos armonioso, aceptable…y sí, bonito.

Se vuelve a mirar a una chica que camina por la calle. Lleva jeans, el cabello atado en una cola de caballo, el rostro sin maquillaje y un morral al hombro. Tiene un limpio aspecto juvenil, con su andares nerviosos y la piel fresca, pero cuando miro alrededor, ninguno de los hombres que se encuentran en el café donde almorzamos se vuelve a mirarla. Esa filosa opinión sobre la estética ajena tiene una precisión desconcertante, pienso. ¿Tiene que ver con nuestra cultura o esa extraña idea de selección biológica que se insiste te hace escoger a los más fuertes, los más fértiles, los más bellos quizás?

- No necesariamente — dice P. cuando le comento lo anterior — puede existir ese instinto de búsqueda de cierta predilección biológica, esa selección natural de lo que tanto se insiste. Pero necesariamente, hay una idea coherente sobre el hecho que lo que consideras bello coincide con lo que tu cultura te enseñó puede ser atractivo.

Sin duda, nadie rebate eso. Recuerdo las largas discusiones sobre belleza y estética que se entablaban en la universidad, entre el grupo de las feministas y los que defendían la belleza-a-la-venezolana. Las acaloradas discusiones parecían tocar una serie de puntos sensibles que pocas veces se analizaban. Sobre todo el que se refiere a que hace que en Venezuela la belleza parezca tener un estandar tan alto, irreal. Una pensamiento que sobrevivía incluso a los inevitables cambios generacionales, las diversas interpretaciones de los conceptos relativos a lo que es hermoso o lo que no e incluso, la simple visión personal. Porque lo bello — o al menos nuestra percepción sobre lo que puede serlo — está profundamente vinculado a lo que consideramos admisible, que enaltece o idealiza nuestras interpretaciones de la realidad. Para sintetizar: lo bello siempre será lo popular, lo aceptado, lo evidente. Y es que la belleza, parece mezclarse con ese secreto deseo de lo que aspiramos ser, lo que quisieramos mostrar e incluso, lo que enaltecemos de nosotros mismos.

- La belleza es una idea que me atemoriza — digo entonces — lo hace por su poder para cautivar su imaginación y sobre todo, construir opiniones basadas en ideas puramente abstractas. Lo bello es una opinión y la fealdad su contraste.

- Desde luego — responde P., sonriendo — pero también hay otro elemento más preocupante. La belleza presiona en una dirección cultural. Vamos, que nadie quiere ser feo ni tampoco marginal, que al cabo es lo mismo. Hay en buena parte de la sociedad una presión por la busqueda de la identidad que se parezca lo más posible a esa visión de lo que se asume es bonito. ¿Quién querría quedarse por fuera?

Un pensamiento inquietante. ¿Todos somos jueces entonces del otro? ¿Todos construímos, quizás de manera inconsciente un concepto irreal de lo hermoso y lo deseable? Pienso en las portadas de revistas: los rostros muy retocados de las portadas, los cuerpos perfectos gracias a la tecnología digital. En mi país, el tema parece incluso haber dado un nuevo y preocupante paso: desde los biopolímeros, hasta la tendencia de aumentarse la talla del busto por la necesidad de formar parte de las mujeres “hermosas” de un país de estereotipos, la mujer Venezolana está obligada a complacer un canon estético al que pocas pueden acceder. ¿Y que ocurre con las demás? ¿Qué pasa con las que no pueden o simplemente no quieren formar parte de esa visión tan limitada de conceptos tan complejos?

La fealdad en Venezuela es toda una declaración de intenciones, me digo entonces. Y es que para P., con su inusuales 1, 90 metros de altura y figura esbelta de deportista, la belleza a-la-venezolana nunca fue algo accesible, ni siquiera algo que deseara. Pero aún así a la que tuvo que enfrentarse.

- Me han llamado “macho” tantas veces que he perdido la cuenta — comenta, mientras recordamos juntas esas largas tardes inocentes de discusiones y debates en el campus Universitarios — y también, “caballota”, “locota”. Los apelativos para lo que no agrada al limitado paladar Nacional estético son interminables pero aún así, nunca he llegado a conformarme en admitirlos. A mi manera, la fealdad me define. Porque creo mi propio tipo de belleza.

Que idea tan inquietante, pienso. Y no porque no pueda comprenderla sino más bien, justo por lo contrario. Y es que cuando creces en el país de las mujeres más bellas del Universo, muy pronto sabes que debes asumir existe una opinión sobre ti muy concreta que se manifiesta casi desde la cuna. La belleza en Venezuela es un cliché, nadie lo duda. Pero también es un análisis muy duro y crudo sobre quienes somos, quienes creamos a partir de la imagen que la sociedad impone y que concepto construimos a partir de ella.

La belleza, la fealdad y todos los matices de una sociedad superficial:
Fui una niña fea. Con mi cabello abundante y rizado, los grandes ojos café y la piel pecosa, no era exactamente el ideal de belleza de un país que rinde tributo a un tipo de ideal estético muy especifico. De niña, recuerdo que en el colegio me preocupaba mis rodillas huesudas, mi nariz un tanto torcida — o así me lo parecía entonces — e incluso mis manos pálidas. Y es que nunca podría competir con esa otra belleza que se suponía debía aspirar, la de las extraordinarias mujeres de pasarela que infundían un tipo de adoración casi asombroso entre todos los que conocían e incluso, el atractivo mundano, adolescente y cursi de las niñas de mi edad. Simplemente no encajaba en ninguna de las ideas de lo que se consideraba bello en mi país. No era alta, ni tampoco curvilínea. No tenía una hermosa y sedosa melena o un rostro anguloso. Esa imagen me atormentaba, incluso cuando era tan pequeña como para no entender porqué lo hacían.

En una ocasión, mi madre me llevó a conocer a una de sus amigas, que según me comentó, había participado en alguno de los numerosos concursos de belleza que se llevan a cabo en mi país anualmente. Recuerdo que me preocupé por el encuentro: con doce años era muy consciente de mi cuerpo y sufría la presión social por la belleza que seguramente padece toda adolescente de mi edad en cualquier país del mundo. Pero en Venezuela, la cosa es un poco distinta: Porque desde la infancia la belleza está muy presente en muchas cosas. A la niña se le lleva a peluquerías, antes que a una biblioteca. A la niña se le lleva a comprar vestidos, antes que una obra de teatro. Las madres peinan y maquillan a sus pequeños retoños con toda la intención que deslumbren. De manera que muy pronto aprendemos a caminar en tacones, a sonreír sin mancharnos los dientes con la pintura de labios, a llevar el cabello bien peinado en cualquier ocasión. Pero nadie nos habla con la misma insistencia sobre la autoestima. La sociedad no te recuerda el valor de tu mente o la integridad de tu espíritu, o la importancia de la opinión o tu manera de pensar. Y es esa distorsión de lo que valioso — quizás bello — entre la idea que tiene la mujer sobre si misma y lo que la cultura espera de ella, lo que hace que exista esa brecha entre la realidad y la fantasia idealizada de la mujer deseable en Venezuela.

De manera que conocer a una de estas mujeres inalcanzables, me inquietó. Tengo una imagen de mi misma, pasandome el peine por el cabello enmarañado una y otra vez, intentando verme “bonita” y quizás convencerme que lo era. Sentada frente al espejo, con las manos húmedas de sudor nervioso y un infantil brillo labial en los labios, me pregunté si alguna vez podría verme tan bella como se suponía debía serlo. Me asustaba la perspectiva de conocer a una Miss, una de esas estatutarias mujeres que cautivaron la imagen popular. ¿Como era? ¿Como me vería a mi?

Resultó ser una mujer triste. No hablo de un elemento trágico o de una visión de belleza decadente. La Miss era de hecho, la mujer más hermosa que había visto nunca, con su cuidado maquillaje y su cabello repeinado. Llevaba un vestido tan ajustado que me pregunté si le costaba respirar y unos tacones vertiginosos que tenían un aspecto casi doloroso. Aún así me pareció impresionante, pero había un elemento en ella inquietante. Una necesidad de mirarse así misma con tanta dureza, que tuve la impresión su propia belleza era una especie de límite peligrosamente cercano a la agresión. Comió con tanto temor de llevarse a la boca algún alimento “saboteador” que terminó picoteando la ensalada sin aderezo que ordenó y de hecho, parecía tan preocupada por encontrarse impecable, que apenas disfrutó la conversación con mi madre. Por otro lado, estaba feliz de su belleza, orgullosa de exhibirla. Llevaba un vestido corto y ajustado, unos hermosísimos zapatos altos de trenzas y sonreía, airosa y exuberante a todas las miradas que atraía. A mis cortos doce, no entendí muy bien esa mezcla de angustia y de evidente placer. Lo comprendería años después, en medio de una adolescencia presionada por la estética, atormentada por no encajar en esa belleza necesaria y sobre todo, entristecida por no encontrar un lugar en esa idea de lo bonito-a-la-venezolana.

En mi país, la fealdad puede resultar un verdadera inquietud cultural, una idea por la cual debas lamentarte. La fea que no es tetona ni tampoco curvilínea. La fea que sufre de acné. La de los kilos de más, la atrapada en su necesidad de mirarse desde otro ángulo sin lograrlo, de escapar a la feroz mirada escrutadora de alguien más. La fea que no forma parte de esa restringidisima visión de la mujer estéticamente aceptable. La fea que no usa la ropa de moda. La fea que no se considera así misma deseable. La fea que teme la opinión ajena. La fea que ha sido criticada y lastimada por la mirada del otro, por la opinión cultural que la aplasta. La fea sofocada por esa necesidad social de nuestro país de imponer lo que es hermoso, lo que forma parte de la idea general y ambigua sobre lo aceptable. La fea que se mira en el espejo y se siente aplastada — y tantas veces lastimada — por la interpretación que de ella tiene el otro. La opinión silenciosa, amenazante y constante de una sociedad consumista y casi cruel.

- La fealdad es un tipo de rebeldía o así lo pienso a veces — dice P. con una de sus sonrisas torcidas que puede parecer hermosa pero que en nuestro país, seguramente parecerá dura y sin atractivo — como la belleza es un manifiesto cultural, la fealdad es una visión constructiva. Y en medio de eso, está el individuo que sufre, que padece ese mandato social del deber ser.

Entonces ¿La belleza obedece a un sentido de pertenencia? Me lo pregunto con toda seriedad. Me lo pregunto viendo a la mujer de gordura mórbida que vende golosinas a la salida de una estación del Metro de Caracas. La piel morena está arrugada y maltratada por el sol, el cabello apretado a la nuca. Que lejos esta ella, con su sonrisa amable, sus ojos pequeños y almendrados, de la imagen del país de las Bellas. Que lejos está de esa percepción de lo bello individual, de lo espinoso que encaja prejuicios propios y ajenos. Cuando le compro un paquete de chocolates, sonríe con una amabilidad luminosa.

- Llevese esta galletica ma’mor — dice poniendome en la mano un paquete de galletas envueltas en papel transparente. Manos callosas, uñas sucias. La fealdad de esa otra Venezolana que existe y se desdibuja en conceptos a medio construir. Me pregunto si soy injusta. ¿Acaso el mundo no insiste en un ideal de belleza inalcanzable? ¿Por qué insistir en lo local si lo Universal insiste y se mira así mismo como absoluto? Todos somos injustos, todos somos temibles, todos somos jueces. No hay nadie que escape al escrutinio social. No hay nadie que encuentre un lugar para mirarse a solas. Somos fugitivos de una imagen común. Ideas precisas sobre un universo intelectual fragmentado en filosofía barata.

Pienso en eso un rato después mientras camino entre la multitud que deambula por un centro comercial cercano. Una chica obesa camina junto a una mujer mayor y se detiene frente a varias vitrinas, esas llenas de maniquíes esbeltísimos y con pecho opulento. Una y otra vez, ambas miran la ropa ceñida y corta. La chica, que no debe llegar a la veintena, suspira y mira a la mujer mayor con gesto triste. Y hay en esa expresión de resignación tanta elocuencia que siento una punzada de angustia, una dificil sensación de incomodidad que no sé muy bien a que atribuir. Y pienso, sin poder evitarlo, en esa pulsión de lo social que insiste que la belleza se construye — o se destruye — a conveniencia o que simplemente, carece de verdadero significado más allá de lo que querramos mirar.

C’est la vie.