lunes, 11 de agosto de 2014

De la razón a la pasión: El ciudadano Venezolano y su visión política.





Hace poco, uno de mis amigo me comentó que intentaba “involucrarse lo menos posible en política porque necesitaba tranquilidad”. Lo escuché un poco incómoda y supongo que debió notarseme, porque me dedicó una sonrisa socarrona.

— Oye, no todos podemos pasarnos la vida hablando de política como tu — dijo. Me encogí de hombros.

— ¿Qué es para ti política?

— Todo lo que está ocurriendo: Maduro, Chavez, la oposición — movió la mano en un gesto que parecía abarcar el restaurante donde nos encontrábamos, el centro comercial, la ciudad misma — no es necesario obsesionarse.

Intenté contener la inmediata irritación que me produjeron sus palabras antes de responder. Tuve esa sensación de irrealidad un poco dolorosa que últimamente me abruma cuando sostengo conversaciones semejantes. De nuevo, me pregunté en silencio si los ciudadanos Venezolanos somos aún tan inocentes a pesar de todo, tan profundamente arraigados en esa costumbre de sonreír para evadir como para seguir construyendo un país a olvidos. Supongo que sí, concluí con cierto cansancio. Supongo que a pesar de los quince años de diatriba, luchas y sacudones sociales y morales, continuamos siendo un país adolescente, construido con un experimento político sin mayor consistencia.

— ¿Sales de noche? — pregunté de pronto. Mi amigo parpadeó — me refiero, salir a “rumbear”, como solía hacerlo esa generación ruidosa de los años ochenta e incluso los que sobrevivimos a los años noventa. ¿Lo haces aún?

— No — respondió — Tu lo sabes mejor que yo…en Caracas…

— ¿Sigues con ese proyecto del Restaurante del que tanto hablamos hace dos años — insisto. Suspira, le da un mordisco a la hamburguesa que se enfría en el plato — ¿O el del viaje al Tibet?

— Ya sé por donde va todo esto — me reclama — y no es justo. No tiene relación mi opinión

— ¿Y los planes de comprar ese apartamento que tanto te gusto ?— sé que realmente no es del todo justo el tenaz interrogatorio, que mucho menos tiene algún sentido, pero esa misma necesidad de comprender esa indiferencia del ciudadano que mi amigo representa hacia lo que ocurre me abruma, me empuja a continuar — ¿Y el nuevo automóvil? ¿El nuevo teléfono?

Silencio. Mi amigo levanta las manos en un gesto de impotencia, con el rostro coloreado de furia. Me dedica una mirada durísima y también profundamente triste. Me refugio en un sorbo del jugo de parchita muy ácido y frío, como si el buen sabor pudiera consolarme. Pero no lo hace claro. La sensación de amargura, de preocupación, de desconcierto que me acompañan desde hace años continúa allí, como un nudo complejo y doloroso en mi mente. ¿Es justo que ataque a mi amigo de esta manera? ¿Es justo resumir mi frustración con respecto a lo que ocurre con una serie de cuestionamientos superficiales? Aprieto los labios, sacudo la cabeza.

— Todo es política — murmuro por último — Y en Venezuela aún más: la política y la ideología interfiere, contamina, distorsiona cada escenario ciudadano. En Nuestro país, la política no sólo es un lenguaje entre contrincantes, un argumento que sostiene la diferencia. Es un enfrentamiento constante: desbordó el espacio natural y se convirtió en otra cosa. Está en todas partes. Las relaciones de poder forman parte del día a día. A diario, en todas partes.

— Esa idea es enfermiza — me responde mi amigo — la política es una obsesión nacional, y no necesita serlo. No…

— Las relaciones de poder interesan e interfieren en la vida del ciudadano en todas las formas posibles e imaginables — insisto — el problema ha sido que hasta ahora, el Venezuela nunca fue consciente ni responsable de eso. Y ha sido esa insistencia en mantenerse al margen, en mirarse más allá del debate esencial de lo que regla la vida común, lo que nos llevó a esto. La antipolítica, el perder el control sobre los hilos de poder, nos convirtió en victimas.

— ¿Alguna vez tuvimos ese control que dices? — me reclama. Ahora está verdaderamente furioso. La expresión tensa, los hombros rígidos — ¿Realmente crees que el Venezolano tuvo control de lo que pasaba a su alrededor?

Es una pregunta interesante, que me he hecho más de una vez. Me lo cuestioné la primera vez que voté, que tuve una sensación caótica y extraña que un acto civil tenía excesivas connotaciones militares para mi gusto. La custodia de la Guardia Nacional, el traslado del material bajo la responsabilidad del sector castrense. Me lo continué preguntando a medida que crecí en una democracia con rasgos autocráticos, donde el aparato electoral se convirtió en una maquina destinada a construir una opinión ciudadana única. Insistí en esa idea a medida que la sensación de perder espacios de disenso se hizo más clara. Me volví hacia la historia reciente: investigué sobre los gobiernos de la llamada “cuarta República” y encontré una expresión de poder quebradiza, burocrática, contaminada con todos los graves vicios del poder ilimitado y una administración irresponsable y excluyente. ¿Qué tipo de ciudadano había producido un Estado todopoderoso, paternalista? ¿Cual era la visión del Venezolano que había disfrutado del Boom petrólero, que había sido educado bajo una visión del país estructurado sobre el descuido político y la ignorancia de los derechos y deberes cívicos? Durante casi cuarenta años, el Venezolano se miró así mismo como el beneficiario de una riqueza improbable, dilapidada a manos llenas. Una victima y principal protagonista de una historia elemental, de una construcción política cada vez más frágil e insostenible. Quizás la consecuencia — el populismo de masas auspiciado sobre la ideología que padecemos — era inevitable.

— No creo que fuera inevitable — me comentó Luis, estudiante de Historia y apasionado por las transformaciones políticas del último siglo en Venezuela — lo que si es indudable es que llegado a cierto punto, el fenómeno Chavez fue la única opción viable. Por supuesto, eso no quiere decir que fuera la mejor opción. Pero luego de las convulsiones sociales del 27 de Febrero del 92 y lo que representó los golpes de Estado luego de casi cuatro décadas de relativa paz, Chavez se convirtió en una visión del país nueva y por supuesto necesaria para una gran deuda histórica que necesitaba ser solventada.

Cuando Chavez triunfó electoralmente en Venezuela del ‘99, se le consideró un símbolo de las siempre aplazadas reivindicaciones sociales que el país clamaba desde hacia más de un cuarto de siglo. Por supuesto, convertido en paladín de los pobres y sostenido por una inteligente campaña de Mercadeo, Chavez corroboró esa opinión política pragmática de una buena parte de las cúpulas políticas Venezolanas, que el poder debía cambiar para sostenerse. De allí su apoyo de reconocidos intelectuales y empresarios que consideraron que entre una convulsión social inevitable y Chavez, el liderazgo del Nuevo hombre Venezolano, era la opción menos peligrosa. Una peligrosa manera de subestimar una criatura política por derecho propio y que además, había elaborado toda una nueva idea sobre la gobernabilidad que no tardaría en llevar el nombre de “Revolución Bolivariana”.

— La llamada “Revolución” intentó tomar todos los elementos del Centro Izquierdismo tradicional Venezolano y sumarle ese entusiasmo de lucha social que despertó la figura de Chavez — me explica Luis. Conversamos en su estudio privado, mirando su minuciosa recopilación periodistica sobre los hechos que llevaron a Chavez al poder. Miro la fotografía de un Chavez muy joven y corpulento, de pie frente a las cámaras de televisión. Una imagen convertida en icono histórico — pero más allá de eso, Chavez se comprendió así mismo como una figura de talla reformadora. Ya sea por ego, por la adulación o por la asombrosa conexión que logró de su electorado, Chavez concibió la Revolución a su medida. Y triunfo.

En una ocasión y llevada por la curiosidad, acudí a un multitudinario mitín electoral de Chavez. Me detuve, en medio de la multitud de partidarios trajeados de rojo carmesí, que coreaban su nombre a todo pulmón. Me asombró la devoción, el apasionado apoyo que parecía trascender lo meramente electoral e incluso político. Y es que lo que Chavez provocaba era un fenómeno emocional tan desconcertante como inédito. En esa ocasión, no logré ver la llegada del entonces recién elegido presidente: La multitud se hizo cada vez más numerosa, compacta y colmó todos los espacios del lugar donde se llevaba a cabo (Una institución deportiva muy cerca del lugar donde vivo). Exhausta y confusa, incluso atemorizada, me sorprendió la magnitud del evento y aún más, esa desbordante y fervorosa visión del líder. Me pregunté que efectos podría una reacción semejante en el futuro proyecto político. La posible respuesta me preocupó y me desconcertó.

Más aún, porque no se trataba de la Venezuela que conocía, me dije unas horas más tardes. Un poco avergonzada por mi prejuicios, tuve que admitir que esa Venezuela de Chavez, el Chavista esencial, era muy distinta a esa Venezuela joven y descomplicada que había crecido. El proyecto de Chavez, había incluído a una buena parte de la población Venezolana que por décadas enteras, había sido marginada y excluida por un sistema político que no estaba construido — ni tampoco aspiraba a estarlo — para asumir la responsabilidad administrativa sobre las mayorías. La verdadera mayoría de una Venezuela empobrecida e ignorada por la cúpula política. ¿Que había logrado Chavez? ¿Un renacimiento de la esperanza por el poder para la reconstrucción de las heridas históricas o algo más duro de asumir: la reividicación del humilde como una visión del Gobierno y el planteamiento social?

— Podría parecer eso, pero en realidad se trata de algo mucho más sencillo — me dice Luis luego de escucharme — Chavez intentó una asonada golpista llevado por los ideales románticos de una izquierda histórica vapuleada en Latinoamerica. Desde jovencito era un gran admirador del Che y Fidel, con su gesta revolucionaria desde la calle, desde el pueblo, desde la montaña. Seguramente Chavez se concebía así mismo como la imagen de esa Revolución pero elaborada a la medida Venezolana. Se imaginaba así mismo llegando a Miraflores a través de un golpe de Estado que convalidara la violencia en busca de la justicia. Lo de la propuesta electoral le tomó por sorpresa, pero supo capitalizar el poder que acumuló gracias a su transformación en Símbolo para convertirse en una nueva visión social.

Cuando murió, Chavez acababa de ganar su tercera presidencia. Nunca llegaría a ejercerla: Unas pocas semanas después de triunfar electoralmente, su estado de salud se agravó y aunque el gobierno nunca reveló con exactitud su verdadero estado físico, fue obvio tanto para el poder como para el ciudadano, que la etapa Chavez — como símbolo, como esperanza, como noción del poder — llegaba a su fin. La incertidumbre se convirtió en otra cosa, en una disputa inmediata por prolongar esa misteriosa conexión de Chavez con el pueblo y su personalísima forma de conducir los hilos del poder. A su muerte, con el país conmocionado y el futuro de su proyecto convertido en una enorme incógnita, el Chavismo comenzó el largo camino de intentar sobrevivir a su líder único y probablemente insustituible.

— Y seguimos bajo la tutela del Estado paternalista. Antes era un Padre descuidado, despilfarrador y torpe. Ahora se trata de una figura poderosa, violenta y represora — me dice Luis, con cierta tristeza. Más allá, una pancarta de Chavez nos mira a la Distancia: En algunas partes la imagen amarillea y en otras, comienza a descascararse. En una de sus esquinas, se lee con claridad: “Chavez vive”. Toda una ironía en mitad del paisaje desolado y rodeado de basura que se acumulaba al pie de la Valla — lo más preocupante, es que el ciudadano continúa percibiéndose de la misma forma: Una victima propiciatoria, una figura invisible en mitad de las disputas del poder, que no alcanza a comprender las intricadas relaciones que construyen y controlar cada aspecto de su vida. Somos espectadores de piedra en medio de una diatriba de poder que no nos incluye y lo que es aún peor, distorsiona nuestra percepción sobre el país que heredamos.

Piensa en esas palabras mucho después, durante ese tenso almuerzo que comparto con mi amigo y que como es previsible, termina con un tenso silencio sin mayor significado. Abandonamos el restaurante sin mirarnos de nuevo y cuando nos despedimos, tengo la sensación que la tensa conversación que sostuvimos removió alguna fibra sensible en mi interior. Me pregunto si le ocurre lo mismo, si la expresión de malestar e incomodidad que le afea el rostro, tiene los mismos motivos que la mía. Por cierto que no. Cuando nos separamos en mitad de la calle, ya sonríe de nuevo. Se inclina, me besa en la mejilla, me da un rápido abrazo cálido.

— No te preocupes tanto bonita — dice. La sonrisa se hace más ancha, casi radiante. Y con cierta malicia me pregunto si es real — la vida hay disfrutarla.

Lo miro alejarse, tropezando entre la basura de la calle, en medio de la multitud apresurada en la que de inmediato desaparece. Y me quedo sola, con una profunda sensación de desarraigo, de no pertenecer a ninguna parte, abrumada por el sonido del tráfico y una angustia secreta, incómoda que no sé muy bien a qué atribuir. Quizás se deba a comprender que la verdadera crisis de este país comienza por la sonrisa del ciudadano, me digo con cierto ironía. O esa necesidad atolondrada de ser feliz.

C’est la vie.

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