miércoles, 31 de diciembre de 2014

La lista interminable: Lo que NO haré el año entrante.






Hace un año, escribí una detallada lista de propósitos de año nuevo y la guardé en un libro de mi biblioteca. Incluía desde propósitos concretos para lograr un estilo de vida saludable hasta ideas casi trascendentales y levemente abstractas sobre mi forma de ver el mundo. Los primeros meses, pensaba en esa lista constantemente. Me sentía incluso culpable, a medida que transcurrían los días y la lista continuaba siendo sólo eso: una serie de pequeños e infructuosos proyectos de año nuevo. Por último, la olvidé, como suelen olvidarse esas pequeñas batallas contra lo cotidiano, esas rutinas incompletas que intentan traducir la complejidad de lo habitual en una formula sencilla. Aún así, de vez en cuando, sentía una punzada de cierta irritación. ¿Tan complicado es llevar adelante pequeños proyectos íntimos? ¿Tan duro resulta transformar los hábitos mínimos en algo más satisfactorio? Me pregunté en más de una ocasión si se debía a la natural resistencia al cambio que padece toda mente humana o algo más complejo que me llevaría esfuerzos comprender. Al final, decidí que como toda idea espiritual y personal, la razón de los olvidos y esa carencia de toda motivación para cumplir nuestros pequeños deseos anuales, tenía una estrecha relación con algo más intricado: nuestra necesidad de mirarnos con simplicidad. Y es que la mente humana o mejor dicho, ese conjunto de experiencias y sensaciones que llamamos identidad es mucho más enrevesada, sutil y llena de matices de lo que imaginamos y en ocasiones sólo suponemos. Incluso imaginamos.

De manera que desde esa perspectiva, la cuestión se hace más intrigante. Y la posible respuesta, mucho más sustanciosa. Y es que sobre los deseos de año nuevo — reminiscencia de las antiguas Saturnales y sobre todo, de esa noción del ser humano sobre la transformación espiritual — parece englobar toda una serie de visiones e interpretaciones sobre nuestra vida muy concretos. Deseamos bajar de peso, o comer de manera más saludable. Leer más, tomar hábitos necesarios. ¿Por qué no cumplimos nuestra propia visión sobre lo que merecemos o queremos alcanzar? Tal vez todo se trate de un tema de perspectiva.

Y si lo es ¿Entonces cual es la mejor manera de asumirlo? ¿Cual es la mejor forma de construir una idea consistente sobre lo que deseamos y queremos lograr? Luego de mucho analizarlo, llegué a la conclusión que en realidad la tradicional lista de deseos año de nuevo no es otra cosa que una pequeña recopilación de nuestras pequeñas frustraciones y temores, de lo que asumimos necesitamos alcanzar pero que no sabemos como alcanzar. ¿Que ocurriría si asumimos la simple imposibilidad? ¿Si aceptamos la idea que los propósitos son sólo una simplificación de nuestra comprensión sobre nuestra identidad y nuestro mundo privado? Quizás, lograríamos encontrar un método más preciso y sobre todo, mucho más realista para llevar a cabo esos pequeños proyectos inconclusos que se acumulan cada año en algún rincón de nuestra mente.

Así que decidí, redactar mi lista de las cosas que sé no cumpliré, mientras reflexiono sobre lo que probablemente si lleve a cabo, la forma como puedo llegar a obtener un resultado aún más satisfactorio, personal y creativo que la simple idea original. Un juego de espejos con mi propia mente, una interpretación sobre mi mente llena de los necesarios matices que brindan sentido a nuestra individualidad.

¿Y cuales serían esos propósitos que sé no llevaré a cabo pero que forman parte de algo más amplio e importante en mi vida? Los siguientes:

* No bajaré de peso ni tampoco comenzar a tener hábitos saludables alimentación y de ejercicio físico.


No lo haré de inmediato, ni tampoco habrá una instantánea vuelta de tuerca a mi manera de comprenderme a mi misma. No comenzaré enero tomando incontables vasos de agua, paladeando un surtido variado de ensaladas y tomando jugos naturales. No renunciaré a mis postres favoritos, ni tampoco a un vaso de refresco eventual. Tampoco comenzaré a correr kilómetros con pie firme o a llevar a cabo extenuantes rutinas de pilates o Yoga. Tampoco es probable que me ejercite por cuenta propia o que lleve a cabo una rápida y brillante transición a un cuerpo esbelto, atlético e ideal.

Lo que si haré es tomarme mucho más en serio mi salud. Dedicaré tiempo y esfuerzo a comprender por qué me alimento de la manera que lo hago y como transformar mis pequeños y nocivos hábitos, en una forma de comprender mi cuerpo de manera mucho más saludable. Tomaré la responsabilidad de acudir a la consulta médica en lugar de automedicarme. Intentaré disfrutar del placer de caminar con mucha más frecuencia. Subiré en algunas ocasiones las escaleras de mi edificio, caminaré hasta mi librería favorita siempre que pueda. Tomaré con más frecuencia jugos de frutas frescas para celebrar un buen día en lugar de un vaso de refresco. Dedicaré unos cuantos minutos diarios a mirarme en el espejo, con amabilidad, sin la crítica punzante de la estética debida. Me levantaré a mirar el amanecer siempre que pueda, dormiré noches tranquilas. En suma, intentaré construir una nueva visión sobre mi cuerpo en una lenta, personal e intima travesía. Una mirada amable no sólo a quien soy sino también, a quien quiero ser.

* No fotografiaré con mucha más frecuencia, ni tampoco intentaré que mis fotografías sean perfectas.

Por años me obsesionó mi método y ritmo para fotografiar. Me pregunté en infinidad de ocasiones si fotografiaba lo suficiente o debía esforzarme aún más de lo que lo hacia, para alcanzar un nivel más depurado en el resultado final. También, me obligué a replantearme la fotografía como objetivo, como una mezcla confusa entre técnica, arte y expresión estética personal. Más de una vez, me insistí en que durante el año que comenzaba sería me dedicaría a fotografiar no sólo con mayor coherencia — lo que sea que eso pudiera significar — sino buscando interpretaciones nuevas a ideas complejas. Una y otra vez, me encontré abrumada por la sensación de no haber satisfecho mis expectativas o de hacerlo sólo a medias.

Así que en el año que comienza no fotografiaré a diario, ni llevaré a cabo un proyecto fotográfico complejo, conceptualmente extenuante ni dedicaré horas de meticuloso esfuerzo a ordenar mis imágenes según criterios estrictos. Fotografiaré siempre que lo desee, por los motivos que desee, siempre en la búsqueda de encontrar ese momento de extraordinario asombro que siempre provoca captar la fotografía que aspiras lograr. Fotografiaré por pequeñas y grandes razones. Para reír, para llorar, para conmemorar, para construir nuevos espacios en mi mente y mi espíritu. Para crear una nueva dimensión de mi identidad en imágenes, para encontrarme reflejada en medio de ellas. Para avanzar lentamente en esa interpretación de mi lenguaje visual que madura cada día, que se hace más definido y quizás por el mismo motivo caótico, cada vez. Para curar heridas gracias a la fotografía, para recordarme mis historias más queridas. Para creer, para confiar, para mirarme con curiosidad. Para soñar y elevarme sobre el temor en cada escena que atesoro. Un sueño de la imaginación.

* No dejaré de hacer gastos triviales ni tampoco, haré un detallado presupuesto que me indique cuanto dinero puedo o debo gastar:

Vivo en un país que atraviesa una complicada crisis económica y por ese motivo, el dinero ahora mismo es un tema delicado que durante meses he analizado desde una perspectiva cada vez más limitada y restringida. Y es que en Venezuela, la percepción sobre el ahorro y las posibles ganancias personales, es un idea complicada que se transforma y se hace más complicada a diario. Aún así, con frecuencia, continuo cometiendo pequeñas “locuras”: comprar un libro a pesar de su elevado costo, llevar a cabo una pequeña celebración personal con una cena especial a pesar de que probablemente no podía permitírmelo, hacer un obsequio a alguien querido en un momento que al parecer no es el idóneo. Y es que a pesar de las limitaciones de una situación más complicada, he intentado que el dinero continué siendo sólo un elemento económico y no una idea que defina mi vida, con las consecuencias — y frecuentes sinsabores — que eso pueda producir.

El año entrante espero continuar cometiendo locuras. Seguramente en mucho menos ocasiones que durante los últimos meses y con mucha más prudencia que hasta ahora, pero disfrutando hacerlas, a pesar de todo. Compraré un libro que merezca la pena atesorar, un objeto cuya única función sea hacerme feliz. Invertiré en mi felicidad intima de la misma manera en que lo haré en proyectos mucho más prosaicos como mi seguro médico o el de mi automóvil. Insistiré en dedicar una pequeña parte de mi trabajo para procurarme un pequeño momento de felicidad. Y es que después de todo, lo monetario tiene una importancia considerable pero también, esa necesidad de comprender que el trabajo — y el beneficio económico que obtenemos de él — es un pieza más en el mecanismo de la vida tal y como aspiramos a construirla. Un fragmento de satisfacción personal.

* No viajaré con más frecuencia, tampoco recorreré mi país en carretera, a lomos de una Mula o a pie:

Soy una persona sedentaria. De esas aburridas criaturas urbanas que viajan en automóvil, cámara en mano y que disfrutan del turismo de la comodidad. Aprecio las sábanas limpias, las almohadas cómodas, un buen desayuno, un guía experto. Soy lo suficientemente neurótica como para que una carretera polvorienta y extraña me produzca sobresalto y que encontrarme a cierta distancia de las comodidades de la vida moderna, me haga tambalear. Así que, estoy bastante consciente que el año entrante no será un animado recorrido por la geografía de mi país o una aventura, pasaporte en mano (cosa que además, en mi país resulta prohibitivo). Tampoco, tomaré mi mochila y dedicaré meses a visitar pueblos y caseríos o me haré una asidua de las expediciones de aventura (aunque quisiera, lo admito).

Lo que si haré, es re descubrir a Venezuela en la medida de mis posibilidades. Intentar asombrarme con sus paisajes, sus pequeños obsequios de pura belleza. Familiarizarme con el país desconocido más allá de la ciudad donde vivo. De atreverme a llevar a cabo pequeños recorridos para soñar con otros nuevos. De mirar el amanecer en un lugar desconocido y sentirme bendecida de poder hacerlo. Sentarme a la mesa frente al mar y respirar el aire radiante de la costa Venezolana. Mojar los pies en la delicada ternura del mar caribe. Avanzar, paso a paso y seguramente con dificultad, montaña arriba, esperando poder llegar cada día un poco más lejos, descubrir una nueva frontera. Me aseguraré de intentar viajar a los lugares que sólo he oído nombrar, para sorprenderme por lo que encuentre en ellos, por encontrar en cada pequeño momento, mis propias historias que contar. Me maravillaré por los diminutos descubrimientos, los secretos a flor de piel. Intentaré crear una imagen nueva de mi país, tan dolorido y lastimado en mi imaginación. Una forma de fe.

* No visitaré a diario a mi madre, ni a mis tías ni a mis primas. No intentaré reverdecer relaciones familiares a la distancia, ni tampoco me haré más tolerante a la criticas y pequeños ataques:

Lo que sin duda intentaré, es expresar el amor que siento por mi familia de todas las pequeñas manera en que pueda. Desde las sencillas a las más complejas. Escucharé a mi madre cada vez que me haga una llamada telefónica, en lugar de impacientarme por sus críticas. Reiré con los chistes sin gracia de mis tías favoritas y comeré sus galletas sin que me moleste que continúa añadiéndoles limón en lugar de vainilla. Me preocuparé por recordar — a pesar de mi absurda memoria cronológica — los cumpleaños de la mayoría de mis parientes. Intentaré enviar felicitaciones a algunos y a los que no, sabré disculparme con humildad por no hacerlo. Sonreiré por los comentarios salidos de tono, por las pequeñas chanzas familiares. Sostendré la mano de mi tia más anciana mientras me habla — otra vez — de sus recuerdos más queridos. Agradeceré el privilegio de las cenas familiares tediosas, de los almuerzos interminables, de los domingos de tertulia añeja. En suma, recordaré la belleza sutil de cada pequeño momento de intimidad por todos quienes forman parte de mi mundo personal.

* No dejaré de tomar café por todos los motivos, todas las celebraciones y sinsabores:

A pesar de las críticas médicas, de todos las leyendas urbanas sobre la cafeína, no, no dejaré de tomar una sola de mis preciadas tazas de café.

Quizás…no, realmente no dejaré de tomar una taza de café por ningún motivo.

* No seré mejor persona: ni me esforzaré por ser la mujer más bondadosa imaginable, la más paciente, la más calmada, la más ordenada:

Pero si seré — o al menos lo intentaré lo mejor que pueda — la mejor versión de mi misma. Me tendré mucha más paciencia, y también a quienes me rodean, aunque no prometo no estallar de vez en cuando por pura ansiedad o de simple mal humor. Me esforzaré por ser un poco más tolerante, pero apreciaré mis explosiones de temperamento como parte de mi mundo interior. Intentaré ayudar de manera desinteresada siempre que pueda, pero también diré no todas las veces que lo necesite, incluso si otra razón que simple egoísmo personal. Intentaré no perder los estribos ni los nervios en situaciones embarazosas, pero cuando lo haga, me aseguraré de reírme de eso. No dudaré en ordenar mis objetos preferidos pero si de aspirar a cierto ritmo personal, uno que sin duda pueda brindarme un cierto tipo de tranquilidad que quizás necesito ahora mismo.

Sonrío, leyendo mi lista dispareja, un poco sin sentido y también inconclusa. Y no dejo de preguntarme que habré cumplido el año que viene o cuantos nuevos deseos a medio construir atesoraré. Sólo espero que sean los suficientes como para aspirar a la esperanza y celebrar cada día, el privilegio de construir una nueva manera de comprender el mundo que me rodea.

C’est la vie.

martes, 30 de diciembre de 2014

Memorabilia personal: Doce meses de travesía.



Una vez leí que la vida se compone de escenas, pequeñas historias que se unen entre sí para construir algo más complejo, profundo y en ocasiones desconcertantes. Un reflejo sobre quienes somos y sobre todo, como vivimos nuestra vida que puede tener múltiples escenarios, rostros y significados. Un mosaico de vivencias que brindan sentido a nuestra identidad.

Este año, mi gran escenario personal ha estado lleno de contrastes y contradicciones, de sinsabores y dolores, pero también un enorme aprendizaje. De ese que obtienes gracias al crecimiento, el comprender el sentido espiritual de la libertad y sobre todo, esa noción de individualidad que cada vez se hace más firme, más profunda, más notoria. Y en esa lenta travesía de construir lo que amas, lo que deseas y sueñas — e incluso, asumir lo que temes — , comprendí el valor de aprender sobre mi mente y manera de pensar como un símbolo de quien soy y sobre todo, de quien quiero ser.

Decidir cuales fueron los momentos más trascendentales de mi vida durante estos últimos meses, me llevó esfuerzo. Sobre todo, porque a la distancia, todo parece tener la misma importancia y hacerse una única idea sobre lo que aspiré y lo que obtuve en un año especialmente intenso y duro. Porque el 2014 fue quizás un momento de ruptura en mi vida, un tránsito necesario entre el temor — inevitable — y esa urgencia por avanzar, a pesar de todo, hacia algo significativo y personal. El temor sigue allí pero también, una nueva forma de asumir la esperanza, mi responsabilidad sobre las decisiones que tomo y sobre todo, con cada pequeño y gran triunfo que obtuve. La oportunidad de herirme y sanar, redimirme en mis diminutos dolores, renacer en mi visión de las cosas, construir y destruir todas las veces que fue necesario para aprender.

De manera que ¿Cuales serían los grandes momentos de mi vida en un año especialmente intenso? Los siguientes:



* Conocer a “Gladys”:

A “Gladys” la conocí en medio de las protestas callejeras que sacudieron mi país a principios de año casi por casualidad. Me encontraba entregando pequeños resúmenes de noticias sobre lo acontecía — y que la censura oficial ocultaba en los medios de comunicación tradicionales — a unas cuadras de mi casa, cuando esta señora de aspecto venerable me preguntó si podía obsequiarle una de las hojas de papel. Leyó las noticias sobre enfrentamientos callejeros, victimas y represión violenta entre sorprendida e incrédula. “¿Esto está pasando?” me preguntó casi con miedo. Le expliqué que más allá del silencio oficial, el país se encontraba atravesando una situación complicada, durísima y que de alguna manera, podía afectarnos a todos. Gladys no me respondió, agradeció el pequeño panfleto y lo guardó en su bolso de plástico. Al día siguiente, volvió para pedir otro, con información actualizada y continuar haciéndome preguntas.

Desde entonces conversamos al menos dos veces a la semana. En una ocasión visité su casa en el barrio Antimano de Caracas ( puedes leer mi experiencia aquí ) y hace un par de semanas, compartíamos un almuerzo en la mía. De alguna manera, más que amigas, somos interlocutoras de una idea común: comprendernos a pesar de lo que nos separa. Gladys, viuda, madre y abuela, es una convencida militante de la memoria y obra del difunto Hugo Chavez, pero también una mujer respetuosa, educada y profundamente sensible. Primero con dificultad, luego con enorme curiosidad y por último, con verdadero interés, ambas hemos intentado asumir al país que nos une, que nos pertenece a ambas, que construimos día a día y a pesar de los sinsabores y tragedias cotidianas. Y es que con Gladys, aprendí el enorme valor de mirar al país como una idea que se elabora entre ciudadanos, entre hombres y mujeres que llevan el gentilicio como una idea sincera. Con Gladys, además, he aprendido a entender al país más allá de mis creencias y convicciones, de la Venezuela en la que crecí y me hice adulto. Porque más allá de la diatriba política, hay un país real, a medio construir, que se redime por esa ingenuidad del Venezolano que aún aspira a un futuro en común. Con Gladys, aprendí las múltiples implicaciones de la realidad en un país tan complejo, duro y en ocasiones tan herido como el nuestro.

Hace poco, le decía a Gladys que gracias a ella, curé muchas de las heridas que quince años de enfrentamiento político me había provocado. Me miró sorprendida, con su sonrisa amable de dientes disparejos. Luego se inclinó y me acarició la mejilla con su mano callosa, como podría haber hecho mi abuela.

— Somos hijos de un país niño, mija — me dijo, a su manera amable, siempre un poco cansada, pero lúcida — y aquí, hay que entender que lo que hacemos es para todos. Un país que podamos heredar.

Gracias Gladys, por recordarmelo.



* Escribir crónicas sobre Caracas:

Siempre escribí sobre mis pasiones primarias: literatura, fotografía, arte en general. Lo hice con la pasión del convencido, con el amor de quien construye su propia opinión de las cosas a diario. Pero mantuve mi vida cotidiana, sobre todo, la ciudad donde nací y su circunstancia al margen. Y es que a pesar de considerar a Caracas parte de mi historia, de mi punto de vista sobre el mundo y sobre todo una de mis principales referencias culturales, siempre he mantenido una relación conflictiva no solo con la ciudad, sino con lo que representa como punto de referencia personal.

Durante este año y sobre todo, a raíz de la ola de protestas que sacudieron el país por casi tres meses, decidí escribir sobre Caracas. Todos sus rostros, sus personajes, sus pequeñas escenas. Escribir no solo sobre la Caracas que temo sino también, la que recuerdo. La Caracas de mis esperanzas, la Caracas del día a día. La Caracas que aún me sorprende, que aún logra conmoverme. Y fue una experiencia de inestimable valor, un reencuentro con mi visión sobre el lugar donde nací y el en el cual crecí. Con las calles donde me eduqué, las esquinas y pequeños paisajes que me definen, más allá de la geografía, el miedo y los pequeños retazos de historia. Y es que escribir sobre Caracas, me hizo encontrar no sólo un punto de unión entre lo que aspiro para el país, como identidad y como interpretación de mi misma, sino también como concibo el futuro, como construyo mi propia mirada hacia quien seré y lo que considero aún más importante, ese proyecto personal que no sólo incluye mis decisiones inmediatas sino mi propia mitología personal.

Caracas, gracias por todo. Te quiero, a pesar de los pequeños dolores. Quizás, a pesar de ellos.



* Viajar al pueblo de los Nevados, Mérida y sobrevivir.

Tengo una deplorable condición física: lo admito con toda sinceridad. No sólo se trata de un tema de los kilos de sobrepeso con los cuales lucho constantemente sino también, del hecho que no practico ningún deporte ni tampoco me interesa hacerlo. Por años, he intentado adquirir hábitos más saludables, con resultados disparejos y la mayoría de las veces decepcionantes. Acepto con humildad mi irresponsabilidad sobre el particular y con frecuencia, me preocupa las consecuencias inmediatas que pueda sufrir debido a mi descuido.

También estoy obsesionada con las comodidades del mundo moderno. Me lleva esfuerzo separarme de mi teléfono celular, mi portátil, tablet, Kindle, y todo ese numeroso y cada vez más indispensable armamento tecnológico que hace mi vida mucho más sencilla. De hecho, con frecuencia suelo pensar que mi adicción al mundo virtual, a mis pequeños juguetes tecnológicos es parte de esa suprema soledad moderna, ese habito pernicioso y sutil de excluirme del mundo casi por decisión propia. Para bien o para mal, soy hija de mi generación.

Por ese motivo, cuando llegué al pueblo Los Nevados, en Mérida, a 2700 metros sobre el nivel del mar, mi primera reacción fue de absoluto pánico. No sólo me encontraba completamente aislada de cualquier tipo de comunicación virtual, inhalambrica e incluso terrestre (el pueblo se encuentra en una meseta plana entre los picos el Toro, León y Bolivar de la cordillera andina) sino que además, abrumada por mi pobrísima condición física. Y es que mi viaje a Mérida fue no sólo un reto físico, sino también uno muy profundo a nivel emocional y mental. Me encontré a solas con mis temores, con mis pequeñas angustias y terrores de ciudad, y de pronto, comprendí que los límites que siempre me habían preocupado y abrumado, sólo eran parte de mi imaginación. O al menos, no tan importantes — ni poderosos — como había temido. Lo supe, mientras escalaba la escarpada falda del Parque Nacional Sierra Nevada a lomos de una Mula, hacia la Cascada Media Luna, al borde mismo de todo mi mundo conocido. Súbitamente, no hubo otra cosa que un cielo tan radiante que resultaba doloroso y la montaña imponente, paciente, extraordinaria. Medio asfixiada por mis pulmones débiles, llorando de angustia y emoción, me encontré fuera del tiempo, medio enamorada de la vida sencilla de creer y confiar en algo tan intangible como la belleza. Simplemente agradecida de encontrarme allí, con el viento helado quemándome las mejillas y el espíritu reconfortado de emoción.

No diré que mi viaje a Mérida fue una epifanía. Que volví a Caracas para cuidar de mi salud, abandonar mis terribles habitos alimenticios y volverme una consumada deportista. Que arrojé mi celular al suelo y decidí reconstruir mi manera de comunicarme con el mundo. No ocurrió nada de eso y dudo que ocurra, al menos de esa manera brusca y seudo mística. Lo que si me obsequió mi magnifico trayecto al corazón mismo de los Andes Venezolanos, fue la convicción — y la necesidad — de recuperar mi capacidad de asombro, la humildad de mirar lo que rodea más allá del cinismo y sobre todo, agradecer la oportunidad de comprender — de manera directa y profunda — que necesito reconstruir algunos aspectos de mi vida. Y lo haré, sin duda. Un proceso lento, intimo y sin duda doloroso que me llevará probablemente años completar pero que aún así, me dará la oportunidad de elaborar una idea mucho más significativa sobre mi vida y mis propias batallas personales.


* Escribir para Guayoyo en Letras:


Cuando Miguel Velarde, editor del blog de actualidad y opinión “Guayoyo en Letras” me ofreció colaborar en la experiencia colectiva del blog, me sentí muy agradecida. No sólo porque me brindó la oportunidad de desarrollar un tema que hasta entonces había tocado de manera muy tangencial en mi blog — la fotografía como concepto puro, más allá de la técnica, la visión estética, incluso mi propia opinión sobre la disciplina— sino porque me pregunté donde podría encajar yo en un blog con una temática esencialmente política y sobre todo, dedicado a la libre discusión de ideas sociales y económicas. Resultó que si había un lugar para mi: Desde la columna “MiArte” ponderé sobre la fotografía con una profundidad que me permitió replantearme ideas muy viejas y descubrir otras muy nuevas. Sobre todo, gracias a mi columna en “Guayoyo en Letras” logré construir una visión sobre la fotografía mucho más amplia que el habitual técnico. Un replanteamiento de la idea visual.

Gracias Miguel, por la invitación y la confianza.

* Escribir para PolitiKomReal.com:


A la periodista Laura Weffer, la conocí gracias a la Infinita conversación de Twitter. Una amistad que nació de puntos de vista comunes, lecciones de tolerancia, inteligencia, buen hacer informativo y sobre todo, una enorme complicidad. Por ese motivo, cuando Laura me invitó a escribir para su proyecto PolitiKomReal, que comparte junto a la también periodista Luz Mely Reyes, acepté de inmediato. No sólo por la posibilidad de compartir opiniones con dos profesionales que admiro, sino también, por tener la oportunidad de debatir mi punto de vista político con un universo de lectores más allá del debate atropellado de las Redes Sociales. Y aunque aún mi participación aún necesita madurar — y sobre todo, hacerse más frecuente — si fue una experiencia de inestimable valor, analizar ideas sobre la realidad que vivimos en una plataforma tan especializada.

Gracias, Laura querida.


* Escribir para el Cambur.com:

La invitación de Rodolfo A. Rico para escribir en su portal de opinión El Cambur  — dedicado al debate sobre la tolerancia y la visión conciliadora en un país profundamente dividido — me honró. Durante todo el año, me he dedicado a intentar analizar al país más allá de los extremos políticos en disputa, y sobre todo, intentando sobrellevar la inevitable carga ideológica y política del discurso, para encontrar un punto de unión. Porque lo existe, a pesar de lo dudoso que pueda parecer reflexionar sobre Venezuela desde un punto de vista neutral. Este año, además, me dediqué a escuchar. Con la mejor intención y sobre todo, con enorme atención, las opiniones contrarias a las mías, la mirada del otro, no sólo a través de sus opiniones, sino su manera de reconstruir la historia reciente y las aspiraciones futuras en una posición político. Así que escribir para El Cambur fue una manera de asumir el reto de observar al país como un conglomerado, una reflexión conjunta de objetivos elementales que todos compartimos en algún nivel. Una visión más allá de la amarga diatriba insistente y nuestros propios prejuicios sobre el tema. Aún mi participación en el portal ha sido escasa, pero espero el año entrante continuar cuestionandome las posiciones que dividen al país en dos posturas aparentemente irreconciliables y contribuir en lo posible, a esa mirada conjunta que el país necesita con tanta urgencia.

Muchísimas gracias Rodolfo, por leerme.

* Participar en la edición Aniversaria de Sorbo de Letras:

A la revista web Sorbo de Letras, la admiro por su insistencia en crear un espacio para la cultura y las letras del país. Cuando se abrió una convocatoria para participar en su edición Aniversario, decidí participar no sólo por el cariño que le profeso a la web sino porque estoy convencida, el aporte a cualquier forma de expresión artistica en nuestro país, es una contribución a la cultura y al futuro que todos deseamos crear. Competí junto con un grupo de estupendos articulistas y escritores noveles, y para mi alegría — y lo admito, sorpresa — resulté elegida entre los articulistas cuyos textos formarían parte de la celebración de un nuevo aniversario de la web. La noticia no sólo me emocionó por razones obvias, sino que me hizo pensar en mi capacidad para construir nuevas perspectivas sobre lo que escribo y analizo mi participación en el mundo literario del país de una forma totalmente nueva. Una aspiración de pura fe en el deprimido mundo literario de nuestro país.

Gracias, chicos de Sorbo De Letras, por confiar en el talento del país.


* Trabajar como fotógrafo para Ficción Breve Libros:

Conozco al Señor Roger Michelena por una serie de maravillosas coincidencias virtuales — y también fuera del ámbito de la red — y le admiro por una serie de razones que van desde su confianza plena en el mundo de las Letras Venezolanos y su afición por el café. Entre una cosa y otra, la afinidad entre ambos en una historia llena de conversaciones a medio terminar, un buen café inolvidable y una perpetua tertulia sobre el músculo y la esencia de la literatura. Lo que nunca esperé, fue que el Señor Roger decidiera incluirme, en uno de sus inesperadas decisiones en su staff de trabajo: fue uno de los grandes momentos de mi año por su enorme simbolismo. Y es que una de mis fotografías adorne la portada de un libro, es quizás la manera más directa, profunda y sentida que tengo de demostrar mi amor profundo amor por la literatura. Ha sido un lento recorrido entre imágenes, palabras, exigencias, pero sobre todo un profundo aprendizaje sobre el valor metáforico de la imagen al momento de expresar el mundo de las palabras. Más aún, una radical vuelta de tuerca a mi comprensión del lenguaje visual y la forma como puede construir un lenguaje basado en esa mirada del autor sobre su obra. Toda una aventura creativa.

Gracias Maese, por su gentileza y por su enorme cariño.


* La Generación NoMo:

La web de Noticias Contrapunto Venezuela es el reflejo del nuevo periodismo Venezolano. Dinámica, incisiva, llena de planteamientos actuales, mira a la información como un argumento que debe — y necesita — debatirse para su mejor comprensión. Sus artículos son no sólo escenas de la realidad, sino pequeñas crónicas de la cotidiano, con una interpretación de lo que ocurre en Venezuela profundamente asimilada a su contexto. Por ese motivo, escribir mi columna “Generación NoMo” (No Mothers) donde analizo la nueva visión de la mujer contemporánea sobre si misma, ha sido todo un descubrimiento no sólo por el interesante debate entre opiniones contrarias — incómodas, como suele insistir el punto de vista de Contrapunto — sino además, encontrar a toda una generación de mujeres que analizan el mundo, su circunstancia y la época en que viven de la misma manera que yo. Una espléndida oportunidad para construir una nueva interpretación sobre lo femenino, sino algo incluso más esencial: La manera como la mujer Venezolana se interpreta y se asume. Poderosa, polifacética, en constante transformación. Todo un logro de pura aspiración cultural por asumir el valor de la diferencia.



Una lista corta, sin duda, pero que recorre mi trayecto por un año doloroso, durísimo, extraordinario. Sin duda, inolvidable. ¿Qué me espera en el año que apenas comienza? No lo sé, pero aún así, me digo sonriendo, la aventura de crear y construir mi vida es de esas que merece la pena ser contada.

Y quizás lo haga.

C’est la vie.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Un pequeño homenaje a los rostros de un país anónimo.





No conocí a Mónica Spears. A su esposo, Henry, sí. Era uno de los alumnos de la escuela de fotografía donde trabajo y habíamos coincido un par de veces. Un hombre de sonrisa fácil, una imaginación muy despierta y esa amabilidad innata, que no se aprende en ninguna parte, del buen viajero. La última vez que le vi, hablaba sobre Venezuela y que ahora sí, podría fotografiarla como siempre lo había soñado. “Aprender fotografía es un paso para mirar a Venezuela más de cerca” dijo. Me pareció una frase casi poética, de uno de sus hijos adoptivos de Venezuela que aman a esta tierra con absoluta ingenuidad. Una frase dulce de un hombre dulce.

Henry era un inmigrante y quizás por ese motivo, profesaba por Venezuela ese tipo de amor incondicional y profundo del hijo adoptivo. Le escuché hablar del país interminable, radiante. De los paisajes inolvidables, de una Tierra bendita que respetaba con una humildad conmovedora. En una ocasión le pregunté, descreída y un poco desconcertada por su apasionamiento, que le hacia volver a Venezuela a pesar de todo, el motivo por el cual deseaba educar a su hija en una cultura confusa, cada vez más radical y agresiva. Se encogió de hombros: “Venezuela es algo más que política. Es una esperanza”.




Cuando supe la noticia de su muerte, recordé sus palabras. Me quedé paralizada, con las manos temblando de miedo. Le vi en mi mente, aún sonriendo, mostrándome una fotografía de uno de los cientos de parajes mágicos del país. Y lloré, abrumada por la sensación de perdida. Porque de pronto, la violencia Venezolana había traspasado la frontera de la teoría y del análisis estadístico para llegar a mi mundo, a ese día a día cotidiano que los Venezolanos sobrevivientes protegemos con enorme encono. Pero Henry había muerto: asesinado de dos disparos. Victima de la Venezuela real, de la inocultable, de la agresión de una cultura donde el temor y el saldo sangriento se convirtió en lo habitual. La sensación destruyó esa poca inocencia que aún conservaba sobre la Venezuela heredada de la impunidad y el temor, y le dio otro cariz. Le brindó otro rostro. Uno tan doloroso como desagradable. Irreconocible.

Hace algunos años, conocí desde la virtualidad a Robert Redman. Era uno de los usuarios habituales del viejo portal Noticiero Digital y uno de los convencidos que el país necesitaba la lucha callejera para enfrentar a una Revolución ideológica brumosa. Conversamos en varias ocasiones, debatimos ideas, nos enfrentamos en esas contradicciones de uso y de forma de la Venezuela borrosa, confusa que dibujan las redes Sociales. Pero al final, siempre había una palabra amable, una gentiliza graciosa. Y es que Robert un Venezolano típico. O así solía llamarse así mismo. Un hombre bonachón, simpático. Un opositor convencido que participó en la mayoría de las manifestaciones callejeras de los últimos quince años, un hombre que hablaba con enorme convicción del ideal de la Venezuela, a pesar de todo. De vez en cuando coincidíamos en esa conversación incesante vía Twitter: desde su user @EscualidoReload, era una voz insistente sobre la necesidad de las luchas diarias del ciudadano de a pie, de ese opositor angustiado y menospreciado por el poder. Un hombre que se aseguraba de dar pequeñas batallas, a pesar de desaliento, de casi quince años de enfrentar a un gobierno que le excluía por el único motivo de contradecir sus ideas. Con frecuencia, Robert Redman insistía que Venezuela necesitaba “a los ciudadanos enfrentándose al poder”. Más de una vez le pregunté por qué continuaba participando en manifestaciones tibias basadas en argumentos políticos contradictorios. Inaccesible al cinismo de un país cada vez más desgastado por los enfrentamientos y una oposición cada vez más confusa todas las veces me respondió con la misma frase: “ hay continuar luchando, a pesar del miedo”.

El día 12 de Febrero del 2014, Robert Redman participó en la marcha estudiantil que acabó en un confuso episodio de violencia donde fueron asesinados a disparos dos jóvenes manifestantes. En medio de la multitud que corría despavorida, Robert Redman fue uno de los que intentó ayudar a uno de los heridos: en las fotografías que se difundieron donde el suceso, aparece como uno de los espontáneos que levantaron el cuerpo de Bassil Alejandro Dacosta, herido de un tiro en la cabeza en La Candelaria. Un rostro contraído por el miedo, con una bandera tricolor al cuello. Avanza, junto a un grupo de manifestantes, llevando el cuerpo de Bassil DaCosta al hombro. En una de las imágenes, mira hacia la cámara, los ojos muy abiertos y sorprendidos. Un hombre muy joven y casi inocente, que de pronto, comprende a la Venezuela real, la violenta, la más allá de la idea circunstancial que tenemos sobre ella. Más tarde escribiría en Twitter “Hoy me pegaron una pedrada en la espalda, un cascazo por la nariz, tragué bomba lacrimógena, cargué al chamo que falleció, ¿y tú qué hiciste?”.

Unas horas más tarde, Robert Redman había sido asesinado por desconocidos a pocos metros de la calle donde vivió la mayor parte de su vida. La fotografía, como la de Basil DaCosta, se difundió de inmediato con esa rapidez desconcertante e impersonal de las redes Sociales. Aún con la bandera atada sobre los hombros, Robert Redman yace con los brazos y piernas abiertas, una victima anónima, un hombre que murió enfrentándose al país circunstancia, a la Venezuela irreconocible que heredamos luego de quince años de diatriba política. Otra victima anónima, sin rostro, en medio de esta historia de números rojos que Venezuela escribe a diario.

A Robert Redman no lo conocí en vida, sino el día de su sepelio. Acudí por mero instinto, por una necesidad confusa de conmemorar su muerte absurda, de no olvidar que un hombre joven de mi país, había muerto a manos de la violencia política, del insistente discurso de la agresión que convirtió la diatriba y el argumento ideológico en una amenaza perenne. Me senté junto a su ataúd y miré su perfil: Un desconocido, un joven Venezolano que murió muy pronto, otra cifra roja en un país que las olvida muy pronto. Y lloré, a pesar de intentar contener las lágrimas, con las manos apretadas de pánico contra las caderas, con los labios temblandome de angustia. La herencia de una Venezuela a fragmentos, que se desploma en medio del temor, que carece de rostro e identidad donde todos somos victimas.

El 19 de Febrero del 2014 un grupo de motorizados atravesó la calle donde vivo disparando al aire. Me encontraba junto a un grupo de vecinos en la puerta de mi edificio y corrí, aterrorizada, para refugiarme contra una pared cercana. Me acurruqué, cubriéndome la cabeza con los brazos, escuchando las detonaciones cada vez más cercana. Una de mis vecinas comenzó a gritar de puro pánico y uno de los motorizados que disparaban se acercó al lugar donde nos encontrábamos: “Vengan a manifestá, pues, cuerda de pendejos ricos” gritó. Disparo una vez más. Escuché el eco metálico de la bala resonando tan cerca que aspiré el olor chamuscado de la pólvora en el aire. O quizás lo imaginé. Continué allí, temblando, sofocada por el miedo, hasta que el grupo de atacantes avanzo a toda velocidad y desapareció finalmente. Después pensaría que había sobrevivido sin saber como, en ese azar confuso de la violencia diaria de mi país.

El mismo día, casi a la misma hora, Geraldine Moreno se encontraba junto a un grupo de amigos a unos metros de la puerta de su casa. Un poco más allá, unos cuantos vecinos manifestaban haciendo sonar cacerolas. De pronto, seis efectivos de la GNB llegaron en motocicletas para dispersar la manifestación. Comenzaron a disparar a cualquiera que se encontrara en la calle: en la confusión, Geraldine moreno corrió hacia su casa y uno de los efectivos la persiguió. Cuando Geraldine resbaló y cayó al suelo, le disparó dos veces una ráfaga de perdigones de hierro al rostro. El impacto a quemarropa le destruyó literalmente el rostro.

Leí la noticia al día siguiente y me sobresaltó la coincidencias de fechas, la idea que mientras yo sobrevivía a un episodio de violencia de consecuencias imprevisibles, Geraldine resultaba herida por el mismo tipo de agresión sin rostro, impune que parece simbolizar la justicia en Venezuela. Una idea que parece convertirnos a todos los Venezolanos en victimas propiciatorias, en dolientes potenciales del Terrorismo de Estado. Un país donde el poder ataca y agrede, no sólo para autopreservarse sino además, amparado en esa impunidad de la mano que lo ejecuta.

Geraldine agonizó durante cuatro días y finalmente falleció, a causa de las heridas que sufrió. La noticia me aterrorizó y por horas, me obsesioné con la idea que pude haber sido una victima, de la misma manera que lo fue Geraldine, de la ideología política convertida en Violencia. Victimas ambas de una de una situación callejera insostenible, de un clima político transformado en una excusa para la agresión. Porque como Geraldine, pude haber sido un chivo expiatorio de un país donde la violencia forma parte del día a día, donde sobrevivimos a una circunstancia que nos sobrepasa, que nos desborda, nos restringue. Victimas de la justifica convertida en brazo represor.

El efectivo de la GNB que la atacó aún continúa libre, a pesar de haber sido acusado formalmente ante un tribunal de la república. Cuatro de los funcionarios que participaron en el hecho, también lo están, a pesar de su complicidad en el delito. La justicia lenta del país que disimula, del poder que protege. Hace unos días, la madre de Geraldine, Rosa Orozco, escribió una carta para su hija, un doloroso homenaje no sólo para Geraldine, sino quizás para todas las victimas de un país herido, lleno de cicatrices aún sin sanar:

“La Navidad es un sentimiento y en mí está quebrado. Aún me resulta increíble que sigan torturándonos, porque es una tortura seguir teniendo estudiantes y presos políticos en las cárceles venezolanas”, escribió. Rosa ha acompañado a grupos de estudiantes en manifestaciones y protestas, levantando la fotografía de su hija como símbolo de un país moralmente quebrantado, sometido a una lucha de poderes que el ciudadano común sufre desde la impunidad. Con una entereza dolorosa Rosa insiste en reclamar justicia no sólo para si misma, sino para todos los Venezolanos que aún padecen el rigor de la ley convertida en arma ideológica “Que la justicia se aplique para cualquiera que se atreva a menospreciar los valores y principios de nuestra Constitución, de nuestras familias y de nuestra historia” insistió en su carta.

Hace unos días, vi una fotografía de la tumba de Robert Redman. Alguien había dejado un ramo de Crisantemos amarillos, que comenzaban a secarse al sol de este diciembre Venezolano de cielos limpios y cálidos. A su lado, se encontraba de pie su padre, un anciano frágil de sonrisa amable y profundamente triste. La imagen me hirió, pareció resumir un año donde el rostro de Venezuela parece haberse transformado para siempre. La miré sin saber que decir al recuerdo de este hombre desconocido, de esta victima Venezolana que desaparece lentamente de la memoria colectiva. Y tuve la impresión que quizás este silencio, esta sensación de abrumadora desazón, sea justamente a lo que siempre Robert llamó “miedo”. Esa resignación elemental de un país que se mira así mismo desde la distancia histórica, que parece derrumbarse con lentitud en su propia circunstancia. Esa noción del “miedo” que parece resumir el vaivén político de un país confuso, cada vez más quebrantado, sumido en una amarga diatriba sin verdadera resolución.

No lo sé, me digo, mientras camino por las calles solitarias de la ciudad. Las pocas decoraciones navideñas cuelgan distraídas de balcones y paredes, sin conseguir disimular la tristeza general, esa sensación de desánimo que no sé explicar muy bien. Quizás tanto Henry como Robert, incluso Geraldine en su inocencia, simbolizan esta Venezuela que aún desconoce el camino que transita y lo que resulta aún más doloroso, la realidad a la que debe enfrentarse cada día. Un pensamiento inquietante, me digo y aún así, muy real.

C’est la vie.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Las canciones olvidadas del viento. Historias de brujería.




Escuché el sonido de las celebraciones a la distancia. Me acurruqué aún más entre los objetos cubiertos por las sábanas. Me obligué a no llorar. La irritación me coloreó las mejillas, me dejó rígida y agotada. Me encorvé aún más en el rincón. Quería desaparecer, en medio de esa oscuridad polvorienta y triste del sótano, volverme invisible y sin nombre.  No llores, me repetí con los dientes apretados. No llores.

Escuché los pasos de mi abuela al bajar las escaleras. Desee que no me encontrara, que se fuera. Me cubrí la cabeza con los brazos, contuve la respiración. Tampoco quería hablar con ella, aunque sabía seguramente tendría las palabras justas para consolarme, que sabría como abrirse paso en la enmarañada sensación de dolor y tristeza que me abrumaba. Pero quizás yo no quería que nadie me consolara, me dije furiosa. Quizás lo único que necesitaba era quedarme allí, a solas, intentando ordenar mi mente. Avanzar en ese terreno espacio enorme y lleno de zigzagueos que era mi mente en ese preciso instante. De manera que no me moví, continué oculta en mi rincón, esperando que mi abuela pensara no me encontraba allí y se fuera a otra parte.

No lo hizo, desde luego.

Mi abuela era una mujer muy sabia. Y también, claro, era una bruja. Una mujer con un gran conocimiento sobre el mundo misterioso de lo mágico, de la sabiduría de las plantas y los árboles, el lenguaje de las estrellas. Sabía cientos de invocaciones misteriosas, grandes frases que hablaban sobre el Sol y La Luna, que celebraban el mar y el fuego. Sabía escuchar al viento, conocía el secreto de las celebraciones del año. Conocía mejor que nadie el ritmo de la Tierra: cuando plantar la semilla de la Manzana para que nacieran delicadas florecitas blancas o como evitar que las hojas de las albahacas se chamuscaran al sol. Pero además de eso, era mi abuela. La que me arropaba por las noches, me cocinaba las mejores galletas de avena del mundo, me obsequiaba libros. La que me escuchaba con más atención que nadie. La que sabía que decir para consolarme y hacerme reír. La persona que más amaba en el mundo.

Por eso sabía, que me encontraba allí y que debía esperar, de pie en la Oscuridad, hasta que yo decidiera salir de mi rincón. Por eso no se movió, paciente y calma, bajo el haz de luz amarillenta del bombillo solitario que colgaba del techo. Por eso no dijo nada ni tampoco se movió, hasta que yo, cansada y al borde del llanto, me arrastré pasito a pasito de la esquina donde estaba escondida y me quedé de pie en la oscuridad, con la respiración agitada. Me miró simplemente, con sus grandes ojos color miel. Con su expresión calma y serena. Con ese aire de amor y complicidad que siempre me dedicaba.

- ¿Como te sientes?
- Muy mal.
- Debiste dejarla hablar.
- ¿Y que tiene que decirme? Ya dijo todo lo que tenía que decir.

Me refería a mi mamá. Hacia unas horas y mientras todas celebrábamos el último día del año en la sala de mi casa, había levantado su copa con licor de limón para llamar la atención de quienes se encontraban en la sala. Luego carraspeó la garganta, incómoda y espero en silencio. Mis tias y primas la miraron expectantes. Mi abuela preocupada. Yo, sorprendida. Mi madre era una mujer muy reservada y callada, que muy pocas veces expresaba sus pensamientos en voz alta. Verla allí, con una sonrisa nerviosa, el rostro sonrojado de emoción y la copa levantada me pareció una imagen bella pero incomprensible.

- ¿Que ocurre hija? - le preguntó mi tia E., impaciente como siempre. Mi Bisabuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Creo que para nadie es un secreto lo que tiene que contarnos - dijo con malicia. Hubo risitas y murmullos emocionados. Las miré a todas sin entender. No tenía idea a que se refería mi bisabuela o que provocaba el clima de entusiasmo a mi alrededor. Mi abuela me dedicó una mirada preocupada, rápida pero que me preocupó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué mi madre parecía tan nerviosa y a la vez tan feliz? Jamás le había visto tener ese aspecto radiante, esa sonrisa temblorosa. No comprendía nada de lo que al parecer estaba a punto de suceder.
- No es nada grave - comenzó mi mamá. Tomó una bocanada de aire - y sí, muy bueno. Como creo que ya lo saben, por casi dos años J. y yo hemos conversado sobre nuestro futuro. Han sido dos buenos años de compañía, amor y confianza.

Me sobresalté y me moví de un lado a otro, subitamente incómoda en la silla de madera donde estaba sentada. Mi madre se refería a J. su novio o algo parecido. Habían sido amigos desde niños, para luego dejarse de ver por años y reencontrarse hacia unos cuantos meses atrás. Se habían hecho muy buenos amigos y salían juntos con mucha frecuencia.  Mi madre hablaba mucho sobre él e incluso lo había invitado a comer en nuestro pequeño apartamento. Había sido una velada extraña pero divertida: J. parecía muy incómodo pero feliz y tartamudeaba al hablar. Mi mamá reía en voz alta y le había contado sobre las películas que nos gustaban y los libros que yo solía leer. Luego, más tarde esa noche y luego que J. se había ido, me había preguntado si el hombre me agradaba.

- Me cae bien - dije no muy interesada. La verdad era que me simpatizaba mucho, con sus amables ojos negros y su timidez. Lo que no me agradaba tanto es que le gustara tomar la mano de mi madre, que le pasara el brazo por los hombros, que la hiciera reír. Por momentos, me había sentido un poco fuera de lugar en la cena, como si ambos estuvieran disfrutando de su mutua compañía sin incluirme. Me alegraba que de nuevo sólo fuéramos mi mamá y yo.
- ¿Te gustaría pasar más tiempo con él?
- No...no lo sé - respondí intranquila. Me cubrí la cabeza con la sábana - ¿Me puedo dormir ya?

Mi mamá soltó una pequeña carcajada, me dio un abrazo rápido y apagó la luz de la habitación. Me quedé en la oscuridad un poco incómoda, preguntándome que sucedía. Apreté los ojos, hundí la cabeza en la almohada. De pronto tuve mucho miedo que las cosas cambiaran en mi vida, que lo que consideraba hermoso y sobre todo mio, se transformara en otra cosa. No me atreví a pensar como podía cambiar, si es que llegaba a suceder. Pero el miedo fue muy nítido, claro y doloroso. Me pregunté que me lo provocaba.

Seguía sin saberlo esa noche de fin de año, mientras esperaba que mi mamá dijera lo que al parecer estaba deseando contarle a todas las mujeres de la casa. Apreté los dedos contra la madera de la silla, apreté los labios. Recordé rapidamente todas las visitas de J. a casa, la ocasión en que me había ido a buscar al colegio y me había llevado a casa de mi abuela, conversando conmigo en voz baja. Era un hombre amable, tranquilo, inteligente. Pero no le comprendía. En realidad, no comprendía bien que papel ocupaba en la vida de mi madre. O sí lo sabía - de una manera muy brumosa e imprecisa - y por ese motivo, dejé de sonreírle. De escuchar sus chistes simples, de responder a su pregunta. Me alejé más y más, a medida que el pasaba mucho más tiempo en compañía de mi madre, que formaba parte de mi vida de una manera que no podía comprender bien. Me temía lo que podría ocurrir a continuación. Me asustaba el pensamiento de lo que habría más allá de las risas de mi madre, de la callada fidelidad de J., su mirada nerviosa. Y donde encajar yo allí.

- ¿Entonces? - dijo mi tia M. con impaciencia. Mi mamá tomó una bocanada de aire. La noté paralizada por el nerviosismo. El miedo se hizo más fuerte en mi interior.

- J. me pidió me casara con él. Y le dije que sí. ¡Nos casaremos el año próximo!

El mundo se detuvo a mi alrededor. Escuché como si proviniera de un lugar muy lejano, las risas y la algarabia de las mujeres de mi familia, rodeando a mi mamá para abrazarla y felicitarla. Pero yo me quedé allí, atolondrada y aturdida. Y de pronto, furiosa. Mi abuela me miró por encima de todas las cabezas que reían y se movian de un lado a otro. Me dedicó una de sus miradas penetrantes, que parecían comprender todo y a todos. La vi acercarse, moviendose entre la pequeña multitud feliz, como en un sueño. Mi madre le seguía, aún sonriendo.

- ¡Te odio! ¡Te odio!

Me llevó unos segundos entender que quien gritaba, era yo. Todas las en la sala me miraron, un poco desconcertadas. Mi madre se quedó de pie, con mi abuela a su lado, mirándome con los ojos muy abiertos. Comencé a llorar.

- ¡Te vas a casar con ese señor y me vas a dejar! - dije, a gritos, con esa potencia única de las lágrimas de un niño - ¡Te odio!
- Hija escuchame...
- ¡No!

Corrí como un vendaval por el pasillo. Más allá de las ventanas abiertas, la ciudad celebraba el año nuevo. Los fuegos artificiales coloreaban la noche y Capitán, nuestro perro, ladraba lastimeramente a las luces. Sentí que todo eso me lastimaba, como si esa gran brillo incandescente simbolizara un tipo de dolor muy privado que no sabía como expresar. Corrí y corrí, hasta que me encontré acurrucada en el una de las esquinas del sotano, acurrucada entre las sábanas sucias. No llores, me repetí. No vale la pena llorar.

Me lo repetí cuando mi abuela me abrazó. Me aferré a ella, temblando de angustia, sin saber como explicar el miedo que me provocaba lo que acaba de ocurrir. ¿Que significaba que mi mamá contrajera matrimonio?¿Que ocurriría después? ¿Donde encajaba yo en esa nueva vida que se extendía enorme y aterrorizante al filo del nuevo año? Mi abuela me acarició el cabello con cuidado, me acunó con esa enorme ternura suya que yo apreciaba más que ninguna otra cosa.

- Tengo miedo - balbuceé - tengo mucho miedo que...

Miedo a esa soledad del pequeño apartamento de mi madre. Miedo de sus risas y sus miradas cariñosas al hombre desconocido. Miedo de no encajar en esa nueva rutina. Miedo de llegar a casa para encontrar a J. como parte de todo lo que hasta entonces había pertenecido sólo a mi madre y a mi. Miedo de esa sensación de vacío. Miedo de perder esa intimidad dulce de las mañanas antes de ir a la escuela, de la última hora antes de dormir. Miedo de perder a mi madre, quizás. Sacudí la cabeza la cabeza, no supe como explicar aquello.

- Es natural que lo sientas.
- Tengo que miedo que no quiera más ahora que lo tiene a él.
- Eso es imposible.
- ¿Como lo sabes?
- Los hijos son un tesoro irreemplazable.

Sacudí la cabeza. Mi abuela me acarició las mejillas, me beso en la frente. Suspiré.

- Tengo miedo que ya no me quiera.

Mi abuela me abrazó más fuerte, me levantó en sus brazos. Luego se sentó conmigo en su regazo en una vieja silla rota que durante años había estado oculta en el sotano. Le pasé los brazos por el cuello. Escondí la cabeza en su hombro.

- ¿Recuerdas que te conté una vez de la bruja que se perdió en un Bosque por cien años? - me preguntó. Asentí. Esa historia me había gustado mucho: Una bruja joven había seguido a una luciérnaga a lo más profundo del bosque. La siguió hasta que sólo hubo oscuridad y no supo como regresar en medio de la noche. Se tendió en el suelo, entre las hojas frondosas de los árboles que le rodeaban y durmió. Y al hacerlo, los árboles creyeron que venía a escuchar los secretos del viento. Levantaron entonces las ramas, dejando que el viento llegara para susurrarle a la bruja sus misterios.  Y el viento se quedó junto a ella, mejilla con mejilla, hablándole de todo lo que conocía y había visto. Los árboles les escucharon y no despertaron a la bruja cuando amaneció. Ni tampoco cuando volvió a anochecer. Ni esa semana, ni la siguiente. Ni en los meses que transcurrieron. Ni en los años que pasaron. Finalmente el viento dijo todo lo que tenía que decir y se fue. Y en la soledad del bosque, la bruja despertó sobresaltada. No recordaba cuanto había dormido, pero sabía, con ese instinto de las sabias, que había sido más de una noche. Corrió por el bosque hacia su choza, gritando el nombre de su familia, los brazos abiertos, el corazón angustiado...

- Y solo encontró las puertas cerradas - completé - los retratos de los que se habían ido. Si, recuerdo la historia.
- ¿Qué hizo la bruja una vez que entendió había transcurrido un siglo?
- Siguió queriendo los recuerdos de los perdidos - murmuré - ella...
- Lo que amamos, de verdad, jamás lo olvidamos. Jamás dejamos de amar, incluso a quien se va, a pesar de los cambios y lo que se transforma. No importa si los árboles se vuelven dorados y ancianos o el cielo cambia de color - dijo mi abuela. Me abrazó con más fuerza y el olor a azahar de su cabello me rodeó, como una caricia - el corazón y el espíritu jamás olvida. El amor siempre es una buena razón. Siempre es una buena noticia. Siempre se hace más grande, siempre es preciado, siempre te enseña.

No dije nada. El silencio se extendió en todas direcciones. Más allá, escuché los petardos de año nuevo, las celebraciones y las risas. El mundo entero recordando una nueva oportunidad. Un nuevo momento que comenzar. Me sequé las lágrimas con el dorso de las manos.

- Por ese motivo las brujas encendemos una vela blanca por el año que termina y otra roja por el año que comienza - me dijo con ternura - la blanca para recordar que cerramos un ciclo de aprendizaje y la roja para llenarnos de pasión y esperanza por vivir. El amor que te tiene tu madre es imperecedero y enorme. Y ambas van a comenzar una nueva aventura. Nada acaba, todo se transforma. Todo madura y crece.

No dije nada. Mi abuela me beso en la frente de nuevo y luego me dejó en el suelo. Se levantó y se enderezó con una sonrisa.

- Puedes quedarte aquí si quieres, ya sé que estás bien. Pero yo regreso a celebrar que un nuevo ciclo comienza.

Dio algunos pasos hacia la escalera. Me apresuré a seguirla. Me extendió la mano en la oscuridad.

- Sigo teniendo miedo.
- Siempre habrá un motivo para tenerlo. Pero siempre habrá un motivo para vencerlo, también.

En el salón, todas me dedicaron miraditas suspicaces, otra francamente airadas. Mi madre aguardó, sentada en el sillón, con el rostro triste y la expresión cansada. Me senté a su lado.

- Debí decirtelo antes - murmuró. Le tomé de la mano.
- ¿Me vas a seguir queriendo? - pregunté. Mi madre apretó los labios, con un gesto tenso.
- Te voy a querer toda mi vida. Y contraer matrimonio con J. o nada de lo que ocurra después, cambiará eso.

Me tomó de la mano. Me aferré a su apretón cálido, querido.

- Tengo miedo - musité. La respiración se me convirtió en un jadeo - mucho miedo.
- Yo también.

Me abrazó. Un abrazo dulce, fuerte. Cálido. Su mano en mi cabello. Su mejilla en la mía. Más allá, el último petardo ruidoso del año que terminaba, se escuchó con toda claridad.

Encendimos juntas la vela roja, de la pasión, la creación y la oportunidad. Mi mamá me miró sobre la llamita, con una sonrisa lenta, amable y nerviosa.

- Que cada día sea para aprender - comenzó a recitar. Tomé la vela entre las manos.
- Que cada día sea para soñar.
- Así sea - murmuramos juntas.

La línea azul de la medianoche extendiéndose sobre la montaña y el nuevo año, creándose a partir de cien deseos de estrellas. Más allá lo desconocido, pensé. Que continuaba dándome miedo, que me hacia aún preguntarme que encontraría en el primer rayo de luz del amanecer. Una promesa de esperanza, me dije aún sosteniendo la vela, la mano de mi madre en el hombro. O simplemente una mirada más allá de todo temor, en un nuevo amanecer.

C'est la vie.

sábado, 27 de diciembre de 2014

La danza del cisne olvidado y otras historias de brujería.





Camino por el camino de piedrecillas blancas con paso lento y torpe. Cuando me detengo frente a la vieja reja de metal envejecido, un hilo de miedo me recorre la espalda. ¿Que encontraré más allá? me pregunto. ¿Que espera por mi entre las puertas cerradas, los pasillos irreconocibles, las ventanas que miran aún hacia la montaña pero no me reconocen? Un nudo amargo me cierra la garganta, aprieto las manos contra las caderas. Por un momento deseo retroceder, quizás huir. Sin mirar atrás, olvidar ese instante duro y tan doloroso, que me roba el aliento, que me deja a solas con mis pensamientos y una angustia tan intima como desconocida. Tal vez debería hacerlo, me digo. Tal vez el pasado no tiene otro significado que una brecha brumosa en medio de nuestros pensamientos. Tal vez, lo que tememos y olvidamos deba ocupar un lugar perdido en el salón de los recuerdos más preciados.

Pero no lo hago. Me inclino, aprieto el botón del timbre. Escucho el sonido de las campanillas, tan distinto y al mismo tiempo tan idéntico a como lo recuerdo. Y aguardo. Los ojos entrecerrados. Los dientes apretados. No llores, me digo. Escucha, recuerda, atesora. La vida es un trayecto que te ha traído hasta aquí.

***

La última vez que visité la casa de mi abuela, fue unos meses después que mi madre la vendió a una pareja de desconocidos. Habían transcurrido dos años después de su muerte y la decisión de mi madre había sido irrevocable. Necesaria, me insistí más de una vez. La casa había estado vacía desde que mi abuela había muerto y comenzaba a deteriorarse. Y es que nadie quería volver a ella, ahora que Celia ya no estaba. Que el jardín había perdido su voz, que los pasillos enmudecieron sin el sonido de sus pasos. En la ausencia de mi abuela, el hogar que había conocido, con sus risas y olores, con sus palabras elevándose en espiral en todas partes, había desaparecido, se había transformado en otra cosa. Ahora sólo era una casa, con las paredes llenas de moho, puertas rotas y las ventanas sucias. Un lugar hecho de ruinas y sombras que ninguna de las brujas de mi familia quería volver. Así que cuando mi madre decidió venderla, no me opuse. Me insistí que era lo natural, que la vida continuaba a pesar de todo. Me obligué a aceptarlo como se aceptan los pequeños dolores, a la fuerza, con las manos apretadas contra el pecho.

Aún así, perder la casa donde había crecido,  me produjo un sufrimiento secreto que no supe como expresar, que me lastimó por tanto tiempo que llegó a convertirse en uno de esos pequeños pesares que llevamos a todas partes, que atesoramos sin saber por qué. De vez en cuando, me encontraba de pie en mi pequeño apartamento, recordando mi habitación de niña, con sus muebles de estuco y su ventana enorme con su marco de madera roto. Las ramas del árbol que rozaban el cristal cada madrugada y que me ayudaban a dormir. La montaña alzándose más allá, una linea verde e inolvidable abarcándolo todo. O de pronto, me llegaban los olores de la casa en ráfagas, venidos de algún lugar misterioso de mi mente. El orégano de la cocina, la albahaca de las sábanas y muebles, la cera derretida de las velas que llenaban los rincones. El murmullo de la biblioteca desordenada, la risa misteriosa del jardín desordenado de mi abuela. La claridad del recuerdo me confundía, me abrumaba. Todo lo bueno en mi, lo más querido, parecía haberse quedado allí, entre la luz diáfana de las tardes inolvidables, junto a la voz de mi abuela, las pequeñas escenas de mi infancia cada vez más lejanas, imprecisas.

En una ocasión, me había encontrado conduciendo sin saber como, por la vieja calle hasta la fachada de la vieja casa. Había estado pensando en ella durante todo el día, con una sensación agria que me llevaba esfuerzos comprender. ¿Se trataba de pura añoranza? ¿O de la sensación que aún había mucho por decir y recordar a pesar de la ausencia?  No lo sabía.   La casa se me aparecía en todas partes, una imagen irremediable que encontré incluso en los lugares más imprevisibles. La casa, en los paisajes de una ciudad cada vez más inhóspita y dura. La casa, en mitad de una frase, a medio recordar, rodeada en pequeños trozos de algo más amplio. La casa y sus recuerdos, en mi piel, en el rostro pálido y preocupado de la mujer joven en que me convertí. ¿Quién soy? me preguntaba con frecuencia, sentada en la oscuridad de mi habitación de adulta, rodeada de libros y de fotografías. ¿Quién seré? ¿Que deseo ser?

Me detuve frente a la vieja casona con el corazón latiendome muy rápido. La vieja y amada silueta de la fachada pareció emerger de entre las sombras, dibujarse en pequeñas variaciones de luz.  Estaba por anochecer y las luces de las ventanas del piso superior estaban encendidas.  Una figura solitaria caminaba entre el resplandor, con paso lento, la espalda encorvada. Más arriba, las tejas brillaban con el último resplandor de la tarde. Y el olor del jardín, me dije apretando el circulo de goma del volante con un gesto casi desesperado. Allí, el olor. Cerré los ojos para disfrutarlo. Las begonias en flor, de un Julio especialmente caluroso. El árbol de mango más allá, que ya comenzaba a dar frutos. El feo Rosal de mi abuela, que quizás comenzaba su lento ascenso hacia la luz desde la muralla del fondo. El dolor me recorrió duro, pleno. Irradió desde un punto misterioso de mis manos abiertas hasta más arriba, hacia mi mente, hacia mi espiritu. Hacia todas las heridas abiertas. Las lágrimas tan cerca de la superficie. La voz de una niña en mi mente. Que reía, que abría los brazos para correr y...

Parpadeé. Encendí el automovil con un gesto brusco que casi me hace estrellarme contra la acera demasiado alta. Maniobré de derecha a izquierda y salí dando tumbos hacia la cercana autopista. Basta, me ordené con los dientes apretados. Basta. Ya has crecido. Ya eres una mujer. La niña ya no está, los recuerdos tampoco. Basta, ya. No puedes continuar mirando hacia atrás siempre. Basta ya.

Mi tia L. me miró desconcertada cuando me encontró sentada en la puerta de su casa. Era casi el filo de la medianoche cuando finalmente se asomó por la ventana y me encontró allí, sentada en uno de los peldaños de cemento que daban hacia su taller de arcilla. Escuché sus pasos en el piso de parquet, el sonido sinuoso de sus pies desnudos. Luego, el rumor de su ropa holgada, el olor fresco de su cabello.

- ¿Que te pasa bruja? -  se sentó a mi lado. No parecía asombrada de encontrarme allí. Tampoco me reprochaba nada. Sus ojos castaños, adormilados pero aún así vivaces, me miraron con interés. Me encogí de hombros.
- Fui a la casa de...de mi abuela - le expliqué en un susurro. Tia suspiró y luego revolvió entre su bata de paño de dormir, buscando entre los bolsillos algun objeto invisible. Mi madre y yo le habíamos regalado esa bata: una bella pieza hindú con arabescos y una luna bordada a un costado. Un paisaje lunar extrañamente pacifico - no sé por qué lo hice.
- Porque lo necesitas. Eso no tiene discusión.

Encendió un cigarrillo. El olor a menta se elevó entre nosotras, como un rizo blanco y gris con olor a noche fresca. Sacudí la cabeza, me cubrí el rostro con las manos. El dolor, de nuevo. Escarbando en la superficie, palpitando tan cerca del límite de la angustia que apenas podía soportarlo. Reprimí un gemido de angustia.

- No sé que necesito. La recuerdo tan claro. No sé si sea majaderias mias o que pasa. Pero no puedo soportarlo. No sé como manejarlo.

Tia fumó en silencio. Y le agradecí me escuchara con esa apacible ferocidad suya. Nunca podría haberle dicho algo semejante a mi madre, malhumorada y fría. O a una de mis tías, que me habrían hablado de pasos del ser y la tenacidad de comprender. ¿Qué ocurría conmigo que los viejos recuerdos me dolían de esa manera? No lo sabía. Nunca lo había entendido bien. Me lo preguntaba sentada frente a las velas de la Celebración de Luna llena, bailando desnuda en la primer rayo del Sol de los solsticios y equinoccios. A solas, con las manos extendidas hacia las estrellas. ¿Que ocurre en mi corazón?

- Lo que necesitas es hacer las paces con tu espíritu - me contestó mi tia al cabo de un rato - eres una mujer de tu época que fue educada en creencias ancestrales. Eres una mujer que sobrevive en un país hostil, en un década indiferente. Y el corazón te conduce hacia tus propias preguntas, hacia la necesidad de mirar más allá de todo lo que temes, de lo que te desconcierta. Necesitas encontrar el origen de todo eso. De volver a crecer, confiar, mirar al infinito sin temor ni dolor.

Tia L. no era mi tia realmente, sino la mejor amiga de mi madre. Aún así, era mi pariente más querida, tan cercana a mi como lo hubiese sido si compartieramos sangre y carne. También, era una bruja, aunque ella jamás lo aceptara y se burlara de mi insistencia en llamarle así. Era prolífica escultura, una artista consumada, un espíritu libre y salvaje. Y sin duda, una de las personas más importantes de mi vida. De manera que la escuché, entre desconcertada y abrumada, sin saber que responder. Incliné la cabeza y la escondí en el cuenco de mis brazos.

- Hablas como de una travesía espiritual o algo semejante - protesté en voz baja - quizás sólo me siento sola, a ratos incomprendida. Herida por...no lo sé, por sentir que falta una pieza en mi vida que no sé donde podría encajar.

Tia soltó otra bocanada de humo. Se levantó y caminó por su pequeño jardín impecable. Llevaba el cabello entrecano y abundante, despeinado y suelto sobre los hombros. Tenía un aspecto entrañable, con el rostro limpio de maquillaje, los pies desnudos, apretándose la bata de paño en el pecho con una mano pecosa.

- Todos somos producto de lo que recordamos y añoramos, de eso se trata madurar - me respondió - todos miramos hacia atrás y comenzamos a hacernos preguntas, a levantar piezas perdidas, a intentar encontrar otras. Al final, lo que anhelamos es hacer las pases con nuestro pasado. Asumir los pequeños dolores y alegrías y continuar el trayecto hacia el futuro, nada más.

- ¿Que necesito entonces? - insistí. Tia soltó una de sus carcajadas rotundas, peligrosas.

- No lo sé, bruja. ¿No te dejó tu abuela una gran lección sobre el tema?

Cuando mi abuela vivía, Tia solía visitarla con frecuencia. Ambas conversaban por horas, reían a carcajadas. Mi tia solía decir que mi abuela era "una romántica irremediable" y mi abuela lo aceptaba de buena gana. Ambas compartían el gusto por el arte, por el blues de Nueva Orleans y la comida picante. Y también, una cierta mirada profunda sobre el mundo, una noción sobre la belleza sutil de la realidad que las hacia comprenderse muy bien. Mi abuela solía decir que tia era "una mujer poderosa, a pesar de no saberlo" y yo le creía.

Solté una carcajada. Me quité las pesadas botas de tela que calzaba y apoyé los pies sobre la hierba fresca. Moví los dedos sobre la tierra húmeda. La deliciosa sensación me recorrió como un suspiro, un hilo de placer que me reconfortó. Me encogí de hombros.

- Ya sabes como era mi abuela. Lo sabía todo. Pero yo no.
- Lo sé. Así que creo que te debió dejar una lección por allí.

Suspiré. Hundí un poco más los pies en el barro. Un escalofrío me recorrió.

- Una vez me dijo que todas las brujas recorren el mundo para volver al lugar donde fueron más felices - murmuré entonces - que buscas lo que perdiste en el lugar donde aprendiste a desear encontrarlo. Que cada bruja recorre su historia a trozos, a fragmentos, en escenas. Todos igual de necesarios.

- Las brujas son depositarias de un tipo de sabiduría abstracta y que podría resultar confusa, sino fuera por esa aspiración a la belleza con que las educan - dijo mi tia - toda mujer que concibe una idea poderosa sobre si misma, sabe que cada pequeña idea, cada sueño, cada pensamiento, cada forma de comprender el mundo es valiosa y necesaria. Porque te crea, porque le brinda sentido a lo que crees y asumes es real. Entonces sí, Celia tiene razón. Si algo falta en tu vida, regresa al origen. Recuerda, perdona, continúa. Vive.

Silencio. Uno enorme que pareció abarcar el cielo. Me sequé las lágrimas con disimulo.

- Entonces, abuela siempre tenía la razón - dije. Tia se acercó y me acarició con un gesto rápido y firme el cabello.
- ¿No lo sabias? era su mayor defecto.

Suspire. La noche pareció hacerlo conmigo. El dolor palpitó, creció, me recordó que estaba allí.
El origen.

***

La anciana me miró boquiabierta cuando se acercó a la reja desvencijada. Me dedicó una mirada desconfiada y lenta.

- ¿Y usted dice que quiere entrar...a mirar?
- Sólo un ratito. Vivi aquí de niña y...necesito mirar otra vez la casa. Sólo una vez. Prometo no molestarla - le aseguré.

Me pregunté que veía la anciana. Una mujer pálida y despeinada con expresión ansiosa mirandola desde la calle. Me pregunté por qué llevaba a cabo esa pequeña expedición al pasado, si todavía tenía oportunidad de regresar...si aún...

- Ya le abro Mija.

El sonido de la cerradura me sorprendió. Me quedé allí, paralizada y pálida. La anciana aguardó, con gesto impaciente e incómodo.

- ¿Va a entrar?

Entré.

El pasado pareció florecer a mi alrededor, hacerse mucho más real que presente. La anciana malhumorada me condujo por el jardín - que parpadeó al reconocerme  - hacia la casa que sonrío cuando me abrió los brazos para recibirme. Y es que de pronto, no hubo mañana. No hubo hoy. No hubo ayer. Hubo una sensación extraordinaria de reconocimiento. Hubo una sonrisa que cien días perdidos y vueltos a encontrar. De recuerdos que de pronto, cobraron vida a mi alrededor. La niña que corría entre los pasillos como un vendaval, llevando un par de alas sucias colgadas a la espalda. La Dama de cabello cobrizo entrecano que cantaba al cocinar. La silueta de tia E. dibujandose en la penumbra del Jardín, mientras podaba con delicadeza sus amadas begonias. El paso fuerte de bisabuela, apoyada en su bastón. La sonrisa enigmática de mi tatarabuela, sentada bajo el árbol de mango. ¡Allí estaban todas! ¡Todas los pequeños fragmentos perdidos de mi vida! ¡Y la esperanza! ¡Y la fe! ¡Y el miedo que podía vencer! ¡Y cada pequeña puerta abierta a una vivencia preciada! El primer libro que leí, aquí. El sabor del chocolate con especias, entre las sombras. La Luz de la Luna llena, perdido entre las paredes recien pintadas y desconocidas. Aquí y aquí, cada una de mis imagenes añoradas. Aquí y aquí, los abrazos y los suspiros. La mirada asombrada. Aquí y aquí, cada lágrima y cada risa. Aquí y aquí, todo lo perdido que vuelvo a recuperar.

Y lloré, en silencio, sentada en el jardin radiante, tan vivo como siempre, que quizás no esperaba recibirme y lo hizo con el olor del pasado, reconfortante y delicioso. A reí, por la niña que brincaba y se caía entre las hojas jugosas, que se raspó la rodilla con las piedrecitas perdidas. Y de pronto, no hubo pasado, no hubo otra cosa, que esta sensación de comprender que todo vive, si la memoria lo conserva. Que todo trasciende su sabemos su valor. Si todo se eleva, más allá de las estrellas. En esta sensación de reconocimiento y agradecimiento, en esta pequeña celebración.

- ¿Está muy distinta la casa a como la conoció? - me preguntó la ancianita cuando me acompañó de nuevo a la puerta para despedirme. Sonreí, al salón vacío, donde aún las brujas me miran desde las sombras. Donde aún mi infancia vive y se eleva, tan real, tan presente. Tan verdadera. Sacudí la cabeza. Las manos apretadas de emoción contra las caderas. La mirada azul del recuerdo tan profunda y tan dolorosa. Tan real.

- Nada cambia quizás - le respondí - todos somos los mismos, quizás sin saberlo.

Lo pienso, sentada frente a las velas de un ritual silencioso. Con el cabello trenzado cayendome sobre los hombros. Y es que hay un origen para todas las cosas, me digo. Y también el principio de un nuevo ciclo. Todo entre mis manos, todos en lo que espero y aspiro. Un recorrido circular en la esperanza. Un trayecto que recorro en mi espíritu, una y otra vez.

Sonrío, al futuro. A la bruja que soy.

Así sea.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Proyecto "Una película cada Viernes": Metropolis de Fritz Lang.





Hablar sobre películas que marcaron un hito en la historia del cine, es un tópico tan genérico como ambiguo. Y es que desde los primeros intentos de crear fotogramas en movimiento hasta las recientes maravillas técnicas, el cine es una ciencia arte en constante evolución, replanteamiento y transformación. Ya sea desde el punto de vista visual -  la construcción de la imagen como una forma de lenguaje - hasta la visión argumental - de la historia que se cuenta y se esconde entre imágenes - el cine es un planteamiento donde la visión del autor y sobre todo, la interpretación del espectador crean una visión única sobre lo que se muestra, se narra, se insinúa, se construye como metáfora visual. Por tanto, escoger una película que haya brindado una nueva interpretación a una idea con tan numerosas implicaciones es cuando menos osado, cuando no directamente sin sentido.

Aún así, hay algunos films que se conservan en la memoria del cine como únicos, poderosos, símbolos de las posibilidades del arte/técnica, un elemento originario de lo que vino después, de lo que se creó a partir de su legado inmediato. Y quizás uno de esas piezas inolvidables, imperecederas en la concepción del cine tal como lo conocemos actualmente sea "Metropolis" del gran maestro del cine alemán Fritz Lang. Porque no sólo se trata de una pieza visual única que renovó - y reconstruyó - el planteamiento de lo que el cine podía ofrecer como espectáculo, sino toda una original concepción sobre los alcances del argumento, la visión intrínseca de lo que es el cine y lo que le brinda su capacidad para asombrar: esa cualidad casi mágica de deslumbrar los sentidos del hipotético espectador.  Sin género de duda, podría decirse que buena parte del cine actual, del espectáculo hedonista que actualmente concebimos como cinematografia, es el resultado de ese gran triunfo de la imaginación, esa experimento de visiones y reflexiones  que es "Metropolis".

Y es que además de ser un extraordinario espectáculo estético (que lo es) "Metropolis" es también todo una reflexión sobre temas que hasta entonces no habían sido analizados en el cine. Para el año 1926, el cine aún era un rudimentario vehículo  de expresión visual pobremente explorado o al menos, limitado por una serie de restricciones morales e intelectuales que le conferían un cierto aire anecdotico e incluso, infantil. A pesar de las interesantes propuestas de un Hollywood aún recién nacido, carente de sentido y sobre todo, de verdadero objetivo, el cine era aún una mera proyección de imágenes atractivas e impactantes destinadas a deslumbrar a un espectador pasivo. Todavía era una ciencia muy reciente en su creación para ser considerara arte y mucho menos, un lenguaje lo suficientemente desarrollado como para ser comprendido a cabalidad. Y es por ese motivo que la obra de Lang sorprende, asombra y desconcierta. No sólo analizó y con una implacable profundidad tópicos como la lucha de clases, la alineación de las clases y la opresión del poder sobre el ciudadano sino que además, lo hizo creando un universo simbólico a su medida, una recreación de un futuro distópico elaborado a través de toda una serie de concepciones sobre la universalidad del hombre y su pensamiento que desconcertaron a la critica y al público de su época. El director, con una asombrosa capacidad para predecir una visión distante del futuro (o todo lo distante que pudo imaginar, situándolo en el año 2000 como limite del mundo conocido) creó una interpretación pesimista sobre la tecnología, pero también un profundo alegato sobre la capacidad del hombre para construir - y destruir - su futuro a través de sus decisiones y su visión sobre su identidad. La literatura clásica parece mezclarse con la objetividad y un punto de vista renovador sobre las relaciones de poder. Porque para Lang, lo inmediato es sólo un paso hacia el futuro, una promesa de lo que vendrá y sobre todo, una responsabilidad histórica sobre el porvenir. Una conjunción de valores que "Metropolis" logra captar y expresar con enorme precisión.

Pero "Metropolis" es también es un espectáculo visual a todo nivel: gracias a la genial labor del director de fotografía Karl Freund, la película no sólo es un fresco expresionista del cine Alemán, sino un prodigio de imaginación y recursos. Desde los paisajes urbanos, construidos a partir del mito de la Torre de Babel, hasta el magnifico uso del montaje, Lang crea un mundo efectista donde cada línea y juego de luz y sombra parece tener no sólo un sentido sino un importante papel en el desenvolvimiento de la película. Con una precisión que aún hoy en día resulta asombrosa, Lang crea una puesta en escena impecable y creíble, para su ciudad y su interpretación sobre el futuro. La mirada de la cámara estática - siempre objetiva, jamás protagonista - recorre construcciones urbanas hasta entonces consideradas imposibles: rascacielos y valles de pulido metal, que brindan un contexto idóneo a una historia basada en los contrastes. Recorremos como un ciudadano más la ciudad fantástica, asombrosamente hermosa, que parece existir por un esfuerzo de imaginación de su autor y brindarnos una perspectiva muy exacta de esa visión del cine sobre la realidad: fragmentos de un mundo posible.

El diseño de producción de "Metropolis" sentó bases además para lo que sería décadas después el cine de ciencia ficción propiamente dicho. La planificación de los espacios y ambientes, en beneficio de la historia que se cuenta, permiten a la película no sólo mostrar de manera impecable una interpretación de un mundo desconocido, sino además, sostener la idea que se plantea como esencial en la película: ese debate entre el pesimismo de la deshumanización y el temor a la tecnología como enemigo enigmático de la naturaleza humana. Hoy en día, continúa impresionando la magnitud del resultado fílmico, una audaz combinación de experimentación y construcción de un lenguaje visual asombroso que influyó definitivamente, en la manera como se concibió el cine después.


En más de una ocasión, Lang aseguró que "Metropolis" no era una imagen del futuro, sino de la promesa que sugería el presente, un enrevesado juego de palabras que no obstante, parecen definir mejor que cualquier otra frase la película. Y es que tal vez, esa sea la mejor manera de comprender esta profunda reflexión sobre el espíritu humano, los contradictorios abismos de la razón y la forma como el poder puede amenazar lo que creemos real y posible, sea a través de esa anuncio de la posibilidad, de lo que el futuro simboliza - o quizás representa - más allá de nuestros temores y esperanzas.  Porque Lang, desde los planos secuencias que muestran el futuro, también advierte, con la sutileza del buen creador, de los peligros del hombre que pierde su identidad en favor de la tecnología, e incluso ese temor perenne a lo desconocido, a lo que nos espera en el límite mismo de lo creemos habitual. Sin duda, ese es el mayor triunfo del director: Construir una fabula sobre el espíritu humano a través de sus temores, mostrando además los limites impredecibles de la imaginación y la capacidad para crear.


¿Quieres ver la película "Metropolis" de Fritz Lang online? Hazlo desde aquí https://www.youtube.com/watch?v=4tH1syo7lHs

jueves, 25 de diciembre de 2014

Amor sin fronteras: Navidad a la Venezolana.




La anciana me miró a través de la puerta entreabierta. Parpadeó, intentando aclarar la vista. Supongo que no lo logró. Después de todo, sólo nos habíamos visto en una ocasión, durante el acto de graduación universitaria de su hija mayor. Retrocedió un paso, insegura.

— ¿Y usted quién es? — me preguntó con voz titubeante.
— Vengo de parte de Liliana.

Apretó los labios. La delicadísima red de arrugas en su piel se contrajo con un gesto de dolor. Me conmovió esa pequeñísima huella de angustia, de un sufrimiento callado y paciente que yo no podía comprender muy bien. Abrió un poco más la puerta.

— Mi hija está en Alemania.
— Y le envía esto.

Extendí el paquete, con el lazo rosa chillón y bien envuelto en papel de regalo. Aguardé, mientras la anciana madre de mi amiga, intentaba decidir que hacer. Finalmente abrió la puerta, se acercó a la reja que cerraba la puerta, una sonrisa temblandole en los labios descoloridos.

— ¿Me mandó eso? ¿Cómo?
— Somos cómplices.

Cuando mi amiga Liliana me telefoneó, casi un mes atrás, no comprendí bien su idea. Eran casi las dos de la madrugada y entre las brumas del sueño, me llevó esfuerzo seguir las rápidas explicaciones de Liliana, que parecía llena de su habitual energía. Me quedé en silencio, tratando de ordenar las palabras en mi mente, de despertarme del todo.

— ¿Que seamos un grupo de…?
— ¡Que sean nuestros angelitos de regalos! No es complicado, sólo se trata de asegurarte junto con mi hermano y mi primo, que mi mamá reciba un regalo de navidad. El mio. En sus manos — me insistió. Se le escuchaba entusiasta, tan cercana. La imaginé en su nueva oficina en Berlin, un pequeñísimo cubículo con una ventana cristalera que conduce a una calle concurrida. Cuando me envió una fotografía del lugar, me habló de como el sol radiante de la mañana llena cada rincón a diario. “Es como respirar luz, incluso en los días más grises y amargos” me contó. La imaginé allí, de pie, sosteniendo el teléfono contra la oreja, mientras miraba el tráfico de la primera hora del día y disfrutaba del brillo de sol de Invierno — necesito que sepa que a pesar de todo…sigo allí.

Liliana emigró hace casi un año y será la primera navidad que pasa fuera de casa. Ha sido un año largo y complicado para ella y su familia: no sólo por la separación sino por toda esa pequeña travesía dolorosa de comprender que el futuro y la vida que imaginaste se encuentra más allá del país donde naciste. Además, la madre de Liliana atravesó un severo cuadro médico que le llevó meses recuperarse. Liliana estuvo semanas convencidas fue una reacción a la separación. No supe como contradecirla.

— Bueno…explícame que quieres que haga — balbuceé. Encendí la lámpara junto a mi cama. El perfil azul de la Ciudad dormida se dibujo en el reflejó de la ventana. Tuve una sensación de extraña irrealidad, como si la conversación y la voz de Liliana vinieran de otro mundo — y lo hago.

No era una idea complicada. O así lo pareció al principio. Sólo se trataba de comprar una bella estatuilla de la Virgen del Valle que la Madre de Liliana siempre había deseado tener, envolverla en papel de regalo e incluir la carta que Liliana deseaba leyera. Su hermano se ocupó de viajar a la isla de Margarita para comprar la preciada imagen en la Isla de Margarita y su primo, de hacer traer la carta manuscrita en encomienda directa desde Alemania. Todo estuvo listo en menos de un par de semanas. Pero para entonces, nuestra pequeña travesura había corrido como pólvora entre los amigos cercanos, entre ese pequeño grupo de exiliados que miran a Venezuela desde una melancólica distancia. Nunca supe bien como se habían enterado del pequeño proyecto de Liliana: un comentario aquí, una llamada más allá, un correo asombrado sobre aquella pequeña obra de buena voluntad. La segunda llamada llegó a mitad de noviembre.

— Supe lo de Liliana y me preguntaba si me puedes ayudar a mi también — me pide Juan José, con voz temblorosa — no es algo aparatoso. Sólo se trata de…

Un obsequio. Una palabra de amor a la distancia. Un sueño pequeñito que comenzó a construirse entre llamadas telefónicas apresuradas, sonrisas y lágrimas. Las imagen borrosa en la ventana del Skype, las voces entrecortadas intentando explicar el deseo, tan humilde, tan dulce, tan cercano. “Sólo deseo que sepa cuanto la extraño” me explica, cuando conversamos, una noche cualquiera. Hace dos años vive en Roma y aún, la distancia le abruma. Me cuenta sobre la sensación de vacío, las líneas interminables de lo que añora. Del insomnio amargo, de las largas conversaciones telefónicas, de llanto que se contiene. Para Juan José, emigrar fue una decisión que no pudo evitar tomar: desempleado por más de dos años, aún ocupando su habitación de soltero en la casa de sus padres, sin posibilidades de avanzar en ninguna dirección, decidió que el único camino viable era comenzar de nuevo, reconstruir los escombros de lo poco que había logrado conservar en la debacle. Dos años más tarde, aún se esfuerza por avanzar, poco a poco, entre el sinsabor y los pequeños triunfos. Y el peso de la distancia, del país que se quedó atrás, de esa inevitable desazón de no pertenecer aún a ninguna parte.

— Creo que si logro enviarle un obsequio así a mi mamá y a mi papá, sentiré que de alguna forma, estamos otra vez juntos — me dice. Como si se tratara de una pequeña fantasía, una ilusión quebradiza. Lo escucho en silencio, sin saber que decir. Quizás no hay una palabra correcta, para describir ese espacio vacío que transita el emigrante, esa sinuoso camino entre lo que deja atrás y lo que espera encontrar. ¿Qué puedo decir yo? me encuentro al otro lado del camino, sin tomar la decisión, sin saber si la tomaré finalmente. Pero sabiendo que la disyuntiva existe, que forma parte del día a día de todos los que como yo, aún intentamos sobrevivir a Venezuela.

Pienso en esa idea mientras envuelto el obsequio que llevaré a la hermana de Beatriz. Se trata de una caja llena de fotografías impresas, rostros que no conozco pero que sonríen, saludan a la distancia. Me las envió una a una por correo electrónico, riendo y llorando desde la pantalla del Skype, desde el Londres lluvioso que se dibuja a su espalda casi irreal. Son fragmentos de su nueva vida, de cada pequeño logro y triunfo que ha logrado conseguir en un largo año de trabajo. “Aquí fue cuando finalmente conseguí mi trabajo” me dice mostrándome la imagen que la muestra riendo a carcajadas, los brazos alzados hacia el cielo siempre gris, el gran salto de entusiasmo que parece resumir una pequeña batalla personal. “Y esta otra, es cuando me mude al departamento donde vivo ahora. Fue el mejor día de mi vida”. La imagen me muestra un lugar pequeño, modesto, pero con las paredes cubiertas de imágenes de Venezuela. De los paisajes del llano que Beatriz y su familia visitaban con frecuencia, del azul interminable del cielo de Caracas, de la familia numerosa reunida alrededor de la madre anciana. “Y aquí, es el día en que dejé de llorar”. Miramos la fotografía en silencio. Beatriz parece muy joven, con su rostro moreno enrojecido por el aire helado que le revuelve el cabello, sentada frente al Támesis. Y sonríe. Por primera vez en meses, me dice. Por primera vez en tanto tiempo que tiene la impresión que la última vez que lo hizo, fue en Venezuela. “Le gustará tenerlo” me dice con los labios apretados “A mi mamá le gusta la fotografía”.

De pronto, son tantas historias y tanta añoranza, que siento que atesoro las vidas de todos los que este año abandonaron Venezuela, de todos los ausentes, los espacios vacíos silenciosos. De las palabras que nunca se dijeron, de las pequeñas confidencias perdidas en el tiempo. Envuelvo los regalo (ya son tres, en total) llorando aunque no sé exactamente el motivo. Pero lo hago, con una sensación de sencillo dolor, por todas las puertas cerradas, por las manos extendidas a la distancia. Por esa imagen dulcísima del recuerdo más allá de la frontera. Me pregunto, una y otra vez, como sobrevivirá esta generación rota, lastimada, a esta diáspora obligatoria, a esta huida desesperada que ninguno pudo prever. Y me hiere, esta sensación de dolor diminuto, intimo, por todas las veces que dije adiós, por todas las ocasiones en que apreté los labios para no llorar en las despedidas. De los abrazos para abarcar toda una historia, de las sonrisas temblorosas. Una y otra vez, sacudiendo la mano a la figura que se aleja lentamente, al que lleva la vida en dos maletas. Una y otra vez, las conversaciones en la pantalla borrosa, la nueva vida que empieza. Y como duele, saber que hay cientos de historias aún por contarse, de esa distancia insoportable que parece hacerse cada día más dolorosa. De pie, frente a la cajas envueltas en papel de colores, pienso en todos los momentos fragmentados, a medio construir. Y la tristeza se hace interminable, gris y quebradiza, un camino que avanza hacia lo desconocido.

— Pero aún estamos aquí — me dice el hermano de Liliana, pasándome el brazo por los hombros. Juntos, hemos recorridos casas y tiendas, conversado con desconocidos, visitado a extraños que nos sonríen agradecidos — y sólo nos queda continuar.

El día veinte de diciembre comenzó muy temprano. Subí los pocos escalones hacia el apartamento de la madre de Liliana con la respiración agitada y las manos heladas de puro nerviosismo. Toco la puerta, espero. El paquete apretado contra el pecho. La emoción tan cerca de la superficie que me colorea las mejillas. La noche anterior, Liliana me pide que apenas le entregue a su madre su obsequio, le llame por teléfono. “Necesito escucharla reír, que sepa que a pesar de todo, sigo allí”.

Aguardo, mientras la madre de Liliana abre con cuidado el paquete de regalo. Lo hace con una timidez delicada que me conmueve. Poco a poco, rompe el papel, deja el lazo de tela a un lado. Y luego toma la carta, que coloqué junto al cartón con cuidado. La mira, acaricia el papel con la yema de los dedos. Y entonces sonríe. Una sonrisa que ilumina sus ojos castaños tan cansados, que llena de una radiante vitalidad su rostro pequeño. Toma el sobre con sus dedos sarmentosos, lo sostiene con una enorme delicadeza. Supongo reconoció la letra de inmediato.

— Se lo envía Liliana, para que sepa que a pesar de todo…siempre está aquí — digo en voz baja. La emoción me corta la respiración, me deja aturdida. La anciana me mira, los ojos iluminados por una emoción profunda, intima. La carta entre las manos. La pequeña imagen de la virgen en las rodillas. Contengo las lágrimas, el hilo de dolor que me cruza el pecho. Pero ella sonríe, feliz y rejuvenecida. Feliz y por un momento en paz.

Lee la carta a solas, junto a la pequeña virgen de manos extendidas. La cabeza inclinada, la sonrisa aún luminosa. Cuando termina, me dedica una mirada silenciosa, amplia, que parece abarcar el mundo. Me quedo sentada muy rígida, sin saber que decir, avergonzada de interrumpir con mi mera presencia, un momento tan íntimo. Entonces la anciana se acerca, extiende los brazos y me abraza. Un gesto franco, cálido, fuerte. Un abrazo por todos los ausentes, por todos los momentos perdidos, las palabras que no se han dicho. El dolor de los huérfanos del gentilicio, de los brazos vacíos.

Cuando telefoneamos a Liliana, ambas ríen. Una risa franca, sincera, pura. La carta aún entre las manos, las palabras que se atropellan unas a otras. Y la Virgen, con las manos extendidas, que las bendice, que es un símbolo del amor entrañable, de la vida que continúa, a pesar de la ausencia.



Siempre me agradó la madre de Juan José. Es una mujer alta y fornida, con una plácida energía cálida que me desconcierta. Cuando me recibe en su pequeño apartamento del Centro de Caracas, sonríe un poco inquieta. No me esperaba.

— ¿Juanjo está bien verdad? — pregunta. Con el acento de la Italiano que nunca perdió del todo. Abró la pequeña bolsa que traje y le extiendo el obsequio. Lo mira sin moverse, el ceño fruncido, su piel blanquísima y pecosa enrojecida por la emoción.
— ¿Y esto?
— Lo envía Juanjo — le digo — para que sepa que está con usted, donde sea que esté.

Aguardó sosteniendo el paquete. Ella finalmente reacciona, lo toma de entre mis manos, lo sostiene entre las suyas. La carta que coloque con mucho cuidado entre los pliegues del papel de regalo es más visible que nunca.

— ¿Juanjo?
— Quería que usted supiera que donde sea que él esté, usted está con él.

Abre el sobre. Lee la carta. Es corta, imagino que unas pocas palabras, pero son suficientes para que su madre suelte una carcajada jubilosa, entre lágrimas, un estallido de felicidad que me sorprende y me entristece a la vez. Y es que de pronto, es tan clara la ausencia del hijo, en la casa vacía, en las fotografías que llenan la casa, en el silencio plácido de esta tarde de diciembre. La madre de Juanjo llora y yo también, con los labios apretados, tímida, pensando que no tengo derecho a hacerlo pero sin poder evitarlo. Lloro por este largo año de decir adiós, por este largo año de sonreír cuando el llanto está tan cerca. Un pequeño dolor inaudito, una voz en la distancia.

El regalo de Juanjo en es una fotografía suya y de su novia enmarcada en un primoroso marco plateado. Su madre la aprieta contra el pecho, se queja de lo delgado que lo encuentra. “¿No se ve en los huesos?” me dice, acariciando con la yema de los dedos el cristal. “Pero se ve que la muchacha lo quiere” acaricia con los dedos el rostro de la nuera desconocida, del hijo ausente y por un momento, la distancia resulta intrascendente. La emoción genuina los une, los reconforta. Por un momento, el largo año de silencio se llena de risas, se llena de esa sensación espléndida de pura esperanza.

— Le va bien a mi muchacho — me dice. Aún llora, un llanto bonito y solemne, de madre complacida. Coloca el portarretrato en el lugar de honor en la mesa y lo mira, con una sonrisa. Juanjo, más delgado y sin duda mucho más cercano, es de nuevo, parte de su familia.



Los padres de Beatriz apenas me conocen. Cuando les telefoneó para anunciar mi visita, la aceptan con cierta rigidez. El hermano de Liliana suelta la carcajada cuando se lo cuento.

— Ser un angelito de los regalos no siempre es sencillo ¿No? — bromea. También se ha llevado su traspiés: ayer llevó un obsequio para un buen amigo suyo y el padre le regañó por llevarle un sobresalto a la madre. Y sé que el primo bienintencionado también se ha tropezado con su pequeños sinsabores. Pero no importa tanto, me digo sonriendo. O quizás sí: es parte de esta experiencia compartida, de esta noción de a pesar de la distancia, aún hay un camino que recorrer.

Beatriz emigró a Inglaterra hace seis meses. Fue una decisión complicada que le llevó esfuerzos tomar: su madre sufre de un padecimiento crónico que necesita constante atención medica. Más de una vez, le preocupó el pensamiento de dejar a su padre con la responsabilidad de su cuidado, pero por último, justo por la insistencia de su padre. “Debes encontrar el lugar donde puedas vivir la vida que deseas” me cuenta Beatriz que le aconsejó su padre unos días antes de abandonar el país. “Y Venezuela ahora mismo no lo es”.

Recuerdo esas palabras mientras le extiendo la caja de regalo al padre de Beatriz, un hombre macizo que lleva sus casi setenta años con dignidad. Fue un inmigrante Español de la segunda guerra Mundial. Un hombre modesto, austero y tímido que no comprende muy bien mi visita, el obsequio bien envuelto, la que le extiendo a continuación. La madre de Beatriz tiene uno de sus días “pesados” me explica, y por eso no puede venir a recibirme. Pero agradece “mi rara insistencia de venir a la casa”. Sonrío, comprendiendo su incomodidad y quizás su desconcierto. Y quizás conmovida por su sinceridad.

— Esto se lo envía Bea — le digo en voz baja — es su regalo de navidad para ustedes.

No responde. Se queda con el paquete sobre las rodilas. Las grandes manos callosas del trabajo duro apoyadas sobre el cartón. Beatriz me contó una vez que su padre levantó su casa con sus propias manos. Y también la panadería en la que ha trabajado por más de treinta años. “No dejó que nadie le ayudara nunca. Siempre dice que su casa es su otro hijo” me contó. Un padre amable, humilde. Un hombre de mirada intranquila, en esa pequeña solitaria.

— ¿Beatriz me mandó esto? — repite.
— Sí, quería que supiera que siempre está con usted.

Rasga el papel con un gesto firme, fuerte. Las fotografías sonríen al fondo de la caja. Beatriz frente al Támesis. Beatriz saltando jubilosa frente al sol. Beatriz en su casa nueva. Beatriz sacudiendo los brazos en medio de un campo lleno de flores. Beatriz en todas partes. Su padre toma una de las imágenes, la levanta con dedos temblorosos. La mira, con los labios apretados. Beatriz le sonríe desde el papel. Tienen los mismos ojos, pienso con las lágrimas rozándome las mejillas. Y quizás la misma sonrisa.

En silencio, el padre de Beatriz acaricia las imágenes. Una a una, como si con cada roce del papel pudiera abrazar a la hija ausente. No sonríe, no habla. No lee la carta que aún permanece cerrada junto a él. Sólo mira el rostro de Beatriz, que desde su nueva vida parece asegurarle que todo estará bien, que la vida transcurre, a pesar de todo. Que a pesar de la distancia, aún es su hija. Aún está allí, aún extiende los brazos para recibir ese amor silencioso, ese abrazo fraterno silencioso que espera por ella.

Incluso cuando se despide de mi con un abrazo, el padre de Beatriz no me dice nada. No me importa. Miro su bonita casa bien cuidada, el diminuto jardin impecable, el automovil envejecido junto a un viejo árbol torcido. Y pienso que la ausencia tiene el sabor de todas las palabras que no se dijeron, de todas las manos que se extienden vacías. De este silencio, me digo con un suspiro triste y conmovido, lleno de todos los recuerdos, de las pequeñas escenas que se atesoran, de ese amor callado y profundo del que aguarda y añora.

Más tarde, mientras contemplo la línea verde del Ávila, pienso en este país entre escombros, en esta pequeña soledad del gentilicio herido. Y me pregunto, de nuevo, como otras tantas veces durante ese año de despedidas, de puertas cerradas y silencios, como cicatrizarán estas heridas de la perdida y del dolor. Que nos espera más allá, de esta sencilla despedida, a fragmentos, en un futuro brumoso, de la Venezuela que recordamos y que lentamente dejó de existir.

Quizás no existe respuesta para eso, me digo. Y probablemente eso sea la certeza más dolorosa de todas.

C’est la vie.