domingo, 10 de agosto de 2014

De la magia que nace y se eleva a las estrellas: Historias de Brujería.



En una ocasión, cuando tenía unos once años,  mi amiga Lourdes me preguntó si las brujas no temíamos al infierno. La pregunta me sorprendió, no sólo porque jamás me había planteado algo semejante, sino porque parecía insinuar que mis creencias y manera de ver el mundo era de hecho, algo "pecaminoso". Me quedé sin saber que responder, mirándola con los ojos muy abiertos.

- ¿Por qué iría al Infierno? - tartamudeé. Mi amiga se encogió de hombros.
- Porque eres bruja, pues.
- ¿Y sólo por eso iré al infierno? - la mera insinuación me parecía escandalosa y me infundía un temor medroso. Claro está, no tenía idea sobre qué era en realidad El Infierno o que podría encontrar allí. Como mucho, había visto algunas escenas de las pinturas del Bosh (que me parecieron extravagantes más que aterradoras) y lo que contaba la Divina Comedia. ¿Donde encajaba yo en los interminables circulos del infierno poeta florentino? ¿Había un lugar en el inframundo para las niñas que celebraban la Luna y el sol? Según Lourdes, no sólo lo había sino que durante toda la historia, la mayoría de las brujas habían ido a parar de cabeza precisamente allí.

- Lo dice el cura de la Iglesia donde vamos los domingos  y mi mamá - me explicó, como si aquello fuera suficiente para convencerme - la gente que practica esas cosas, va a quemarse en el fuego eterno, para pagar el daño que ha hecho.

Parpadeé sorprendida. En casa, la magia era sinónimo del olor del Jardin en Flor, del verde del Ávila, abriendose infinito sobre la muralla de nuestra casa. La sonrisa que te deja en los labios la página de un libro, la frescura del agua helada en un día caluroso. Magia era el calor del caldero al arder, lleno de buenos deseos que enviar a las estrellas. La dulzura de la tierra húmeda bajo mis pies. ¿Iría al Infierno POR ESO? me pregunté desconcertada. Lourdes se encogió de hombros, preocupada pero sin saber muy bien como consolarme.

- Oye, que no lo digo yo - me explicó - ya esa es cosa sabida.
- ¿Sabida por quién?
- Preguntale al Padre Antolín.

Antolín era el Sacerdote que confesaba a las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué. Era un hombretón gordo y orondo, con el cabello hirsuto canoso y despeinado, acento catalán y una risa escandalosa que siempre me hacia reir a mi también. Pero cuando le conté de mis temores, no se río. Me miro, con sus ojos acuosos y cansados, con cierta tristeza.

- ¿Donde habeís leído eso mi niña?
- Me lo dijo Lourdes - me quejé - ella dice que todas las mujeres de mi casa y yo también, iremos al infierno.

Me estremecí. Durante la semana, había imaginado muchas veces los tormentos del fuego eterno, como si de una obsesión angustiosa y abrumadora se tratase. A solas, imaginaba las grandes llamas imperecederas, rojas y azules brotando de las rocas, de las montañas, de los prados y del cielo mismo, persiguiendome en una carrera enloquecida por un jardin de pesadilla. Más de una vez me había despertado sobresaltada, apretandome el pecho de puro pánico, sin saber como explicar a mi mamá o a mi abuela, las imágenes inquietantes que me acosaban. ¿Como explicarle esa noción que de hecho, estabamos condenadas por sonreír y soñar? ¿Como hablarle del dolor y el suplicio que según Lourdes, la mamá de Lourdes, Dante y la Biblia nos esperaba por el mero hecho de bailar bajo la luz de la Luna? No había palabras para describir tal horror, tal angustia. Pero por alguna razón, si pude contarselo a Antolin, que me escucho en silencio, sin comentar nada, hasta que no tuve nada más que decir.

- Vamos, peque, que no irás al infierno - dijo Antolin con ternura. Lo miré sorprendida.
- Lo dice la biblia.
- También dice que irán al infierno los hombres con Barba, y por cierto, creo que no iremos - rió. No supe que responder. Él suspiro, como si comprendiera que para mi, el tema era muy serio y doloroso - hija mia, el tormento del Infierno es una metáfora del pecado, de lo que te hace sentir hacer daño a alguien más. No es un lugar propiamente dicho, o al menos, yo no lo veo de esa manera.

No supe que pensar sobre sus palabras. Caramba, ¿Pero no debían los sacerdotes creer por encima de todas las cosas, en lo que la Biblia contaba? Eso era al menos, lo que insistian las monjas. En una ocasión, la Hermana Margarite, malhumorada y dura, me había dejado muy claro que leer no tenía mayor sentido. El único libro que debía interesarme era la biblia. "Toda la verdad sobre el mundo está allí", me explicó "lo demás, no tiene tanto valor como eso".

Pero ahora, Antolín me decía justamente lo contrario. Lo miré expectante y un poco furiosa. ¿Qué quería decirme con eso? ¿Se burlaba de mi miedo acaso? Antolin pareció notar mi malestar y me dedicó una de sus sonrisas torcidas de dientes amarillos, manchados - aunque yo no lo supiera por entonces - por el buen tabaco que fumaba a escondidas.

- Mi niña, Dios es mucho más complejo que la mente humana. Cientos de veces mucho más extraordinario que lo que el espíritu del hombre puede imaginarse sobre él - me dijo - lo que cuenta La Biblia es la historia de los pueblos que amaron a Dios y creyeron en sus portentos. Pero solo son palabras de hombres. Lo que es Dios, o en cualquier caso, lo que es la aspiración para creer de cualquiera de nosotros, es mucho más amplio.

No entendí muy bien que quería decir. Me detuve en nuestra caminata por el jardin de la Escuela, mirando a nuestro alrededor. Una figura de marmol de la Virgen María, brotaba en medio de los Cedros milenarios cubiertos de Liquenes. Había algo bello, en el esa escultura de inmaculada, rodeada de la hierba mal cortada y las ramas retorcidas de los árboles. Algo puro y primitivo que poco o nada tenía que ver con la figura de la Santísima Virgen. Pensé en esa idea, intento darle sentido y forma, para explicarsela a Antolin.

- Mi abuela dice que Dios y la Diosa es la capacidad del hombre para asombrarse del misterio del mundo - dije en voz baja. Extendí la mano y acaricié el pie de la escultura. Aunque en casa nadie veneraba la figura de Santos o Virgenes, sentía un profundo cariño por la figura de María, quizás el único personaje de la Biblia a quien podía entender bien. La imaginaba como una mujer joven e inteligente, de un corazón fuerte. Un espíritu indomable que miraba al mundo con enorme curiosidad. Había sido la Madre de un hombre al que había educado para la historia, a quien había enseñado a sonreír y mirar el mundo con amor. Pura y radiante labor de amor. Como mi abuela, como mi mamá - Y que también, es esa causa y efecto de cada cosa que ocurre, el Misterio que nos define, que nos estimula a hacernos preguntas.

- Es un pensamiento muy inteligente el de tu Señora Abuela - comentó Antolín - y también, Dios, o tu noción de lo Divino, que al cabo es lo mismo, es algo más. Es algo tan enorme que abarca todo, lo que no se ha creado, lo que se creará. Es esa expectativa de tu propia capacidad para crear, como vos decís y algo tan sutil, que te une con todo lo creado. A vos, que sos una niñita y a mi que soy un viejo panzón.

Reímos juntos. El sonido tuvo algo de mágico en el silencio, algo puramente dulce. La Virgen parecía observarnos con bondad desde su trono de mármol.

- El cielo, el infierno, son metáforas de como el mundo comprende esa noción de portento - continúo diciendo Antolin - de como elabora la idea. De como se mira se mira así mismo como parte del Universo. Para el hombre primitivo, la idea que algunas cosas terribles no tuvieran una retribución inmediata, un castigo sangriento y espantoso, no era comprensible. El mundo era un lugar salvaje y violento, donde la ley debía castigar al culpable de manera ejemplar, para mantener el orden y la paz. O lo que en esas sociedades salvajes imaginaban como la paz: ese temor al castigo. Dios, el que nacía de sus mentes, no podía ser distinto. La idea de un Dios completamente bondadoso, o en todo caso, un Dios que no podía entenderse a través de nuestra limitada naturaleza era impensable. Dios debía ser como el hombre.

- A su imagen y semejanza - comenté sorprendida. Antolin sonrío y me dedicó uno de sus guiños maliciosos.

- Para comprender a Dios o intentar hacerlo, el hombre primitivo lo dotó de características humanas - continuó - de manera que Dios, se encolerizaba, amaba y cuidaba de sus Hijos predilectos, impartia justicia. El Infierno o Sheol, era el lugar donde eran castigados los que habían ofendidos las leyes inmutables de Dios, donde recibían el fuego que purgaría sus actos.

Me sobresalté. En Brujería, el elemento Fuego también simbolizaba la purificación del pensamiento, espíritu e intenciones. Pero jamás un castigo. El fuego era de hecho, una forma de aprender que todo error permitía aprender lo que necesitábamos para continuar nuestro camino, nuestra experiencia en el mundo. Cuando se lo dije, Antolin asintió, sacudiendo su enorme cabeza canosa.

- Muchas de las creencias Cristianas provienen de un pasado mucho más antiguo - me explicó - todos somos hijos de la misma historia, mi niña querida. Ninguna cultura, tribu o pueblo, es totalmente independiente de otra. Y claro está, La Biblia es la recopilación de creencias de todos los pueblos que recorrieron el mundo antiguo, los que sobrevivieron a la barbarie, los que comenzaron a mirarse como parte de algo más grande. El Dios Cristiano, es parte de la historia del hombre, porque le permitió aspirar a la grandeza de las estrellas, a la Belleza de algo mucho más formidable que la simple carne perecedera.

No diré que entendí todas las ideas que Antolin, me explicaba. Pero si tuve algo muy claro: el viejo sacerdote no creía - o no de la manera literal en que lo hacian las monjas - en La Biblia. Intenté decidir si eso era bueno o malo. O significaba algo más profundo, quizás. Al final no supe que pensar y me senté en uno de los bancos de hierro del Jardin. Escuchaba con claridad la algarabia del recreo, el pendular ruidoso de la campana de las clases. Y el sonido del viento envolviendolo todo. Tan viejo, tan antiguo. Tan personal. Antolin se sentó a mi lado, con su respiración jadeante, mirándome con atención.

- ¿Sigues teniendo miedo de ir al infierno? - me preguntó con amabilidad. Me encogí de hombros.

- No sé que es exactamente el Infierno - admití por último - lo entendí como me lo describió Lourdes, con sus colinas de fuego alzandose en un cielo rojo. Pero como tu lo dices, es algo más parecido a la culpa y al terror, al miedo de lo que hacemos.

- Os diré lo que mi buena Madre, que en la Gloria de todas las Cosas esté, me decía a tu edad - respondió Antolin - No hay peor fuego en el Infierno, que el de tu mente herida por la culpa.

- Pero eso es...muy distinto a un lugar de llamas y tormento, lleno de demonios - dije con toda la delicadeza que fui capaz. No sabia como explicarle el desconcierto que me causaba la idea que no creyera realmente en lo que según entendía, era la razón de su vida: La fe Cristiana - es decir, el Infierno es ALGO, incomprensible y que quizás nadie pueda explicar bien, pero como lo describe la Biblia es un lugar. Pero tu lo me explicas es más...una sensación que...

- Hija mia, el dolor humano es un páramo yermo e interminable de angustia y culpas - respondió en voz baja - tal vez esté equivocado en mi pragmatismo, pero ese fuego quema mucho más que el de las cenizas del Diablo que imparte justicia.

La idea me obsesionó por días. Me desconcertó de la misma manera que lo había hecho la posibilidad de ser condenada por el mero hecho de mirar el mundo a través de mis creencias. ¿Qué era entonces el Infierno? ¿Quién era Dios, para el hombre moderno, para la gente que miraba aún el cielo infinito con reverencia? ¿Por qué creíamos en algo más allá de nosotros mismos? Mi abuela escuchó mis preguntas con paciencia, sin dejar de preparar café en la vieja cafetera del Peltre que guardaba en la biblioteca,  bajo el sol radiante de una tarde de Julio Caraqueña. El sol entraba a raudales por la ventana de la habitación, brindando un aspecto mágico a cada objeto. ¿Magia? ¿Que era la magia en realidad? ¿Se trataba de mi manera de mirar el mundo, de comprenderlo o algo ajeno a mi misma? Por un momento, sentí que todo aquella confusión de pensamientos me sobrepasaba, me hería, incluso me asustaba un poco. Pero no podía evitar continuar pensando sobre esas cosas. De alguna manera, necesitaba hacerlo.

- Tus preguntas son las mismas que se ha formulado el hombre durante toda la historia del mundo - comentó mi abuela con una sonrisa. Me sirvió una taza de café - diluido en leche por respeto a mi corta edad - y luego se sentó detrás de su enorme escritorio de madera - es normal y saludable que te cuestiones. Y también es bueno que comiences a mirar el mundo con curiosidad.

- Abuela, pero entonces ¿Ninguna creencia es absoluta? ¿Nada te brinda seguridad? - pregunté alarmada. No quise contarle de Antolin, que había dedicado su vida al ministerio de la Iglesia y aún así no creía demasiado en lo que decía la Biblia. O sí lo creía, pero a su manera, en esa interpretación sosegada y lúcida que parecía muy alejada de esa reflexión literal con que mucha gente analizaba el texto Sagrado - ¿Cómo sabes si lo que crees es correcto? ¿Y si Lourdes tiene razón y hay algún castigo por creer en la Diosa?

- Nadie sabe que es lo correcto, simplemente porque lo correcto es una aspiración del espíritu del hombre en medio de su angustia existencial - dijo mi abuela - hablo que la verdad es relativa y pertenece a cada uno de nosotros. Cada hombre, mujer y niño del mundo, percibe la realidad de manera distinta y la comprende como le muestran sus sentidos. ¿Están equivocados cuando no coincide entre sí?

- No, cada quien tiene su opinión - respondí. Entendí la insinuación - pero...Entonces ¿Creer en cosas distintas está bien?

- No sólo está bien, es necesario, válido. Una señal de respeto, libertad y amor entre los hombres de buena Voluntad - explico abuela - todos nos debatimos en dudas, todos nos hacemos preguntas, todos tememos las respuestas quizás. Pero seguimos preguntándonos sobre nuestra existencia, ¿Quién nos creó? ¿A donde nos conduce el camino que tomamos en la vida? ¿Qué ocurre después? ¿quien nos creo? ¿Somos un mero accidente divino?  A todos, en todas las épocas, nos han angustiado y desconcertado las mismas ideas. Y buscar respuesta ha sido una manera del hombre de comprenderse así mismo.

Pensé en Antolin, que levantaba con reverencia el Caliz durante las Misas de la escuela. En la Hermana Prudence, que tenía una voz extraordinaria y cantaba las canciones liturgicas con los ojos cerrados, llena de una emoción vibrante que siempre me conmovía. En Esther, la abuelita de mi amiga Raquel, que hacia el té más delicioso del mundo y me hablaba siempre que podía de esa Jerusalén hermosa de la que había partido hacia ya tanto tiempo. De Alisha, mi amiga del club de lecturas que tenía la piel de ébano y el cabello largo y lustroso y creía en Ganesha. Un mundo extraordinario, una mirada amplia a toda esa inquietud del hombre por asumir lo Divino o quizás, simplemente comprenderlo. Tomando el café a sorbitos, de pronto tuve una noción muy cierta, muy dura y también muy clara, de la diferencia entre cada uno de nosotros, del poder de la imaginación del hombre, de ese páramo radiante e interminable del espíritu humano.

- ¿No iré al Infierno por creer en la Diosa entonces? - pregunté con timidez. Que alivio sentí, cuando mi abuela soltó una de sus carcajadas escandalosas, tan divertidas que siempre terminaba riendo yo también. Se sirvió también una taza de café. El olor nos envolvió a ambas.

- No lo creo, mi niña loca. El mundo bulle de esperanza y belleza, y muy probablemente lo que espera por ti sea un largo camino de palabras, imágenes, muchas ideas que pensar, descubrir y compartir - respondió - Somos, mi amor, parte de un mundo de ideas. Más allá, hay un valle en flor a punto de retoñar y renacer cada día. Como lo cuides y que obtengas de él, es cosa tuya. Es un sueño que se crea, es una visión de quien eres y sin duda, de quien serás.


Pensé en esas palabras al día siguiente, cuando dejé una de las margaritas del jardin de mi casa, a los pies de la escultura de la Virgen María. La miré, con su rostro como de niña, inclinado hacia el mundo y sonreír. Más allá, Lourdes jugaba a la pelota a Gritos y el padre Antolín leía el periodico bajo la sombra del Cedro. La voz de la hermana Prudence flotaba en el olor de la tarde, en el brillo del sol. Y nada me pareció tan lejano de las llamas de la culpa, del dolor de la angustia, que esa tarde brillante, de esa serena mirada que le dediqué al mundo de las diferencias y sobre todo, a mi lugar bajo el sol.

C'est la vie.

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