martes, 20 de noviembre de 2018

Cultura pop para dummies: Todo lo que deberías saber y no sabes a quién preguntar sobre el tema (I Parte)




Tenía más o menos catorce años, la primera vez que escuché que alguien llamó me miró de arriba a abajo y señaló que mis particulares gustos sobre libros, películas y música eran parte del Pop culture . Me lo dijo, uno de mis futuros profesores universitarios, aunque aún yo no sabía que aquel hombre de ojos miopes y sonrisa amable, lo sería. Era una niña que crecía en pleno nacimiento de la cultura de internet y sobre todo, en la revolución de la democratización de los medios de comunicación y educación. La frase me dejó perpleja. Aunque la había leído aquí y allá, en realidad no tenía la menor idea de todas las cosas que abarcaba.

Hagamos un poco de memoria: era el principio de la década de los noventa. Windows era todavía bien aceptado, Internet explorer se utilizaba y Google era un sueño de adolescentes en algún garaje norteamericano. El iPod todavía no existía, Napster y Ares eran sólo ideas en la mente de sus respectivos creadores. Todavía faltaban unos años para la popularización de la banda ancha y buena parte de quienes nos conectábamos a internet, lo hacíamos a través de Dial Up, con todas sus habituales consecuencias. Toda mi generación se educó entre el rechinar de la colección y el lento goteo de los bytes en pantalla. Todavía no había superhéroes en el cine y los pocos que habían, eran hombres robustos y escasos de palabra, dedicados a volar cabeza con la misma alegría campechana de un niño en pleno asueto. Stephen King apenas había dos libros de la saga “La Torre Oscura”, el juego de Magic era cosa de unos pocos, la adaptación cinematográfica de “El Señor de los Anillos” se hallaba muy a la distancia distancia y Harry Potter era un personaje a quién le llevaría casi media década nacer en Londres. Michael Jackson era un ídolo — y aún tenía la piel morena -, Mandela tenía tres años fuera de prisión, La Unión Soviética se había desintegrado hacía relativamente poco tiempo, Madonna se paseaba por los escenarios vestida de rosa y muy parecida a Marilyn Monroe y Pepsi Cola batallaba a brazo partido contra su némesis, la tradicional Coke. En este lado del mundo, las “minitecas” eran el último grito de la diversión adolescentes, las novelas Brasileras captaban la atención de buena parte del público y la televisión por cable aún era una especie de singular lujo. La tendencia era llevar patines en línea. Los muchachos usaban ropa ADIDAS con el logo bien visible y las muchachas de mi edad, llevaban pulseras fosforescentes, pequeños apliques coloridos en el cabello, ropa en colores metálicos y los labios oscuros. Friends se transmitía con todo éxito, mientras su lado oscuro, ese inefable Seinfeld que ponderaba sobre la nada cotidiana, era el símbolo de los inadaptados. En las librerías, las crónicas llenaban los anaqueles y las novelas de amor. Faltaba muy poco para que el fenómeno del romance sobrenatural estallara con toda su fuerza, pero todavía no lo hacía. Por ahora, se trataba de romances a la vieja usanza, con Jane Austen a la cabeza. Leonardo Di Caprio era muy joven y asexuado, Kate Winslet la mujer más bella del planeta y los quioscos de revistas estaban llenos de adolescentes con mejillas sonrojadas y sin acné, que sonrían desde las revistas “Tu”, “Coqueta” y otras parecidas. Eran tiempos en los que el celular sólo hacía llamadas, el blackberry era un lujo costoso y el “pin” sinónimo de estatus. También lo eran Zara y Mango, aunque en Venezuela lo conoceríamos apenas con el nacimiento de la franquicia de Centros Comerciales “Sambil”. Caracas todavía tenía buen clima la mayor parte del año, el Gran Café podía visitarse, la librería SUMA abría todos los días menos los sábados y los domingos.

— ¿Cultura popular? — pregunté.
 — Pop culture, para los que nos interesa — dijo el hombre destinado a ser mi profesor favorito — en realidad, has pasado toda la vida inmersa en ella.

Mi interlocutor sonrió. Nos encontrábamos en la librería “Esperanto” de Caracas, a la acudía religiosamente cada sábado para gastar mi modesta mesada en libros, cómics y música. Faltaban tres años para que escuchara por primera vez Sehnsucht de Rammstein y me volviera aficionada al rock industrial alemán. Por entonces prefería las bandas finlandesas, algún que otro disco de rock en español y por supuesto, los soundtracks de mi películas favoritas. Las descargas de P2P eran tan lentas como para provocar migraña, de manera que prefería comprar el disco. Pasaba noches enteras con el discman sobre el pecho, entre dormida y despierta, maravillada por la posibilidad de llevar la música a todas partes.

— ¿Lo dice por el cómic? — pregunté y levanté el cómic de Peter Parker: Spider-Man que llevaba entre las manos. Lo ilustraba Todd McFarlane y faltaba casi un lustro para que el héroe urbano de Nueva York sufriera su completa transformación. Pero por ahora, llevaba su confiable traje rojo habitual.
 — Lo digo por la camiseta, el libro de la bolsa, el morral y claro, el cómic. Eres hija de la cultura pop y eso es bueno.

Conocía al hombre desde hacía casi un año. Tenía un hijo de mi edad al que acompañaba supongo que a lo mismo que yo hacía cada sábado en la librería, pero el muchacho parecía no estar del todo feliz por la vigilancia paterna. De modo que el hombre solía caminar de un lado a otro, curioseando y dejando en su lugar todo lo que encontraba a su paso. Al principio me dedicaba miradas curiosas, después alguna que otra pregunta. Para agosto de ese año, sosteníamos pequeñas conversaciones como aquella.

— Es algo hermoso — prosiguió — todo lo que produce y crea la cultura se hace cada vez más accesible. Y el término cultura pop se hace mucho más efectivo para definir todo esto.

Movió las manos en un gesto que parecía abarcar la librería entera, el pequeño Centro comercial en que se encontraba. Incluso la ciudad, imaginé. Sonreí, un poco aturdida por tanta efusividad.

— ¿Y eso es bueno?
 — Buenísimo.

Eso era nuevo. Me había pasado media vida defendiendo mis gustos “extravagantes”, cuando no decididamente poco usuales en un país tropical como el mío. Me había educado en la casa de mi abuela, rodeada de primos y primas de todas las edades. Mi primo mayor me había puesto entre las manos el primer cómic que alguna vez leí (el mítico Strange Tales Vol.1 #114, toda una reliquia del género, como descubriría mucho después) y mi tío, el primer libro de Stephen King tuve: Una edición muy manoseada de “Pet Sematary”. Fue mi prima favorita, la que me ayudó a disfrazarme de Leia para mi fiesta de cumpleaños y mi abuela, la que se hizo la vista gorda cuando me pilló leyendo “Entrevista con el vampiro”. También fue en aquella casa ruidosa y siempre llena de gente, que me aficioné al cine de fantasía, supe la diferencia entre el Quenya y el Sindarin, me aburrí con el mundo de Narnia y me enamoré para siempre de los libros de Terry Pratchett. Fue junto a los amigos de mis tíos con quienes jugué por primera vez Nintendo, que aprendí los rudimentos de los primeros juegos de video más adultos, que me enteré que EA games era la casa Madre de todos las aventuras o eso me hicieron creer. En resumen, mi primera fuente de conocimiento sobre cultura popular — aunque yo no sabía que se llamara así esa larguísima colección de gustos y preferencias — fue mi propia familia.

— Ocurre poco, pero ocurre — me dijo mi buen amigo, el entusiasta de la librería, cuando le conté un poco de lo anterior — pero la mayoría descubre la Cultura Pop buscando un lugar en el mundo o en el mejor de los casos, eso tan exiguo llamado identidad.

Que manera de hablar, pensé sorprendida. Pero aún así, me encantó esa curiosidad y vivacidad. En contraste, su taciturno hijo con las mejillas llenas de acné y que me dedicaba cada tanto miradas de suficiencia, era tan aburrido como una tarde lluviosa. Mi interlocutor señaló la con un gesto mi camiseta, el bolso colgado al hombro, incluso las pequeñas chapas de metal que cubrían parte de los bolsillos de mi pantalón.

— Batman, Superman, Shazam — recitó — Eddie de Pearl Jam. Incluso algo sobre “Carrie” y el “Señor de los Anillos”. Todo lo que llevas puesto, habla de lo conectada que te encuentras con lo que te rodea. Lo mucho que te gusta comprenderlo y todo lo que te llama la atención. Ese entusiasmo por aprender es el origen de la cultura popular. El deseo de permanencia, de crecer y crear algo distintivo.

No supe que responder a eso y le agradecí en voz baja, aunque no sabía por qué lo hacía. En realidad no se trataba de un halago, sino más bien…algo más extraño y sobre todo, desconocido para mí. Reconocimiento. Por entonces, era una muchacha tímida, Universitaria prematura, que mantenía sus gustos y aficciones en privado por falta de mejores opciones. Casi nadie que conocía — a excepción de mi familia — leía cómics, escuchaba rock o incluso, leía los libros de terror y fantasía que me obsesionaban. De modo que después de un par de intentos infructuosos por conocer a cualquiera con gustos parecidos (y llevarme algunos sobresaltos en el interín) había decidido conservar mis intereses en privado. Eso claro, fue mucho antes que Internet abriera todas las puertas. Pero eso todavía no había ocurrido.

— Recuerda siempre: la cultura popular te define pero también, es parte de tu vida — dijo el hombre cuando nos despedimos en esa ocasión — es algo bueno pero también, un sentido analítico sobre quién eres. Piensalo.

Unas horas después, anoté esa extraña conversación en el diario de apuntes que llevaba en el recién descubierto programa .world. Me esforcé por recordar cada palabra, por reproducir en descripciones floridas e innecesarias la conversación. Todavía me daba vueltas la cabeza por la serie de explicaciones que el desconocido me había dado sobre esa noción del mundo que siempre había creído del todo intrascendente. Cultura popular, le había llamado. Subrayé la palabra y la miré titilar en la pantalla. Cuando la repetí en voz alta, me hizo sonreír.

De lo Universal al culto popular: todas las pequeñas cosas que nos hacen ser quien somos.
En la película Back to The Future de Robert Zemeckis de 1985, Marty McFly (Michael J. Fox) intenta convencer a Doc Brown (Christopher Lloyd) que acaba de llegar de un futuro distante a tres décadas de distancia. El científico se burla de semejante “bulo” y ante la insistencia del muchacho, le pregunta por el nombre del Presidente del país en la época de la que asegura provenir. “¿Ronald Reagan?” dice entre risas amargas. “¿El actor? ¿Ese es el presidente?” se burla. Más tarde y luego que Marty lograra convencerle sobre la realidad del viaje en el tiempo, Doc parece por completo fascinado con la tecnología de la videocámara que acompañó al joven viajero del DeLorean en su aventura. “Ya entiendo por qué el presidente es un actor. Debe verse bien en televisión”.

Cuando intento definir la cultura popular — ya sea a nivel general o como fenómeno de masas — siempre pienso en escena. Y lo hago porque resume a cabalidad esa visión sobre la popularidad y sobre todo, la exposición que definen el fenómeno. Por supuesto, se trata de un ejemplo banal incapaz de resumir el impacto de los iconos del mainstream en la manera de comprender el mundo moderno e incluso, nuestras relaciones sociales más profundas. La cultura popular es de hecho, el conjunto de elementos que definen a una época, pero también, encarna todo tipo de significados y símbolos que la hacen valiosa por el mero hecho de representar una inquietud general. Se trata de una idea amplia, extraña, que en ocasiones se desdibuja y termina recorriendo una línea disruptiva entre lo que creemos puede ser la cultura y lo que en realidad es, como elemento creativo. Entre una y otra cosa, hay una expresión básica que hace de la cultura popular no sólo el elemento más importante para comprender la identidad colectiva, sino sus implicaciones: su capacidad para representar grupos y temas específicos, que antes o después, sostienen un concepto más complejo sobre las relaciones entre el individuo y la estructura social que le rodea. En otras palabras, la cultura popular es un espejo en el que se refleja no sólo la época, sino las inquietudes, temores y esperanzas de generaciones, lo que lo convierte en una mirada asombrada sobre la naturaleza espiritual de la sociedad.

En su libro “Cultura convergente” el autor Henry Jenkins analiza la cultura popular como “participativa”. Para Jenkins, los movimientos de la forma en que se expresa los intereses colectivos y también su forma de expresarse, tienen un ritmo común: la posibilidad de ser accesibles. Los fanáticos son cajas de resonancia de todo tipo de tendencias y lo son, por la capacidad del individuo para transformar la cultura en algo más accesible, directo e intrigante. De modo que la idea del conocimiento resumido — y confiscado — por una élite intelectual, se subvierte hacia algo mucho más pleno y amplio. La cultura popular es la reacción uniforme y masiva a esa jerarquización del conocimiento — la diversión, el entretenimiento — hacia algo más amplio.

Cursaba el segundo año de la licenciatura de leyes, cuando tomé mi primera clase de sociología. Y para mi sorpresa, el profesor no era otro que el hombre de las tardes de la librería. Me sonrío cuando me senté en uno de los primeros pupitres, boquiabierta. La pizarra estaba llena de nombres, círculos concéntricos y flechas que señalaban un punto en común “Pop Culture”. Incluso, el profesor L. se había tomado la molestia de dibujar una caricatura de un circunspecto Andy Warhol, que contemplaba a la clase con una ceja enarcada.

— Durante todo el año meditaremos sobre la columna medular que define a la sociedad en que viven, lo que nos hace ser quien somos y sobre todo, lo que nos modela a su medida — se acercó al pizarrón y dio un golpecito al dibujo de Warhol — los quince minutos de fama de la cultura popular son el mejor ejemplo de todo lo que puede crear un conglomerado asimilado bajo una intención concreta.

Me encantó ese concepto. El profesor L. comenzó entonces a disertar sobre temas que habíamos discutido antes o después, en nuestras pequeñas charlas de los sábados. Pero de pronto, la cultura popular no era sólo ese conglomerado de símbolos que nos representaban a todos, sino también, una ecuación para comprender la manera como funcionaba la psiquis de un mundo cada vez más comunitario, globalizado y obsesionado con sus propias metáforas.

— La cultura popular crea individuos que buscan definirse a través de una noción persistente sobre su talento, intereses y su capacidad para maravillarse de la novedad — comentó el profesor L. al clase — aquí hablaremos de la sabiduría, el folclore, la vida como la conocemos y lo que hace disfrutable. Aquí vamos a hablar de cada uno de nosotros.

Hubo murmullos incómodos. Según el pensum Universitario “Sociología I” estaba más relacionada con la forma en como se define la sociedad que con algo tan ¿banal? como la cultura de masas. O eso fueron los comentarios medio susurrados que escuché de inmediato. El profesor también debió haberlos escuchado, porque soltó una carcajada y empezó a tocar cada uno de los círculos concéntricos dibujados en el pizarrón.

— La cultura popular es la expresión más importante de la sociedad, si tomamos en cuenta que cada cosa que hacemos y creemos, está íntimamente relacionada con la capacidad de cada uno de nosotros para obsesionarnos con nuestros intereses — nos miró a todos detrás de sus anteojos bifocales, el ceño levemente fruncido — todos tenemos pasiones, todos tenemos necesidades. La cultura popular las resume, las sublima y las convierte en algo tan enorme como para sostener un concepto histórico por sí mismo.

Me quedé aturdida. Tuve la sensación que su monólogo era el complemento ideal de una serie de ideas que durante toda mi vida había tenido. Después de todo, me había criado leyendo sobre elfos, superhéroes, monstruos, mundos imposibles, escuchando música de lugares tan distantes del mundo que parecían casi irreales, jugando videojuegos hasta caer exhausta. Por primera vez pensé que no era un hábito de una chica de mi edad, sino todos los hábitos de las personas de mi edad en todas partes del mundo. Que había una línea, una correlación, algo mucho más amplio que nos unía a todos, aunque no lo supiéramos de inmediato. Una idea general que se sostenía sobre cada uno de nosotros.

— La cultura popular es un puente — dijo entonces el profesor y como me sucedería con frecuencia, tuve la extrañísima sensación podía leer mi mente — nos une, nos ata, nos hace comunicarnos. Un enorme hilo de información que recorre de un lado a otro el mundo. La cultura popular existe por quienes la sostienen y quienes la sostienen, sin duda, crean algo tan poderoso que se alimenta a si mismo. Esa es la primera gran lección de esta clase.

Hubo otras muchas lecciones, la mayoría de las cuales conservaré durante toda mi vida. Pero en especial la primera, jamás ha dejado de obsesionarme casi a diario.

Una gran fiesta de disfraces: Todos somos el mismo rostro.
En uno de los capítulos del libro Ready Player One de Ernest Cline, el personaje Perzival insiste a su némesis Art3mis, que todos desean en “OASIS” — la superestructura virtual que sustituye la realidad en la novela — porque se cumplen “cada uno de tus deseos”. Art3mis, más descreída y un poco más cínica, parece poco convencida con el argumento “Lo que ves allí son los sueños de todos, ninguno te pertenece en realidad”.

La primera vez que hice un cosplay me vestí de Batman, aunque era una niña flacucha de catorce años a quien el disfraz casero le hacía ver ridícula. Aún así, todos mis primos y primas habían decidido celebrar algo parecido a una gran fiesta temática, en honor al hombre murciélago. ¿El motivo? El estreno de la película “Batman Returns” de Tim Burton. Claro está, se trataba de sólo una excusa: la verdad era que todos deseamos vestir como superhéroes y pasar el posible ridículo en el jardín desordenado y ruinoso de la casa de mi abuela. En Caracas, las actividades de ese tipo eran pocas y sobre todo, no muy frecuentes, por lo que la decisión de hacer una especie de fiesta de tema familiar, nos resultó una idea más o menos buena. O lo suficientemente buena como para repetirla por unos cuantos años, siempre en 16 de Junio. Con el correr de los años, se nos unieron amigos e incluso algunos vecinos. La última vez que llevamos a cabo nuestras improvisadas “fiestas de superhéroes”, el grupo era de al menos cuarenta personas, disfrazadas de los héroes más variados y de las formas más distintas. Para esa última ocasión, decidí disfrazarme del número 7 del Equipo de Quidditch de una escuela de Magia que todavía era desconocida en esta parte del mundo. Con mis anteojos remendados y la cicatriz de la frente dibujada con burdo maquillaje, me sentí extrañamente feliz, nostálgica y después, maravillada de aquel pequeño Universo que habíamos creado casi sin proponernoslo.

Por supuesto, los fanáticos son el centro neurálgico de la cultura popular: un proceso comunitario que ha creado quizás los espacios más amplios que reflejan los movimientos de la literatura, música y cine como un reflejo fidedigno. El fandom — las comunidades voluntarios, informales, espontáneas, establecidas o incluso organizadas alrededor de un aspecto de la cultura popular — son ejemplos evidentes de la cultura participativa en la que Jenkins insiste y en la que mi profesor parecía especialmente interesado. Son además, formas de expresión creativas de largo alcance, que superan de inmediato las iniciativas individuales y las convierten en algo más elaborado, pormenorizado y poderoso. Desde convenciones hasta grupos temáticos regionalizados geográficamente, la cultura popular encuentra en el Fandom su mejor forma de expresión o mejor dicho, una traducción ideal de los elementos que la sostienen como concepto general.

Se trata además de algo mucho más orgánica que la simple idea de celebrar a un personaje, historia, canción, cantante, libro, película. El Fandom crece y se expande como los mismos vínculos afectivos que sostienen a las diferentes variantes de la cultura popular. Pertenecemos a un Fandom por pasión, por asimilación pero sobre todo, por la forma en que nos conectamos de manera emocional a cualquier manifestación artística. Desde el Cosplay al fanart, pasando por el fanfiction, los videos alegóricos, los fanmade, las versiones y reinvenciones de los universos originales. El Fandom amplía la frontera de nuestra curiosidad intelectual y además, compone una nueva perspectiva sobre los placeres culturales compartidos. Una visión tremendamente poderosa de lo que la cultura de masas puede hacer y cuales son sus alcances, más allá de una curiosidad antropológica.

El fanfic fue todo un descubrimiento para mí. Comencé escribiendo pequeños relatos sobre los personajes Tolkianos — diarios de a bordo de la Comarca y Rivendell — y para cuando me lo tomé verdaderamente en serio, redacté toda una biografía secreta de Batman y poco después, del Doctor Strange. Pero mi amor definitivo — y fuente de cientos de cuentos y todo tipo de narraciones — fue Peter Parker, fotógrafo como yo deseaba serlo y además, el tipo de superhéroe que podía comprender. Para cuando llegué a la veintena, ya participaba en comunidades organizadas en donde los Fanfic eran algo más que pasatiempos y pase buena parte de esos últimos años Universitarios, reinventando a los personajes de Anne Rice, Terry Pratchett y Neil Gaiman. Había algo lúdico en la sensación de intercambiar piezas de mi imaginación con las grandes sagas que admiraba y amaba, pero también algo vital en esa percepción de la realidad como un reflejo de algo más elaborado que un conjunto de libros y de tendencias. Cuando escribes un fanfic, creas un fanArt, elaboras una idea más profunda sobre el tema que te obsesiona, los personajes con los que te identificas pero sobre todo, los que te permiten reflejar pulsiones, esperanzas y dolores personales. Al final, el fandom es un refugio y también una complejísima construcción que les pertenece a todo, que tiene partes de todos y que además, se sostiene como una idea suculenta sobre lo que deseamos ser como individuo.

En el libro “Personas en loop. Ensayos sobre cultura pop”, el escritor Diedrich Diederichsen sitúa el origen del fandom con el fenómeno Star Trek, que estalló en toda su estelar fuerza a mediados de la década de 1960. Lo mismo opinan las autoras Karen Hellekson y Kristina Busse, que en su libro “The Fan Fiction Studies Reader” ponderan sobre la existencia del Fandom desde la posibilidad que brindó el ya clásico programa de televisión a todo tipo de revisiones, convenciones y fanzines. Por supuesto, se trataba de una época anterior a Internet y el tipo de intercambio entre fanáticos solía ser limitado por la geografía o los medios con que podía difundir la información. No obstante, Star Trek (fenómeno televisivo y después, cinematográfico) creó una amplia plataforma que unió y vinculó a fanáticos a lo largo y ancho de Estados Unidos. Para cuando la serie se convirtió en una rentable franquicia fílmica, los clubes trekkies ya no eran exclusividad del público norteamericano: Para la décima convención del programa en San Diego en 1990, había representantes de todo el mundo, llevando uniformes, maquillajes y ropa alegórica al programa. El fenómeno, replicado posteriormente en cientos de obsesiones pop, fue el inicio del fandom como una búsqueda de vinculo social de intereses similares, que al final, crearon una subcultura de enorme influencia y poder comunicacional.

(Continua mañana)

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