sábado, 30 de julio de 2016

Danza de primavera y otras historias de brujería.





Mi tia J. era una mujer con un carácter tempestuoso. O esa era la manera como solía definirla mi abuela - la sabia, la bruja - en un intento de explicar su impulsividad, impaciencia y esa personalidad suya tan cercana al furor y a los extremos. Tia siempre parecía a punto de sufrir una rabieta descomunal, de esas que enrojecen las mejillas y hacen brillar los ojos. O derramar su colorida tristeza en un llanto sentido y absurdo que le llevaba horas consolar. Cual fuera el caso, tía siempre parecía estar en medio de un delirio tumultuoso y extraordinario, como si su manera de comprender al mundo tuviera inmediata e íntima relación con esa intensidad volcánica que parecía no poder contener.

- Es una bruja, es normal que se comporte así - comentó en una ocasión mi abuela. La miré desconcertada.
- ¿Qué grite es cosa de brujas?

Tia siempre hablaba en voz alta. Le encantaba hacerlo además: tenía un tono poderoso y florido capaz de hacerse escuchar y notar en cualquier parte. Tia siempre parecía al borde del desastre, en medio de alguna batalla íntima y su voz - grave, levemente rítmica - era el precursor de esa energía desordenada y brillante que parecía sacudirla tan a menudo.

A mi, por supuesto, me encantaba. Cuando venía de visita a casa, la seguía a todas partes, medio desconcertada por ella, por ese extrañísimo comportamiento suyo que jamás pude entender muy bien. Me asombraba oírla cantar a toda hora y en todas partes, conversar con voz tan potente que podía escucharla con toda claridad desde mi habitación mientras debatía sus candentes ideas políticas con quien quisiera escucharla en el salón. Todo en ella era brillante, muy definido. En contraste, todo lo demás tenía un aspecto un poco borroso a su alrededor.

- Que viva a plenitud es cosa de brujas - dijo mi abuela con una sonrisa - Una bruja lleva fuego en el espíritu.

Esa me pareció una imagen encantadora. De inmediato imaginé una mujer con cabellos flamígeros flotando alrededor de su cabeza. Por supuesto, la bruja en llamas en mi mente era idéntica a tia J. e incluso tenía su sonrisa maliciosa y exaltada. Solté una carcajada de puro placer.

- ¿Se incendia la tía de vez en cuando?

Con ocho años, estaba bastante convencida que cualquier cosa maravillosa y extravagante podía ocurrir en la aún muy misteriosa casa de mi abuela. Llevaba menos de dos meses viviendo en ella y no tenía dudas que aquel enorme caserón destartalado y lleno de maravillas cotidianas, guardaba montones de secretos que aún no había descubierto. Coloreada por mi salvaje imaginación infantil, la vieja casa familiar era quizás el lugar más mágico que había conocido nunca.

De manera que no me parecía en absoluto extraño que una de mis particulares parientes tuviera algún don misterioso y demencial, como incendiar su cabello o escupir fuego. De hecho, solía fantasear que tarde o temprano, yo también descubriría alguna capacidad estrafalaria, fruto por supuesto de esa extraña historia familiar de la que formaba parte. ¿O es que alguien había conocido alguna vez una bruja que no pudiera hacer cosas fantásticas y sorprendentes? pensaba todo el tiempo, corriendo de un lado a otro por el jardín antipático de mi abuela. Con toda seguridad, en algún momento descubriría que podía volar hasta la rama más alta del árbol de mango o caminar de cabeza para mirar la enorme biblioteca de mi abuela y robar alguno de los libros que tenía prohibido leer.

-  Agla, ¿Qué piensas de lo que te acabo de decir?

Abuela me miraba con la ceja enarcada. Me pregunté cuanto tiempo había estado allí de pie boquiabierta imaginándome cosas. Me encogí de hombros, avergonzada.

- Lo lamento...pensaba en las brujas y el fuego.

Mi abuela me dedicó una de sus miradas apreciativas. Pensé me reñiría - como solía hacer mi mamá cuando me perdía en mis pensamientos - pero en lugar de eso, soltó una breve carcajada.

- Te decía que toda bruja es una mujer que tiene poder sobre su propia vida. Que se impulsa hacia adelante, atraviesa mares y caminos para llegar al centro junto de todo lo que le interesa y ama. Brilla con luz propia y a veces ese resplandor es tan fuerte que termina quemándose.  Por eso tu tía tiene fuego en las venas y en el corazón. Lo avivo ella misma. Nació de sus dedos.

Abuela siempre me hablaba así, como si me tratara de una adulta y no la niña que era. Y eso me agradaba mucho, aunque la mayoría de las veces no entendiera gran cosa de lo que me decía. Aún así, las palabras quedaban flotando en algún lugar de mi mente, como fragmentos de un rompecabezas muy complejo que creaba poco a poco. Me gustaba esa sensación de ir aprendiendo aunque no lo supiera, de avanzar hacia un conocimiento más profundo a través de pequeños descubrimientos en mi mente. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en términos tan complejos. Pero si sabía que ese hábito un poco excéntrico de mi abuela, era su manera de enseñarme. De hablar de ese gran paisaje desconocido que era la brujería.

- Entonces una bruja es una mujer poderosa - pregunté pensando en una de mis heroínas favoritas. Abuela tomó el libro que leía y se lo puso sobre las rodillas.
- Juguemos a algo. ¿Quieres?

Parpadee. ¡Por supuesto que quería hacerlo! Me pregunté que tipo de cosas hacian los adultos - las brujas, me dijo una vocecita excitada en mi mente - para jugar. Qué tipo de sortilegios, hechizos y conjuros usaban para divertirse. En mi mente, estallaron fuegos artificiales de pura expectativa.

- Dime lo que piensas sobre las brujas y yo te diré la verdad sobre ella - dijo mi abuela.

Me quedé muy quieta, dejando que las palabras encontraran un lugar en mi mente y ajustaran unas con otras. ¿Decirme la verdad sobre las brujas? ¡Eso si que sonaba estupendo! Durante el par de meses que había vivido en casa de mi abuela, había aprendido lo suficiente para saber que las mujeres de mi familia no eran brujas como las que me contaban en los cuentos o mostraban en las películas. Eran mujeres complejas, extravagantes, extrañas. Mujeres sorprendentes, con el genio vivo, la inteligencia despierta. Mujeres que reían en ruidosas carcajadas, que lloraban a lágrima viva, que comían con buen apetito, que abrazaban con tanta fuerza que te hacían crujir los huesos. Mujeres que podían recorrer el mundo - y regresar - para encontrar algo amado. Mujeres que amaban. Mujeres que sentía la cólera con tanta sinceridad como para entender sus peligros y su belleza. Mujeres atormentadas, poderosas, tristes y felices.

Pero ¿Eso las hacía brujas? me lo preguntaba a veces, cuando veía a mi tia E. ordenar con meticuloso cuidado los cientos de tarros con especias y hierbas en el anaquel de la cocina. O cuando mi abuela leía en voz alta libros sobre filosofía y arte que poco o nada tenían que ver sobre lo que yo creía podía ser la magia.  O incluso, cuando veía a mis primas más jóvenes, llevando ropa moderna y disfrutando de la vida como cualquier otra chica de su edad. ¿No se suponía que las brujas eran mujeres misteriosas y distantes? ¿No eran criaturas solitarias y en ocasiones inquietantes, habitantes de bosques y pueblos remotos, protectoras de un tipo de sabiduría ancestral? ¿Cómo podrían serlo también estas mujeres risueñas, brillantes, con empleos y profesiones modernas, de cabellos cortos, de manos ágiles? ¿Cual era la semejanza entre las brujas que llenaban las páginas de los libros y esta nueva generación tan sorprendente? No lo pensaba claro, en términos tan complejos. Pero si sabía que había una considerable diferencia entre las brujas de las manzanas envenenadas y cualquier mujer de mi familia.

- ¿Y como se juega eso? - pregunté entusiasmada. Abuela se arrellanó en su salón de orejas y sonrío, con las manos abiertas, en una evidente invitación.
- Pregunta.
- ¿Pregunto?
- Lo que quieras.
- ¿Y lo vas a responder?
- Pregúntame todo lo que quieras sobre las brujas y lo responderé - insistió - quizás te lleves una sorpresa.

No sé cuál podría ser esa sorpresa pero de inmediato, olvidé esa posibilidad, envalentonada por comenzar aquel juego extraño y curioso. Intenté ordenar mis ideas. ¿Qué era lo que deseaba saber sobre las brujas? ¿Qué era lo que tanto me intrigaba y que ahora podría saber? De pronto, mi mente se llenó de palabras, recuerdos, sensaciones y una curiosidad indomable. Apreté las manos contra el pecho e intenté escoger una sola pregunta entre las multitud que me daban vuelta en la cabeza. De inmediato supe que quería saber primero.


- ¿Una bruja puede hacer cosas mágicas? - le solté en un jadeo de emoción - ¿Volar? ¿leer mentes? ¿Hacer conjuros?

Por supuesto, no tenía idea de lo que era un conjuro, pero sabía que era algo emocionante e insólito, justo el tipo de cosas que estaba segura ocurrían en casa pero nadie me contado hasta entonces. Abuela soltó una carcajada alegre.

- Sí, claro. Una bruja hace magia.  Una bruja crea cosas a partir de sus ideas. Una bruja construye y destruye lo que desea para aprender. Una bruja asume el poder de su mente y su voluntad para expresarse. Una bruja escribe, canta, baila, esculpe, pinta. Una bruja crea con sus manos, con su mente y con su cuerpo. Una bruja transforma el mundo que le rodea con pasión, con amor. Con ese conocimiento intuitivo y profundo sobre lo que asumimos real y lo que puede no hacerlo. Una bruja hacia magia desde su capacidad para crear.

No supe que decir a eso. ¿Eso era magia? me pregunté un poco confusa. Pensé en las brujas de los cuentos de Magia, que tomaban ingredientes y conocimientos para crear pócimas y bebedizos. De las brujas que miraban en el caldero para ver el futuro. De las brujas que miraban con ojos entrecerrados el futuro. Era...un poco como lo que decía mi abuela ¿No?. O al menos a mi me lo parecía. Pero en sus palabras había algo más profundo que calderos encendidos y escobas voladoras. Había algo bello,  real que gatos negros y sombreros puntiagudos. ¿Eso era la magia?

Me miré las manos. Pensé en lo que sentía al contar pequeñas historias desordenadas con mi letra desigual e ilegible. Escribía desde muy niña. Nada que mereciera leerse ni tampoco otra cosa que fantasías estrafalarias infantiles: Casas que hablaban, montañas que guardaban ciudades enteras en su interior, viajes a la luna en zapatos trenzados. Pero ¡Qué maravilla sentía al hacerlo! ¡Que alegría me recorría cuando tomaba el lápiz y comenzaba a soñar a través de las palabras! ¡Que sensación vívida, como si el mundo real y el imaginario fueran una misma cosa sobre la página de papel. Eso tenía algo de mágico ¿No? Tenía que ser magia de verdad.

Sonreí. Abuela ladeó la cabeza, enarcado su ceja curiosa.

- ¿No tienes más preguntas?
- ¡Claro que si! - exclamé. Tomé una bocanada de aire - ¿Una bruja es malcriada?

Eso se lo había escuchado a mi impenitente tía J., que lo decía con júbilo y una enorme exuberancia. Pero "malcriada" era la palabra que utilizaban las monjas bigotonas del colegio francés en donde me educaba, para señalar a las niñas desobedientes, a las que siempre sufrían regaños y expulsiones. Como yo. No era una palabra que me gustara mucho. Así que tenía que preguntar.

- Una mujer "malcriada" suele ser una que expresa sus emociones como puede y como quiere - dijo mi abuela para mi sorpresa - que no se atiende a los límites de la cultura donde nació. Y se le llama "malcriada" porque alguien a quien se le educa bien, sabe obedecer y callar. O al menos, eso se creyó mucho tiempo. Pero una bruja no se atiene a esas cosas. Una bruja es una mujer que rompe las reglas, que hace lo que considera necesario para crecer y madurar, incluso si eso quiere decir que con toda seguridad se enfrentará a lo que otros consideran real o verdadero. Una bruja hace sus propias reglas y lucha porque sean justas con su propio espíritu. Una bruja lucha por lo que cree, sabe qué batalla luchar. Una bruja no le teme a contradecir, a caminar por el camino menos transitado. Una bruja sabe a donde dirige su corazón.

- Y es malcriada - insistí. Mi abuela río a carcajadas.
- ¡Claro que lo es! ¡Y disfruta siéndolo! Una bruja hará siempre lo que quiera mientras su comportamiento no dañe a nadie.

Suspiré. Me gustaba mucho lo que mi abuela acababa de decir, aunque suponía que a mi madre y no digamos a las maestras del colegio, les gustaría mucho menos. Solté una risita.

- ¿Una bruja es buena? ¿O puede ser mala?
- Una bruja decide según su sabiduría, conocimiento y experiencia. El bien y el mal son conocimientos morales, ideas culturales con las que crecemos y asumimos absolutas. Pero no lo son. Una bruja respeta a cada una de las personas que le rodea,  sus creencias y tradiciones, aunque no concuerden con las suyas. Una bruja sabe que cada hombre y mujer merece ser escuchado, comprendido y amado. Y actuará en consecuencia. Pero el bien y el mal están en su corazón. Los excesos, los dolores y el miedo. La alegría, el amor y la pasión. Porque cada espíritu tiene el conocimiento de su experiencia. Y una bruja no sólo lo asume necesario, sino que lo celebra.

Me asombró esa idea sobre lo bueno y lo malo. Las monjas del colegio eran muy puntillosas sobre lo que era la bondad y la maldad y casi siempre, esa visión se parecía mucho a las reglas que todas las alumnas debíamos obedecer. Pero al escuchar a mi abuela, comencé a pensar que quizás no todo era tan sencillo, tan evidente, tan concreto. Y eso me gustó

- Las monjas del colegio dicen que todas debemos ser "niñas de bien" para que Dios no nos castigue - expliqué a continuación - ¿Una bruja no cree eso? ¿O no le da miedo que Dios se disguste con ella?

Mi abuela suspiró. Uno de sus largos suspiros que siempre solían indicar que estaba pensando en cosas muy profundas. A la distancia del tiempo, me pregunto si aquella tarde lluviosa de mayo, intentaba decidir como explicar a la niña inquieta y curiosa que yo era, la sutilezas de la religión, esa ligera línea que divide la creencia con la madurez intelectual. Y aún me sorprende de nuevo su paciencia, su enorme capacidad para mirar el mundo más de lo obvio.

- Las brujas creemos que Dios es en realidad una Diosa, una energía capaz de dar vida y crear, que no te juzga ni tampoco te pide explicaciones - dijo entonces en un tono mesurado y lento que me sorprendió. Tal parecía deseaba que asimilara palabra por palabra de lo que me decía - la Diosa es como la naturaleza, inexplicable, contradictoria, poderosa. La Diosa no es buena ni mala, ni se disgusta o te castiga. La Diosa sabe que hay un poder en ti que te permite discernir lo que haces entre lo injusto y lo justo, lo que te hará crecer y lo que no. La Diosa confía en tu inteligencia.

Por un largo minuto, me quedé en silencio, dejando que las palabras se ordenaran para hacerse comprensibles. ¿Una...Diosa? Era la primera vez que escuchaba algo semejante. Sabía de la Virgen María cuya escultura estaba en el centro del Jardín del colegio. Era la Madre de Dios o eso decían las monjas, pero jamás ninguna de ellas me habló de la figura de la Virgen de la forma como mi abuela lo hacía. ¿Eran lo mismo? Mi abuela ladeó la cabeza con cierta tristeza cuando se lo pregunté.

- La visión de la Virgen María es sólo una parte de la manera como los antiguos concebían a la Diosa - me explicó con paciencia - el Cristianismo cree en que la maternidad es algo hermoso y es bendecido por Dios. Pero no en todas las demás cualidades de las primitivas Diosas. Olvidaron que la Diosa además de ser madre, también era guerrera,  violenta, daba la vida pero también la muerte. De manera que...no es lo mismo, aunque alguna vez lo fueran.

Tragué saliva. Aquello se ponía cada vez más complicado. ¡Y pensar que había creído era un juego simple!

- ¿O sea que las brujas no creen en Dios?
- Creemos en una Inteligencia Superior que creó todo lo que vemos y lo que no - dijo mi abuela - y eso es también una concepción sobre Dios, aunque no sea la misma que de las de muchas religiones. Creemos también que hay muchas cosas que nadie puede explicar y que nadie puede entender. Y que eso es bueno.

- ¿No creen en el castigo de Dios?

Para mí, ese era un punto muy importante. Por meses, las monjas del colegio habían insistido que Dios podría castigarnos por hacer cualquier cosa que contradijera la rígida disciplina de la escuela. A veces me preguntaba si Dios nos estaba mirando con el ceño fruncido desde las alturas, esperando para reprendernos.

- Creemos que cada cosa que hacemos tiene su consecuencia y que todo lo que no hacemos, también - explicó - en otras palabra, todo lo que nos ocurre lo decidimos en cierta forma. El "castigo" no es otra cosa que parte inevitable de lo que somos. Del lugar donde nos lleva cada visión que tenemos sobre el mundo.

Sacudí la cabeza. Eso sonaba muy extraño.

- ¿Eso quiere decir que yo decido mi "castigo?
- Lo que quiere decir es que una bruja se respeta así misma más que a cualquier dogma moral, tradición o idea que traten de imponer quienes le rodean o la cultura donde nació - dijo - una bruja confía en su criterio, en su instinto y en su aprendizaje para construir el futuro. Una bruja sabe que lo que hace tiene consecuencias y aprende a vivir con esa conciencia.

- ¿Y eso no da miedo?
- Da muchísimo - mi abuela soltó otra de sus alegres carcajadas - pero también es lo más hermoso que se puede aspirar. Por eso se dice que una bruja es indomable, no tiene compón, es impenitente, irreverente. Una bruja siempre está creando, construyendo, enfrentándose a sus miedos y temores. Una bruja siempre está asumiendo un papel activo en todo lo que necesita aprender. Una bruja jamás se detiene, se enfrenta al temor como puede. Una bruja tiene miedo, claro está. Y a veces es tanto que parece abarcar el mundo. Pero el miedo es una puerta. Cuando la cruzas, encuentras algo más.

- ¿Qué cosa? - pregunté asombrada.

- Aprendes que debes ser fiel a tu valor, a tu poder y a tu convicción - mi abuela se inclinó y apoyó su mano derecha sobre mi pecho. Un gesto firme y bonito que no supe interpretar muy bien - una bruja confía en su criterio, tan ciegamente que en ocasiones parece imprudente. Pero en realidad, es una manera de forjarse a sí misma. De construir lo que desea ser y lo que aspira a crear. Una bruja siempre busca ser libre. Siempre intenta mirar al infinito para no olvidar que su lugar está en las estrellas.

Esta frase me gustó. Tanto, que me llevé las manos al rostro y me cubrí los ojos. En la oscuridad de mis párpados cerrados, vi la noche como la admiraba cada día. Esa monumental belleza que se extendía en todas direcciones haciéndome sentir pequeñas. De pronto me pregunté y fue como una revelación, sino nuestros pensamientos también era parte de esa inmensidad silenciosa. Si éramos, las estrellas y quienes las observábamos, una misma cosa. La idea me deslumbró. Me hizo sentir ingrávida, feliz. Como si se tratara de magia.

- Una vez leí que en las tribus antiguas, todo ritual empezaba repitiendo la palabra "bruja" o "sabia" tres veces para invocar a las tormentas. Que lo hacían como un ritual, todos reunidos alrededor de la llama ceremonial. Pero sobre todo, era una invitación a la sabiduría. Que los hombres y mujeres del pueblo abrían los brazos para saludar a las más ancianas, a la de cabellera blanca. Las sabías, la viejas que sabían las historias de las tribus, la mirada asombrada por los misterios de la tradición. Y es que una bruja siempre ha sido símbolo de lo bueno  - me contó mi abuela - de un tipo de conocimiento viejo y terrenal que por mucho tiempo se consideró sagrado.


Con un gesto lento se levantó del sillón y caminó hacia la ventana junto al salón. El jardín tenía un aspecto salvaje y dorado, con su hierba mal cortada brotando de todas partes moteada por el color de las diminutas flores de verano. Había algo primitivo en ese paisaje privado pero a la vez sin nombre. Una dulzura lenta, nacida de la luz de la tarde. De esa sensación de ternura que me provocaba el olor del aire caliente y húmedo con olor a montaña que lo llenaba todo.

Mi tia J. corría por el jardín. No tenía idea que hacía pero me hizo sonreír su entusiasmo, su cabello al aire, su rostro encendido por las últimas luces de la tarde. Como si se tratara de una niña mujer, saltaba, levantaba los brazos, sacudía la cabeza. Se aferraba a los troncos de los árboles, se impulsaba hacia arriba para alcanzar las ramas más altas. Y todo lo hacía riendo, con los ojos muy abiertos. Simplemente feliz.

- Lo que nos hace brujas es la misma energía que nos impele a mirar el mundo cada día como si lo descubrieramos por primera vez - dijo entonces mi abuela, que también miraba a su hermana pequeña y sonreía - es esa pasión que nos hace luchar a brazo partido por nuestras ideas y valores. Lo que nos hace aspirar a que cada día de nuestras vida tengan sentido, sean hermosos por su capacidad para ser únicos. Que nos hace apreciar el poder del caos, de esa explosiva y desordenada noción que estamos en constante transformación. Eso es una bruja. Eso es una mujer poderosa. Eso es una mujer sabia.

Nos quedamos allí, viendo la tarde caer. Y a tia bailar y bailar para sí misma, con los brazos en alto sobre la cabeza, bajo el cielo limpio y radiante que se asomaba en el perfil de la montaña. Envuelta en el aire fragante impregnado de luz. De la vieja historia que le definía. Del rostro de la bruja antigua que vivía detrás de su rostro joven.

- Recuerda, tres veces bruja para crear la tormenta - dijo mi abuela con una sonrisa - tres brujas para recordar el poder de tu corazón.

Apoyé la cabeza en el cristal de la ventana. La luz me rodeó y me sostuvo. Y sonreí, mano de mi abuela apoyada sobre el hombro, mirando a mi tia bailar y la primera estrella de la noche elevándose sobre cabeza al morir el día. Tres veces bruja, pensé maravillada por la simple magia del momento. Tres veces bruja, como una forma de sabiduría y paz.

viernes, 29 de julio de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Agosto: Japón. Haruki Murakami



Leer a Haruki Murakami es una experiencia sensorial: no solo por su extraordinario pulso narrativo sino además, por su habilidad para crear mundos distantes y sutiles. De hecho, estoy convencida que el mayor atributo de sus historias no reside  - como podría suponerse - en sus maravillosos personajes o en su elegante estilo: es su visión de mundos paralelos e inaccesibles. La imaginación como paisaje agrietado. Así que comenzar a leer un libro del autor es recorrer otra visión de la realidad, es abrir una puerta a paisajes desconocidos, a otra visión de lo que consideramos evidente. Una grieta en ese entramado sutil que tan ingenuamente llamamos realidad.


Y es que Murakami se mueve entre enigmas, misterios y sutilezas.  Como el rodea la historia del libro 1Q84 comienza desde su titulo: en Japonés, la letra "q" y el número Nueve tienen el mismo sonido al pronunciarse, de manera que la nomenclatura es un juego de ideogramas que intenta sugerir esa historia en paralelo que la novela cuenta. Toda la obra de Murakami se comprende de la misma manera, en un juego de espejos: Podría suceder en el Japón  pero en realidad transcurre en ese Universo paralelo de dos Lunas y una sociedad sofocante donde transcurre esa otra visión del tiempo. Como Kafka, de "Kafka en la orilla" que transgrede la lógica y avanza a través de la historia con una inocencia que conmueve y asombra al hacerse vehículo de lo en apariencia sobrenatural. Aún así, la normalidad es reconocible: incluso lo insólito brinda una idea casi real de lo irreal. Tal vez por ese motivo, los personajes nos resultan entrañables, exquisitos, dolorosos:  como la exquisita Aomame, el rostro femenino de la historia de 1Q84  con su inquietante dualidad y más allá, su refinada visión del mundo y Tengo, anodino y frugal en apariencia, incisivo y profundamente cínico en profundidad.

Hay una belleza sutil en medio de las extrañas situaciones que Murakami entremezcla con una idea muy clara de su trascendencia: es evidente desde que todas sus obras están pensadas para convertirse en una visión extraordinaria sobre la realidad y es quizás, uno de los problemas que sueñe echarsele cuando la fantasía parece desbordar la línea del argumento y crear una visión propia sobre un conjunto de ideas más firmes. No obstante, el autor jamás pierde el pulso e insiste en seguir hilvanando con puntada fina lo que cuenta, lo que intenta no decir y ese elemento intangible que intenta ocultar, y que forma parte de un Universo narrativo más amplio que el Murakami apenas esboza, en espera de los siguientes volúmenes de la historia.


Al primer vistazo, todas las obras de Murakami parecieran ser surreales, casi oníricas, un recorrido por la realidad de una manera totalmente distinta, en estratos que se deslizan entre  silencios y un ambiente poético casi hipnótico. No obstante,  Murakami le brinda una identidad nueva a cada una de ellas, y ese quizás el motivo por el cual siempre sorprende a sus lectores devotos y quizá a los más recientes, que apenas descubren lo singular de su prosa. Y es que desde la música   hasta los ensueños de culturales y sociales, un romanticismo lento y gradual, la fantasía como expresión concreta de lo que nos rodea, el mundo creado por Murakami es una reflexión sobre el espíritu del hombre

Porque no podría ser una novela de Murakami si los protagonistas, la historia misma, no transitara entre la realidad y la fantasía  la belleza y el horror, el miedo y el éxtasis  El escritor consigue impregnar todas narraciones de ese cruce de caminos inevitables entre lo que es el tiempo del que sueña y el mundo del que llega a creer. Y es que quizá el mérito de Murakami, sea recordarnos que toda ficción es un arte abstracto, un mundo a medio crearse, una idea que no se ha definido aún. En cada una de sus historias, la realidad parece abrirse hacia una nueva interpretación, hacia una idea que se desdobla sin sentido, más allá de lo que las palabras mismas construyen. Una visión totalmente nueva de lo que creíamos conocido y veraz.

Para Murakami,  la narración se esmera en justificarse, en describirnos esa gran idea de una realidad donde cada palabra tiene un eco propio, y tal vez, es esa meticulosidad - el hecho mismo intentar sostener la propuesta a toda costa - lo que haga que de vez en cuando, carezca de cierta solidez. Tal vez por lo anterior, algunas obras del escritor puedan parecer lentas,  con su necesidad de observar y llevar a cabo una gran indagación sobre el mundo y su circunstancia, pero al final, la idea se transmite con un lirismo puro y duro que deja huella:   todo lo que hacemos en la vida está conectado. Lo que resuena de nuestras acciones pasadas tienen su repercusión en el futuro, en el presente, en toda nuestra historia. Y a veces hay que volver atrás para reiniciar. Para volver a mirarnos, para concebir el mundo como esa gran aldea de pensamientos y emociones que parecen entrecruzarse entre sí.

No obstante, la magia de Murakami persiste e impregna cada una de sus narraciones, ese sueño de la razón donde una sonrisa vale el Universo y el amor se crea a si mismo como una idea que nace cada día. Tanto si eres de los devotos lectores de Murakami como si esta será tu primera experiencia en su mundo, te aseguro que cualquiera de sus libros que será un recorrido inolvidable por los reinos de la imaginación.

jueves, 28 de julio de 2016

Crónicas de la “nerd” entusiasta: Todo lo que debes saber de “American Gods” de Neil Gaiman.





En una ocasión, Neil Gaiman dijo que estaba casi convencido que su libro "American Gods" no podría ser adaptado a ningún formato visual. Lo dijo sin malicia alguna pero sobre todo, luego que en varias ocasiones, la novela intentara convertirse en un guión cinematográfico o televisivo, sin lograrlo. Ya para el 2010, HBO había mostrado interés en una versión serial de la historia, pero por diferentes razones - sobre todo las diferencias creativas entre el autor y los guionistas - llevaron al proyecto a un punto muerto. Tendrían que transcurrir casi seis años para que el canal STARZ (conocido por haber llevado a la pantalla chica productos de excelente factura como Spartacus y Black Sail) retomara el testigo y decidiera crear lo que es quizás uno de los proyectos más ambiciosos de la cadena. Y es que la novela Neil Gaiman - llamada en ocasiones “Los Vengadores de la mitología”- es más que una cuidada recreación sobre mitos y dioses de diversas culturas. Se trata de una búsqueda de significado de la fe y la creencia, pero sobre todo un recorrido por la Norteamérica profunda y su personalidad desconocida. Los Dioses de Gaiman no sólo luchan entre sí por la supervivencia - en una conmovedora batalla contra el olvido y el dolor del desarraigo - sino que se enfrentan por el control espiritual del Centro del Mundo moderno: dioses antiguos y tradicionales con fuertes raíces mitológicas en el Viejo Mundo y los contemporáneos se disputan el privilegio de la fe en una batalla invisible de consecuencias imprevisibles.  Encabezan el reparto Ricky Whittle (Los 1000) como Sombra, el misterioso protagonista, Ian McShane, Emily Browning, Sean Harris, Yetide Badaki, Bruce Langley, Crispin Glover, Jonathan Tucker, Cloris Leachman, Peter Stormare, Mousa Kraish y Gillian Anderson.

No obstante, más allá del suceso televisivo ¿Qué simboliza en realidad "American Gods" como una forma de comprender el origen de algo tan profundo como nuestra curiosidad por lo desconocido? ¿Se trata de una búsqueda sobre los elementos que sostienen nuestra necesidad de creer y como se definen? ¿O como bien dijo su autor, una visión renovada sobre el mito? "American Gods" por supuesto, no se prodiga con facilidad y es una compleja estructura de visiones y reflexiones sobre la naturaleza del espíritu humano como símbolo esencial de nuestra capacidad para comprendernos. Y ese quizás, es su mayor acierto.

Ver, creer y mirar: La teología de Neil Gaiman.

Neil Gaiman suele decir que no está a altura de su propio mito. Que por ese motivo, incluye en su página web, incluye un blog donde detalla su vida corriente y cotidiana. “Nadie puede tener fantasías góticas sobre mi, cuando me imagina limpiando el vómito del gato a medianoche” comenta con su acostumbrado buen humor. Y no obstante sus esfuerzos, es casi imposible no interpretar a Neil Gaiman a través de su capacidad para crear el misterio, para construir una idea sobre el mundo tan lóbrega como hermosa. Porque Neil Gaiman no sólo escribe un Universo a su medida, como cualquier escritor de ficción, sino que además lo dota de una verosimilitud profundamente significativa. De una vitalidad que desconcierta y cautiva a la vez.
Y es que Neil Gaiman, es de un hecho un mito pop, a pesar de sus objeciones al respecto. No sólo por haber transformado el mundo de la novela gráfica con sus series sobre “Sadman” sino por haber brindado una nueva interpretación a la literatura juvenil e infantil. Con su sensibilidad e ingenio, Gaiman logró renovar el género y dotarlo de una renovada energía y sobre todo, otorgarle una original vuelta de tuerca, crear algo tan novedoso que por casi una década se ha mantenido incólume. Una revolución a toda regla en lo que respecta al mundo de la fantasía y a la forma comos se interpreta actualmente. Atípico, con un enorme caudal de referencias culturales y sociales, la obra de Gaiman se mueve con agilidad no sólo entre la narración en estado puro sino además, en una reflexión insistente sobre la identidad de sus personajes y la atmosfera que crea para ellos. En otras palabras, para Gaiman, la profundidad de la literatura no proviene solo del planteamiento central de lo que se cuenta, sino del análisis y la capacidad del escritor para obsequiar al mundo crea de sustancia y belleza. Una noción que Gaiman no sólo afirma en cada una de sus novelas, sino que construye como parte de su visión como creador.

Tal vez por ese motivo,   “American Gods” es su novela más adulta, lo cual resulta un contrasentido cuando se analiza la obra del escritor en retrospectiva. No sólo porque las novelas de Gaiman conservan siempre ese elemento esencialmente inocente que las define mejor que otra cosa, sino que además, se trata de una reflexión de gran frescura sobre su propia perspectiva literaria. “American Gods” como obra literaria, sorprende por su planteamiento original, pero sobre todo, por la manera como el escritor crea una historia que se sostiene sobre la sencillez y una profunda capacidad emocional. Ambiciosa, desconcertante, en algunas ocasiones confusa, “American Gods” resume lo mejor del estilo Gaiman y le brinda una nueva dimensión. Una perspectiva novedosa sobre la manera de narrar y aún más, sobre esa aspiración de todo escritor de crear una obra fundacional sobre la que pueda construir una mitología propia. Gaiman no sólo lo logra con “American Gods” sino que además, elabora una historia que se plantea desde lo sensible y se transforma en un lienzo enigmático donde los personajes y situaciones sostienen una sutil metáfora que es quizás, su mayor triunfo como propuesta.

En más de una ocasión se ha dicho que “American Gods” marca un nuevo ritmo en la novela fantástica americana. El mismo Gaiman, asume la responsabilidad sobre esa posibilidad de ruptura al construir una narración que refleja a la norteamerica profunda desde una perspectiva que rara vez, toca la literatura fantástica. La idea resulta sorprendente sobre todo porque Gaiman, británico de nacimiento, afirmó en más de una ocasión, que la literatura le ha permitido profundizar en su necesidad de comprender a la cultura norteamericana desde lo esencial y elemental. Y es que quizás “American Gods” fue la forma más inmediata en que el escritor pudo vincularse a esa identidad abstracta de un país variopinto y desconcertante. Un análisis no sólo a través de sus paisajes y parajes — que Gaiman describe con amplio y ferviente detalle a través de todos los capitulos de la novela — sino esa personalidad que dota al país de un imaginario propio. Una identidad que trasciende y se crea así misma como un elemento cultural independiente.

Y es que sin duda la característica más llamativa de “American Gods” no es sólo el uso de la fantasía como herramienta para describir y reflexionar sobre la cultura desde un punto de vista totalmente nuevo, sino también esa capacidad de Gaiman para dotar a esa meditada perspectiva de una poderosa capacidad simbólica. No hay un sólo elemento en la novela que sea fruto del azar, que no conecte de manera inmediata con una metáfora más profunda. Desde esa percepción de la Divinidad deudora del poder de la fe, de la herencia histórica y cultural, de la comprensión de lo sagrado como una idea personalísima, la novela re interpreta lo Divino desde una noción intima. Un reflejo que hombre que teme y admira. De sus vicisitudes, luchas, guerras y tristezas. El Dios y el hombre que se conectan, que intercambian esa mirada esencial sobre el rol que la historia les brinda. Como si se tratara de un cuidadoso análisis sobre la psiquis Universal, esa personalidad fecunda que lo que consideramos sagrado crea, sostiene y profundiza.

Gaiman todos esos elementos — y otros tantos — con una habilidad que sorprende. Hilvana con un pulso preciso e inteligente historias en apariencia disímiles y logra una narración que sorprende por su complejidad, pero también por su profunda mirada hacia la identidad del hombre, la primitiva. La poderosa. El escritor logra conjugar en un único escenario todo tipo de visiones sobre lo que consideramos poderoso, lo que trasciende a nuestros temores e incluso, esa percepción insistente sobre la cultura que nos define. La novela además tiene la capacidad de construirse así misma desde los matices. Lo conmovedor, lo grotesco, la satírico, lo terrorífico crean una paisaje enrevesado que la prosa de Gaiman atraviesa con inusual facilidad. Nada humano parece ser ajeno a este contador de historias que ahora, intenta no sólo narrar desde lo utópico una visión común sobre el hombre. Gaiman analiza lo ancestral y logra dotarlo de una expresión contemporánea que sorprende por su solidez. La ternura, la violencia, el dolor, el sexo: todos los elementos que convergen y crean la personalidad humana parecen sostener esta historia indefinible que brinda a la fantasía una nueva profundidad.

Más allá de la historia que se cuenta, “American Gods” parece ser un conjunto de retazos y fragmentos de referencias a otras obras, culturas y percepciones, incluyendo las del autor. El metamensaje se sostiene con enorme facilidad, reflejando no sólo esa amplia percepción sobre lo esencial de cualquier cultura: esa raíz primitiva de miedo, amor, deseo que crea el espíritu humano. Y que es quizás, su mayor trascendencia.

miércoles, 27 de julio de 2016

Lestat y la búsqueda de un final digno: La caída en desgracia de Anne Rice.




Tenía once años o un poco menos la primera vez que leí “Entrevista con el Vampiro” de la escritora Anne Rice. Mucho antes que la historia llegara a las pantallas de cine y Tom Cruise se convirtiera en el rostro del vampiro Lestat. Para entonces, el libro ya era un fenómeno de ventas, pero aún no era el icono cultural en que se convertiría después. Lo encontré en la biblioteca de una de mis primas:me intrigó su portada (la sencilla silueta de dos hombres conversando frente a una ventana abierta) y me pregunté de qué trataría un libro con un nombre tan curioso y directo. Comencé a leerlo por pura curiosidad y de inmediato, se transformó en una de las historias más apasionantes que había leído nunca, a pesar que tuve verdaderas dificultades para entenderla mayor parte de lo que ocurría, pero si lo suficiente para asombrarme por su poder de evocación y su profunda tristeza existencialista. De pronto, los monstruos tenían algo que decir: una idea lóbrega y extraordinaria que cambió mi percepción sobre el dolor, la muerte y la desolación espiritual para siempre.

De manera que podría decir que mi historia con Anne Rice es de larga data. Ha sido una de mis escritoras favoritas del género del terror por tanto tiempo, que puedo decir que su obra simboliza mi percepción sobre las transformaciones de las novelas sobre vampiros y otros monstruos a través de las décadas. Porque Rice, con un pulso firme supo crear un vampiro para toda una nueva generación de lectores: Una reformulación del mito basada en el dolor, la belleza y una contemplación del vacío de la existencia tan agobiante como realista. Los vampiros de Rice beben sangre, pero también historia, estética y se transforman en consecuencia. Todo un logro en esa noción sobre la raíz de la percepción de lo anormal y lo temible a través de la historia de la literatura.

Quizás por eso me sorprende — y entristece — el lento declive de la calidad de la obra de Rice durante los últimos años pero más allá de eso, la monótona mirada que le dedica a su propio Universo. Luego de crear un tipo de vampirismo por completo nuevo, Rice parece dedicarse — a golpes de efecto fallido — a destruir no sólo su legado sino a convertir lo que fue una sólida visión sobre el tiempo y las vicisitudes del espíritu humano sometido a su propia fragilidad, en una versión barata y superficial. Obsesionada con los mismos temas y sin atreverse a profundizar en una necesaria reinvención, Anne Rice parece atravesar un irremediable de su larga carrera literaria.

La obra de Rice nació en una época de ruptura: luego de décadas donde el realismo aplastó la ficción y el horror hasta casi hacerlo desaparecer de los estanquillos de librería, Rice tuvo el atrevimiento de escribir de vampiros. Y no sólo sobre vampiros al uso, siguiendo la larga tradición de escritores de terror que utilizaron el mito como excusa para expresar dolores y pesares humanos. Anne Rice tomó al monstruo más antiguo de todos y lo dotó de personalidad, lo creó a imagen y semejanza de esa levantista década de los ’70 y lo dotó de una renovada energía que sorprendió por su potencial. Lestat, su personaje más emblemático y sin duda el más complejo de toda su obra, nació a finales del Siglo XVIII pero en realidad es el reflejo de ese estrellato rock ególatra y extravagante que marcó el final de la inocencia estadounidense. El Universo de Rice se construye a partir de la curiosidad llana y directa de una época cínica: más de una vez se ha dicho que su primer libro “Entrevista con el Vampiro” puede leerse como uno de los legendarios perfiles de la revista People. La novela entera es una mezcla de perfil psicológico y una poderosa historia sobre el dolor humano desde la violencia, la angustia existencialista en estado puro y un tipo de horror delicado y decadente que creó una combinación sin precedentes. La historia, con toda su carga emotiva, su detallada mirada a su entorno y sobre todo, esa necesidad de análisis sobre los motivos y objetivos de una criatura inexplicable, logra asumir un sentido de la realidad único. No nos importa si el torturado narrador es humano o no y de hecho, su condición monstruosa no es otra cosa que un detalle entre los cientos que sostienen una historia por momentos aprensiva. Y fue esa empatía, ese dolor compartido, uno de los mayores logros de Rice con una novela que se convirtió en un best sellers instantáneo.

Lo demás, es historia. La escritora se convirtió en una inmediata celebridad pública, que alimentaba su propio mito con un exagerado histrionismo y una inocencia ambigua sobre su trascendencia. Con una asombrosa confianza en sí misma y obsesionada con su relevancia mediática, Rice se atrevió a crear un microuniverso literario alrededor no sólo de sus personajes sino de su obsesión por la muerte. La autora insiste no sólo en reivindicar su derecho a repetir obsesivamente los mismos tópicos sino a crear de ellos, verdaderas visiones sobre lo humano y lo sobrenatural en una larga sucesión de libros muy parecidos entre sí. Poco a poco, el original mundo que Rice pobló con todo tipo de criaturas y sobre todo, las infinitas posibilidades que ofrecen sus historias se transformó en otra cosa. En una tediosa repetición de ideas tan semejantes entre sí que llegó a convertirse en una mezcla de estereotipos propios y ajenos y algo más peligroso, en el límite de resistencia de su capacidad para brindarle a sus personajes una necesaria transformación que les permitiera sobrevivir al tedio.

No lo logró. Y es que Rice hizo lo que todos los genios de la cultura pop suelen hacer en algún momento u otro y les condena al fracaso: Negarse a la destrucción. La escritora, entronizada como la Reina del terror gótico norteamericano y sabedora del poder de su cualidad como super vendedora de éxitos instantáneos de librería, se negó a modificar lo que hasta entonces había sido su principal triunfo: la capacidad para dar un lustre nuevo a lo conocido. Resulta contradictorio e incluso irónico, que la mujer que reconstruyó el género de los vampiros para toda una nueva generación, fuera incapaz no sólo de asumir el reto de atravesar la peor etapa de aburrimiento y repetición de sus tópicos habituales — que encontró su cenit con una crisis religiosa que se materializó en el cuestionable libro “Memnoch, el Diablo” y una saga poco popular sobre ángeles — sino de erosionar esa originalidad de origen que la hizo famosa. Rice, convertida en una caricatura de sí misma, dilapidó su base creativa en una seguidilla de terribles decisiones literarias que convirtieron su obra en un desacierto tras otro.

Tal vez el mejor ejemplo de lo anterior sea el libro de “El Príncipe Lestat”, el más reciente volumen — por ahora — de su Saga de “Crónicas Vampíricas”. La historia fue publicada seis años después de la publicitada conversión de Rice al cristianismo y luego que la autora asegurara que jamás volvería escribir sobre los monstruos chupasangres que la hicieron famosa. Convertida en adalid de la fe, Rice declaró que “jamás podría volver a escribir sobre criaturas capaz de matar y alentar al pecado”. No obstante, la decisión le duró bien poco y en el año 2015 publicó lo que sería la continuación de casi cuatro décadas de vampiros, sin alterar en lo más mínimo su percepción sobre el tema ni tampoco, su prosa. Las novelas de Rice carecen de esa percepción ineludible sobre el paso del tiempo y el tiempo transcurrido no parece alterar esa insistencia de la autora en temas exactos con el mismo tratamiento. Una línea de monotonía infinita que es quizás, el principal problema de una obra innecesaria y prescindible.

Y es que los años pasan factura y la obra de Rice parece sufrir de una desconcertante indiferencia sobre la necesidad de evolución de personaje y atmósfera. La novela comienza con un nuevo mea culpa de Lestat el vampiro, que luego de haber sobrevivido a todo tipo de vicisitudes y dolores, viajar al cielo y al infierno, hablar con Dios y con el diablo, perder la cordura y recuperarla a medias, parece listo de nuevo para desfilar por el mundo humano en una renovada sed de aventura. No obstante, la novela falla al enfocar el renacimiento del personaje más querido de la autora en una serie de tópicos que atentan contra su solidez e integridad. Mientras que “Entrevista con el vampiro” era una novela que avanzaba con agilidad en temas complejos, “Príncipe Lestat” parece ser justo lo contrario: la historia avanza con una lentitud irritante por los trillados reflexiones de la escritora sobre la vida y la muerte. Una y otra vez, Rice intenta reconstruir el mundo de sus personajes con una torpeza literaria que sorprende. Sus monstruos son criaturas ambiguas pero en esta ocasión, no se trata de cuitas morales más o menos comprensibles, sino de simples golpes de efecto que intentan hacer avanzar la narración por arcos argumentales tortuosos que no terminan en ninguna parte. Y si años atrás la obra de Rice fue celebrada justamente por humanizar al monstruo, en esta ocasión se le critica la simplicidad con que lo dibuja. Esa obsesión por crear un canon estético y moral que asfixia lo que fue un universo de dimensiones colosales. Anne Rice no sólo delimita espacios y obliga a sus personajes a contradecirse a sí mismos tantas veces que resulta humorístico, sino de transformar un rico canon en una simple sucesión de clichés.

Rice no profundiza ni en la forma o en fondo al intentar revitalizar su universo de vampiros: perdido el interés en el punto de vista humano — o humanizado — de sus personajes, sus criaturas se convierten en máquinas de matar de enorme belleza. La escritora no deja de recordarnos en cada oportunidad posible, que basó su obra en el esteticismo. Pero lo hace arguyendo razones simplistas y fallando en lo obvio: en esta ocasión lo estético no es la mirada enajenada de una criatura que descubre la banalidad del bien y del mal, sino la simple necesidad de mostrar que la belleza es un requisito para la existencia en el Universo de Rice. Dejando a un lado todo planteamiento filosófico, la escritura describe párrafo tras párrafo el asombroso aspecto físico de sus criaturas, la manera en que se visten e incluso como se peinan, en un intento fallido de construir una noción sobre esa trascendencia que parece nacer de la superficialidad. Pero se trata de un intento fallido y torpe: la novela adolece de verdadero interés y luego de casi doscientas páginas de fatigosas descripciones sobre el rostro y el atuendo de sus espléndidas criaturas, la narración cae a pique en una contradicción esencial que jamás supera. ¿La inmortalidad es un tránsito entre el dolor y la búsqueda de significado o simplemente una colección de trivialidades sin sentido?

Desde “Memnoch, el Diablo” (novela de ruptura que marcó quizás el final de uno de su emblemático Lestat como personaje dual de sus historias) Anne Rice ha intentado recuperar el tono seductor de sus novelas, sin lograrlo nunca. La novela fue criticada en su momento por su errático contenido religioso pero sobre todo, por destrozar el génesis de su planteamiento narrativo: Para Rice, el nihilismo religioso siempre había sido de enorme importancia. Tanto como para definir su propuesta creativa. Lo sobrenatural en sus novelas era una incógnita que la mayoría de sus personajes trataban de revelar sin éxito. Y más allá de eso, la noción sobre la existencia más allá de la muerte — y sus misterios — parecen enlazarse con una epopeya existencialista tan profunda como válida. Todo eso termina con Memnoch, una fábula dogmática sin pies ni cabeza que avanza a trompicones entre una lección teológica incompleta y un combinación de reverencia y fe carente de sustancia. Quizás por eso, más de un crítico literario apuntó que el final de la novela (que muestra a Lestat destrozado moral y espiritualmente, deambulando por una Nueva Orleans de pesadilla) sea el final más conveniente para una serie de planteamientos sin sentido que Rice no logra cristalizar. Incluso desde su vacuidad argumental, la novela sirve de despedida para una etapa de la autora y quizás de la mayoría de sus personajes. Una conclusión filosófica exagerada y dramática, pero conclusión al fin.

No obstante, la autora volvió a la carga con una serie de novelas individuales de vampiros que poco o nada tenían que ver con los brillantes planteamientos de “Entrevista con el vampiro” y su inmediata continuación “Lestat, el Vampiro”. Con sus historias de vampiros convertidos en una excusa para continuar escribiendo sobre lo natural sin la misma visión profunda sobre el tema, las novelas navegan en medio de las incongruencias y falta de sustancia argumental. Poco a poco, los relatos intentan reproducir más que las historias de los inmortales que las narran — en voces idénticas y decepcionantes — la enmarañadas política interna de los vampiros. Para esta última fase de las “Crónicas Vampíricas”, Rice construyó una mitología tan terriblemente elaborada que requiere una segunda lectura de las obras que le preceden para comprenderse. Y no se trata sólo que en conjunto, la supuesta línea que vincula todas las historias en un argumento global termina por desdibujarse en cientos de tropiezos narrativos, sino que además Rice se niega a construir una visión renovada que pueda resumirlas a todas y avanzar un paso más en la noción sobre lo que sus historias desean expresar. Los hilos narrativos, se desdibujan y al final el lector se encuentra con una colección de fragmentos sin mucha coherencia que intentan unirse para crear una única voz, sin lograrlo.
El “Príncipe Lestat” es quizás el libro al que más le afecta esa revisión sobre revisión sin mayor orden ni profundidad. Su lectura requiere una tonelada de material complementario incluso para ser comprensible. Y la autora lo sabe: la historia incluye un largo y detallado resumen introductorio de la historia de los vampiros de Rice (llamado de manera muy pomposa “Génesis de Sangre”) sino además un glosario sobre la terminología que Rice usa en el libro y que puede resultar ininteligible para el nuevo lector. Como si eso no fuera suficiente, el libro además se toma varias páginas para incluir una lista de personajes y una guía formal de los volúmenes anteriores. Como si la escritora supiera que su libro es incapaz de ser comprendido por sus cualidades, se ocupa de dejar muy claro que se trata de una novela que regresa al origen y que necesita la paciencia del lector cómplice para ser no sólo leída sino incluso, asumida como parte de un Universo mayor.

Por supuesto, el experimento resultó fallido. La novela se desgrana en docenas de historias que comprometen la estructura central de la historia y ralentizan la acción tanto como para hacerla insoportable. El impulso narrativo se pierde bien pronto y el único tema sobre el que parece meditar — la grandeza de Lestat, la belleza de Lestat, su lugar imprescindible en el mundo vampiro — cae en una serie de lugares comunes incongruentes que no logran cimentar ese anuncio de un nuevo impulso para la Saga. La novela pende constantemente de un hilo y por último, cae en un estrepitoso final sin mayor interés, que decepciona y entristece al lector consecuente por partes iguales.

La caída del muro del miedo y otras tragedias contemporáneas:
En nuestra época, hay muy pocas cosas que realmente produzcan miedo. Se trata de una generación que creció frente a una pantalla de televisión o de computadora, acostumbrada a todo tipo de estímulos límite desde la niñez- De manera que el horror debe reinventarse para capturar la imaginación sobreestimulada de espectadores para quienes el miedo es un conjunto de estímulos antes que una idea de la cual procede algo más grande. Anne Rice lo supo pronto, incluso antes de la llegada de las Redes sociales en su máximo apogeo y la destrucción de esa noción de lo terrorífico como parte de una meditada noción sobre la vulnerabilidad del hombre. Y de allí el éxito de sus novelas: Rice medito por mucho tiempo sobre la muerte y lo desconocido desde un punto de vista más cercano al dolor espiritual que al terror en estado puro, una diferencia que logró captar a los cínicos, desencantados y a sobre todo, a los descreídos. Rice escribió para una generación atea, obsesionada con sus propios límites y en búsqueda de la última frontera moral.
Hay algo de esa búsqueda espiritual incompleta en “El Príncipe Lestat” pero está tan mal construida que resulta insuficiente. De la misma manera que lo fue para las maniqueas reflexiones de Marius Romano — uno de los vampiros más antiguos en la mitología Rice — en la olvidable novela “Sangre y Oro” o en los análisis parcos y poco brillantes de Armand en la novela que lleva su nombre. Cada historia de vampiros por separados no parece sostenerse de manera independiente y no lo hace justamente porque la autora prescinde de la reflexión cínica y nihilista por algo más edulcorado y previsible. Hay pequeñas pinceladas de lo que Rice fue, con su romanticismo añejo, el encanto retro y sus vampiros meditando en voz alta sobre sus glorias pasadas. Pero todo su esfuerzo se derrumba en el momento en que la novela se hace un ciclo de pequeños dolores de dudosa sinceridad. Lestat es el núcleo de toda la percepción sobre la vida y la muerte y sus congéneres gravitan a su alrededor como pequeños satélites sin importancia. Es entonces cuando la narración completa se viene abajo: ¿Donde quedó este universo fragmentado y brillante donde cada personaje parecía disfrutar de un momento de apoteosis? ¿Qué ocurre con la mitología cuidadosa que la escritora creó para sostenerlo? Poco a poco, la novela destruye lo que la autora forjó con tanto cuidado por casi cuarenta años hasta un final ambiguo que termina por sepultarlo en el tópico ocasional.

Y todo este apocalipsis ocurre en una época muy poco propicia: los vampiros son bastante escasos en la ficción de horror y su más reciente encarnación es un fenómeno pop sin demasiadas pretensiones. Para la nueva generación de lectores del género, los vampiros entran en toda una nueva percepción sobre e el llamado “romance paranormal”, en el que los seres sobrenaturales retozan a sus propios ritmos y con una sensualidad de hormonas muy humanas en medio de historias insustanciales o directamente absurdas. Tal vez por ello, se echa tanto en falta esa Anne Rice de sus primeros años, con sus brillantes escenas dieciochescas plagadas de subtrama y aderezadas con un humor profano e inteligente. O esa visión de la muerte sublimada como el último mal y el último misterio. Los vampiros de Rice fueron por mucho tiempo el límite entre lo hermoso y lo poderoso en un género tardío que terminó por derrumbarse. De manera que esta simplificación, esta redimensión a lo obvio resulta tanto lamentable como muy poco oportuna.

Tal vez lo más intrigante sobre esta caída del viejo mito de la escritora, es que los vampiros de Rice son sin duda el reflejo de la vejez de su autora, que octogenaria y de salud frágil. Sus personajes avanzan entre una cierta nostalgia por sí mismos y algo más amargo, una supra conciencia sobre el hecho que de alguna forma incontestable, están perdiendo la batalla contra el tiempo. Resulta trágico y conmovedor la manera como Rice describe lo obsesionados, preocupados y embelesados que sus criaturas se encuentran con la era digital. La escasísima población sobreviviente a incontables desgracias sobrenaturales, llevan iPhones, música en cd y miran los aconteceres del mundo humano en sus enormes televisores de pantalla plana. Pero hay algo artificial en todo este asombro por lo tecnológico, como si los vampiros no tuvieran otro remedio que mostrarse asombrados por la época de brillantes colores en que transitan. Y esa torpeza, ese dolor casi atávico, lo que muestra mejor que cualquier otra cosa la manera como Rice se desliza a una senectut precaria a la que condena también a sus novelas.

Saltó el tiburón de dientes muy afilados:
Según la inefable Wikipedia la frase jumping the shark (traducida al castellano como saltar sobre el tiburón) “es un coloquialismo empleado generalmente por los críticos de televisión estadounidense para definir el instante en el que ocurre un evento extraordinario (e inesperado) en la línea argumental de un guion de una serie de televisión y el cual es considerado como demasiado exagerado, produciendo una pérdida de credibilidad en la coherencia de la historia (…) Cuando una serie de televisión ha llegado a su momento álgido de interés por parte del público, al entrar en descenso de audiencia, los jumping the shark se hacen más necesarios.”

El concepto parece definir mejor que cualquier otro la última etapa de lo que parece ser la definitiva caída del mito Rice: El miércoles de esta semana la autora reveló en su FanPage de Facebook y también en su página web que las “Crónicas Vampíricas” tendrían un nuevo volumen titulado “El Príncipe Lestat y los Reinos de la Atlántida” a publicarse el 29 de noviembre de este año. Como si se tratara de una provocación obvia, la escritura no sólo difundió el título del libro sino que además, publicó lo que sería su primer capítulo: De nuevo Lestat parece intentar combatir el tedio existencial de la eternidad, en esta ocasión convirtiéndose en un aventurero de ocasión para descubrir uno de los mayores enigmas de la humanidad. Y lo hace en compañía de Amel, el espíritu origen de todos los vampiros que ahora posee a Lestat en una especie de convivencia parasitaria. En el fragmento publicado puede leerse a Lestat, sin el menor cambio luego de trescientos años de existencia, conversando con su espíritu/consorte sobre lo que les espera más allá del enigma. Lo hace además, con un tono trágico de obra shakesperiana que convierte en corto diálogo en un reflejo de esta último intento desesperado de la autora por recuperar el poder de seducción de su mundo de seres sobrenaturales sin lograrlo.

En 1976 Anne Rice hizo lo que parecía imposible: revitalizar desde el origen un género de capa caída. Sus vampiros falibles, aprensivos, obligados a explorar su propia ética y abrumados por la culpa y el dolor, crearon una nueva visión sobre el monstruo clásico que revolucionó el concepto absoluto que se tenía sobre ellos. La novela no sólo logró cautivar a los escépticos sobre el terror literario sino que creó una legión de fans incondicionales que brindaron un decisivo impulso al género. Treinta libros más tardes, con una mitología abundante y malgastada, Rice destroza no sólo ese legado que abrió las puertas al vampiro al siglo XXI sino también, esa noción simple sobre el monstruo como parte del hombre y sobre todo, deudor de sus dolores y achaques. Un final lamentable para un extenso mundo poblado de criaturas fascinantes que sin duda, están en peligro. El amanecer — quizás la última página de una saga fallida — está cerca y es hora de retirarse a la sombra. O quizás debió serlo, hace ya varios años atrás.

martes, 26 de julio de 2016

De los demonios culturales y la presión sobre la figura de la mujer: Historia natural de la masturbación.





La sexualidad femenina es un secreto bien guardado. Lo fue al menos, durante buena parte de la historia occidental: se le ignoró, se le estigmatizó, demonizó. Se le consideró pecaminosa y finalmente inexistente. De manera que no resulta sorprendente que la masturbación femenina sea de esos temas de los que nadie habla, que parecen perdidos entre las páginas de la historia no escrita del mundo. Y sin embargo, la masturbación femenina existe, es real y una de esas pequeñas rebeldías y conquistas que la mujer ha sabido ganarse a fuerza de sabiduría, de enfrentarse al prejuicio y mirase con honestidad. Porque el placer es una manera de expresión — de eso ya nadie tiene duda — pero también es una visión a lo primitivo de nuestra identidad, esa búsqueda de lo que somos a través de lo que consideramos esencial. ¿Y qué es la masturbación si no la mayor muestra de sabiduría del cuerpo en busca de identidad? Una forma de libertad.

Pero, como decía, la masturbación es de esos temas que no se tocan con frecuencia. De hecho, casi nadie quiere admitir que hay un secreto entre la piel y la sábana tan privado que siempre pareció carecer de nombre. Ese placer provocador que no obedece a ningún otro impulso que no sea el de la necesidad primitiva. Ya por el siglo II A.C, el científico romano Sarano de Efeso proponía, como tratamiento “humedecer la parte del útero femenino con aceite, y dejar al sentimiento de placer liberarse”. Quizás eso era lo que molestaba a los patriarcas de la Iglesia medieval, que dejaron muy claro que la masturbación era un acto “contra natura”. Una forma de locura. Por supuesto, se referían a la masculina, al temido pecado del Onanismo. A ese acto de puro vicio al que se le adjudicaba síntoma de graves males del alma. Porque la mujer, la Santa, la Pura y la casta, no se masturbaba. De hecho, la mujer obediente, se la educaba desde niña para comprender una idea muy concreta: el cuerpo era el enemigo. Eva, la curiosa y detestable Eva, había condenado al género femenino a convertirse en tentación perpetua, en huella del mal en la tierra. La lujuria del deseo era una muestra evidente, de ese deseo malhadado, de ese destino trágico de la costilla del hombre de conducir la humanidad al pecado. El placer, la sensualidad, el goce carnal por lo tanto, no era para las mujeres. Era cosa de brujas y herejes, de esas que morían en la hoguera por atreverse a gemir. Las mujeres decentes, las hijas sumisas de la madre Iglesia, debían contener el impulso del demonio, ese que al cual se le atribuía todos los males de la tierra y pensar en el destino sublime de la maternidad. Porque por entonces, el sexo solo tenía un único objetivo, satisfacía una sola necesidad: la de procrear. Hombres y mujeres de la Oscura época medieval, yacían en santo Matrimonio solo para honrar el divino destino impuesto por su creador. Más allá, el pecado. Y con el pecado, el mal. Ese que hacia arder las llamas del secreto nupcial y contra el que la Iglesia advertía a la feligresía siempre que podía.

Pero aun así, el placer sobrevivió a la culpa. Se conservan miniaturas exquisitas de copistas anónimos, que muestran a mujeres desnudas en espléndido éxtasis. El cuerpo ondulando y tenso, el rostro vuelto hacia el Cielo inhóspito con el brillo del deseo. Ya por entonces la pornografía, tenía su público. El arte erótico es de hecho, el único testimonio que se conversa de esas primeras escenas donde la mujer se libera del lastre histórico para descubrir su poder sexual. Se habla de brujas poseídas por demonios nocturnos, de mujeres aterrorizadas por monstruos nocturnos, desgarradas por un placer infernal.

Más allá del mito, algo era muy claro: la mujer sexual intentaba abrirse paso entre el miedo y el oscurantismo de una época castradora. No era una batalla simple: La mujer era prisionera del prejuicio y de su género. A las insatisfechas, las que lamentaban la perdida de esa idea sí mismas que apenas comenzaban a vislumbrar, eran acusadas de histéricas, un término lo bastante amplio como para incluir a la mujer libre pensadora y a la rebelde, a la que puta y a la transgresora. Y a todas se les castiga de la misma manera: desde palizas que la ley recomendaba para “enmendar” el comportamiento pecaminoso hasta métodos mucho más crueles como extirpar el clítoris (Ablación) que según los médicos de la época, aliviaba los síntomas de convulsiones y fiebres, incluso de la epilepsia. Una brutal mutilación no solo física, sino además emocional de la mujer. Confinada al rincón de su propio cuerpo, incapaz de comprender ese silencio del cuerpo castrado, hubo suicidios y también, muertes inexplicables. Raptos de tristeza se les llamo, con más acierto del que nadie comprendió en su momento.

Pero la masturbación insistió en que se le llamara por su nombre. No lo logró de inmediato, claro. Se deslizó entre los sueños de las beatas, se abrió paso entre la leyenda y el arte, siguió inquietando los sueños de los incómodos. Provocando sonrisas misteriosas. Para el recuerdo, la extraña manera que tuvo Bernini de representar el Éxtasis de Santa Teresa: la religiosa yace en una postura casi sexual, mientras un ángel de “llama ardiente” la atraviesa una y otra vez. ¿Cuántas mujeres habrán sonreído ante la imagen? ¿Cuántas de las Damas respetables, del brazo del marido poderoso habrán mirado la espléndida obra de arte y habrán recordado su propio éxtasis, la experiencia casi religiosa en el secreto de su sonrisa vertical?

La mujer continuó por encontrar un lugar bajo la escena de la historia donde pudiera sentirse cómoda. la sexualidad siguió siendo el arma oculta. La masturbación un secreto que insistía en confundirse con la demencia siempre que podía. Y es que la mujer seguía siendo prisionera de si misma y su sexualidad, una idea incomprensible. Porque la mujer real, la mujer aceptada por la cultura, la mujer respetable, no sentía placer. O al menos no lo admita. Para eso estaban las mujeres de la vida, las meretrices quienes habían cometido el imperdonable pecado de disfrutar de su cuerpo a placer. Tal vez por ese motivo, en los siglos XVIII y XIX, manuales y libros médicos insistían en llamar al placer en solitario femenino, un mal “reincidente”, un vicio nocturno y un acto morboso. La férrea moral de la época intentaba controlar a sus histéricas, a la hijas del nuevo siglo que gozaban en secreto lo que las sociedad les negaba por terquedad. Se inventaron aparatos y las jóvenes que padecían el “trastorno del deseo” — como se le llamaba por entonces — eran condenadas a dormir con camisas de fuerza.

La locura de sonrisa maliciosa, prosperando en un mundo que intentaba ignorarla.
Porque la masturbación era el enemigo secreto de la cultura de lo correcto. Un enemigo al que la mujer se enfrentaba quizás sin saberlo. La histeria, ese padecimiento inclasificable que sobrevivía siglo con siglo, comenzó a rozar esa apacible calma marital, el rostro de la mujer ideal victoriana. Multitudes femeninas, acosadas del misterioso mal, acudían a consulta médica en busca de cura y sosiego. La medicina entonces, creó lo que sin saberlo, fue el primer paso para la liberación de la masturbación, para que recuperara su nombre y su lugar dentro de la historia femenina. Porque al paroxismo histérico — ese que aparentemente causaba el deseo sexual femenino reprimido — solo tenía una cura. El placer. Fue entonces en los consultorios médicos victorianos donde el acto de la masturbación del mito a la realidad, donde cruzo el breve velo entre lo supuesto y un secreto a media voz. Para el año 1900 ya existían media docena de vibradores médicos.

Se dice que la mujer aprende sola a masturbarse. Que la curiosidad que Eva le heredó, le hace reconocer bien pronto que su cuerpo posee un misterio. La lujuria como lenguaje, el deseo como respuesta. Quizás por ese motivo, el temor del Universo masculino hacia ese poder que se ejerce en solitario, a esa búsqueda de una libertad que por años fue inimaginable para la mujer. Porque es deseo, nada más. Hablamos de la mujer que reconoce su cuerpo, que lo acepta y lo disfruta. La emancipación de la carne. La liberación del prejuicio.

Fue en el año 1952 cuando finalmente el mundo pareció comprenderlo con claridad esa idea: solo entonces la asociación Americana de Psiquiatría retiró del canon de enfermedades al llamado paroxismo histérico. Y la masturbación se mostró en toda su gloria impía, la mujer sexual se liberó. El orgasmo femenino existía y no solo como una breve sombra del masculino, sino por derecho propio. Lo que por siglos había sido un susurro entre sábanas, tuvo nombre y un motivo. El placer existió. La Eva bíblica sonrío desde su mítico retablo olvidado.

La ciencia rápidamente lo dejó claro: desde la antropóloga Margaret Mead hasta los padres de la sexología Moderna Master y Johnson, celebraron la súbita existencia del orgasmo femenino. Fue toda una proclamación de intenciones. Se insistió que la masturbación femenina — ahora, sí, real y con nombre propio — beneficiaba al género humano. Se habló de liberación y de cifras que nadie escuchó realmente. Tal vez nadie las necesitaba: el enigma susurrado a media voz, ese que toda mujer descubrió muy pronto y que guardo muy bien, siempre estuvo allí, a la espera de ser descubierto y liberar, quizás para siempre, a la mujer sexual que por tanto tiempo estuvo cautiva.

lunes, 25 de julio de 2016

De la fotografía: del mito de “la fotografía no se estudia” a mirar el mundo a través del lente.




La discusión comenzó por una nadería: Cual es la mejor opción al comprar una cámara en el mercado actual. Y terminó por lo de siempre: la fotografía se estudia o no. La fotografía es disciplina, arte o técnica. Y lo de siempre: “La fotografía es instintiva, no se aprende”. Realmente, si me dieran un bolívar — mejor un dolar, me parece — por cada vez que alguien me ha dicho que pierdo mi tiempo estudiando fotografía porque eso viene “desde adentro” ( esa frase me hace imaginarme un sensor en mi cerebro obturando infinitamente ) ya a estas alturas me habría comprado un estudio, un par de cámaras más y un automóvil último modelo. Porque sí, para la gran mayoría de la gente la fotografía es el hobby del fin de semana, la cámara último modelo, la “afición costosa”. Es una idea consecuencia directa, supongo, de la juventud de un arte / técnica que tiene menos de dos siglos de nacida y que aparentemente, carece de la solemnidad histórica de la pintura, o del evidente esfuerzo físico y mental de esculpir, cantar o componer.

Claro está, es algo que en ocasiones uno supone inevitable. La fotografía pareciera nacer de la cámara: el oficio del fotógrafo parece nacer de encontrarte de pie y hacer lo mejor posible con esa lujosa herramienta de la cual dispones. Quién mira desde afuera el nacimiento de una fotografía, solo observa lo evidente: al fotógrafo en concentración mientras la cámara parece hacer todo lo demás. No obstante, el proceso para llegar a ese momento, a ese click infinito y hermoso, ese gesto de detener el tiempo, comenzó mucho antes. Comenzó probablemente desde que el fotógrafo despertó ese día. O una semana antes. Muy probablemente, hace un mes o un poco más. Hay quien diría una vida entera. El caso es que la foto que va a nacer cuando el fotógrafo decida que el momento de capturar el tiempo, llegó, es solo la consecuencia de un largo aprendizaje, de un proceso interno que tiene como última consecuencia, la imagen.

Desde luego, no todas las fotografías nacen de la misma manera. Hay las espontáneas, las que nacen del impulso. Las accidentales, que brotan como flores súbitas de un momento de inspiración. Pero incluso esas, provienen de un largo y sostenido aprendizaje, quizás inconsciente, que ha conducido al fotógrafo a ese instinto incontenible, esa necesidad de capturar una escena de tal o cual modo. Porque no hay verdaderos accidentes en la fotografía. Puede haber grandes sorpresas en su ejecución — una imagen es obra humana y por tanto imperfecta por definición — pero lo que vemos, lo que se obtiene del proceso técnico es sin duda un reflejo de lo que vive en la mente del fotógrafo, de lo que ha venido consumiendo como ente pensante, de la observación y el análisis, de la comprensión de su realidad, de su manera de crear. Porque aun el aficionado que tomara una cámara compacta y la levanta para captar a su familia sonriente en la fiesta familiar, el amateur que intenta conseguir la mejor toma, tiene la misma motivación del profesional curtido: un deseo de expresar, en cuatro lineas, en un rectángulo de oro, en una asimilación profundamente personal del espacio y del tiempo que lo rodea, lo que ve, lo que ha aprendido, lo que para él conforma el mundo. Y es inquietante y a la vez hermoso, comprobar la diferencia y la similitud, las ideas que se unen, las formas que se entrecruzan, los conceptos que se transforman, las mensajes que emite, los pensamientos que engloba, los símbolos que contienen, una única imagen. Una fotografía que nació de ese lugar tan indómito como abstracto que llamamos nuestra mente.

* De lo que nace y miras: la fotografía en tu imaginación:
Como todos los fotógrafos que conozco, comencé por puro instinto. Llevada por una necesidad sin nombre de narrar el mundo que me rodeaba en imágenes. Lo hacía sin saber porqué lo hacía — todavía me ocurre — y en la mayoría de los casos, cómo obtenía los resultados que miraba en la copia en papel ( tengo treinta y no te importa, así que andar por la fotografía comenzó en film ). Por aquellos años, no era tan sencillo como ahora obtener educación fotográfica: los libros eran costosos — en realidad, aun lo son — para una niña de catorce o quince años, y las pocas escuelas en Caracas, no eran una opción, esencialmente porque mis padres no veían el objeto de invertir una buena suma de dinero para que aprendiera “a manejar una cámara”. Con todo, insistí y seguí insistiendo hasta que encontré una manera más o menos válida de aprender: tutoriales en libros pasados de moda, lecturas descargadas de internet más o menos útiles, pero sobre todo observación. Me aficioné a leer sobre la vida de fotógrafos clásicos, a mirar sus fotografías por horas, tratando de entender porque deseaba fotografiar lo que al final inmortalizaron y que podía aprender yo sobre eso. Y aprendí. Aprendí no solo el hecho que cada fotografía es un cúmulo de razones que nadie dice, una idea que se conjuga así misma, una razón personal que se plasma en luces y sombras, sino que aprendí además que lo que hace a una fotografía consistente, lo que la hace real, lo que le permite nacer al mundo de las cosas es lo que el fotógrafo lleva como equipaje mental, como esa construcción íntima que habita en cada percepción de lo que te rodea. Mirando, a veces boquiabierta, otras sorprendida, en ocasiones desconcertada, las imágenes de otro, comprendí de las mías que una fotografía lleva la historia de quien la hace, de quien decidió ante la cámara ese click último, esa escena que llevará para siempre como un concepto real. Una fotografía no existe porque la cámara la toma. Una fotografía es real porque antes, existió y se nutrió de la idea de quien la creo.

De manera que, cuando alguien me insiste que la fotografía es producto directo de la cámara que llevas, lo miro con detenimiento. Miro la ropa que viste, los accesorios que usa. Incluso la manera en que sonríe o se peina. Y me pregunto si está consciente del valor de esas pequeñas decisiones, de la historia que guarda su manera de llevar el cabello, maquillarse o comprenderse así mismo. Porque de esas pequeñas grandes decisiones se construye el arte, la expresión, el lenguaje se construye el arte. Y sin duda, de la mezcla de todas ellas, nace algo tan radiante como una fotografía. Entonces sonrío y a veces consigo no decir nada, aprieto entre los dedos mi cámara, sintiendo su peso entre mis dedos — la historia que guarda — y pienso, en lo mucho que desconocemos sobre nosotros mismos y lo que decimos cada vez que creamos un acto de valor, como sin duda, lo es fotografiar.

C’est la vie.

domingo, 24 de julio de 2016

Pequeños misterios inocentes y otras historias de brujería.





De niña pasaba mucho rato revisando los viejos baúles y cajas que mi abuela - la sabia, la bruja - guardaba en su habitación. Lo hacia con una mezcla de curiosidad y también, de ese afán ciego de todo niño de toparme en alguna oportunidad con un tesoro. Uno de verdad: un objeto extraño y maravilloso que me sorprendiera por su mera existencia.

Y finalmente, me ocurrió. Abrí un antiquísimo baúl que nadie había tocado por más de una década y encontré un montón de tela envuelta en lo que parecía un capuchón de mimbre. Tomé la portezuela endeble y cuando la abrí, encontré un viejo sombrero que alcé para mirar en toda su gloria polvorienta. Me quedé boquiabierta, admirada por las líneas rígidas de la prenda: un perfecto cono de terciopelo y tafetán.

- ¡Un sombrero de bruja! ¡Y ahora es mio! - grité a nadie en particular.

Porque eso era ¿No? Un cucurucho de terciopelo carcomido que se doblaba a la derecha en su base rota. Lo acaricié, asombrada. ¡Y eso que mi abuela me había dicho que las brujas no llevaban sombrero! Pero aquí estaba este, con sus puntadas de alambre retorcido en las esquinas y ese enigmática apariencia de objeto antiguo. ¿Quién lo había dejado allí? ¿Qué podía hacer el sombrero? Rebusqué en el viejo arcón pero no encontré otra cosa que unos cuantos trozos de tela retorcida y podrida. No había la menor huella o pista de qué bruja lo había llevado puesto antes de olvidarlo allí. Y eso me parecía fascinante.

Hacia menos de seis meses que vivía en casa de mi abuela y todavía me llevaba esfuerzo asumir la idea que sin lugar a dudas, todas las mujeres de mi casa insistían en llamarse brujas. Y lo hacían con una festiva alegría que siempre me hacía sonreír. Llevaban el nombre como una prenda de honor, una palabra que parecía resumir lo mejor y más querido en sus vidas. Por supuesto, estas brujas modernas, inteligentes, dicharacheras, de temperamento salvaje e inquieto, poco nada o nada tenían que ver con las mujeres de piel verde y nariz ganchudas que solían mostrar o describir las películas y libros. Eran espíritus fogosos, llenas de osadía y un buen humor desbordante. Pero eran brujas, al fin y al cabo. Llevaban trenzas en el cabello, saludaban a la Luna Llena una vez al mes y celebraban las estaciones solares. Había escobas en las paredes, calderos en la cocina y un árbol gigantesco con las ramas cubiertas de cintas de colores en el jardín desordenado que rodeaba la casa. Aún así, nadie llevaba sombreros, ni tampoco vestidos negros o zapatos puntiagudos. Cada vez que le preguntaba, mi abuela soltaba la carcajada.

- ¿Y por qué habríamos de vestir así?
- ¡Porque las brujas lo hacen! - salté de inmediato muy convencida - ¡Todas las brujas de las películas y los cuentos se visten así! ¡Deberían hacerlo también ustedes!
- Nosotras - me corrigió con suavidad mi abuela. Sonreí. Todavía no me podía creer que algún día en el futuro, sería bruja también.
- ¡Nosotras! -repetí desbordante de entusiasmo - ¿No deberíamos vestirnos así?
- La ropa sólo es una capa de quien eres mi niña - comentó mi abuela, mientras pasaba con cuidado las páginas del libro que leía - como nos gusta nos demás nos miren y nos perciban. Pero lo que realmente somos, está por debajo de la piel.

De inmediato me puse a imaginarme mi cuerpo como una colección de colores y destellos de luz. La idea me gustó. Me pregunté si mi abuela se refería a eso.

- Sí, por supuesto - dijo mi abuela cuando se lo conté - somos nuestra imagen más profunda. Lo que deseamos ser, lo que aspiramos a crear con cada parte de nuestro cuerpo y mente. Y eso cuenta lo que imaginamos.
- ¿Y los sombreros puntiagudos?

Abuela sacudió la cabeza riendo y tomó otro libro pesado del escritorio. Caminó por su desordenada biblioteca y lo guardó en el espacio abierto que esperaba por él. Como siempre, la biblioteca tenía un aspecto magnífico y caótico, con sus mesas repletas de hojas a medio escribir, muebles cubiertos por pilas de docenas de libros abiertos, objetos extraños en diferentes fases de deterioro. Todo eso me parecía asombroso. Me pregunté cuántas otras cosas extrañan se escondían por allí. Cuántos pequeños misterios se disimulaban entre las motas de polvo y el desorden. Es idea me gustó mucho.

- Hace mucho tiempo, las brujas llevaban sombreros para recordar que todos somos tres partes de una misma cosa - me explicó con paciencia - cuerpo, mente y espíritu. El triángulo perfecto que sostiene el conocimiento de lo que somos y hacia donde nos dirigimos. Así que llevar una prenda de ropa con esa forma, te recordaba su importancia. El peso que tiene en tu manera de pensar y crear.

Abuela tomó otro libro y lo colocó en su biblioteca. Me quedé mirándola con los ojos muy abiertos. ¿Eso era todo?

- ¿y? - pregunté, esperando me contara alguna maravillosa historia sobre los sombreros mágicos de las brujas. Había imaginado eran algo más que una pieza de vestir. Que llevaban magia en su interior y guardaban enormes secretos. ¿Por qué lo llevaría una mujer sabía si no era así?
- ¿Te parece poco? - dijo mi abuela, fingiendo seriedad. Me enfurruñé.
- ¡Sí! ¿No se supone que deberían hacer otra cosa? ¿Lanzar rayos o aparecer conejos?

Mi abuela hizo ímprobos esfuerzos por aguantarse la risa. Se acercó a donde yo estaba sentada y apoyó su mano cálida y callosa sobre mi frente.

- Todas esas cosas fabulosas están aquí, no un sombrero - me explicó acariciándome la frente - recuerda siempre: el poder de una bruja está en su mente y en el fuego de su espíritu. Lo demás, se lo recuerda.

Esa si que era una frase interesante...pero aburrida, pensé un poco decepcionada. Pero claro está, esa no son las cosas que uno le dice a su abuela, tan sabia y tan bruja que no deja de sorprendente. De manera que me tragué el enojo e impaciencia y me prometí investigar. Algún tesoro mágico debía haber oculto en la casa y yo lo iba a encontrar.

***

Tia M. me miró sin saber que decir cuando entré como un vendaval en la cocina de la casa, con el sombrero en la cabeza. Se quedó con la cuchara de palo a medio camino de la olla donde hervía la espesa salsa de carne que cocinaba. Me miró de arriba a abajo con un gesto entre sorprendido y alarmado.

- ¿De donde sacaste esa cosa vieja? - dijo con su habitual tono severo. Me paré en mitad de la cocina, mirándola desafiante con los brazos en jarra.
- ¡Es mi sombrero de bruja! ¡Lo encontré en uno de los arcones de la habitación del fondo! ¡Ahora quiero saber sus secretos!

Hace unos años, tia M. y yo conversábamos en el pequeño salón de su departamento y de pronto, comenzó a reír. Una risa lenta y afanosa, de anciana. Ya no eran sus carcajadas secas y timidas de antaño, sino una nueva alegría. Ella solía decir que había algo festivo y amable en envejecer en paz. Y mirándola repantigada en su sillón favorito, con su cabello blanco bien peinado, le creí. Esperé con paciencia hasta que terminara de reír y le pregunté que le había provocado aquel brillante estallido.

- ¡Recordaba la ocasión en que me pediste descifrar los viejos secretos de aquel sombrero de tela que encontraste en algún lugar de la casa! - me contestó - recuerdo que me sorprendió tu energía y entusiasmo. Pero también me conmovió esa necesidad de aprender. Había algo de brillante magia en todo eso.

Sonreí. Recordaba la escena con claridad y también, sentí esa energía traviesa. Tia sacudió la cabeza.

- Habría querido entender mejor que la verdadera magia.

Pero esa tarde, tía parecía fastidiada que sorprendida por mi exuberante curiosidad. Suspiró y me dedicó una de sus largas miradas azules.

- Sólo se trata de un sombrero - opinó - ¿Qué secretos puede guardar?

No me creí que las cosas fueran tan sencillas. Me puse a describirle el arcón donde lo había encontrado, la cesta de mimbre en que estaba guardado. La forma como se ajustaba a mi cabeza ¡Como si me conociera!. Tia puso los ojos en blanco.

- Parece parte de un viejo y feo disfraz - dijo entonces - ¿por qué te parece que puede ser mágico?

Le conté todo lo que había leído en los libros y visto en las películas: de la mujer misteriosa del bosque que llevaba un sombrero en punta donde guardaba artículos de magia. De la anciana terrible y peligrosa que usaba el sombrero como parte de un lúgubre atuendo. De las brujas que cruzaban la noche en escoba llevando el sombrero apretado contra el cráneo. Tia me escuchó en silencio, revolviendo la salsa. No parecía muy interesada en lo que le decía.

- ¿Y?
- Niña, las brujas siempre han sido percibidas de maneras distintas según a quien le preguntas o la cultura que las observa - me contestó por último - el sombrero de la bruja es otra de esas ideas que fueron transformándose a través del tiempo. Hubo una época donde las brujas celebraban a la Luna con sus sombreros de punta, como si se trataran de un símbolo del poder del espiral, del que se crea en la tierra y asciende a las estrellas. Una bruja llevaba un sombrero para recordar su vínculo con las estrellas.

Me sentí de pronto muy importante, con mi sombrero polvoriento sobre la cabeza. Tía suspiró mirándome dar saltos de un lugar a otro. De pronto parecía triste y un poco cansada.

- Después, el sombrero se transformó en otra cosa. Se transformó en un símbolo de la maldad, de la muerte, de la noche y el peligro. El viejo sombrero que representaba la conexión especial de la bruja con el Universo en su mente comenzó a comprenderse como otra cosa. Como algo inquietante, una muestra de horror.

Me detuve. Me llevé la mano a la cabeza para apretar el sombrero contra las sienes. ¿Cómo podía haber sucedido eso? ¿Qué había provocado que el sombrero de la bruja pasara de ser algo bueno y hermoso para transformarse en...otra cosa?

- Todo se transforma - dijo mi tía cuando se lo pregunté - el sombrero fue primero la cornucopia de la divina, lleno de placeres y delicias. Después fue el símbolo de la Tierra y las estrellas para los que aspiraban al conocimiento. Y en tiempos de oscurantismo, la forma como se comprendía el mal. Es muy fácil hija, tergiversar lo que no comprendemos. Atacar las creencias ajenas. Destruir lo hermoso por puro miedo. Quizás el sombrero de la bruja, lo recuerda.

Siguió revolviendo la salsa, con los labios apretados y la mano rígida. En el futuro me diría que esa sencilla conversación la hizo hacerse preguntas en voz alta, reconsiderar algunas ideas sobre si misma e incluso, cuestionarse esa rara manía suya de evitar la sonrisa. Pero esa tarde de septiembre, en la cocina, simplemente sacudió la cabeza, entre cansada y poco irritada.

- A veces, la historia nos traiciona - dijo en voz baja - las brujas siempre han luchado contra esa traición sutil.

***

Prima P. miró el sombrero sobre mi mesita de noche más tarde cuando fue a leerme mi cuento nocturno. Lo contempló curiosa y por último hizo algo que me hizo reír a carcajadas: se lo puso en la cabeza. Me encantó verla sonreír, con el sombrero hundido hasta las cejas y moviéndose de un lado a otro en medio de pequeños temblores polvorientos.

- ¿Donde encontraste esto? - preguntó mirándose en el espejo. Me senté en la cama para mirarla.
- En un arcón del cuarto del fondo. Nadie sabe de quien era o que hace. Aunque parece que no hace nada.

Me entristecí. Ese me parecía el pensamiento más descolorido del mundo. ¿De qué sirve un sombrero de bruja que solo es un montón de tela medio podrida? Mi prima me miró sobre el hombro y soltó una risita cómplice.

- Claro que hace.
- ¿Qué?

La miré desconfiada. Prima era bromista y petulante y solía gastarme bromas muy pesadas. Pero en esta ocasión, sonrío y se sentó a mi lado, tocándose el sombrero con dedos curiosos.  De pronto, el feo armatoste de tela desteñida parecía tener una nueva dignidad, un lugar en nuestra pequeña historia cotidiana.

- Una vez, mi mamá me contó que las brujas antiguas llevaban sombrero para recordar el poder de lo fantástico - me explicó - que eran símbolos de fiesta, celebración y maravilla. Que formaban parte de la celebración la magia y lo portentoso, como la escoba y el caldero. Que el sombrero, con su forma triangular y su extraña profundidad te recordaba que hay un misterio entre tu mente y lo que hay más allá.

Prima casi nunca hablaba en serio. Siempre hacia chistes o soltaba frases sarcásticas. Pero cuando lo hacia era algo bello y digno de escucharse. Me quedé mirándola muy atenta, mientras ella caminaba por la habitación, apretando el sombrero en la cabeza.

- Hay algo mágico en cada cosa que la bruja usa: el largo vestido blanco que recuerda su fuerza espiritual, la escoba su vinculo con el aire y la Tierra. El caldero, la magia ancestral de crear placer y alimentar a otros. Pero el sombrero, tan humilde, tan pequeño, es una forma de recordar que hay misterios que se guardan en tu mente. Que la verdadera magia nace de ti misma y de ningún otro lugar.

La frase me sonó de algún lado. Batí palmas de emoción.

- ¡Eso lo dice el Libro de las Sombras de la abuela! - reconocí de inmediato. Prima sonrío y se quitó el sombrero. Lo sostuvo entre los dedos con delicadeza y luego ladeó la cabeza con un gesto travieso.
- Porque el sombrero de la bruja, es el símbolo de los pequeños misterios. De todas las cosas que la bruja hace para recordarse a sí misma que está bien ser audaz, que es bueno reír y cantar, llorar y bailar. Que es bueno guardar secretos y revelar otros. Que es bueno bromear, mirar el mundo con curiosidad y la mente muy despierta. Que toda bruja es un alma juguetona, en busca de palabras y conocimiento.

Se quitó el sombrero y luego acercándose a la cama, me lo puso en gesto ceremonioso. Lo sostuve con un gesto firme y de pronto me pareció que había algo hermoso en aquel momento, una dulzura sutil y extraña que me llevaría quizás muchos años apreciar.

- El conocimiento de una bruja reside en el cuerpo, en la mente y en el espíritu. Así lo estoy aprendiendo yo, así lo aprenderás tu - me sonrío y me apretó el cerebro con tanta fuerza que el ala me cubrió los ojos. Grité manoteando por quitarmelo, entre risas y nerviosismo - el sombrero te recuerda que en ti todo está unido a un propósito. Que vas a caminar por el sendero de la vida buscando comprenderte, mirarte, soñarte. Ser fuerte en tus deseos y propósitos. En cada cosa que te forma y te crea. En cada palabra que te define.

Logré subirme el sombrero sobre las cejas. Prima continuaba sentada a mi lado. Por un momento, no se me pareció en nada a la chica juguetona y en ocasiones irritante que tantas veces me molestaba. Había algo en ella sin edad, sin nombre y pleno de belleza. Cuando se inclinó para besarle en la frente, le eché lo brazos al cuello y la abracé. El sombrero quedó apretado entre su cabeza y la mía.

- Toda bruja tiene un corazón de fuego - dijo entonces y aunque no entendí la frase, me gustó que me la dijera - y todo corazón de fuego se eleva hacia el infinito. De vez en cuando una bruja tiene que recordarlo.

Sonreí. El sombrero me rascaba la mejilla y de pronto, me pareció que él también estaba de acuerdo con lo que prima me decía. Una promesa diminuta en medio de un momento cotidiano. Una mirada hacia el infinito en medio del silencio de una mirada asombrada.

***

A veces, me pongo mi viejo sombrero para mirarme en el espejo. Lo he conservado durante todos estos años, sólo para recordar su poder de evocación. Y algo bello, infantil y dulce en la imagen que me devuelve el reflejo: el de una mujer que aún busca conocimientos, que se asombra del mundo que le rodea y que sabe, que hay un misterio en su mente. Porque cada bruja es un espíritu osado, en busca siempre de respuesta, incluso aunque sólo sea para hacerse más preguntas. Porque una bruja persevera, siempre vuela alto. Y alza el sombrero - el del conocimiento y la inocencia - en busca de algo más que el simple conocimiento. Tal vez un poco de sabiduría, me digo sonriendo, sosteniendo mi viejo y feo sombrero sobre la cabeza. Un sueño que se recuerda a fragmentos. La medida de una intima esperanza.

Una nueva forma de volar.



sábado, 23 de julio de 2016

La voz de las hadas sin rostro y otras historias de brujería.






Mi abuela - la sabia, la bruja - solía coser su propia ropa. Lo hacía con una paciencia lenta y metódica que nunca entendí muy bien, pero me encantaba. Solía sentarme a sus pies para mirarla mientras lo hacía, asombrada por la agilidad de sus dedos y la precisión de cada puntada. Era un ritual diario, sentarnos juntas en su habitación casi al atardecer, mientras ella cosía hasta que la luz del día se lo permitía. Nunca antes o después. Nunca con luz eléctrica. Solo unas pocas horas al día y en el mismo lugar, todas las veces. Una especie de lento ritual sensitivo que me llevaría años comprender bien.

- ¿Por qué no compras tu ropa en una tienda? - le pregunté en una ocasión - ¿No es más cómodo?

Ella levantó los ojos de la labor que tenía sobre la rodilla. Me hizo uno de sus guiños traviesos.

-  Me gusta considerar que mi ropa es una obra personal - me respondió - una obra de arte que creo a partir de como me miro en mi mente.

Mi abuela siempre respondía a todas mis preguntas con el mismo tono adulto y comedido, sin importarle que yo solo fuera una niña pequeña y un poco torpe que  la mayoría de las veces no entendía mucho de lo que me decía. Había algo asombroso en ese hábito suyo, en esa complicidad que me obsequiaba con toda naturalidad. Una manera de comprender el mundo más allá del reducido mundo infantil.

- ¿Y como te miras en tu mente?
- Como una historia incompleta - me contestó - siempre a punto de escribirse. Con puntadas que pueden deshilacharse y pequeños trozos de tela que no siempre combinan entre sí. Y eso es bueno. Para las brujas, el mundo es imperfecto y siempre puede ser mejorado con un esfuerzo de imaginación.

Parpadeé, sorprendida por sus palabras. Unos días atrás, Sor Elizabeth había dicho en la clase de religión que recibíamos cada jueves en la Escuela, que el mundo era una perfecta obra de Dios y que sólo el hombre, en su egoísmo empañaba la divina proporción de cada cosa creada. La monja parecía muy preocupada porque entendiéramos la idea que todo lo creado era perfecto hasta que el género humano lo empañaba con la torpeza de su mera existencia. Una idea muy triste que me costó asimilar.

- Abuela, pero en la escuela dicen que el mundo es perfecto - tragué saliva, me incomodaba incluso comentar aquello en voz alta - y que la gente lo daña y lo destruye. Que somos una especie...de ¿plaga?

Abuela se quedó muy seria, con los ojos entrecerrados y la boca convertida en una línea dura. Muchas veces ponía esa misma expresión  cuando le comentaba sobre lo que decían o hacían las monjas bigotonas del colegio Francés donde estudiaba.  Y aunque procuraba nunca criticar a las maestras, siempre tenía algo que decir sobre la educación que se impartía en las pequeñas y sofocantes aulas de clase.

- El mundo es parte de la concepción que tenemos sobre él y por tanto imperfecto - me comentó - y es estupendo que así sea. Todos somos artífices y creamos algo hermoso y bueno a partir de nuestros sueños. Las brujas creemos que el espíritu humano es el reflejo del Universo que le circunda. Una huella de fuego de nuestro aprendizaje y creencia espiritual. ¿No es eso extraordinario? ¿Encontrarse vinculado a ese misterio que te rodea como un todo originario y que te hace parte de sus enigmas?

La verdad, no entendí demasiado lo que quería decir mi abuela, pero si lo suficiente para comprender que consideraba que cada uno de nosotros era parte de algo más grande y más hermoso de lo que éramos. Una especie de visión sobre el mundo que formaba parte de nuestro cuerpo y mente. Eso me gustó. De inmediato me puse a imaginar un paisaje imposible formado por mis manos y piernas, un mar interminable que corría por mi mente como olas enfurecidas. La imagen me hizo sonreír.

- Entonces ¿No tenemos la culpa que el mundo sea malo? - pregunté entusiasmada. Mi abuela enarcó las cejas.
- ¿Te parece que lo es?
- Las monjas insisten en lo es.

Más de una vez, me pregunté por qué abuela había permitido por las buenas que mi madre  insistiera en que debía educarme en un colegio de férrea formación cristiana. De niña jamás lo entendí pero ya adulta, he llegado a pensar que quizás fue una forma de respetar esa solemne idea suya sobre la diferencia, la bondad y el poder de las ideas. Nadie puede defender lo que cree si no hay quien lo contradiga, me dijo en una ocasión. Nadie puede luchar por un ideal si no conoce su valor.  Una idea que he atesorado por años.

Quizás mi abuela la analizaba en ese momento, cuando inclinó la cabeza y dedicó un par de minutos de silencio a zurcir el borde del vestido que cosía. Lo hizo con una delicadeza casi imperceptible. Puntadas invisibles que aparecían y desaparecían en la tela estampada con una rapidez de asombro. Aguardé: sabía que la abuela pensaba lo que acababa de decirle y buscaba la mejor respuesta que pudiera darme. Me gustaba ese intervalo de silencio antes de una de sus interesantes reflexiones.

- Mi niña, el mundo no es bueno ni malo. El mundo es lo que es: una combinación de todo lo extraordinario y temible que la mente humana en su inocencia puede abarcar. El mundo no complace ideas morales o éticas. El mundo existe desde lo originario a lo complejo a través de sus peculiaridades. La naturaleza y la obra del hombre son parte de esa noción del bien y el mal, pero el mundo no se define a través de ella.

Suspiró. Se puso el dedal en el dedo índice. Extendió la tela sobre su rodilla derecha. El bonito vestido de tela floreada pareció flotar en la luz menguada de la tarde.

- Pensar que el mundo es terrible porque no comparte nuestras aspiraciones o reflexiones, limita nuestra manera de comprender todo lo que podemos ser y aspirar - continuó - somos piezas sueltas de un mecanismo extraordinario que se unen para construir una idea muy amplia sobre su identidad. Para la brujería, el mundo y nuestra especie, es un tránsito de conciencia, una asimilación de conocimientos que se hacen cada vez más profundos, hermosos y elementales. Una búsqueda personal sobre lo que deseamos crear, construir y creer. Las ideas no tienen fronteras, tampoco deben ser limitadas por una percepción sobre el miedo. Somos poderosos en nuestra capacidad de admitir la complejidad de nuestra individualidad. En cómo nos comprendemos, cómo nos miramos al espejo a diario.

Me llevó esfuerzos seguir sus palabras pero por alguna razón,  al escucharlas pensé en una discusión que había sostenido con una de las niñas de mi clase unos días antes. Había sido un momento humillante que me llevaba esfuerzos recordar pero que parecía muy relacionado con lo que la abuela intentaba explicarme. Ese poder de la invidualidad, de la necesidad de luchar contra la noción de estar muy solo en medio de una idea muy grande sobre el mundo. En ocasiones como esa, me veía a mi misma como una figura solitaria, atravesando un paramos repleto de gigantes indiferentes.

Gloria era la niña más popular del salón. Rubia, guapa y muy lista era admirada por buena parte de nuestras compañeras e incluso alguna que otra maestra. Era una pequeña dictadora, muy consciente de su atractivo e influencia sobre quienes le rodeaban y tal vez por ese motivo, lo usaba como un arma refinada contra quienes no le simpatizaban. Y yo era una de esas personas. Desde que nos habíamos conocido y sin que supiera con exactitud el motivo, Gloria me detestaba. Por supuesto, se trataba de un sentimiento recíproco, cosa que yo intentaba dejar bien claro cada vez que podía.

Quizás por esa animadversión mutua, Gloria se burlaba de mí en formas muy crueles y duras. Me acosaba por sobrenombres ofensivos, se burlaba sobre mi aspecto físico y mi ropa y había veces en que incluso, la tomaba con mi familia, a quien no conocía de nada. Pero claro está, ya había escuchado los rumores sobre el hecho que las mujeres de mi familia se llamaban así mismas "brujas", cosa que parecía fascinarla e irritarla a partes iguales.

- ¡Si aquí está la loca de las Escobas! - me dijo el día de nuestra gran pelea, de pie en el patio del colegio -¿Qué harás hoy? ¿Te comerás a un gato?

Me aguanté las ganas de tirarle de cabello y arañarle la cara. En lugar de eso, me quedé sentada muy quieta en el banco de piedra del jardín, fingiendo estar muy concentrada en el libro que leía. Gloria no se dio por vencida.

- ¿O Qué? ¿No hacen cosas horribles en tu casa? ¿Me vas a decir que tu abuela no se come la cabeza de niñitos recién nacidos?
- ¡Eso no es verdad! - grité con las mejillas rojas de furia - ¡Y no nombres a mi abuela!

Gloria se echó a reír, satisfecha al parecer por hacerme reaccionar. Se acercó para mirarme de arriba a abajo.

- Una loca de las escobas y que además, se viste con la basura que botan sus vecinos - canturreó - ¿Hay algo peor que eso?

Sentí que la verguenza me quemaba la garganta, porque sabía bien a que se refería. Ese día, llevaba un suéter de lana roja que la abuela había tejido para mi. No era el más bonito del mundo - no era moderno y me iba un poco grande - pero me encanta llevarlo porque me hacía recordar el olor agradable y cálido de su cocina, su sonrisa amable, su voz reconfortante.  De inmediato, lo tomé sobre el banco de piedra donde lo había dejado olvidado y traté de ocultarlo en mi morral abierto. Gloria se adelantó y tomó una de las mangas con sus dedos como zarpas.

- ¡No lo ocultes! ¡Muéstrale a todo el mundo que te encanta vestir basura! - se regodeó.

La miré angustiada. Daba miedo escucharla reír así, con el bonito rostro pecoso iluminado por una malicia impropia de su edad. Horrorizada y furiosa forcejé por recuperar el suéter, tirando de la manga que no sostenía Gloria con una energía que le sorprendió. Se esforzó por no soltar el suéter y la vi apretar los dientes para sujetarlo, como si se le fuera la vida en eso. El grupo de niñitas que la seguían a todas partes celebraba la escena con palmas y silbidos.

Entonces, dejé de tirar del suéter. Nunca sabré bien por qué lo hice. Sólo dejé caer las manos y retrocedí un paso. Gloria trastabillo, con el sueter bien aferrado entre las manos aún y me dedicó una mirada maliciosa. Su grupo de amigas celebraron la hazaña con grititos de entusiasmo.

- ¿Qué? ¿Ya no te gusta tu suéter basura? - digo Gloria en voz baja. Tomé una bocanada de aire.
- Lo que me gusta de él, no me lo puedes quitar. Y es algo sólo mio.

No sé de donde vino esa frase o si de verdad la entendía cuando la dije. Las sienes me palpitaban de verguenza cuando me incliné y tomé mi morral. Gloria siguió de pie a unos pasos de donde me encontraba. No respondió a eso, tomada por sorpresa. Cuando la miré, tenía una expresión enfurruñada y furiosa, como si le hubiese quitado algo invisible al soltar el suéter.

- ¡Toma tu porquería! - gritó entonces. Lo dejó caer al suelo y lo pateó en un gesto tenso y torpe que casi me hace reír - ¡Pontelo sucio así!

Echó a correr por el patio. Sus amigas se apresuraron a seguirla, dedicándome rápidas miradas de superioridad. Me quedé allí, con el suéter aún en tirado en el suelo y el corazón latiendo tan rápido que me llevaba esfuerzos respirar. Me sentía humillada y angustiada...pero también sabía que de alguna manera...me había enfrentado a Gloria. Y que lo había hecho sin gritar y llorar, que era lo que seguramente quería. Suspiré, tomando el suéter del suelo con un gesto lento y pesaroso. No entendía que había ocurrido...pero sabía que al menos, había logrado que Gloria se quedara con las ganas de herirme de verdad. Porque no lo había hecho ¿Verdad? me pregunté de pie. ¿O sí? No lo sabía, pensé. Y eso me dejó mucho más aturdida que la desagradable escena.

Pensé en todo eso sentada a los pies de mi abuela, viéndola coser. Esa delicadeza que hacía a sus dedos volar sobre la tela, crear algo hermoso por un mero esfuerzo de su imaginación. No había nada simple o sencillo en aquel acto de amor, esa labor silenciosa y privada que dotaba al vestido de personalidad, de un rostro real que podía adivinarse en sus pliegues y singularidades. Sonreí.

- Hacemos el mundo - dije. Mi Abuela me dedicó una mirada serie y cariñosa.
- Hacemos que sea posible en toda su belleza - me dijo - Por ese motivo, las brujas crean para asumir su poder, su personalidad, su capacidad para ejercer su voluntad como una herramienta precisa. Creamos el mundo, la realidad, lo que somos. Nos esforzamos por brindarle sentido a lo que somos a través de esa percepción del mundo como bueno, perfectible y sobre todo, parte de esa noción que puede ser una forma de esperanza. Ninguna bruja deja de luchar jamás, de esforzarse, de trabajar. Su mente está llena de ideas, comprende lo significativo que puede ser cada pequeño logro que construye uno más grande. Somos un vinculo de conocimiento entre la identidad que nos define y ese Universo contradictorio que nos rodea.

Dejó la aguja y el dedal a un lado. Levantó el vestido para que pudiera verlo: no era ni el más bonito o el más fino, pero si era suyo. Una pieza a su medida, creada con historia, con largas tardes de silencio, con sus pensamientos e idea. Me asombró que algo tan sencillo pudiera ser tan valioso.

- ¿Sabes por qué las brujas cosen su propias ropas? ¿O construyen sus propias herramientas de magia? - me preguntó. Sacudí la cabeza - por el poder que les confiere su personalidad. Por la capacidad que cada cosa que hacemos tiene para evocar lo mejor y más poderoso de lo que somos. Lleva tu impronta, tu historia, tus dolores y placeres. Lleva tu voz silenciosa, lleva cada momento que tomaste para elaborar una idea compleja. Es tu rostro, es tu individualidad. Es tu manera de expresar ideas y eso es hermoso.

La luz del sol pareció ondular en el viento de montaña que entraba por la ventana. Un fulgor dorado y naranja que coloreó la habitación y le dio una tonalidad cristalina, como si cada cosa en la habitación flotara a la deriva en un silencio bienhechor. Mi abuela miró la línea del atardecer que iluminaba la ciudad en tonos ocre y con cuidado, dobló su vestido recién nacido, su pequeña obra de arte.

- No hay nada más valioso que encontrar ese brillo interno que nos hace únicos. Esa capacidad que nos permite construir el mundo a partir de nuestras ideas más privadas - me dedicó una sonrisa, a medio camino entre la luz transparente y la oscuridad que comenzaba a rodearnos  - quizás,  magia muy antigua.

La última luz de la tarde siguió flotando en medio de las sombras triples que nos rodeaban. Y pensé, quizás por primera vez en mi vida, en el poder de los pequeños gestos privados. En la huella perdurable de nuestra manera de pensar.  En esa sonrisa misteriosa que llevamos a todas partes como un triunfo privado y que nos protege sin duda, del silencio de la desesperanza.

Un sueño íntimo, sin duda. Una mirada al Infinito que nos une y nos abarca. Una forma de crear.


***

Gloria me miró boquiabierta cuando avancé hacia la fila del patio llevando mi gastado y feo suéter rojo. Lo llevaba sin molestarme en disimular sus costuras, las mangas estiradas, la forma como algunos hilos flotaban rotos en las puntas. Y sentí una felicidad extraña y simple cuando pude sostener sus ojos sorprendidos y luego sonreír, libre de la sensación de angustia que en ocasiones sus insultos me provocaban. Me encontraba más allá de ellos, a salvo en esa noción profunda sobre el poder personal que llevamos a todas partes.

La vi sonreír y estuvo a punto de decir algo hiriente. Aguardé, con el rostro franco, sin miedo ni nerviosismo. ¿Todo era tan sencillo? pensé con las manos apretadas bajo los puños deshilachados del suéter. ¿Enfrentarse a las pequeñas cosas que nos producen temor? ¿Construir el mundo como un lugar para soñar y crear? Tal vez. Y por ese motivo, no me moví, aguardé con el miedo convertido en un nudo insignificante en algún lugar de mi mente.  Por último, simplemente volvió la cabeza y me ignoró. Pero noté los dedos tensos con que se apretó el pliegue de su pulcra falda azul y eso para mi, fue suficiente.

A veces las grandes batallas empiezan por pequeñas victorias. Por esos pequeños triunfos invisibles que nos elevan sobre el miedo y la angustia. Una mirada asombrada al mundo que nos rodea y esos indefinibles elementos que nos hacen parte de él.