viernes, 30 de noviembre de 2018

Crónicas de la lectora devota: “El tatuador de Auschwitz” de Heather Morris.




En una entrevista realizada hace un par de semanas para un periódico israelí, la guionista australiana Heather Morris admitió que su libro debut “El tatuador de Auschwitz” era fruto de la casualidad. Para Morris, el recorrido comenzó cuando una amiga le habló sobre un hombre judío que tenía “Una interesante historia que contar”. A continuación, le explicó a grandes rasgos, la vida Lale Sokolov, judío sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz y que vivía en Melbourne. “No podía creer que una historia pudiera ser tan asombrosa” dijo Morris, aún impresionada por los detalles de una travesía por la Europa sacudida por la Guerra. “Era como un pequeño secreto, escondido debajo de muchos horrores distintos”. Y tenía razón.

Todo lo anterior, ocurrió en diciembre de 2003: Morris todavía debía recorrer un largo trecho de obstáculos para lograr que su novela llegara a las librerías de todo el mundo. Después de todo, el interés sobre el holocausto nazi no hace más que decrecer y Morris se encontró en mitad de la extraña situación de explicar a editores y agentes, el por qué un libro sobre un hombre anónimo y sobreviviente a un campo de concentración, podía llamar la atención de lectores saturados por años de historias parecidas. Pero Morris insistió: escribió un guión que no logró financiar y que al final, terminó convertido en una colección de apuntes. Desconcertada pero decidida a publicar el libro, Morris reescribió el material por segunda vez, en esta ocasión en la forma de una novela. Aún así, pocas editoriales recibieron el manuscrito y de hecho, en una de ellas, le pidieron “cambiar lo esencial, para hacerla más alegre” cuenta la ahora reconocida escritora entre risas. Por último, Morris comenzó una campaña de Kickstarter que finalmente le proporcionó el impulso suficiente para llegar a una editorial y recibir el visto bueno de publicación. A partir de allí, todo lo ocurrido alrededor de la novela “El Tatuador de Auschwitz” parece obra del destino o al menos, de una rara mezcla de situaciones que no sólo llevaron al libro a convertirse en un éxito de ventas sino además, ser considerado uno de los mejores publicados en el año 2018.

Claro está, no se trata de una historia sencilla y parte de su largo camino hasta la página impresa, se debió al hecho de tocar puntos sensibles de la historia Universal y en especial, de la comunidad judía. “El tatuador de Auschwitz” es la combinación de una improbable historia de amor entre las víctimas de un Campo de Concentración y el colaboracionismo de su personaje principal para con el Tercer Reich. Un tema que pocas suele tocarse y que aún, casi un siglo después, continúa provocando incomodidad por su crudeza. ¿Cuántos judíos debieron enfrentar la disyuntiva de sobrevivir al prestar ayuda a sus enemigos y verdugos? ¿Cuántos de los prisioneros en los Campos de Concentración debieron cuestionar su lealtad histórica y étnica para evitar la muerte? El número no está claro y de hecho, la mera noción sobre la colaboración de judíos con los funcionarios de la Alemania Nazi permanece sepultada bajo una percepción de la verguenza colectiva dificil de explicar en la actualidad. El genocidio judío no sólo enfrentó a un gentilicio al exterminio sistemático, sino a una batalla monumental contra la absoluta devastación moral. La historia de Sokolov es una de ellas y refleja, con una sencillez casi cándida, los dolores y terrores de la disyuntiva de conservar la vida a pesar del sufrimiento y la humillación de la derrota.

Lale Sokolov conoció a su esposa Gita, cuando ambos eran prisioneros en el Campo de concentración de Auschwitz. Pero mientras Gita sufría las inclemencias y maltratos que debían padecer la mayoría de los prisioneros, Lale era parte de tatuadores del campamento, lo que le colocaba en una situación ventajosa con respecto al resto de las víctimas. Sokolov era el encargado de tatuar el infame número de identificación que distinguía a los judíos confinados en Auschwitz y que con el correr de las décadas, se convirtió en símbolo del horror de la tragedia genocida. Para Morris, la mera idea sobre el amor en condiciones semejantes, parecía menos que plausible pero aún así, narra la circunstancia desde una mirada respetuosa y sin prejuicios hacia las condiciones de sus personajes. El Auschwitz descrito por Morris, es una pesadilla repleta de dolor y violencia, pero además, el lugar que define y sostiene la psicología de sus personajes. Desde el hecho que Lale define el tatuaje que debió realizar a Gita como “profanación” — con toda la carga simbólica que el tatuaje y sus implicaciones tiene en la historia privada y colectiva del pueblo judío — hasta la convicción del hombre de encontrarse al borde de la moral y muy cerca del abismo de un tipo de indignidad muy precisa, “El Tatuador de Auschwitz” asimila la idea sobre el miedo y la agresión a los que fueron sometidas las víctimas desde una impecable mirada al absurdo y al miedo. Sobre todo, el personaje de Sokolov se debate entre la percepción violenta sobre la naturaleza de “traición” pero más allá de eso, la culpabilidad que le destroza y que lleva a cuestas no sólo durante su reclusión en el campo, sino luego de abandonarlo. Morris encontró que Sokolov no sólo se debatía entre el padecimiento de sus recuerdos, sino algo más violento y duro de asimilar: “Pasó un tiempo antes de que estuviera dispuesto a embarcarse en el profundo auto-escrutinio que requería partes de su historia (…) nuestras vidas se entrelazaron cuando derramó la carga de culpa que había soportado durante más de cincuenta años, el temor de que él y Gita pudieran ser vistos como colaboradores nazis”. El concepto de lealtad de Sokolov se analiza no sólo desde la percepción del sacrificio — en varios fragmentos de la novela es evidente que cumple con su labor para evitar que alguien mucho más cruel pueda hacerlo — y la concepción de la responsabilidad histórica que le agobia y le desconcierta. Convertido en instrumento contra las víctimas y a la vez, una víctima propiciatoria de una situación insostenible, Sokolov parece obsesionado por la necesidad de redención y es quizás esa insistencia en encontrar lugares brillantes en medio de una situación insostenible, lo que hace de su historia una percepción profunda sobre los entresijos del espíritu humano. Sokolov no sólo batalla por su dignidad, sino también se debate en la posibilidad de incurrir en un tipo de degradación que supera cualquier tortura del campo. “¿Quién soy en medio de este tormento sin rostro?” piensa Sokolov, mientras debe marcar a las víctimas, a la vez que parece hundirse con rapidez en un tipo de sufrimiento inclasificable.

Convertido en el asistente del tatuador oficial del campo, Sokolov atraviesa un travesía moral que le purifica y además, encuentra un doble sentido enaltecedor. Se trata del tatuador del campo, pero a la vez del hombre que comparte sus raciones de comida con otros prisioneros, preocuparse sobre las condiciones del resto de las víctimas, insistir en salvar “al menos una vida” siempre que le sea posible. Al final, el trayecto en la oscuridad de Sokolov tiene mucho de profunda expresión de humanidad, de esa dualidad imposible y penitente del hombre y la construcción de la memoria que lleva a cuestas.

No obstante, pronto Sokolov descubre que hay límites morales que no puede trasgredir: se niega a tatuar mujeres y niñas. De nuevo, el jefe de tatuadores oficial le recuerda que no se trata de elegir que puede o no hacer en las fronteras tenebrosas del campo, sino que tanto puede ayudar desde su posición a quién lo necesita. Es entonces cuando Sokolov comprende lo que será la piedra angular de su historia dentro del campo y sobre todo, la forma en asumirá su lugar — y labor — dentro de la violenta maquinaria nazi. Las reglas “del mundo exterior” han dejado de existir dentro de la cerca que separa al campo del resto del mundo. De hecho, la percepción sobre su propia existencia parece resumirse a un presente continuo que se extiende en todas direcciones y se elabora como una percepción fragmentada de la realidad. “Afuera ya no existe. Sólo hay aquí” le dice Gita cuando Sokolov intenta explicarle sus terrores y dolores. La vida para ambos se encuentra circunscrita al terror del campo, pero también a sus leyes arbitrarias y a su concepción sobre el hecho consistente de la vida en riesgo constante. Para Gita y Sokolov el amor no es sólo una forma de sobrevivir, sino también, el motivo para continuar como una expresión de fe en medio de la oscuridad.

Claro está, su relación con Gita — ese sentimiento por momentos poderoso, en otras despiadado en su belleza — es sólo una parte de la gran mirada que Sokolov sobre las condiciones aterradoras del campo. Morris logra no sólo captar los pormenores de una historia inquietante y dolorosa, sino dotarla de una profunda ternura que resulta conmovedora en sus momentos más duros. Desde la descripción del momento en que Sokolov tatúa a Gita — “Sus ojos, sin embargo, brillan pacientes. Mientras los mira, su corazón parece detenerse y comenzar a latir por primera vez en mucho tiempo. Late con fuerza, casi amenazando con salir de su pecho” — hasta las implicaciones del amor entre ambos, la novela crea una percepción sobre lo espiritual de enorme poder anecdótico. Hasta entonces, Sokolov ha sobrevivido gracias a la casualidad, su esfuerzo por mantenerse cuerdo en mitad de la devastación y su voluntad desesperada por superar el miedo. Con la llegada de Gita, la supervivencia se transforma en algo más sentido, con un significado mucho más profundo y sobre todo, una percepción de la existencia más amplia. A pesar que el mundo exterior “no existe”, en el interior del campo el amor de Gita lo es todo. Y esa convicción de lo enorme y lo trascendental de la posibilidad de la esperanza, lo que hace que la vida de Sokolov cambie por completo.

La autora brinda una especial belleza a la escena central de la novela y lo hace, con la convicción evidente que esa percepción esencial y profunda, es una mirada hacia algo más consistente que la supervivencia en condiciones imposibles. La lenta descripción de cómo Sokolov tatúa los números, la paciencia y la confianza de Gita, la sensación poderosa que entre ambos hay una percepción sobre la capacidad del espíritu humano para vencer lo irrevocable, convierte a la narración en algo más que una historia de amor. La convicción perenne de la humanidad perdida — y reencontrada — no sólo se convierte en algo más importante, sino en el sostén entero de la mirada de la novela sobre la condición humana y la naturaleza del dolor.

Como si la capacidad de amar — y el hecho de su propia humanidad recién descubierta — transformara toda la idea del bien y del mal en algo más ambiguo, la novela toma un cauce profundamente emocional: Sokolov comienza a tomar verdaderos riesgos y batalla en silencio, para lograr vencer el régimen brutal que domina el campo. Planea pequeños robos, logra comprar medicinas y comida en el pueblo cercano, lucha por mantener la fe entre los hacinados y débiles prisioneros. Pero sobre todo Sokolov lucha por amor. Sin caer en ningún cliché al uso y mucho menos, en la mirada del amor como un sentimiento ingobernable, la historia refleja la desesperación convertida en un sentimiento enajenado, violento y por momentos, sin sentido. Y aún así, es esa percepción de la emoción y la entrega de la pareja a a convicción de su existencia, lo que brinda al libro su casi lírica belleza. Su extraña convicción de ser una puerta abierta hacia la comprensión de la naturaleza humana, incluso en medio de la oscuridad.

Con su inusitada carga simbólica, su negativa a caer en lugares comunes, pero sobre todo, su negativa a pontificar o a emitir juicios morales, “El Tatuador de Auschwitz” es un recorrido significativo e intenso por un pasaje de la historia que parece cada vez menos comprensible para una generación, que comienza a olvidar las tragedias del pasado. No obstante, la historia de Sokolov y su capacidad para demostrar el poder de la voluntad y el espíritu humano aún en las peores condiciones, sigue siendo quizás lo más importante en una narración que apela a sentimientos sencillos para crear algo mucho más apoteósico. Una mirada consecuente sobre la humanidad, sus victorias y derrotas, a través del pequeño prodigio del amor como una forma de construir esperanza en medio del horror.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: Rowling contra el mundo mágico: los errores de continuidad y contenido que están haciendo mella en el Universo de la escritora.




Todo el que me conoce, lo sabe: soy una orgullosa Potterhead y lo soy porque la saga Harry Potter es desde sus limitaciones y aciertos, una experiencia extraordinaria para lectores de todas las edades. Creo firmemente que Harry Potter — con toda su inocencia, su tránsito de héroe imperfecto a símbolo ideal — es una encantadora aproximación a cierto tipo de valor casi icónico. Crecí con la saga: Harry creció conmigo.

Por ese motivo, me preocupa la lenta transformación de la saga en algo a mitad de camino entre un Universo en expansión — siempre necesario — y un experimento fallido. Y lo digo como fan, lectora, fanática y sobre todo, como observadora natural del fenómeno. “Los crímenes de Grindelwald” (a pesar de lo mucho que me gustó) demuestra que el mundo Potter está erosionandose con más rapidez de lo debido y sobre todo, de manera mucho más profunda de lo que suponemos.

Rowling continúa intentando una forzosa inclusión a destiempo, en una revisión que no se atiene ni a las propias ideas que plasmó cuando la Saga Potter finalizó. Desde los datos al azar que dejan muy claro que incluye a calzador la idea que su obra es mucho más politicamente correcta de lo que era al principio, hasta su insistencia en moldear el Universo para una nueva generación, el resultado está dejando claro que la escritora no logra encontrar el tono para sostener esta lenta transformación hacia ninguna parte.

¿Era imprescindible o tenía algún peso real puntualizar sobre la orientación sexual de Dumbledore? Sobre todo, si luego el tema entró en una especie de discusión tabú que no se incluyó en ninguna otra parte ni tampoco tiene un peso concreto en la trama. ¿Por qué hacerlo si no tiene otro objetivo que “demostrar” que el Mundo mágico es muy diferente al descrito o al menos, intentar demostrarlo?

¿Por qué incluir a Anthony Goldstein (Ravenclaw) como judío cuando durante buena parte de la saga no se hizo referencia a las creencias de ningún alumno? ¿Era necesario?

¿Por qué hablar sobre el resto de las Escuelas de Magia sin al menos una investigación sobre la cultura de los países de orígen? La introducción del Colegio Ilvermorny y sobre todo, el uso casi esperpéntico de la cultura Navaja con la intención de sostener la historia, resulta no sólo paradójico — la historia en cuestión aplasta sus elementos más simbólicos y los sustituye por clichés pop — sino incluso irrespetuoso.

“Los Crímenes de Grindelwald”, demuestran además que la autora sigue intentando vincular por la fuerza todas sus historias con el núcleo común de Harry Potter. La aparición casi fortuita de Nagini como un Maledictus, la necesidad de unir líneas genealógicas sin sentido (como ese Aurelius Dumbledore cuyas fechas no concuerdan con nada de lo narrado hasta ahora) o incluso, ideas tan sencillas como la existencia de Minerva McGonagall sin que pueda explicarse su edad o su aparición antes incluso de su nacimiento, dejan en claro que Rowling batalla contra la necesidad de construir su saga — la anterior, la reciente — a la medida de los tiempos. Una intención que amenaza con tambalear su esencia más sólida.

El guión de la película — lleno de inconsistencias, pero sobre todo, amplios vacíos de información — parece dejar claro que Rowling intenta crear una revisión de su Universo torpe e incluso, con implicaciones residuales en la forma como la saga original podría interpretarse. La escritora parece incapaz de brindar unidad temática a una película que además, tiene la complicidad de ser el puente de unión entre la visión optimista y casi apacible de “Animales fantásticos y dónde encontrarlos” y lo que ocurrirá a partir de las líneas argumentales abiertas dentro de su historia. No obstante, hay una buena cantidad de información que carece de sentido y sobre todo, no se corresponde del todo con la historia que hasta ahora, Rowling ha delineado en sus libros y productos sucedáneos. ¿Y cuáles son algunos de esos baches narrativos? Los siguientes:

El abstracto pasado de Creedence — Aurelius Dumbledore:
En el libro “Las Reliquias de la Muerte” (2007) la historia de la familia Dumbledore se cuenta desde la visión de la malintencionada Rita Skeeter y también, a través de los amargos recuerdos de Aberforth, el hermano menor del director de Hogwarts. Según lo explicado en la narración, la familia Dumbledore se encuentra casi extinta y lleva a cuestas la verguenza del encarcelamiento en Azkaban de Percival Dumbledore — padre de Albus y Aberforth — luego que el patriarca atacara a un grupo de muggles que habían lastimado a Arianna, hija menor de la familia, dejándole traumatizada e incapacitada para practicar magia.

Según Pottermore y Harry Potter Wiki Fandom, la más pequeña de los Dumbledore nació alrededor de 1885 y murió en 1899, lo que quiere decir que Percival fue a la cárcel en algún punto entre ambas fechas y murió entre las paredes de Azkaban. De ser así ¿Cuando fue concebido Aurelius? De haber nacido antes que Percival fuera detenido, tendría que ser mayor o contemporáneo a la pequeña Ariana, lo que quiere decir que para el momento en que transcurre la acción de “Los Crímenes de Grindelwald” debería tener al menos treinta años. Por el contrario, de haber sido concebido después, Creedence habría nacido dentro de las paredes de Azkaban, lo cual es al menos, una gran imposibilidad, siendo que según la propia Rowling la cárcel del Mundo Mágico está custodiada por dementores y además, cada prisionero sufre confinamiento solitario, como fue descrito con detalle en el libro “Harry Potter y la cámara Secreta” y “Harry Potter y el Prisionero de Azkaban”.

Cabe preguntarse, ¿mentía entonces Grindelwald al revelar su pasado a Creedence? Otra posibilidad que la misma Rowling descarta, al hacer aparecer en mitad de la angustia del supuesto Aurelius Dumbledore, un Ave Fénix. Según la historia de la antigua familia de magos, el ave mitológica siempre se presentará en caso que algún miembro se encuentre en medio de angustia o un gran peligro. Por supuesto, la aparición sorpresiva del Fénix ante el dolor de Creedence — Aurelio hace preguntarse el motivo el cual, la vieja admonición no pareció funcionar durante la historia “Animales fantásticos y dónde encontrarlos”, en la que Creedence sufre maltrato físico y mental por parte de la mujer que le adoptó.

Como si todo lo anterior no fuera suficiente, no hay una explicación clara de como el supuesto Aurelius llegó a Norteamérica. Según la información difusa que ofrece la película, el personaje fue llevado al otro lado del mar por “una tía”. La gran pregunta que por supuesto lleva aparejado el dato, es que si realmente se trataba de un miembro de la familia Dumbledore ¿De quién podría tratarse? Según los datos de la página Pottermore (y el libro “Las Reliquias de la Muerte”) la madre de Dumbledore, Kendra murió cuando Ariana tenía catorce años y no tenía familia cercana. Y el guión de la película no aclara si Kendra es la madre de Aurelius. ¿Podría tratarse entonces de Honoria Dumbledore, la tía soltera de Albus Dumbledore y hermana de Percival? No parece muy probable: Según Pottermore, Honoria vivió aislada por largos años y no era especialmente cercana a sus parientes del Valle de Godric.

La Omnisciencia de Albus Dumbledore:
En los libros de la Saga Harry Potter, el eminente Albus Dumbledore — profesor de transformaciones hasta la novela “Harry Potter y el Prisionero de Azkaban” aunque en “Los Crímenes de Grindelwald” se dedique a enseñar “Defensa contra las Artes Oscuras” — tiene un conocimiento más o menos claro de cada cosa que ocurre a su alrededor. No obstante, a través de los libros siempre quedó muy claro que Dumbledore utilizaba medios mágicos o incluso, su capacidad de deductiva y de investigación, para llegar a conclusiones muy acertadas sobre sucesos específicos. En la película no es distinto: el Profesor Dumbledore parece saber muy bien que ocurre con Leta Lestrange y de hecho, ese conocimiento es lo suficientemente claro como para que Dumbledore pueda extraer conclusiones sobre el comportamiento de la niña, tanto cuando fue su alumna como después. No obstante, el guión nunca deja claro el origen de la certeza de Dumbledore sobre los dolores emocionales que atormentan a Leta y de hecho, tal pareciera que las conclusiones del profesor están más cercanas a la especulación que a la certeza. Más allá de eso, Rowling no parece saber muy bien como reconstruir el escabroso pasado de la joven Lestrange, además de elaborar toda una versión sobre la muerte de su hermano menor que no parece tener la menor lógica en ningún punto de la narración.

La edad de Minerva McGonagall:
Según menciona Rowling en uno de sus agregados a la página Pottermore, Minerva McGonagall nació en 1935 y acudió al colegio Hogwarts entre 1947 y 1954, dato que también confirma Harry Potter Wiki Fandom, lo que quiere decir que para el momento de la Primera Guerra entre magos, Minerva aún no había nacido. Sin embargo, según el guión de “Los Crímenes de Grindelwald” McGonagall no sólo ya era parte del grupo de profesores de Hogwarts para 1927 sino que además, ya se encontraba en la escuela para 1910. No solamente las fechas no coinciden — todas suministradas por los distintos aportes de Rowling a Pottermore y otras webs semejantes — sino que además, restan credibilidad a la historia contexto de McGonagall, que de profesora pasa a convertirse en un misterio por sí misma — ¿Tenía más de un siglo de edad la profesora de transformaciones al momento en que Harry Potter llegó a Hogwarts? — y algo más parecido a una línea temporal rota que podría afectar incluso, la forma en que se analiza la historia reciente del colegio de Magia y Hechicería. Luego del estreno de la película “Los Crímenes de Grindelwald”, Pottermore modificó los datos del personaje, incluyendo la edad y biografía de Minerva.

Nuevos y viejos hechizos: No todo está muy claro en el mundo mágico.
En “Los Crímenes de Grindelwald” se presentan todo tipo de nuevos hechizos, conjuros y vínculos mágicos que tienen la misma función — o eso parece sugerir los vacíos de información — que un Deux ex Machina del mundo creado por Rowling. Tal pareciera que la escritora no tiene del todo claro la forma en que funcionan las nuevas forma de magia que creó para la película y es justo esa incapacidad de definir de manera las implicaciones de la magia entre los personajes, lo que atenta contra la coherencia del guión en más de un aspecto. Por ejemplo, el personaje Yusuf Kama hace un voto inquebrantable que después no puede cumplir. Pero al contrario de lo que ya conocíamos — que el voto inquebrantable obliga al cumplimiento de la promesa que sostiene su existencia o condena a muerte a quien pronuncia el voto — el vinculo mágico funciona de manera muy distinta en la película. ¿Por qué entonces Yusuf llevaba todavía las marcas del Juramento inquebrantable que hizo? Si su incapacidad para cumplir la promesa invalidaba o al menos, cambiaba la percepción del hechizo como se comprende desde los libros ¿no debía morir? ¿O puede sobrevivirse a la promesa inquebrantable siempre y cuando la imposibilidad de llevar a cabo el objetivo del vínculo mágico sea evidente? ¿Como se hace evidente semejante circunstancia? Rowling no aclara en absoluto semejantes extremos, lo que convierte a los Votos inquebrantables en toda una nueva versión de la magia vinculante — y potencialmente mortal — que fue descrita en el libro “Harry Potter y el Príncipe Mestizo”.

Rowling también incluye en el argumento de “Los Crímenes de Grindelwald” los llamados “pactos de sangre”, que a pesar que tener un peso considerable en el desarrollo de la historia, son explicados con tan poca claridad que su mera existencia crea una paradójica visión sobre lo que hasta ahora conocíamos sobre lo que la propia autora llegó a llamar “vínculos mágicos”. De la misma que los votos de las promesas inquebrantables, los pactos de sangre parecen destinados a unir de manera imperecedera la vida y acciones de dos magos. No obstante, la escritora no incluye demasiada información al respecto. No aclara si puede romperse — o de qué forma hacerlo — o incluso, si al romperse algunos de los magos implicados puede sufrir algún tipo de daño físico, mental o de cualquier otro tipo. Aún así, la idea sobre el pacto gravita sobre la película como una importante referencia de cara a la complicada relación entre Grindelwald y Dumbledore, lo que hace más desconcertante el vacío de información al respecto.

Resulta preocupante, la forma como el Universo creado por Rowling se desmorona con lentitud debido a la intención de la autora por adecuar la historia — tanto pasada como futura — a una nueva visión comercial sobre el material. Además, se trata de una transformación sin sentido, carente de la solidez suficiente como para hacer otra cosa que erosionar el poder de una saga literaria — y su inevitable franquicia cinematográfica — con la que creció una generación de lectores. ¿Qué obtiene Rowling a través de los sucesivos cambios en la historia original? ¿Es esta constante revisión sobre los personajes y las circunstancias que crearon un fenómeno por derecho propio, una forma de actualizar la visión de la autora o se debe a la inevitable presión económica sobre el Universo expandido? Son las preguntas inevitables que se formula cualquier fanático del Mundo creado por la escritora, en medio de las transformaciones y sobre todo, del cada vez más preocupante deterioro del mundo que se sostiene sobre la nostalgia de millones de fanáticos alrededor del mundo. Y tal vez, ninguna de ellas tenga respuestas.

martes, 27 de noviembre de 2018

De la belleza al horror: Lo moral, lo ético y la bondad espiritual en el arte.




Pablo Picasso no era una buena persona: según sus allegados, era grosero, díscolo, ególatra y violento. Dora Maar contó en más de una ocasión, que la necesidad de atención y amor del pintor resultaba “apabullante”. Marie-Thérèse Walter terminó destruída moral y espiritualmente luego de una larga relación con Picasso: tuvo que batallar con la presión de enfrentarse a la por entonces esposa del artista, la bailarina rusa Olga Khokhlova y además, con la ambivalencia de Picasso, que no sólo no se divorció de su mujer sino que sometió a Marie-Thérèse al escarnio público. La llamada “niña Picasso” terminó hundida en la bebida y en 1977 se suicidó, luego de afirmar que su vida había destruida por “un monstruo llamado Pablo”. Françoise Gilot, que fue amante desde los 21 años de Picasso, contó en una entrevista a The Sidney Morning Herald, la abrumadora y en ocasiones insoportable personalidad del pintor. “Pablo era una persona maravillosa para estar con él […] Pero también era muy cruel, sádico y despiadado con los demás y consigo mismo”.

Lewis Carroll también era una persona detestable: no sólo sentía una enfermiza predilección por las niñas pequeñas — a las que fotografiaba desnudas en posiciones eróticas — sino que además, era un hombre seco y rígido que provocaba antipatía inmediata. Según sus contemporáneos, el diácono de Oxford era un hombre “desagradable, que tenía mal olor y además malos modales”. Al final, su reputación le llevó a un desagradable encontronazo con varios de sus amigos más cercanos y a un ostracismo social que nunca pudo superar del todo, a pesar de la fama y reputación que sus libros le habían brindado. “Soy un paria sin nombre” llegó a escribir en sus diarios, quizás la única declaración personal en las largas páginas de sucesos cotidianos que componen la memoria del autor.

No obstante, tanto Picasso como Carroll, hicieron historia y son recordados por sus magníficos aportes al arte y la literatura. Lewis Carroll escribió uno de los libros para niños más queridos del género — además de crear todo un mundo inexplorado y lleno de posibilidades — y todavía, un buen número de estudiantes de un sin número de carreras científicas aprenden los rudimentos de las matemáticas puras y la lógica, gracias a sus libros. Picasso logró crear toda una nueva manera de analizar al arte desde la desnaturalización de la figura humana. Su obra — monumental, diversa y sobre todo, capaz de transformar lo que hasta entonces era considerado hermoso en algo más profundo y diverso — sigue siendo el epítome de una irreversible transformación conceptual.

Parece haber algo de contradictorio en el hecho que una gran obra de arte provenga de un artista cuyo comportamiento personal sea censurable y del todo aborrecible. De hecho, los ejemplos anteriores, ponen en tela de juicio la mera noción del arte que dignifica, lo cual sin duda es una idealización de la labor artística y más allá, de la expresión del arte como un lenguaje personalísimo capaz de transmitir ideas complejas. Tanto Picasso como Carroll demuestran que el legado artístico no está reñido con el comportamiento de su creador o que al menos, no debería estarlo. No obstante, la relación entre la personalidad de la artista y el producto de su talento en ocasiones es tan confusa que termina creando una inevitable discusión sobre el hecho artístico como impronta personal. O lo que es lo mismo, la versión de la realidad como reflejo de quién somos o al menos, de cómo nos comprendemos. ¿Es menos valiosa la obra de Picasso por su larga lista de relaciones románticas fallidas y violentas? ¿Pierde calidad la aproximación al surrealismo de Carroll por su escabrosa percepción sobre la lujuria? Pero vayamos más allá ¿El arte depende directamente del buen comportamiento de su autor para ser tomado en cuenta y sobre todo, celebrado como parte de algo más profundo y sentido?

No son preguntas sencillas de responder. Pienso en todo lo anterior, cuando leo sobre la muerte del director de cine Bernardo Bertolucci. Además de las habituales alabanzas a su trabajo y la enumeración de su larga lista de aportes al cine, la mayoría de los comentarios con los que tropiezo en las redes sociales, se refieren a sus confesiones sobre la forma en que maltrató a la actriz María Schneider durante la filmación de su ya icónica “El último Tango en París”. Hace un par de años, el director confirmó en un un documental que había “presionado y manipulado” a la por entonces jovencísima María, para lograr “una actuación creíble”. Envuelto en el esplendor del mito que le rodeaba, Bertolucci admitió en cámara que “Quería su reacción (de María Schneider) como una niña, no como una actriz”. Y contó sin prurito alguno, que necesitaba que “llorara y mostrara emociones verdaderas” por lo que la sometió a todo tipo de juegos mentales hasta lograr su propósito. Además, afirmó no “sentirse arrepentido” del maltrato que había sufrido la actriz. La afirmación despertó un largo y doloroso debate sobre el abuso de poder en Hollywood que de inmediato salpicó la extensa y hermosa obra del autor. Al momento de conmemorar su memoria, la circunstancia al completo parece aún lo suficientemente cercana como para que se debata entre frases altisonantes, el valor de la obra de Bertolucci de cara a su comportamiento personal y sobre todo, a lo que parece una execrable personalidad. No obstante, cabe preguntarse ¿Invalida la calidad de la obra de cualquier artista el peso de sus errores, crímenes y sobre todo, la manera en que concibe su propia personalidad?

Por siglos, se ha insistido en que el talento es una forma de locura y probablemente sea cierto. También, que el comportamiento artístico suele carece de los límites morales y éticos más frecuentes. Los padecimientos mentales, vicios, excesos parecen acentuar esa necesidad del hombre de expresar ideas complejas a través del arte. Jackson Pollock tenía una personalidad errática y autodestructiva. Thomas Wolfe era pendenciero y violento. Bukowski alcohólico. Rimbaud estaba obsesionado con el opio y desde luego, el conocido mito sobre su conducta desordenada y sexualmente ambigua le brinda una extraña profundidad a su obra inmortal. Y aunque no necesariamente se debe estar loco para crear — en contra de lo que parece ser una creencia popular — si parece ser requisito para la creación la absoluta abstracción, esa ruptura entre lo racional y cotidiano. La visión del mundo interpretado a través de la subversión de las ideas. ¿Es entonces la necesidad de creación una forma de trastorno mental? O quizás solo se trate, como sugería Graham Green (refiriéndose a la escritura) “de una forma de terapia; una necesidad definitiva de escape de la realidad”. Cual sea el caso, la creación parece encontrarse definitivamente relacionada con esa absoluta pérdida de control, de esa búsqueda de un lenguaje análogo al habitual, para construir ideas comprensibles. E incluso más allá, el arte como espejo de quienes somos y en el caso de la locura, de lo que nos separa por completo del mundo que nos rodea. Una grieta definitiva entre nuestra personalidad — o los elementos que la forma — y nuestra capacidad para comprender la realidad.

Los artistas tienen sobre todo, una gran necesidad de encontrar nuevos e íntimos medios como vías de comunicación. Y es esa necesidad de reconstruir los espacios y los que consideramos natural, lo que hace que el artista deba replantearse nuevos estratos de la realidad, una dimensión totalmente nueva de lo que puede ser su concepto sobre la realidad y la fantasía. Tal vez eso podría explicar por qué, el extraordinario pintor sueco Carl Hill que estaba confinado a sus habitaciones, arrojaba sus dibujos por las ventanas a la que pasaba. Un intento desesperado de comunicación y de encontrar una visión de si mismo fuera del parámetro de la normalidad.

La pregunta sobre qué tan válido es el legado artístico de cualquier autor de cara a su comportamiento personal, es mucho más válida en la actualidad, en medio de la discusión del caso de Harvey Weinstein y sus implicaciones sobre el cine y otras formas de arte. De pronto, el cuestionamiento sobre la conducta de un artista parece ser parte imprescindible de la forma en que se comprende su aporte, aunque ambas cosas no parezcan tener el mismo sentido ni tampoco, ser ideas paralelas entre sí. Casos como el del artista Kevin Spacey — despedido de Netflix y execrado del mundillo hollywoodense luego de ser acusado por más de treinta víctimas de abusos sexuales — es el ejemplo más claro de esa nueva — y peligrosa — noción sobre lo artístico en contraposición a la vida personal de quien lo crea. Spacey — ganador de dos premios Oscar de la Academia — se convirtió en el símbolo de una reinterpretación de la conducta como medio de comprender el arte de forma matizada y tangencial. En una maniobra que pareció más relacionada con el Marketing que con la intención de prestar apoyo a las víctimas, Hollywood se apresuró a eliminar y sustituir a Spacey del metraje ya grabado de la película “Todo el dinero del mundo” de Ridley Scott y después, ocultar el caso en un silencio legal vergonzoso. Hasta la fecha, Spacey no ha sido requerido por instancia judicial alguna y todavía no hay una denuncia formal en su contra. Aún así, su comportamiento deplorable destruyó su carrera y lo más probable, que también haya devastado su posible legado artístico. La gran mayoría de sus películas, fueron retiradas de los catálogos de todo tipo de servicios de cable y streaming en el mundo y la mera mención de su nombre, se ha convertido en un debate sobre la idoneidad del arte y la conducta del artista.

¿Invalida el estilo de vida de un artista su obra? ¿La dignifica, destroza, le hace perder validez? Es un cuestionamiento que podría extenderse no sólo a las actuaciones delincuenciales, abusivas o violenta del artista, sino también al espectro contrario: ¿Hace el sufrimiento o la bondad de un artista mucho mejor su obra. Después de todo, el arte siempre ha sido una manera de transcender más allá de sus limitaciones físicas, de la enfermedad o la vejez, lo que lleva aparejado que la obra refleje el esfuerzo del artista por luchar contra sus dolores, demonios espirituales o psiquiátricos e incluso, su propia historia. Ya lo decía el escritor Anatole Broyard, al contar la experiencia que significó para él crear estando gravemente enfermo: “quería decirle a la gente cómo es una enfermedad grave, las ideas y fantasías sin precedentes con las que nos llena la cabeza, las inesperadas sensaciones de inquietud y las alteraciones que introduce en nuestro organismo. Para una persona gravemente enferma, hablar de otras conciencias es como la sangría que recomendaban los médicos para reducir la presión”. Y es probablemente por ese motivo, que los artistas de cualquier ámbito crean incluso al borde de la muerte, construyendo lo que será probablemente su última palabra a la humanidad. Una interpretación del arte como legado personal — más que cultural — y que intenta, crear incluso más allá de la muerte. ¿Hace este supremo esfuerzo una obra más valiosa? ¿O se trata de un espejismo relacionado con y la noción sobre el dolor como una forma de purificación de la obra artistica?

Sin duda, se trata de un tema inquietante: La conducta — buena o mala - del artista no debería ser el parámetro a través de la cual, pudiera analizarse su obra. El argumento más común para sostener un planteamiento semejante, es que el arte se nutre directamente de la personalidad de su autor, por lo que la conducta es sólo una demostración — reflejo — de lo que sustenta la propuesta conceptual del artista, cualquiera sea su rama de expresión. Un ejemplo del tema, podría ser el cómico estadounidense Louis C. K. — acusado de acoso y abuso sexual — cuyo material humorístico tiene un alto contenido de incorrección políticas, plagado de alusiones misóginas y machistas. ¿Se nutre la obra del humorista de su propio punto de vista? Sin duda es una idea debatible pero de ser aceptada y como una excusa para su censura, habría también que reflexionar sobre todas las ocasiones en que un artista ha tomado ventaja sobre quienes le rodean para crear. Pablo Picasso utilizó y canibalizó a cada una de las mujeres con la que mantuvo relaciones románticas, lo mismo que Oskar Kokoschka. Caravaggio era conocido por su hábito a la bebida, las peleas en bares y también, su tendencia a pelear cuchillo en mano con los habituales contertulios de las tabernas que frecuentaba. Goya era siniestro e incluso se le acusó en más de una ocasión de violento y pendenciero. Pero aún así, su obra sigue siendo mucho más importante que su vida privada. ¿Cual es la diferencia que en unos casos la diferencia sea tan clara o que en otros el debate trascienda la idea moral y se convierta en un supuesto absoluto?

En el texto Good Art, Bad People de Charles McGrath, el autor analiza el tema y además, asume la hipótesis que el arte no es una condición para la bondad ni tampoco una condición la bondad, una condición inalienable para expresarse artísticamente “Las malas personas o, al menos, las personas que piensan y se comportan de una forma que consideramos abominable, hacen buen arte todo el tiempo”. En el mismo artículo, McGrath analiza la persistente idea que todo artista de renombre — o cuya obra puede ser valorada como parte del legado histórico universal — deba calzar en cierto canon de comportamiento ejemplar, cuando muy pocas veces ocurre algo parecido. Como ejemplo, reflexiona sobre Wagner — antisemita reaccionario que según McGrath escribió en más de una ocasión que “los judíos eran, por definición, incapaces de arte” — o el caso de Ezra Pound, cuyas opiniones políticas rayaban con un incendiario fascismo. Siendo así, la pregunta se transforma en algo mucho más enrevesado ¿Hasta que punto el arte debe ser analizado a través de la vida de su autor?

El cuestionamiento se mira desde ambos extremos. El director ruso Andrei Tarkovski filmó una de sus piezas filmográficas definitivas “Sacrificio” aquejado de un gravísimo cáncer que le llevaría a la muerte. No es casual que su película analice el tema de la muerte y el sacrificio, la búsqueda de la redención y la insistencia en un milagro, en imágenes tan hermosas como terroríficas. A la obra se considera un pieza de arte trascendental, aunque más de una vez, se ha tocado el punto si lo es por las condiciones en que fue filmada — o mejor dicho, en el esfuerzo que hizo su director para completarla — que en su verdadera calidad. Otro ejemplo desconcertante es el de Karl Fredrik Reutersward, que en el momento más prolífico de creación artística, sufrió un apoplejía que lo condenó al silencio y a la parálisis corporal. Con un largo proceso terapéutico, logró recuperar el habla pero antes, recuperó su habilidad artística para lograr crear lo que sería un renacimiento artístico breve pero profundamente significativo. Una vuelta de tuerca a lo que hasta entonces había sido su obra — cínica y hasta cruel — para transformarse en algo más melodioso, casi bondadoso. Para el momento de su muerte, Reutersward había reconstruido su lenguaje artístico para crear lo que se considera su personal despedida del mundo visual y pictórico que por décadas, amo obsesivamente. ¿Es la obra de Fredrik Reutersward extraordinaria por su calidad o por la historia que le rodea?

Una vez y otra vez el fenómeno se repite a lo largo de la historia: Bernini — escultor favorito del Papa Urbano VIII — envió un sicario a que desfigurase el rostro de su mujer cuando descubrió que le había sido infiel con su hermano. Gustave Flaubert, en una carta desde Medio Oriente, no sólo deja muy claro que tiene la intención de encontrar “un joven amante de piel oscura al cual golpear a placer” sino que insiste en que buscaba “la ocasión de sodomizar a un muchacho y de solazarnos con sus tocamientos aún no se ha presentado, aunque andamos buscándola”. El autor de Madame Bovary sería por años perseguido por rumores sobre su conducta desordenada y violenta, sino también por su afición al opio. Aún así, su obra sigue siendo admirada y respetada por buena parte del mundo de la literatura actual.

McGrath insiste en su artículo que el arte condiciona la conducta hacia una forma de construir y elaborar una opinión válida sobre el mundo que atraviesa las pasiones y también los excesos de su autor “La creación de arte realmente bueno requiere un grado de concentración, compromiso, dedicación y preocupación, de egoísmo, en una palabra, que diferencia al artista y lo convierte no en un forajido, sino en una ley en sí mismo, los artistas tienden a vivir más para el arte que para los otros”. Se trata de un axioma que parece repetirse con tanta frecuencia como para que se reflexione sobre la vida y legado de artistas de todas las épocas desde cierta distancia intelectual que evita juzgar la idea del artista como elemento disonante de su propia obra.

No se trata de un fenómeno desconocido: La actriz Tippi Hendren, descubierta y encumbrada por el director Alfred Hitchcock, aseguró hace poco en su libro “Tippi: A Memoir” que el director abusó física y emocionalmente de ella, en lo que llamó un “intento por obtener su mejor actuación”. Posesivo y obsesionado, Hitchcock intentó controlar incluso la forma como la actriz se comportaba fuera del plató de filmación y hasta los detalles de su vida emocional. Aterrorizada y confusa, Hendren contó que luego que el cineasta intentara besarla y tocarla en una limusina, preguntó a conocidos y a amigos si debía denunciar su comportamiento, pero que de inmediato fue disuadida por otros actores y sus propias dudas sobre lo que estaba viviendo. Admite que el término “acoso sexual” no existía en Hollywood y sabía que la meca del cine apoyaría al director en caso de cualquier acusación. “¿quién era más valioso para el estudio, él o yo?” se pregunta Tippi en su libro, como un resumen a la actitud de Hollywood — y quizás de la cultura de la época — acerca de agresiones semejantes. Aún así, la obra de Hitchcock sigue siendo considerada entre las mejores de la historia del cine y como si eso no fuera suficiente, epítome de una nueva visión estilística del cine. De la misma forma, Roman Polanski — acusado de violar a una niña de 13 años durante una sesión de fotografía — sigue siendo considerado un director imprescindible para comprender el cine moderno y de hecho, su obra cumbre ‘Chinatown’ se considera la mejor película dramática de la historia. Otra de las víctimas de los excesos de diferentes directores contra las actrices amparándose bajo la “expresión artística” es actriz Shelley Duvall, que interpretó el papel de Wendy Torrance en la película “El Resplandor” de Stanley Kubrick. Conocido por su perfeccionismo y sobre todo, obsesión por los detalles, el director aterrorizó y maltrató psicológicamente a la actriz para obtener “la mejor actuación de su vida”. Kubrick insultó a la actriz, la sometió a una insoportable violencia emocional y finalmente, a extenuantes jornadas de filmación donde le recordaba “que debía obedecer a pesar del miedo”. La actriz apenas soportó el asedio y una vez culminado el rodaje, ingresó en un centro psiquiátrico. Nunca se recuperaría del todo de la terrorífica experiencia que vivió durante la filmación de la película: Duvall desapareció paulatinamente del escenario cinematográfico y durante las últimas dos décadas entró y salió de Centros de salud mental debido a su precario equilibrio psiquiátrico.

No obstante, Kubrick ni tampoco Hitchcock fueron acusados de maltrato y mucho menos, de abuso debido a su comportamiento en contra de sus actrices. Ninguno debió disculparse ni seguramente creyeron debían hacerlo. Ni Hendren ni Duvall se atrevieron a señalar nunca las conductas de los directores como reprobables e incluso directamente agresivas: ambas admitieron que no sabían que lo que ocurría reprobable — e incluso un crimen — y que decidieron callar debido a su posición en la industria. De la misma forma que María Schneider, que insistió en que “no sabía que lo que sucedía era reprobable” y que incluso mantuvo una duradera amistad con Marlon Brando, justificación que se sigue utilizando para restar importancia a la agresión que sufrió. Una distorsionada percepción sobre los límites de la violencia como forma de presión o manipulación no sólo física, sino también psicológica.

¿Pueden las malas personas hacer arte brillante y trascendental? La película “El último Tango en París” desafía la opinión general y se enfrenta a la inevitable proyección cultural que asume que la bondad es un requisito imprescindible para la creación artística. Quizás se deba a que la película se basa en una fantasía sexual de Bertolucci, que luego convirtió en un fenómeno de duelo y transición de la edad adulta, gracias a la actuación de Marlon Brando. No hay medias tintas en esta percepción sobre el trauma emocional reconducido y escenificado a través de la dominación de una mujer mucho más joven. Se habló de una liberación completa sobre el concepto de lo sexual, una mirada iracunda y violenta sobre los prejuicios. Pero ¿quién se estaba liberando de todo prejuicio?

Con su brillante puesta en escena y la París nostálgica como telón de fondo, la película intentó conceptualizar las aspiraciones sexuales de la década de los setenta. Y María Schneider se convirtió en un símbolo de esa liberación, con su rostro andrógino, su estilo bohemio y sobre todo, esa entrega silenciosa a un desconocido en un ambiente impersonal y descontextualizado. Un espacio fuera del tiempo. Quizás, ese sea el elemento más perturbador e irónico en la puesta en escena de una película conocida por abrir todo tipo de debates sobre la sexualidad femenina: María Schneider era una víctima no del juego de deberes del sexo conyugal o de la pretendida libertad sexual, sino del control subyacente bajo el discurso de la liberación que Bertolucci glorificó con su ambiente posmodernista y pretendidamente contemporáneo.

La escritora Erica Jong meditó sobre el tema desde una perspectiva femenina en su novela “Fear of Flying” en la que debatió sobre la revolución sexual y sus falsas promesas. Como si analizara lo sucedido en el plató de la obra de Bertolucci, Jong se pregunta en voz alta si la liberación sexual la mayoría de las veces tuvo un precio muy alto en confusión y dolor. Si analizamos su premisa en el contexto de directores como Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick y Bernardo Bertolucci, es evidente que el juego de poderes suele provocar que situaciones como las de Schneider sean simplemente ignoradas, a pesar de que lo devastadoras que puedan ser.

Oscar Wilde solía insistir que el arte era “inútil” por necesidad, a lo cual conviene preguntarse si también es amoral por definición. Cualquiera sea la respuesta, aún se trata de una mirada hacia el trasfondo de lo que permite el acto creativo, a través de una percepción extraordinaria sobre el bien y el mal como una forma de expresión individual. ¿Es el arte una excusa para perdonar la conducta excesiva, violenta o criminal? No lo es, pero bajo la misma percepción, el arte por el arte no puede ser juzgado bajo la excusa de la conducta de su autor o su conclusiones morales. Entre una cosa y otra, la concepción sobre lo moral en el arte aún parece sometido a todo tipo de presiones invisibles. Y sin duda, continuará estándolo en la medida que nuestra cultura endilgue un valor ético a la expresión artistica. Un dilema interminable que parece sostenido — a medias — por cierto pragmatismo conceptual.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Crónicas de la Nerd entusiasta: ¿Qué falla en “Ralph Breaks the Internet” de Rich Moore y Phil Johnston?




Para bien o para mal, la nostalgia parece ser un elemento inevitable en toda una serie de producciones televisivas y cinematográficas, que apelan directamente a los buenos recuerdos y referencias del espectador. Desde “Ready Player One” de Steven Spielberg hasta “Stranger Things” de los hermanos Duffer — que además, tuvo su versión terrorífica en la adaptación para la pantalla grande de la célebre novela de terror “It” de la mano del director Andrés Muschietti — en los últimos años, quedó demostrado que la noción sobre el pasado idealizado era una forma estructural de construir una nueva forma de asumir los símbolos Pop. Y también por supuesto, de sacar provecho de ellos.

“Ralph el Demoledor” del director Rich Moore llegó al cine — y fue un éxito — mucho antes de todo esta nueva ola sobre el recuerdo se convirtiera en tendencia. Aún restaban cuatro años para que los hermanos Duffer crearan toda una revolución con su pandilla de niños enfrentados a lo sobrenatural, por lo que Moore se encontró con la complicada labor de superar el escepticismo de productores e incluso del público. Pero aún así, “Ralph” con su vuelta de tuerca sobre el mundo de los juegos de Arcade de la década de los ochenta, pero sobre todo, su entretenida mirada sobre la cultura pop, logró no sólo una historia fresca sino cautivar al público con enorme facilidad. Se trató de una combinación acertada entre la noción del juego como reflejo de su época pero también, como una versión de la realidad convertida en una sencilla propuesta emocional: ¿Podría este ficticio Ralph vencer su naturaleza destructiva y encontrar algo más valioso en medio de los limitadas fronteras de su Universo? Ralph, con sus movimientos desmañados y su insuperable optimismo, tenía algo del buen perdedor al que ya Hollywood otorga un lugar especial dentro de los argumentos infantiles. Y no obstante, Ralph resultó ser también una reflexión original sobre el subproducto pop como vehículo para contar historias. De pronto, Disney encontró lo que su aliada Pixar conocía hace más de veinte años: hay una línea invisible e interesante entre los buenos personajes y el contexto que le rodea. Una misteriosa — fructífera — relación entre los personajes y su mundo. Y fue Ralph, acompañada de la encantadora Vanellope quien demostró que la nostalgia tenía su peso — y valor — para las nuevas audiencias. Lo demás, por supuesto, es historia.

“Ralph Breaks the Internet” — esta vez de la manos de los directores Rich Moore y Phil Johnston — se enfrenta no sólo al hecho que la fórmula que convirtió la película original en un éxito de taquilla ha sido explotada hasta la saciedad, sino también, a esa noción sobre lo novedoso que convirtió a Wreck-It Ralph en un suceso de taquilla y que su secuela parece haber perdido. Esta vez, Ralph tendrá que enfrentarse a un mundo que avanza muy rápido, sino también al mismo hecho de justificar su existencia. Tal vez por ese motivo, la película se enfrenta de inmediato a su primera gran disyuntiva: ¿Puede esta antigua generación de videojuegos sobrevivir a la avalancha de Internet? Moore y Johnston no lo ignoran y lo plantean desde las primeras escenas. No obstante, a pesar que el guión hace una breve reflexión sobre los peligros de lo obsoleto y el olvido en una sociedad obsesionada con lo novedoso, la película olvida pronto una propuesta tan sugerente para concentrarse en sus dos protagonistas. De nuevo Ralph (John C. Reilly) y Vanellope (Sarah Silverman) deberán salvar el viejo mundo de los juegos de arcade, esta vez atravesando la ciénaga peligrosa e infinita de Internet. Cargada de referencias pop pero sobre todo, muy consciente de su valor como vehículo para comprender sus implicaciones, la película avanza con buen pie aunque no la suficiente soltura para crear un nuevo escenario de batalla para el dúo protagonista. A diferencia de la primera entrega, “Ralph Breaks the Internet” no tiene demasiado interés en detenerse en las motivaciones o la evolución de sus personajes. Ralph ya no parece consternado o se cuestiona sobre el motivo de su existencia — aunque tiene motivos para hacerlo — Vanellope parece haber perdido parte de su encanto en favor de una fervorosa y en ocasiones, irritante personalidad. Entre una amplia selección de marcas, películas, videos, el mashup resulta entretenido durante la primera hora de la película, pero luego se hace incluso tedioso, cuando la algarabía pirotécnica de referencias y personajes saturan cada escena. Disney no desaprovecha la oportunidad y en mitad de todo tipo de situaciones, demuestra el poder de la autopromoción descarada. Una y a otra vez, Ralph parece ser una mera excusa para celebrar la marca y sobre todo, para explotar la vertiginosa línea de marcas y rostros conocidos que pueblan la película a toda velocidad.

Por supuesto, el tono de la película también ha cambiado: Ralph lleva su identidad virtual como una carga y disfruta de su propio mundo — un juego a su medida — , en el que además comparte espacio y Universo con otros tantos personajes del mundo de los videojuegos. Pero la idílica felicidad se trastoca de inmediato y es quizás, esa vuelta de hoja brusca y casi inevitable, lo que hace que la película tenga un ritmo singular y no del todo regular. Ralph continúa siendo el protector ¿hermano mayor? ¿padre? ¿amigo? de Vanellope y como en la anterior película, los directores dedican sus buenos minutos a reflexionar sobre la especial entre ambos. No obstante, no se trata de un acercamiento emocional ni tampoco conmovedor: el guión tiene excesivas prisas por dejar en claro los puntos necesarios y avanza en tropel — y torpeza — por esa gran jungla de internet superpoblada de estímulos. Lo retro de nuevo está allí — es casi inevitable — pero resulta un añadido incómodo y casi impostado, en medio de la reluciente travesía entre todo tipo de países ultra futuristas que dibujan el mundo de internet.

Quizás ese es el mayor logro de la película: dotar a Internet de una geografía propia que se alarga de manera infinita y que además, elabora una mirada consciente sobre sus capacidades, lugares iluminados y oscuros. Sin embargo lo hace con excesiva buena intención para que resulte algo más que una novedad no demasiado relevante. Las marcas reales son tratadas con excesivo respeto y las ficticias se mofan con tímidos intentos de ironía, que no siempre resultan del todo bien o creíbles. Con sus pequeñas bromas sobre viejos juegos, películas y sobre todo, los grandes gigantes de Internet, “Ralph Breaks the Internet” parece en exceso respetuosa en los momentos en que no debería serlo.

No es la primera vez que Disney explora Universos interiores: Ya lo hizo a través de Pixar con Inside Out, pero el resultado es por completo distinto. Mientras la película de Pete Docter y John Rutherford analizaba las relaciones entre espacios desconocidos de la mente humana y el exterior, “Ralph Breaks the Internet” se limita a lo obvio y sus personajes deambulan de un lado a otro con cierta sensación pesimista. Aunque sin duda hay grandes momentos (el encuentro de Vanellope con el resto de las Princesas Disney es antológico) la película no tiene demasiado interés en analizar los grandes temas que toca casi por accidente. La identidad, el desarraigo, las fronteras de un mundo inexplorado, la caída en el desastre en medio de una colección de nuevas posibilidades, son pequeñas elucubraciones sin importancia que el guión olvida demasiado pronto. La conexión con ese submundo variopinto y vasto, termina por ser insustancial, cuando no directamente sin sentido. Al final, Raph parece deambular en medio de un desierto simbólico que no comprende demasiado. Perdido y quizás devorado por el aburrimiento de una propuesta que no logró alcanzar su ambiciosa mirada a ese Universo que plasma con un brillo quizás excesivamente vacuo.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Crónicas de la lectora devota: Todas las razones por las que deberías leer “Fire and Blood” de George R.R Martin si amas la saga “Canción de Hielo y Fuego”.




Desde la publicación en el año 2011 del libro “Danza de dragones”, la gran mayoría de los fanáticos de George R. R. Martin, esperan con impaciencia — y cierta irritación — la publicación de la conclusión de la saga “Canción de Hielo y fuego”. No obstante, el escritor ha confesado tener “reales problemas” para finalizar no sólo la novela “The Winds of Winter” (con fecha tentativa de publicación en el 2019) sino el séptimo y último “A Dream of Spring”, que según Martin “apenas se encuentra esbozado”. Con la serie homónima del canal HBO convertida en un éxito de crítica y público, la presión el escritor parece haber aumentado con el correr del tiempo. Pero Martin insiste en seguir su propio ritmo y aún más, elaborar una versión sobre su Universo que se atiene más a una perspectiva privada sobre su recorrido y estructura, que a exigencias editoriales o televisivas. Con la promesa de escribir para lectores y por sus lectores, el autor continúa el trabajoso camino por el suelo de Poniente bajo sus propios términos.

De forma que la llegada del libro “Fire and Blood” trae aparejado cierto significado que demuestra que el mayor interés de Martin, es la profundización del mundo creado a partir de los primeros cuentos alegóricos que se remontan a la década de los años ochenta. Con la novela corta “The Ice Dragon” Martin comenzó el recorrido por el mapa de su ficticio Westeros: la narración — ligera, juvenil y carente de la oscuridad tenebrosa que más tarde llenaría a la historia de “Canción de Hielo y Fuego” — muestra ya las primeras huellas de lo que será un Universo mucho más robusto y complejo. El origen de Westeros propiamente dicho podría rastrearse entre las pinceladas del mundo salvaje y austero en que habitan los personajes de la novela, pero también, en medio de la percepción del destino y la magia como una fuerza lóbrega que se adivina en medio de la sencilla narración. En la historia corta “The Hedge Knight” ya es bastante notoria la transición entre el Reino apenas dibujado de los primeros relatos publicados por el autor y los que provienen de la poderosa imagen del mundo creado para la novela río “Canción de Hielo y Fuego”. Martin, con una consistente percepción de las dimensiones de sus Universos, crea a través de las historias de Westeros — y no la historia central — una colección de miradas sobre las relaciones de poder, el odio, la esperanza y la noción del destino, que emparentan sus novelas con las tradiciones historias de caballería y aventura, reinventadas para una nueva generación desde la óptica de las intrigas de poder y la violencia como parte de la naturaleza humana. Al contrario de Tolkien, que meditó sobre la magia, el poder, la guerra, la violencia y la lucha contra los terrores de cierto totalitarismo disfrazado de épica marginal, Martin asume el juego entre personajes desde cierto pragmatismo y construye una lenta concepción sobre el espíritu del hombre como fuente de todo el bien y el mal. La magia, la guerra y la esperanza, tienen un significado distinto para Martin que cualquiera de sus predecesores: Su historia está llena de una percepción durísima sobre lo moral, las manipulaciones éticas y por supuesto, la magia como fuerza de la naturaleza mezclada con lo inevitable. El resultado es una comprensión a un nuevo nivel de la épica en relación con la historia, pero sobre todo, la construcción de una mirada consistente sobre la fantasía como algo más que una excusa para la moraleja moral.

La novela “Fire and Blood” logra recuperar el brillo de las primeras de Westeros sino que agrega un poderoso elemento sobre la noción de la existencia del continente — y sus personajes — como algo más que accidentes históricos. La historia — que transcurre 300 años antes de los acontecimientos contados en “Canción de Hielo y Fuego” — cuenta la enrevesada historia familiar y política de los reyes Targaryen, pero además, reflexiona sobre las consecuencias que las vicisitudes de la antigua dinastía tiene sobre el futuro de Westeros. Divida en dos libros, la narración de la vida de los Targaryen, muestra la madurez de Martin como narrador, pero también que su planteamiento sobre el Universo de los libros, tiene un cierto sentido direccional que acarrea una enorme carga de simbolismo. Desde la historia de Aegon el Conquistador — y sus tropelías por un Westeros salvaje y casi inexplorado — hasta Ageon III, también conocido como Aegon el Menor, Rey de los Siete Reinos entre 131 y 157 AC según la cronología de Martin. Se trata de una historia ambiciosa, que el escritor analiza con cuidado y desmenuza paso a paso. Con la misma atención al detalle de “Juego de Tronos” y la extraña versión sobre la realidad y la magia de “Tormenta de espadas” , “Fire and Blood” intenta contar la historia de la dinastía más antigua y peligrosa de Westeros pero además, analizar el hecho irremediable que su sangre — sus relaciones con el poder, su singular pacto de sangre con la magia — le otorgan una dimensión desconocida, anunciada en los libros previos, pero aquí, es más evidente que nunca. El libro — que toma su nombre del lema de la familia — es mucho más que un recorrido por las diferentes batallas e intrigas palaciegas que llevaron a la destrucción a una sucesión de reyes en apariencia inquebrantable, sino que además, pondera sobre su condición humana de cara a esa versión aumentada de su poder e influencia. Por supuesto, Martin usa de nuevo la historia como principal referente: El auge y caída del Reino gobernado por Targaryen, tiene una evidente similitud con el Imperio Romano, algo que el editor de Martin admitió en varias entrevistas antes de la publicación del libro. Pero más allá de eso, “Fire and Blood” es también un recorrido por esa intensidad de relatos que Martin crea a partir del punto de vistas de personajes que se asumen como testigos de eventos mucho más grandes que si mismos. Contada por el Archimaestre Gyldayn de la Ciudadela, la novela se mueve en tres planos distintos que reflexionan sobre la influencia de la familia, sus logros, virtudes y también sus terribles secretos. Con un pulso casi asombroso por su sutileza, Martin recorre las historias de los Reyes Targaryen con todo la maravilla regocijada del observador, pero también la puntillosa capacidad del detalle del historiador. Entre ambas cosas, la novela logra encontrar identidad propia y separarse por completo de la versión de Westeros que hasta ahora conocía el lector. Ya no se trata de un Reino establecido cerca del abismo, sino uno en todo su esplendor que celebra el advenimiento de una línea dinástica de enorme fortaleza.

Por supuesto, hay dragones. Y los hay no únicamente por aumentar la espectacularidad de la historia, sino también para reforzar esa majestuosa visión de este grupo de Reyes y Reinas — exiliados, en mitad de guerras, luchando por lograr el poder con todas las armas a disposición — que se eleva incluso de la leyenda mítica. En esta ocasión, Martin parece muy consciente que los Dragones son el centro vital de cierta concepción sobre sus obras — y la familia Targaryen — por lo que varias de las mejores escenas, incluyen su esquiva, salvaje y monumental presencia. Desde el vuelo de los dragones sobre castillos y tierras conquistadas, hasta la batalla a lomos de sus enormes bestias de dos hermanos, la presencia de la mitología de Westeros es más imponente que nunca. Hay un verdadero interés del escritor por renovar y reverdecer la idea más profunda sobre la enigmática magia que domina Westeros y también, su especial influencia en todo lo que atañe al poder. Entre ambas cosas, hay una enorme correlación de ideas sobre el miedo y la maravilla que se enlazan de manera insólita: Los relatos de “Fire and Blood” tienen vida propia y un peso específico que desmarca por completo lo narrado de la ya conocida — y exitosa — primera saga sobre los Siete Reinos. En esta ocasión, Martin lleva al límite la percepción sobre el poder como elemento ineludible de ambición y enfrentamientos elementales, creando una casi asfixiante atmósfera en torno al tronco principal de la historia.

Como todas de Martin, se trata de una historia extensa y compleja. Con sus 706 páginas pero sobre todo, su enorme cantidad de líneas e hilos conductores entremezclados entre sí en diversos escenarios, la novela avanza con cierta dificultad entre la repetición de nombres idénticos y también, el hecho que la Dinastía Targaryen sea por completo endogámica. El resultado, es un cruce de herencias disparejas y batallas por el poder casi desde la cuna, además de una mirada intrincada sobre la concepción del hecho histórico como parte de una rudimentaria percepción sobre la sangre y la herencia. En “Fire and Blood” hay una interminable cantidad de menciones a miembros de la familia Targaryen pero también, una expresa intención de demostrar que la posterior caída de la familia, era inevitable incluso antes de ser notoria.

En medio de las largas descripciones y capítulos, las ilustraciones de Doug Wheatley muestran un Westero desconocido para la mayoría de los lectores: Hay muy poco de la versión destartalada y decadente de las novelas de “Canción de Hielo y Fuego” y sí, una mirada casi desconcertada sobre el poder y esplendor de la casa reinante. Con su perspectiva ambiciosa, el libro además engloba esa noción sobre lo recién descubierto sobre material conocido, agregando datos sobre familias y personajes ya conocidos — más de un Stark hace su aparición en medio de las batallas y componendas que pueblan la obra — pero además, mostrando su cualidad de precuela en toda su importancia. Poco a poco — y a pesar que la prosa se vuelve por momentos seca y directa, al estilo de los grandes cronistas historias como Plutarco — la historia se desarrolla abarcando un mapa entero sobre Westeros como pieza política Targaryen. Aunque algunos textos incluidos en la novela puedan resultar familiares (por ejemplo “The Targaryen Conquest”, que narra la conquista de Aegon I Targaryen de los Siete Reinos es casi idéntica a la contada en “Canción de Hielo y Fuego”) otros son por completo inéditos y cargados de datos de enorme interés para el fanático meticuloso.

Claro está, el libro se beneficia de su naturaleza como supuesta crónica histórica. La cronología de los Reyes Targaryen, es metódica, exacta y puntillosa. Además, la percepción sobre el dramatismo y la tensión real que envuelve a los hechos se logra por pequeños pero poderosos golpes de efecto, que recuerdan la acción de “Juego de Tronos” pero también a “Danza de Dragones”. Como añadido, la dinastía Targaryen es una manera inteligente e ingeniosa de entender la sociología e incluso la antropología de los Siete Reino desde sus orígenes. Con cuidadoso detalle, Martin reflexiona sobre las tensiones históricas y culturales del Universo y lleva a un nuevo nivel su profundidad.

Tanto para el fanático de la saga literaria como los que han llegado a los libros gracias a la serie suceso de HBO, “Fire and Blood” será una agradable sorpresa que mostrará no sólo una forma nueva de comprender a Westeros sino también un recorrido anecdótico por mundos que se encuentran en pleno crecimiento. Luego de siete años de silencio, quizás el libro la mejor demostración que Martin sabe hacia dónde se dirige pero sobre todo, como construir una visión cada vez más poderosa sobre historia. Quizás, el mayor logro del libro.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Cultura Pop para dummies: Todo lo que deberías saber y no sabes a quién preguntar sobre el tema (II Parte)



(Puedes leer la primera aquí)

La autopista de siete canales de la información:
En una de las escenas de la película “La red” dirigida por Irwin Winkler y protagonizada por una jovencísima Sandra Bullock, la pantalla de una computadora se ilumina con un programa capaz de vulnerar todos los sistemas de seguridad de las instituciones más importantes del mundo. Angela Bennett (Bullock) intenta contrarrestar lo que puede ser el ataque virtual más violento de la historia y lo hace con disquete 3 1/2, conectada a una conexión dial up en mitad de una convención de tecnología. Pero Angela necesita vencer a su enemigo invisible. Ya se lo ha dicho Devlin, su ex amante y ahora furioso enemigo: “La Internet nos da el control total del mundo. De todo. Nada existe sin que lo sepamos”.

Por supuesto, la buena de Ángela no tenía mayor idea de la aldea globalizada en la que se convertiría internet menos de cinco años después. Todavía faltaría algo más de un lustro para la llegada de la Fiber To The Home, las líneas de abonado digital y finalmente, la popularización de la banda ancha. Pero en su discreta mirada al futuro, “La Red” anunció un fenómeno que se desarrollaría con tanta velocidad que aún se analiza con cuidado. La cultura de la hipercomunicación, información y democratización del consumo, educación y accesibilidad de medios de conocimiento, no sólo convirtieron las fronteras geográficas en meros accidentes políticos y legales, sino que además, brindaron a los usuarios de todo el mundo la posibilidad de un tipo de interacción que superó con creces las más optimistas expectativas.

La noche en que finalmente pude utilizar la promesa de la banda ancha en mi computadora personal, no dormí. Tampoco lo hice en las noches siguientes: tenía la sensación que aquella prodigiosa ventana hacia el mundo era algo que me sobrepasaba, que absorbió toda mi atención y que con el correr del tiempo, se convirtió en una puerta abierta a algo que jamás había esperado encontrar: un lugar en el que mis gustos, obsesiones y pasiones eran parte de algo más grande, más interesante y mucho más vasto de lo que jamás imaginé. Durante los primeros días de mis exploraciones con internet de alta velocidad, descargué mucho más música de la que había comprado en cualquier año de mi vida. También encontré libros de los que sólo había oído hablar, películas en todo tipo de formatos que transformaron mi insomnio en un variado desfile de todo tipo de conocimientos inmediatos. Mi curiosidad natural, se convirtió entonces en un vinculo con ese otro mundo que se abría en la pantalla, que de alguna forma reconstruyó el mundo como lo conocía y dotó de especial significado a todas las pequeñas cosas que durante buena parte de mi vida habían sido cosa privada.

Porque el impacto de Internet en la cultura popular podía medirse no sólo en su capacidad para poner al alcance de la mano — y la mayoría de las veces, gratis — todo lo que antes debías investigar con cuidado y comprar, sino algo más que se convirtió en algo de inestimable valor: la comunicación con otros tantos fanáticos, la interminable conversación que unía a cualquiera — en cualquier parte del mundo — con otros tantos interesados por temas comunes, por Universos parecidos, por esa extraña conexión de los gustos y las pasiones similares. Como descubrí aquellos primeros meses sentada frente a mi computadora — y que se convertiría en una experiencia total años después — la cultura popular encontró en Internet la mejor plataforma para construir una noción global sobre su existencia. De pronto, la comunicación creó otro estrato de la cultura popular y lo llevó a otra una nueva dimensión: Desde el nacimiento de las redes sociales, el fenómeno transmedia, la conversación global convertida en símbolos hasta la compresión del impacto de la Internet como medio de difusión superior a cualquier otro, la Cultura Popular experimentó una definitiva transformación. La influencia de Internet llevó a a colección de expresiones del fandom y otras herramientas de difusión de la cultura popular a un nivel por completo nuevo, tan poderoso y contundente que la mera idea sobre la cultura de masas pareció reformularse. Una cultura que se comparte de mano en mano — o de pantalla en pantalla — para crear una idea casi inabarcable sobre los pormenores de lo que sustenta las principales obsesiones de la música, literatura, cine y televisión.

Para cuando empecé a utilizar banda ancha — y navegar se hizo tan sencillo como veloz — seguía escribiendo fanfictions de diferentes fandoms y también, participando en alguna que otra actividad sobre mis películas, libros y Universos favoritos. Pero la capacidad de encontrar todo tipo de recursos para ampliar lo que hacía — hacerlo mucho más pormenorizado, preciso y con mejor calidad — convirtió mi pasatiempo en algo mucho más orgánico y formidable. Unos años después y ya cursando mi segunda licenciatura — esta vez literatura — fue el Fandom el motivo ideal para analizar la conciencia Universal. Para mi trabajo final de Morfo Lingüística , elaboré un silabario funcional de Quenya y Sindarin. Para mi proyecto final en Literatura Universal, elaboré un árbol genealógico que emparentaba los grandes dioses del Olimpo con los superhéroes actuales. Para mi tesis de Literatura Latinoamericana, transformé a todos los personajes de “Pedro Páramo” del escritor Juan Rulfo en una tira cómica. Poco a poco, mi amor por la cultura popular se convirtió en piedra angular de mi profesión, mi manera de ver el mundo y también, de la manera en que concibo mi propia personal. Y los inagotables e interminables recursos de internet tuvieron que ver con esa lenta toma de conciencia: Del aquel primer pensamiento en clase de sociología sobre la amplitud de la cultura popular, había encontrado un mundo más amplio, complejo y satisfactorio del que soñé alguna vez. El patio de recreo de mi imaginación.

De viñeta en viñeta: Todo lo que el mundo del cómic ha hecho para salvar al mundo.
En la página 54 de “The Killing Joke” de Alan Moore, el Guasón pondera sobre el origen de la locura. O al menos, de la suya. “Sin duda, la completa demencia está tan cerca como tener un mal día” dice y suelta una carcajada- Su reflejo se repite mil veces en un juego de espejos en espiral y de pronto, la idea toma una nota siniestra. No se trata sólo de la perversión de la figura del héroe — una idea que se analizará en buena parte de la novela gráfica — sino que también, analiza lo que nos confronta con los ideales más privados. Depravado, malsano pero sobre todo, roto por una historia personal que se vislumbra, el Guasón de Moore parece el reflejo del cinismo de una sociedad angustiada y aplastada por el peso de cientos de temas morales distintos. Una retorcida expresión del bien y el mal.

¿Se trata de esa ruptura del bien moral y ético — que el Guasón representa de manera- lo que convierte al Guasón es un icono del cómic contemporáneo? ¿Es el asombro y admiración que provoca el Guasón un ejercicio catártico que expone las grietas y dolores de una cultura convencida de su propia ruptura histórica? Se ha dicho que la popularidad del Guasón tiene su origen en fenómenos parecidos a los que convirtieron en héroes a personajes moralmente ambiguos como la Madame Bovary de Flaubert, o ese Dante penitente que recorrió los infiernos para después contarlos como un paisaje de pesadilla. Y es que el Guasón, indefinible por momentos y casi siempre, reconvertido en un símbolo de la moral contemporánea, parece convertirse con el paso del tiempo en un arquetipo, en una idea con la cual identificarse con enorme facilidad. Despreciable, astuto y en ocasiones directamente absurdo, la cualidad del Guasón para representar el desenfreno seduce al público no sólo por el morbo que despierta sino por un elemento profundamente desconcertante: la posibilidad de un tiempo de libertad absoluta inimaginable. El Guasón, con su cara blanca y su sonrisa convertida en una mueca inquietante, no provoca tanto miedo como fascinación. A mitad de camino entre la ilusión borrosa sobre lo amoral y algo más perverso, el Guasón es quizás una de las figuras más tétricas de la cultura contemporánea.

No se trata de algo nuevo: los cómics son parte fundamental de la cultura pop desde sus inicios y con el correr de las décadas han demostrado su enorme importancia para reflejar la sociedad, sus cambios y sobre todo, la forma en que comprendemos las delicadas interacciones entre el tiempo, la personalidad, la sociedad como masa intelectual única y algo más complejo. Como elemento fundacional de un tipo de conexión entre el fanático y el producto, los cómics han meditado sobre la moral pública — sus cambios y transformaciones — con un particular interés. Desde “Mickey Rat” del Caricaturista Robert Armstrong hasta los derroteros intelectuales y morales de los personajes de DC y en menor medida, los de la editorial Marvel, Vertigo y otras, el comic alcanzó su cenit como una forma de expresión que además de valorizar la identidad humana, meditada sobre sus dolores existencialistas más profundos. En su libro “Entender el cómic: el arte invisible” de Scott McCloud, el autor insiste que la larga travesía de la viñeta como reflejo del mundo circundante le ha hecho más rico, pormenorizado pero sobre todo simbólico. Algo en lo que siempre coincidió el dibujante Jerry Robinson, quién analizó los teoremas sobre lo moral, lo ético y sus repercusiones a través de todas sus obras. En más de una ocasión, el artista insistió en que el Guasón fue concebido para “destruir los valores de Gotham”, de la misma en que Superman representa las virtudes de Metrópolis. Separadas por un río, ciudades hermanas destinadas a un inevitable paralelismo, ambas versiones de la realidad crearon una notoria versión sobre la bondad y la maldad moral que superaba con creces las primeras modestas aspiraciones del cómic como vehículo de diversión. Se habló de una arcaica contracultura para definirlo, de un discurso social que intentaba destruir la visión del héroe desde sus cimientos.

Para Georgia Higley, supervisora de la colección de cómics del Congreso de Estados Unidos, la percepción sobre la sociedad y sus movimientos, son uno de los aportes más perdurables del cómic como medio de comunicación, difusión y forma de arte. “Nos reflejan. Es la cultura popular más importante de Estados Unidos “, dice Higley, en una entrevista que recientemente concedió al escritor de la biblioteca del congreso Mark Hartsell. “Realmente documentan lo que nos ha interesado durante la mayor parte del siglo XX y más allá. También es un reflejo de lo bueno y lo malo de nuestra sociedad”. La colección, una de las más nutridas del país, incluye no sólo cómics impresos sino una asombrosa variedad de todo tipo de ediciones especiales, escaneos de primeras carátulas y también, sus correspondientes versiones cinematográficas. Para la investigadora, el cómic es algo más que una producción en masa de cierto tipo de aire minoritario “Es el rostro de nuestras décadas, convertidas en reclamo social. Son un gran reflejo de lo que está pasando. Y también hay cómics que representan las esperanzas que tenemos. En resumen se trata de una mirada global a nuestra historia” resumió Higley.

El planteamiento de Higley no es novedoso. De hecho se ha hecho más notorio a medida que la gran Era de las películas de Superhéroes se convirtió en un fenómeno de considerable importancia en la historia del cine. Muchas de las películas en cómics parecen mucho más simples y esquemáticas, que sus gemelos en viñeta. Un fenómeno que sin duda se deba a que durante buena parte del siglo XX fue el cómic el medio que mejor reflejó las lentas transformaciones sociales y culturales estadounidenses, para luego extender su alcance al resto del mundo. En la pantalla grande, la admisión del cambio parece ser más lenta y tal vez, por eso su versión de la cultura popular basada en el cómic sea siempre tan superficial en comparación con el material de Origen. Un ejemplo claro es Wonder Woman: la Amazona de Themyscira tenía más de sesenta años revolucionando los estereotipos del cómic cuando al fin llegó a la pantalla grande, en una breve aparición entre los dos superHéroes más conocidos de la editorial DC. Otro tanto ocurre con el caucásico Capitán América, cuya encarnación en los cómics ha tenido todo tipo de reinvenciones antes de llegar al cine con una tímida adaptación en que se le muestra como la encarnación de la belleza masculina, antes que un verdadero ideal. “Black Panther”, que no sólo tiene una buena cantidad de fanáticos sino además, durante mucho tiempo fue celebrado como un genuino héroe afroamericano, tuvo que esperar casi sesenta años para alcanzar su propia película. Mientras tanto, el héroe del cómic se hacía cada vez más elaborado, simbólico y metafórico, una reflexión sobre la pertenencia que desbordó el objetivo más primitivo de la publicación.

Los cómics no sólo actúan como columna vertebral de la capacidad de cambio de la cultura popular, sino también analizan sus diversos cambios con transformaciones que en otros estratos pueden resultar chocantes e incluso, directamente impensables. En el 2014, Thor dejó su lugar a una mujer, cuando el martillo Mjolnir escogió a Jane Foster del cómic como la nueva “Diosa del trueno”. El nuevo Iron Man, es de hecho también una mujer, además de afroamericana. Una adolescente superdotada que además de heredar el titulo y el traje, también encarna la intención de Marvel de captar un nuevo tipo de público. Porque el cómic — como herramienta y como producto — no sólo elabora una teoría sobre las diferentes evoluciones del pensamiento progresivo y la cultura como compendio de ideas colectivas, sino también lo cristaliza como un fenómeno por derecho propio.

Dime como te ves y te diré quién eres:
En la película 2006 “El Demonio viste de Prada” del director David Frankel, Miranda Priestly (Meryl Streep) revisa junto a su troupe de asistentes, los accesorios, colores y sin duda la ropa, que se llevará el año siguiente en cada pasarela del mundo occidental. Andrea Sachs (Anne Hathaway) pasante y descreída de las bondades del mundo de la moda, sonríe por lo bajo, como si el lento proceso de mirar colores, prendas y todo tipo de pequeños detalles, no fuera algo de real importancia. Es entonces cuando Priestly se vuelve para mirarla de arriba a abajo: “¿Qué es tan gracioso?” pregunta al personaje de Hathaway. “No, no, nada, sólo que los cinturones son exactamente iguales para mí. Todavía estoy aprendiendo sobre estas “cosas” balbucea Andrea incómoda y cierto deje condescendiente. Miranda entonces sonríe, un gesto malévolo que hace casi radiante su rostro frío y anguloso: “¿Estas “cosas”?
Oh, entiendo. TÚ crees que ésto no tiene nada que ver contigo. Tú… vas a tu armario y seleccionas… no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por lo que te pondrás. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es sólo azul, no es turquesa, ni es marino, en realidad es cerúleo.

Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002 Óscar de la Renta presentó una colección de vestidos cerúleos. Y luego creo que fue, Yves Saint Laurent (¿no..?) el que presentó chaquetas militares cerúleas. Y luego el azul cerúleo apareció en las colecciones de ocho diseñadores distintos; y después se filtró a los grandes almacenes; y luego fue a parar hasta una deprimente tienda de ropa a precios asequibles, donde tú, sin duda, lo rescataste de alguna cesta de ofertas.

No obstante, ese azul representa millones de dólares, y muchos puestos de trabajo, y resulta cómico, que creas que elegiste algo que te exime de la industria de la moda, cuando, de hecho, llevas un jersey que fue seleccionado para tí, por personas como nosotros, entre un montón de “cosas” como esas” Mirada suspira, sacude la cabeza, enarca la ceja. “Este es el mundo en que vives”.

Es indudable que la cultura pop tiene un gran impacto sobre la moda, pero sobre todo, en la forma en como comprendemos la ropa como símbolo de estatus, pertenencia y algo más cercano a la identificación de grupos. Desde las teorías del Coolhunting, que sugieren que la moda es un proceso de la Cultura popular que influye definitivamente en nuestra forma de vida y la manera en que analizamos las relaciones de nuestra imagen con el mundo, hasta el hecho de que el cómo vestimos se ha convertido en una idea poderosa de un tipo de concepción social muy específica, la moda es un potente concepto que mezclado con la cultura pop ha creado algo más extraordinario, más poderoso y sobretodo perdurable de lo que podemos imaginar.

Claro está, la moda es una mirada a lo cultural desde todo tipo de dimensiones: No sólo regla los roles de género y de la identidad sexual, sino que además, mezcla lo cultural, lo simbólico y lo étnico para crear un único lenguaje. La cultura pop, con toda su cualidad de arraigo pero sobre todo, el enorme poder del cual dispone para expresar todo tipo de ideas sobre lo social, ha hecho que la moda además responda a las figuras e íconos que se convierten en una notoria forma de comprender como la Moda compite y rivaliza con ideas contradictorias, hasta que se amalgaman en una versión directa sobre la imagen personal.

Las prominentes figuras de la cultura popular son de hecho, vitrinas de la Moda casi de manera involuntaria y a la vez, percepciones sobre la manera como la identidad sexual e individual evoluciona con el transcurrir del tiempo. Las celebridades, cantantes, incluso personajes de la pantalla grande y chica, crean una percepción sobre la tendencia firmemente vinculada al hecho del mundo como un gran escenario mimético. Un buen ejemplo del fenómeno es como el personaje Rachel Green de la Serie “Friends” alcanzó la estatura de ícono de moda durante las diez temporadas de la serie. No sólo se trató que la chica rubia del grupo de amigos llevara la vanguardia sobre la forma en que una mujer triunfadora y joven a mediados de la treintena debería verse, sino que llevó el fenómeno más allá cuando su peinado se convirtió en el símbolo de la década por más de una razón. Lo mismo ocurrió aunque en menor medida con el resto de personajes de la serie y más tarde, el fenómeno se replicó en todo tipo de plataformas. Desde la tendencia que imponían los melodramas de Shonda Rhimes (sus bandas sonoras se hicieron famosas y poco a poco, la música se convirtió en parte de la noción sobre la trama en general) hasta el furor que causó la apariencia de actrices y actores en todo tipo de películas (por casi una década, el cabello de Meg Ryan fue referencia en estilo, como también la seductora caballera castaña de Cindy Crawford), la cultura popular transformó la idea sobre como lucimos y como debemos lucir en algo más poderoso, consistente y lleno de enormes implicaciones. El cine y la televisión — los grandes espejos convexos en los que el mundo se observa atentamente — reflejan la transformación de la masa pero también, la convicción de esa gran psiquis colectiva en su evolución. Una reflexión que se abre espacio en lugares inusitados de nuestra memoria histórica.

La cultura popular: Lo que somos y seremos.
Hace unos meses, me reuní con el profesor L. para almorzar. Seguimos en contacto y cada cierto tiempo, compartimos alguna memorable conversación sobre esa gran pasión que me inculcó y que nos une. Han transcurrido casi veinte años desde que fui su alumna: hace seis años se jubiló, su hijo adolescente ya es un hombre adulto con dos hijos y en realidad, los ecos de sus extraordinarias disertaciones sobre la cultura popular son parte de esos recuerdos un poco borrosos de la vida Universitaria. Al menos para gran parte de mis compañeros. Para mí, siguen siendo motor de algo tan privado como valioso. Una noción casi sacramental sobre lo que me rodea, mis influencias y sobre todo, los elementos que sustentan mi personalidad. El profesor suelta una de sus carcajadas casi malévolas cuando me escucha decir lo anterior.

— Es decir, te hice una conversa creyente de la cultura popular.
 — Según usted, ya lo era.
 — Todos los somos.

Un par de meses atrás, culminé con éxito un diplomado online sobre Cultura popular que atravesó en casi dos años, todos los tópicos que el profesor y yo habíamos tocado alguna vez. Por extraño que parezca, la última clase había sido un debate sobre la comunidad global. “Todos somos cultura popular” había dicho el facilitador para cerrar la última gran charla que sostuvimos “Nos pertenece a todos. La creamos todos. Evoluciona gracias a nosotros”.

— Más que eso, es una criatura que tiene tu rostro y el mio — añade el profesor — un monstruo que puede ser feroz pero a la vez hermoso. Todo a la vez. Una mirada única a los recovecos de la mente humana. La cultura popular es una herencia, lo que somos. Lo que creemos podemos ser.

En el libro “Pop Culture Now! A Geek Art Anthology”, el escritor Thomas Olivri asegura que la cultura popular es una expresión “camaleónica” sobre el espíritu creador humano, sino además, “su ilimitada capacidad para trascender los precisos límites de la imaginación que la razón marca”. Pienso en esa frase y sus implicaciones, mientras mi viejo profesor hace comentarios jocosos sobre mi camiseta de Star Wars, mi llavero de un personaje Marvelita y mi morral que copia la constelación de la saga “Eternos” de la editorial. ¿Quienes somos y quiénes queremos ser? me pregunto. Quizás sólo la cultura popular, en toda su vastedad inabarcable, sea la única respuesta a eso. O al menos, me gusta pensar que así puede ser.

martes, 20 de noviembre de 2018

Cultura pop para dummies: Todo lo que deberías saber y no sabes a quién preguntar sobre el tema (I Parte)




Tenía más o menos catorce años, la primera vez que escuché que alguien llamó me miró de arriba a abajo y señaló que mis particulares gustos sobre libros, películas y música eran parte del Pop culture . Me lo dijo, uno de mis futuros profesores universitarios, aunque aún yo no sabía que aquel hombre de ojos miopes y sonrisa amable, lo sería. Era una niña que crecía en pleno nacimiento de la cultura de internet y sobre todo, en la revolución de la democratización de los medios de comunicación y educación. La frase me dejó perpleja. Aunque la había leído aquí y allá, en realidad no tenía la menor idea de todas las cosas que abarcaba.

Hagamos un poco de memoria: era el principio de la década de los noventa. Windows era todavía bien aceptado, Internet explorer se utilizaba y Google era un sueño de adolescentes en algún garaje norteamericano. El iPod todavía no existía, Napster y Ares eran sólo ideas en la mente de sus respectivos creadores. Todavía faltaban unos años para la popularización de la banda ancha y buena parte de quienes nos conectábamos a internet, lo hacíamos a través de Dial Up, con todas sus habituales consecuencias. Toda mi generación se educó entre el rechinar de la colección y el lento goteo de los bytes en pantalla. Todavía no había superhéroes en el cine y los pocos que habían, eran hombres robustos y escasos de palabra, dedicados a volar cabeza con la misma alegría campechana de un niño en pleno asueto. Stephen King apenas había dos libros de la saga “La Torre Oscura”, el juego de Magic era cosa de unos pocos, la adaptación cinematográfica de “El Señor de los Anillos” se hallaba muy a la distancia distancia y Harry Potter era un personaje a quién le llevaría casi media década nacer en Londres. Michael Jackson era un ídolo — y aún tenía la piel morena -, Mandela tenía tres años fuera de prisión, La Unión Soviética se había desintegrado hacía relativamente poco tiempo, Madonna se paseaba por los escenarios vestida de rosa y muy parecida a Marilyn Monroe y Pepsi Cola batallaba a brazo partido contra su némesis, la tradicional Coke. En este lado del mundo, las “minitecas” eran el último grito de la diversión adolescentes, las novelas Brasileras captaban la atención de buena parte del público y la televisión por cable aún era una especie de singular lujo. La tendencia era llevar patines en línea. Los muchachos usaban ropa ADIDAS con el logo bien visible y las muchachas de mi edad, llevaban pulseras fosforescentes, pequeños apliques coloridos en el cabello, ropa en colores metálicos y los labios oscuros. Friends se transmitía con todo éxito, mientras su lado oscuro, ese inefable Seinfeld que ponderaba sobre la nada cotidiana, era el símbolo de los inadaptados. En las librerías, las crónicas llenaban los anaqueles y las novelas de amor. Faltaba muy poco para que el fenómeno del romance sobrenatural estallara con toda su fuerza, pero todavía no lo hacía. Por ahora, se trataba de romances a la vieja usanza, con Jane Austen a la cabeza. Leonardo Di Caprio era muy joven y asexuado, Kate Winslet la mujer más bella del planeta y los quioscos de revistas estaban llenos de adolescentes con mejillas sonrojadas y sin acné, que sonrían desde las revistas “Tu”, “Coqueta” y otras parecidas. Eran tiempos en los que el celular sólo hacía llamadas, el blackberry era un lujo costoso y el “pin” sinónimo de estatus. También lo eran Zara y Mango, aunque en Venezuela lo conoceríamos apenas con el nacimiento de la franquicia de Centros Comerciales “Sambil”. Caracas todavía tenía buen clima la mayor parte del año, el Gran Café podía visitarse, la librería SUMA abría todos los días menos los sábados y los domingos.

— ¿Cultura popular? — pregunté.
 — Pop culture, para los que nos interesa — dijo el hombre destinado a ser mi profesor favorito — en realidad, has pasado toda la vida inmersa en ella.

Mi interlocutor sonrió. Nos encontrábamos en la librería “Esperanto” de Caracas, a la acudía religiosamente cada sábado para gastar mi modesta mesada en libros, cómics y música. Faltaban tres años para que escuchara por primera vez Sehnsucht de Rammstein y me volviera aficionada al rock industrial alemán. Por entonces prefería las bandas finlandesas, algún que otro disco de rock en español y por supuesto, los soundtracks de mi películas favoritas. Las descargas de P2P eran tan lentas como para provocar migraña, de manera que prefería comprar el disco. Pasaba noches enteras con el discman sobre el pecho, entre dormida y despierta, maravillada por la posibilidad de llevar la música a todas partes.

— ¿Lo dice por el cómic? — pregunté y levanté el cómic de Peter Parker: Spider-Man que llevaba entre las manos. Lo ilustraba Todd McFarlane y faltaba casi un lustro para que el héroe urbano de Nueva York sufriera su completa transformación. Pero por ahora, llevaba su confiable traje rojo habitual.
 — Lo digo por la camiseta, el libro de la bolsa, el morral y claro, el cómic. Eres hija de la cultura pop y eso es bueno.

Conocía al hombre desde hacía casi un año. Tenía un hijo de mi edad al que acompañaba supongo que a lo mismo que yo hacía cada sábado en la librería, pero el muchacho parecía no estar del todo feliz por la vigilancia paterna. De modo que el hombre solía caminar de un lado a otro, curioseando y dejando en su lugar todo lo que encontraba a su paso. Al principio me dedicaba miradas curiosas, después alguna que otra pregunta. Para agosto de ese año, sosteníamos pequeñas conversaciones como aquella.

— Es algo hermoso — prosiguió — todo lo que produce y crea la cultura se hace cada vez más accesible. Y el término cultura pop se hace mucho más efectivo para definir todo esto.

Movió las manos en un gesto que parecía abarcar la librería entera, el pequeño Centro comercial en que se encontraba. Incluso la ciudad, imaginé. Sonreí, un poco aturdida por tanta efusividad.

— ¿Y eso es bueno?
 — Buenísimo.

Eso era nuevo. Me había pasado media vida defendiendo mis gustos “extravagantes”, cuando no decididamente poco usuales en un país tropical como el mío. Me había educado en la casa de mi abuela, rodeada de primos y primas de todas las edades. Mi primo mayor me había puesto entre las manos el primer cómic que alguna vez leí (el mítico Strange Tales Vol.1 #114, toda una reliquia del género, como descubriría mucho después) y mi tío, el primer libro de Stephen King tuve: Una edición muy manoseada de “Pet Sematary”. Fue mi prima favorita, la que me ayudó a disfrazarme de Leia para mi fiesta de cumpleaños y mi abuela, la que se hizo la vista gorda cuando me pilló leyendo “Entrevista con el vampiro”. También fue en aquella casa ruidosa y siempre llena de gente, que me aficioné al cine de fantasía, supe la diferencia entre el Quenya y el Sindarin, me aburrí con el mundo de Narnia y me enamoré para siempre de los libros de Terry Pratchett. Fue junto a los amigos de mis tíos con quienes jugué por primera vez Nintendo, que aprendí los rudimentos de los primeros juegos de video más adultos, que me enteré que EA games era la casa Madre de todos las aventuras o eso me hicieron creer. En resumen, mi primera fuente de conocimiento sobre cultura popular — aunque yo no sabía que se llamara así esa larguísima colección de gustos y preferencias — fue mi propia familia.

— Ocurre poco, pero ocurre — me dijo mi buen amigo, el entusiasta de la librería, cuando le conté un poco de lo anterior — pero la mayoría descubre la Cultura Pop buscando un lugar en el mundo o en el mejor de los casos, eso tan exiguo llamado identidad.

Que manera de hablar, pensé sorprendida. Pero aún así, me encantó esa curiosidad y vivacidad. En contraste, su taciturno hijo con las mejillas llenas de acné y que me dedicaba cada tanto miradas de suficiencia, era tan aburrido como una tarde lluviosa. Mi interlocutor señaló la con un gesto mi camiseta, el bolso colgado al hombro, incluso las pequeñas chapas de metal que cubrían parte de los bolsillos de mi pantalón.

— Batman, Superman, Shazam — recitó — Eddie de Pearl Jam. Incluso algo sobre “Carrie” y el “Señor de los Anillos”. Todo lo que llevas puesto, habla de lo conectada que te encuentras con lo que te rodea. Lo mucho que te gusta comprenderlo y todo lo que te llama la atención. Ese entusiasmo por aprender es el origen de la cultura popular. El deseo de permanencia, de crecer y crear algo distintivo.

No supe que responder a eso y le agradecí en voz baja, aunque no sabía por qué lo hacía. En realidad no se trataba de un halago, sino más bien…algo más extraño y sobre todo, desconocido para mí. Reconocimiento. Por entonces, era una muchacha tímida, Universitaria prematura, que mantenía sus gustos y aficciones en privado por falta de mejores opciones. Casi nadie que conocía — a excepción de mi familia — leía cómics, escuchaba rock o incluso, leía los libros de terror y fantasía que me obsesionaban. De modo que después de un par de intentos infructuosos por conocer a cualquiera con gustos parecidos (y llevarme algunos sobresaltos en el interín) había decidido conservar mis intereses en privado. Eso claro, fue mucho antes que Internet abriera todas las puertas. Pero eso todavía no había ocurrido.

— Recuerda siempre: la cultura popular te define pero también, es parte de tu vida — dijo el hombre cuando nos despedimos en esa ocasión — es algo bueno pero también, un sentido analítico sobre quién eres. Piensalo.

Unas horas después, anoté esa extraña conversación en el diario de apuntes que llevaba en el recién descubierto programa .world. Me esforcé por recordar cada palabra, por reproducir en descripciones floridas e innecesarias la conversación. Todavía me daba vueltas la cabeza por la serie de explicaciones que el desconocido me había dado sobre esa noción del mundo que siempre había creído del todo intrascendente. Cultura popular, le había llamado. Subrayé la palabra y la miré titilar en la pantalla. Cuando la repetí en voz alta, me hizo sonreír.

De lo Universal al culto popular: todas las pequeñas cosas que nos hacen ser quien somos.
En la película Back to The Future de Robert Zemeckis de 1985, Marty McFly (Michael J. Fox) intenta convencer a Doc Brown (Christopher Lloyd) que acaba de llegar de un futuro distante a tres décadas de distancia. El científico se burla de semejante “bulo” y ante la insistencia del muchacho, le pregunta por el nombre del Presidente del país en la época de la que asegura provenir. “¿Ronald Reagan?” dice entre risas amargas. “¿El actor? ¿Ese es el presidente?” se burla. Más tarde y luego que Marty lograra convencerle sobre la realidad del viaje en el tiempo, Doc parece por completo fascinado con la tecnología de la videocámara que acompañó al joven viajero del DeLorean en su aventura. “Ya entiendo por qué el presidente es un actor. Debe verse bien en televisión”.

Cuando intento definir la cultura popular — ya sea a nivel general o como fenómeno de masas — siempre pienso en escena. Y lo hago porque resume a cabalidad esa visión sobre la popularidad y sobre todo, la exposición que definen el fenómeno. Por supuesto, se trata de un ejemplo banal incapaz de resumir el impacto de los iconos del mainstream en la manera de comprender el mundo moderno e incluso, nuestras relaciones sociales más profundas. La cultura popular es de hecho, el conjunto de elementos que definen a una época, pero también, encarna todo tipo de significados y símbolos que la hacen valiosa por el mero hecho de representar una inquietud general. Se trata de una idea amplia, extraña, que en ocasiones se desdibuja y termina recorriendo una línea disruptiva entre lo que creemos puede ser la cultura y lo que en realidad es, como elemento creativo. Entre una y otra cosa, hay una expresión básica que hace de la cultura popular no sólo el elemento más importante para comprender la identidad colectiva, sino sus implicaciones: su capacidad para representar grupos y temas específicos, que antes o después, sostienen un concepto más complejo sobre las relaciones entre el individuo y la estructura social que le rodea. En otras palabras, la cultura popular es un espejo en el que se refleja no sólo la época, sino las inquietudes, temores y esperanzas de generaciones, lo que lo convierte en una mirada asombrada sobre la naturaleza espiritual de la sociedad.

En su libro “Cultura convergente” el autor Henry Jenkins analiza la cultura popular como “participativa”. Para Jenkins, los movimientos de la forma en que se expresa los intereses colectivos y también su forma de expresarse, tienen un ritmo común: la posibilidad de ser accesibles. Los fanáticos son cajas de resonancia de todo tipo de tendencias y lo son, por la capacidad del individuo para transformar la cultura en algo más accesible, directo e intrigante. De modo que la idea del conocimiento resumido — y confiscado — por una élite intelectual, se subvierte hacia algo mucho más pleno y amplio. La cultura popular es la reacción uniforme y masiva a esa jerarquización del conocimiento — la diversión, el entretenimiento — hacia algo más amplio.

Cursaba el segundo año de la licenciatura de leyes, cuando tomé mi primera clase de sociología. Y para mi sorpresa, el profesor no era otro que el hombre de las tardes de la librería. Me sonrío cuando me senté en uno de los primeros pupitres, boquiabierta. La pizarra estaba llena de nombres, círculos concéntricos y flechas que señalaban un punto en común “Pop Culture”. Incluso, el profesor L. se había tomado la molestia de dibujar una caricatura de un circunspecto Andy Warhol, que contemplaba a la clase con una ceja enarcada.

— Durante todo el año meditaremos sobre la columna medular que define a la sociedad en que viven, lo que nos hace ser quien somos y sobre todo, lo que nos modela a su medida — se acercó al pizarrón y dio un golpecito al dibujo de Warhol — los quince minutos de fama de la cultura popular son el mejor ejemplo de todo lo que puede crear un conglomerado asimilado bajo una intención concreta.

Me encantó ese concepto. El profesor L. comenzó entonces a disertar sobre temas que habíamos discutido antes o después, en nuestras pequeñas charlas de los sábados. Pero de pronto, la cultura popular no era sólo ese conglomerado de símbolos que nos representaban a todos, sino también, una ecuación para comprender la manera como funcionaba la psiquis de un mundo cada vez más comunitario, globalizado y obsesionado con sus propias metáforas.

— La cultura popular crea individuos que buscan definirse a través de una noción persistente sobre su talento, intereses y su capacidad para maravillarse de la novedad — comentó el profesor L. al clase — aquí hablaremos de la sabiduría, el folclore, la vida como la conocemos y lo que hace disfrutable. Aquí vamos a hablar de cada uno de nosotros.

Hubo murmullos incómodos. Según el pensum Universitario “Sociología I” estaba más relacionada con la forma en como se define la sociedad que con algo tan ¿banal? como la cultura de masas. O eso fueron los comentarios medio susurrados que escuché de inmediato. El profesor también debió haberlos escuchado, porque soltó una carcajada y empezó a tocar cada uno de los círculos concéntricos dibujados en el pizarrón.

— La cultura popular es la expresión más importante de la sociedad, si tomamos en cuenta que cada cosa que hacemos y creemos, está íntimamente relacionada con la capacidad de cada uno de nosotros para obsesionarnos con nuestros intereses — nos miró a todos detrás de sus anteojos bifocales, el ceño levemente fruncido — todos tenemos pasiones, todos tenemos necesidades. La cultura popular las resume, las sublima y las convierte en algo tan enorme como para sostener un concepto histórico por sí mismo.

Me quedé aturdida. Tuve la sensación que su monólogo era el complemento ideal de una serie de ideas que durante toda mi vida había tenido. Después de todo, me había criado leyendo sobre elfos, superhéroes, monstruos, mundos imposibles, escuchando música de lugares tan distantes del mundo que parecían casi irreales, jugando videojuegos hasta caer exhausta. Por primera vez pensé que no era un hábito de una chica de mi edad, sino todos los hábitos de las personas de mi edad en todas partes del mundo. Que había una línea, una correlación, algo mucho más amplio que nos unía a todos, aunque no lo supiéramos de inmediato. Una idea general que se sostenía sobre cada uno de nosotros.

— La cultura popular es un puente — dijo entonces el profesor y como me sucedería con frecuencia, tuve la extrañísima sensación podía leer mi mente — nos une, nos ata, nos hace comunicarnos. Un enorme hilo de información que recorre de un lado a otro el mundo. La cultura popular existe por quienes la sostienen y quienes la sostienen, sin duda, crean algo tan poderoso que se alimenta a si mismo. Esa es la primera gran lección de esta clase.

Hubo otras muchas lecciones, la mayoría de las cuales conservaré durante toda mi vida. Pero en especial la primera, jamás ha dejado de obsesionarme casi a diario.

Una gran fiesta de disfraces: Todos somos el mismo rostro.
En uno de los capítulos del libro Ready Player One de Ernest Cline, el personaje Perzival insiste a su némesis Art3mis, que todos desean en “OASIS” — la superestructura virtual que sustituye la realidad en la novela — porque se cumplen “cada uno de tus deseos”. Art3mis, más descreída y un poco más cínica, parece poco convencida con el argumento “Lo que ves allí son los sueños de todos, ninguno te pertenece en realidad”.

La primera vez que hice un cosplay me vestí de Batman, aunque era una niña flacucha de catorce años a quien el disfraz casero le hacía ver ridícula. Aún así, todos mis primos y primas habían decidido celebrar algo parecido a una gran fiesta temática, en honor al hombre murciélago. ¿El motivo? El estreno de la película “Batman Returns” de Tim Burton. Claro está, se trataba de sólo una excusa: la verdad era que todos deseamos vestir como superhéroes y pasar el posible ridículo en el jardín desordenado y ruinoso de la casa de mi abuela. En Caracas, las actividades de ese tipo eran pocas y sobre todo, no muy frecuentes, por lo que la decisión de hacer una especie de fiesta de tema familiar, nos resultó una idea más o menos buena. O lo suficientemente buena como para repetirla por unos cuantos años, siempre en 16 de Junio. Con el correr de los años, se nos unieron amigos e incluso algunos vecinos. La última vez que llevamos a cabo nuestras improvisadas “fiestas de superhéroes”, el grupo era de al menos cuarenta personas, disfrazadas de los héroes más variados y de las formas más distintas. Para esa última ocasión, decidí disfrazarme del número 7 del Equipo de Quidditch de una escuela de Magia que todavía era desconocida en esta parte del mundo. Con mis anteojos remendados y la cicatriz de la frente dibujada con burdo maquillaje, me sentí extrañamente feliz, nostálgica y después, maravillada de aquel pequeño Universo que habíamos creado casi sin proponernoslo.

Por supuesto, los fanáticos son el centro neurálgico de la cultura popular: un proceso comunitario que ha creado quizás los espacios más amplios que reflejan los movimientos de la literatura, música y cine como un reflejo fidedigno. El fandom — las comunidades voluntarios, informales, espontáneas, establecidas o incluso organizadas alrededor de un aspecto de la cultura popular — son ejemplos evidentes de la cultura participativa en la que Jenkins insiste y en la que mi profesor parecía especialmente interesado. Son además, formas de expresión creativas de largo alcance, que superan de inmediato las iniciativas individuales y las convierten en algo más elaborado, pormenorizado y poderoso. Desde convenciones hasta grupos temáticos regionalizados geográficamente, la cultura popular encuentra en el Fandom su mejor forma de expresión o mejor dicho, una traducción ideal de los elementos que la sostienen como concepto general.

Se trata además de algo mucho más orgánica que la simple idea de celebrar a un personaje, historia, canción, cantante, libro, película. El Fandom crece y se expande como los mismos vínculos afectivos que sostienen a las diferentes variantes de la cultura popular. Pertenecemos a un Fandom por pasión, por asimilación pero sobre todo, por la forma en que nos conectamos de manera emocional a cualquier manifestación artística. Desde el Cosplay al fanart, pasando por el fanfiction, los videos alegóricos, los fanmade, las versiones y reinvenciones de los universos originales. El Fandom amplía la frontera de nuestra curiosidad intelectual y además, compone una nueva perspectiva sobre los placeres culturales compartidos. Una visión tremendamente poderosa de lo que la cultura de masas puede hacer y cuales son sus alcances, más allá de una curiosidad antropológica.

El fanfic fue todo un descubrimiento para mí. Comencé escribiendo pequeños relatos sobre los personajes Tolkianos — diarios de a bordo de la Comarca y Rivendell — y para cuando me lo tomé verdaderamente en serio, redacté toda una biografía secreta de Batman y poco después, del Doctor Strange. Pero mi amor definitivo — y fuente de cientos de cuentos y todo tipo de narraciones — fue Peter Parker, fotógrafo como yo deseaba serlo y además, el tipo de superhéroe que podía comprender. Para cuando llegué a la veintena, ya participaba en comunidades organizadas en donde los Fanfic eran algo más que pasatiempos y pase buena parte de esos últimos años Universitarios, reinventando a los personajes de Anne Rice, Terry Pratchett y Neil Gaiman. Había algo lúdico en la sensación de intercambiar piezas de mi imaginación con las grandes sagas que admiraba y amaba, pero también algo vital en esa percepción de la realidad como un reflejo de algo más elaborado que un conjunto de libros y de tendencias. Cuando escribes un fanfic, creas un fanArt, elaboras una idea más profunda sobre el tema que te obsesiona, los personajes con los que te identificas pero sobre todo, los que te permiten reflejar pulsiones, esperanzas y dolores personales. Al final, el fandom es un refugio y también una complejísima construcción que les pertenece a todo, que tiene partes de todos y que además, se sostiene como una idea suculenta sobre lo que deseamos ser como individuo.

En el libro “Personas en loop. Ensayos sobre cultura pop”, el escritor Diedrich Diederichsen sitúa el origen del fandom con el fenómeno Star Trek, que estalló en toda su estelar fuerza a mediados de la década de 1960. Lo mismo opinan las autoras Karen Hellekson y Kristina Busse, que en su libro “The Fan Fiction Studies Reader” ponderan sobre la existencia del Fandom desde la posibilidad que brindó el ya clásico programa de televisión a todo tipo de revisiones, convenciones y fanzines. Por supuesto, se trataba de una época anterior a Internet y el tipo de intercambio entre fanáticos solía ser limitado por la geografía o los medios con que podía difundir la información. No obstante, Star Trek (fenómeno televisivo y después, cinematográfico) creó una amplia plataforma que unió y vinculó a fanáticos a lo largo y ancho de Estados Unidos. Para cuando la serie se convirtió en una rentable franquicia fílmica, los clubes trekkies ya no eran exclusividad del público norteamericano: Para la décima convención del programa en San Diego en 1990, había representantes de todo el mundo, llevando uniformes, maquillajes y ropa alegórica al programa. El fenómeno, replicado posteriormente en cientos de obsesiones pop, fue el inicio del fandom como una búsqueda de vinculo social de intereses similares, que al final, crearon una subcultura de enorme influencia y poder comunicacional.

(Continua mañana)