miércoles, 3 de enero de 2018

Prófugo del gentilicio: Anatomía de una emigración forzada.




Hace un par de años, emigrar era una decisión que se tomaba de manera muy meditada. A mi amiga K. le llevó casi una década recorrer el tortuoso camino del visado, de encontrar un lugar donde vivir, de enviar curriculums y estudiar ofertas de trabajo más allá de las fronteras patrias. Sólo entonces emigró. E incluso a pesar de todo, fue duro: aún continúa adaptándose, luchando con la sensación de no pertenecer realmente a ningún lugar, de extrañar la cultura donde creció a la vez que intenta familiarizarse con la que la adoptó. Todo un proceso que probablemente le lleve unos cuantos años más y que ella transita con una buena dosis de esperanza y voluntad.

Pero, actualmente, el Venezolano que decide emigrar no tiene la oportunidad de tomarse las cosas con tanta calma, de preparar el terreno de la mejor manera posible, de lidiar con cierta paciencia y lentitud con todos los pequeños obstáculos que con toda probabilidad encontrará en el camino. El nuevo emigrante Venezolano, huye y asume el riesgo enorme de arrojarse al vacío. El nuevo emigrante Venezolano lo hace por miedo, antes que por cualquier otra razón. El nuevo emigrante Venezolano quema las naves para no tener la opción de un regreso forzado. En suma, el nuevo emigrante escapa de una guerra silente, urbana y anónima. Escapa quizás del gentilicio y de este país donde la visión de futuro se convirtió en incertidumbre. Una sociedad rota, que erosiona las bases de cualquier expectativa y que utiliza la desesperanza como arma.

Hablar del tema, por tanto, no es sencillo. Es duro, doloroso, abrumador. Sentados juntos en la pequeña sala de mi apartamento, el grupo que reuní para debatir al respecto tiene un aspecto desolado. Una pareja que toma el avión de la huida en dos semanas, un amigo que tomó la decisión luego de la última devaluación monetaria, una amiga que aún lo medita. Y yo, que todavía me debato entre una visión pragmática de mi vida actual y de lo que deseo para mi futuro. Un pequeño grupo de exiliados intelectuales en un país que los obliga a tomar una determinación basada en el temor más que en cualquier otra razón.

- No lo puedo negar, siempre supe que tarde o temprano emigraría — empieza mi amiga T., casada hace dos años con M., que le toma de la mano en un gesto cariñoso — pero aún así, no creí que sería así.

- ¿Así como? — pregunto. Ella parpadea, con una expresión de profundo abatimiento.

- A la carrera, huyendo — explica — todo es temor, cuando entiendes que no puedes vivir en tu país y que debes encontrar otro lugar donde sobrevivir. Las opciones se te multiplican, la decisión se toma en base a todas las hipótesis. Porque nada es seguro, porque todo implica abandonar lo que hasta ahora tuviste y empezar de cero, en algún otro lugar donde deberás enfrentarte no solo a los mismo que aquí te presiona sino además, a solas.

Silencio. Una especie de escalofrío invisible nos recorre a todos. Estamos recordando quizás, todas esas pequeñas historias de horror que conocemos: la del amigo que emigró y tuvo que regresar con los bolsillos vacíos a padecer una segunda tragedia, esta vez la de encontrarte a mitad de la tierra árida de empezar de nuevo, pero en tu país, con la humillación a cuestas.

- Además, está el hecho que emigrar en estas condiciones, con temor, te hace olvidar toda una serie de pequeñas cosas que antes parecían importantes. Ya no parece tan necesario ejercer tu profesión o al menos algo relacionado con lo que siempre has hecho para vivir. Harás lo que sea para continuar — comenta M. en voz baja. Antes de esta reunión, me comentó que ambos emigrarán a Chile, en una especie de peregrinación descuidada. Vivirán mientras puedan en casa de unos amigos y tratarán de trabajar en “lo que puedan”, lo que abre un amplio espectro de posibilidades. Ambos son profesionales ( ella publicista, él economista ) pero sus opciones no incluyen trabajar — a mediano plazo — en sus respectivas áreas. Ambos están bastante conscientes que comenzar otra vez implica simplemente vivir al día, quizás.

Pienso en esa preocupante visión de lo inmediato que de pronto, parece tan común en todos los Venezolanos. Ya no parece tan importante construir un plan viable para subsistir más allá de nuestras fronteras, para comenzar con buen pie la durísima travesía de convertirte en ciudadano de otro país. Todo parece quedarse a medias, sin completar. La idea del emigrante se transforma en urgencia, en una necesidad sin pulir ni meditar demasiado. El propósito de una nueva experiencia fuera del país natal se convierte en mera supervivencia.

- ¿Como puede ser de otra manera en Venezuela? Quedarte en este país te deja sin ninguna opción, de manera que sí, es una cuestión de supervivencia — comenta K., desempleado desde hace dos meses y que tomó la decisión de viajar a Europa gracias a su pasaporte Europeo. No tiene claro de qué hará exactamente en el país en el escogió refugiarse — la República Checa que vio nacer a sus abuelos -, ni tampoco como sobrevivirá la difícil transición, solo sabe que continuar en Venezuela ya no es una opción. Cuando le pregunto si no le parece que es ilógico viajar a un nuevo país solo para sufrir en tierras extrañas lo que padece en la propia, me dedica una mirada socarrona.

- ¿No es una contradicción, insisto?

- El tema no es como sobreviviré sino que hay la posibilidad pueda pasar de sobrevivir a simplemente comenzar a disfrutar del fruto de mi trabajo — me responde — ¿No lo entiendes? El problema básico de Venezuela es que las opciones se limitan a sobrevivir indefinidamente. Se acabó la idea de conseguir avanzar hacia algún punto con tu trabajo, tu esfuerzo. Eso ya no existe. El problema es basicamente que aquí vas a sobrevivir hasta que no puedas hacerlo y debas, entonces sí, tomar la decisión de irte. Es un camino inevitable, la única posibilidad que tienes de decidir es cuando lo harás.

El pensamiento me produce escalofrios. Mi amiga B., que como yo, todavía no ha tomado la decisión realmente, intercambia conmigo una mirada preocupada.

- Hablas entonces que la emigración es solamente una puerta abierta y que la decisión consiste en saber cuando cruzarla — dice B, casi exasperada. Para ella, la decisión no es sencilla: divorciada y madre de un niño de seis años, además cuida de su madre anciana. Emigrar para ella no se limita a una aventura en solitario sino de una situación familiar precaria y complicada — es posible que sea así, pero tampoco, por ese motivo, voy a irme a otro país a padecer lo que justamente me estoy quejando. Y sí, entiendo las razones — se apresura a decir cuando K. abre la boca para responder — pero no todo es tan sencillo como tomar un morral e irme a otro país a probar que tal me va.

- No, no lo es. Pero prefiero hacerlo que seguir sufriendo a Venezuela — dice de pronto T., con los labios apretados. Esta furiosa pero no con ninguno de nosotros. La furia viene por esa visión de lo inevitable, por el miedo que produce, por la angustia que precede la decisión. Se seca los ojos húmedos con el dorso de la mano — hablamos que no es solo reflexionar sobre un lugar en donde puedas encontrar mejores opciones. En Venezuela todo se reduce a luchar por no perder lo poco que tienes o a intentar que no te maten.

Nada que añadir a eso. De todas las razones que estoy sopesando para huir de Venezuela y su circunstancia, es la inseguridad. Estoy aterrorizada, siempre lo estoy. Me despierto temiendo que pueda esperarme el día, camino por las calles mirando sobre el hombro, temerosa de lo que pueda suceder. Tengo miedo en todas partes y a cualquiera hora. Y no se trata de paranoia, de un transtorno mental que desarrollé por obra y gracia de mis penurias personales. Esta paranoia urbana, tan Venezolana, me la produjo vivir en el tercer país más peligroso del mundo, de escuchar a diario todo tipo de historias de asesinatos, agresiones, muertes y temores. Me lo provocó estar muy conciente que la ley no me protege, que hay otra Venezuela, desconocida, donde mi muerte le brinda “caché” a un asesino adolescente que nació con un arma entre las manos. Esa es la Venezuela donde me hice adulta, y esa es mi razón, para comenzar a sopesar el salto al vacío. Podría soportar la crisis econónica, podía incluso enfrentarme a la exclusión social por mi pensamiento político, pero al miedo que me acompaña a toda hora, que incluso entró en mi casa y en mi vida cotidiana, no puedo. O mejor dicho no puedo.

Todos me escuchan con la cabeza inclinada cuando lo explico. Lo hago con tacto, lo mejor que puedo. Todos somos victimas: a T. la asaltaron en la autopista hace un par de meses: un motorizado le apunto a la cara para arrebatarle el teléfono celular. A su esposo M. lo golpearon en plena calle por tropezar con un sujeto mal encarado que resultó ser una ex presidiario armado. Crónicas del desastre, pequeñas historias que se entrecruzan para dejarte desnudo y huerfano, a mitad de camino entre la angustia y la amargura, esta sensación sin nombre, de ser un extranjero en el país donde naciste.

- Porque al final todo se resume así — dice K. en voz cansada — ya no eres Venezolano.

La idea me sobresalta. ¡Pero parece tener tanto sentido! pienso en la manera como el gobierno de turno me ignora y me discrimina por exigir probidad, por asumir mis derechos ciudadanos lo mejor que puedo. Me han llamado “apátrida” a mi y a cualquiera que se enfrenta a la Venezuela de pedazos mal engranados que heredamos de un líder hegemónico y retrógrado. Y es que la grieta entre la Venezuela posible, la perdurable y la que es, es cada día más grande, más amplia, más dolorosa. La esperanza se transformó en urgencia, en la necesidad de tomar una decisión que puede significar la diferencia entre reconstruir tu vida o destruirla en medio de los escombros de un país en ruinas.

- Hace unos años habría pensado que era exagerado pensar de esa manera — comenta B. cuando me escucha — te habría insistido que Venezuela es Venezuela, a pesar de la politiqueria, que Venezuela es más que la calle que se enfrenta, que la bandera política. Pero ya no puedo. Venezuela se convirtió en una reflexión borrosa, sin terminar. Venezuela es una serie de despropósitos, es una cultura deformada, es una frontera de un gentilicio que no es mio, que no quiero que lo sea.

- Nos convertimos en apátridas, sin saber como — comenta M. casi con sorna. Pero el sentido es exacto y doloroso. ¿Cuando pasó esto? ¿Cuando dejé de sentirme parte de este gentilicio? Nunca me sentí muy afín con esa identidad dicharachera del Venezolano, de la “rochela” bulliciosa y exagerada, de la música estruendosa. Pero incluso así, Venezuela era mía, Venezuela era yo. Con nuestras diferencias y pequeños temores, pero aún así, este país, me pertenecía. Ya no. Soy una extraña que camina por la calle sintiéndose amenaza y cansada, que la sofoca la visión de una nación que no me reconoce como ciudadana. Un amigo decía hace meses que pasó años divorciándose de Venezuela hasta que todo se consumó y solo entonces tomó la decisión de huir. ¿Me está ocurriendo eso también? ¿Atravieso ese íntimo y largo proceso de no reconocerme como parte de esta historia en común?

¿Quién soy ahora, entonces? Lo pienso horas más tarde, a solas. Lo hago mirando a esta Caracas que amo y que temo. Lo hago sintiendome ingenua, con una mirada triste y brumosa sobre el futuro. Porque tengo que decidir — antes o después — que es lo que deseo hacer — ¿debo? — para sobrevivir a esta circunstancia, para crear una nueva perspectiva de futuro. Para soñar más allá de la incertidumbre. Una respuesta que resuma este temor perenne, esta sensación de nunca saber muy bien a donde me dirijo y lo que es más doloroso, quién soy ahora que soy una exiliada sin abandonar aún Venezuela.


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