sábado, 28 de marzo de 2015

Aleteo en luz y sombra y otras historias de brujería.




En el sueño, corría por una loma empinada. Los brazos extendidos sobre mi cabeza, el cuerpo tenso y sudoroso bajo un vestido ligero. Corría, resbalando entre los pozos de barro y piedras lisas. Corría, a pesar de las ráfagas de viento que me golpeaban la cara y me secaban las lágrimas. Corría incluso cuando el paraje se hizo tan encrespado y angustioso que no puede continuar avanzando, tropezando con árboles invisibles cuyas ramas me golpeaban con fuerza. Corrí hasta que no pude continuar y caí de rodillas.


Desperté. Tenía el rostro empapado en sudor y me pregunté que había estado soñando para que el corazón me palpitara de la manera en que lo hacia, para que aferrara las manos sobre las sábanas con tanta fuerza. Sentí miedo y algo más sutil, denso. Casi amargo. Me quedé sentada en la cama, dejando que la oscuridad lenta de mi habitación me calmara. El sonido lento y dulce del jardin antipático de mi abuela. Tuve la impresión que el sueño había sido muy real, muy poderoso, tan cercano a la realidad que había rozado ese espacio entre el mundo de los sueños y la realidad que en ocasiones era tan brumoso. ¿Por qué no podía recordarlo? Me irritó el pensamiento. Me tendí de nuevo sobre la cama, me cubrí la cabeza con la almohada. Traté de dormir otra vez.

No lo logré.

Durante años, había estado obsesionada con los sueños. Con sus imágenes y significados, con sus posibles mensajes diáfanos sobre mi mente. Ya no lo estaba tanto. Era casi una adolescente, enfurecida y la mayoría de las veces convencida que necesitaba rebelarme - aunque no supiera el motivo real para hacerlo - y una de esas grandes rebeliones era contra mis creencias, la fe en la que se había educado. De manera que a los catorce años, era una bruja que no quería serlo - que temía serlo, más bien - y que estaba firmemente convencida que cualquier manifestación de magia en mi vida - de la magia de verdad, de esa capacidad de creer y confiar - era poco menos que ridicula. Y los sueños, con toda esa inquietante belleza, ese desconocido poder para construirse así mismos, para recrear la vida en pequeñas escenas refulgentes, eran sólo metáforas de mi imaginación de niña, salvaje e incontrolable. ¿Que tenía de mágico eso? me dije con cierta furia contenida. ¿Que tenía de mágico cualquier cosa?

Era una etapa dificil. Me sentía abrumada por los cambios en mi cuerpo y en mi mente, por esa sucesión de transformaciones que no entendía muy bien. Y aborrecía esa sensación de encontrarme en ninguna parte, de vagar de un lado para otro de mi vida sin entender que deseaba o hacia donde quería dirigirme. En un año apenas terminaría la Escuela y entraría en la Universidad. En un año apenas, daría el paso definitivo hacia mi vida como adulta. El pensamiento me producía una profunda angustia. Una desazón juvenil que tenía mucho que ver con el hecho que me sentía a medio camino entre la niña que había sido y la mujer que quería ser. Y en medio de la ruptura, había rabia. Una rabia profunda, incontrolable. Movediza. Insoportable. Un sentimiento nuevo a mitad de camino entre la confusión y la desazón.

Pero claro está, yo no lo analizaba de manera tan compleja. Sólo sabía que estaba furiosa, contra mi familia, la escuela, contra todo lo que hasta entonces había formado parte de mi vida. Me sentía tan solitaria como puede sentirse una adolescente que está convencida que nadie puede comprenderla. O mejor dicho, que necesita nadie la comprenda.

¿Eso era lo que había estado soñando? pensé con cierto sobresalto. ¿Esa era la escena que no podía recordar? Apreté los ojos debajo de la almohada. Los sueños solo son fragmentos de tu mente. ¿Qué importa si soñabas con algo que simboliza todo lo que últimamente te atormenta? ¿No son para eso los sueños? ¿Para sacudir tu mente? ¿Para mostrarte lo que no deseas ver? Apreté los puños bajo las sábanas. ¿Qué tiene de mágico el hecho que tu mente te muestre lo que deseas y temes a través de símbolos? Es pura biología. Deja de creer en cuentos de Hadas.

Me moví furiosamente en la cama, pateando y sacudiendo la cabeza. Me sentía incómoda, acalorada, irritadísima. Miré la hora: Las tres en punto de la madrugada. Me recorrió un escalofrío. Vaya, ¿Ahora crees en cuentos de aparecidos? Me levanté de nuevo, con la garganta seca y dolorida. Estaba claro no volvería a dormir. Mejor buscar alguna forma de distraerme, de olvidar esa extraña sensación que había algo que comprender en el sueño que no podía recordar. Un mensaje perdido en medio de pequeños fragmentos de sonido y color.

Salí de mi habitación con paso cuidadoso, intentando disimular el sonido de la puerta al cerrarse y abrirse. Me gustaba deambular a oscuras por los pasillos. Había una quietud plácida que siempre me había recordado de la niñez, cuando todo parecía más sencillo, menos doloroso. Escuché la casa suspirar y crujir a mi alrededor, como si se encontrara viva, como si de hecho, pudiera escucharme moverse de un lado a otro. Ese era otro pensamiento absurdo, me dije con cierto sobresalto. Un pensamiento sin sentido. Sólo se trataba de una casa y nada más. Sentí un nudo en el estomago, un dolor muy viejo. ¿Por qué creer en pequeños milagros? ¿Por qué continua asumiendo el poder de la imaginación? Me moví entre las sombras, caminé por entre los objetos conocidos que me rodeaban. Las paredes repletas de cuadros y pequeños objetos colgados. Los muebles que conocía a detalle desde la niñez. La casa de una bruja refleja su mente, había leído en una ocasión en algún Libro de las Sombras familiar. El esquivo paraje de la memoria. ¿Que quería decir eso?

Me detuve en mitad de la oscuridad. Miré a mi alrededor. La casa, en su silencio, parecía observarme. O mejor dicho, tenía la exacta sensación que alguien me miraba, que en medio de las decenas de rostros que llenaban las fotografías en las paredes, alguien me observaba con atención. Oye, te estás imaginando esto, me dije enfurecida. La casa no puede mirarte, no puede...pero la sensación persistía. Clara y concisa.

Sentí un escalofrío. Desde niña, la casa de mi abuela - la bruja, la sabia - me había parecido un lugar fascinante, pero también levemente desconcertante. Había algo en la enorme casona que hablaba no sólo de la historia familiar sino de algo más profundo, elemental. Una idea sutil que parecía enredarse entre los muebles antiquisímos, los largos pasillos luminosos, el jardin antipático, todos los pequeños detalles que la hacian única, querida. Un pequeño tesoro intimo. Era como si la personalidad de cada una de las mujeres que habían crecido, vivido y también muerto en la casa continuara impregnando cada lugar de la casa. Era una sensación extraña, deambular en medio de sus recuerdos, percibiendo su cercanía como parte de una intricada red de pequeñas emociones, de ideas superpuestas. Era como si la identidad de la Casa de mi abuela estuviera llena de todos los pensamientos y deseos de quienes alguna vez habían sido parte de su historia.

Pensé en todo eso, de pie en medio de las sombras. A mi alrededor, los sonidos de la casa se intensificaron o a mi me lo pareció. El crujido de la madera por allá, el leve susurro de las cortinas por acá, Y algo más definido, un ligero vaivén que parecía tener mucho que ver con la presencia de quienes dormían. Un palpitar lento y sostenido que se extendía en todas direcciones. Intenté de nuevo refugiarme en mi recién descubierto escepticismo, de insistir en la idea que la casa sólo era eso: un montón de madera, yeso y tierra. Pero no lo logré. Retrocedí, con el corazón latiendome con rapidez, los ojos muy abiertos y sorprendidos. Algo estaba sucediendo y yo no sabía qué podía ser.

Corrí a la cocina. Sofocada, cerré la puerta con un movimiento rápido y desordenado que la hizo rechinar sobre sus goznes. Muy bien, despierta a todos, me dije malhumorada. Y después intentas explicarles este miedo, este terror subito. Esta extraña sensación que ni tu misma puedes comprender. Pero continué con las manos apoyadas sobre la madera, intentado recuperar el aliento. Sentía el aliento subir y bajar por mi garganta como una línea helada, irregular, empapada de miedo.

- ¿Qué haces aquí?

Casi grité al escuchar la voz. En su lugar, se me escapó un jadeo ronco y doloroso de la garganta. Me volví para mirar: Mi tatarabuela me miraba desde la mesa de madera de la cocina. La luz blanda y lenta del jardín la iluminaba a medias, el perfil endurecido por las sombras. El cabello blanco trenzado cayéndole sobre el hombro derecho.   Apreté los labios, irritada y avergonzada por mi miedo, porque ella pudiera notarlo y sobre todo, por no saber qué me lo había provocado. Tuve la sensación que había algo irreal en la escena, algo que no parecía encajar bien en la tranquilidad de la madrugada, en ese palpitar lento de la casa. Sacudí la cabeza, abrumada. Deja de imaginarte cosas.

- No puedo dormir. ¿Tu tampoco puedes?
- No he podido dormir desde que encanecí - me comentó con tranquilidad. Se movió como una colección de claroscuros y levantó una taza de porcelana blanca que tenía entre las manos - pero tu aún eres muy joven para olvidar lo delicioso del sueño. ¿Qué ocurre?

La tatarabuela tenía una voz firme, elegante. El ligero acento bulgaro que jamás había perdido del todo, bordeaba las palabras como un ritmo hermoso que siempre había admirado. Me dejé caer en otra de las sillas de la mesa, mirándola de frente.

- Soñé algo que no puedo recordar y ahora, no tengo sueño - le expliqué - no es tan importante. Alguna necedad de mi mente.

Ella no respondió. Tomó un largo sorbo de su bebida y me contempló por encima de sus anteojos de metal. Sus grandes ojos grises me taladraron con una mirada casi severa. Había algo en ella rigido, directo que siempre me había intimidado un poco.

- La mente nunca hace necedades. Más bien, somos necios por no interpretar correctamente sus símbolos - dijo. Dejo la taza sobre la mesa. El olor de la albahaca me llegó claro - ¿Que es eso contra lo que te rebelas con tanto ahínco?

Apreté los labios, irritada e incómoda. Realmente, no quería sostener aquella conversación, ni con tatarabuela ni con nadie. Era una idea que parecía avanzar en mi vida en medio del desorden, sin ningún sentido y no tenía idea donde podía encajar. Porque no sólo se trataba de rebeldía, sino de algo más. Una idea que se creaba así misma desde perspectivas por completo nuevas.

- No me rebelo contra nada - dije.
- Claro que lo haces: te he visto. Enfurecida, deambulando de un lado a otro. Cerrado el Libro de las Sombras, guardado el caldero.
- Oh vamos, no todo tiene que ver con brujería - me mofé. Ella me miró y luego sonrío. Una breve sonrisa, casi maliciosa que me desconcertó.
- ¿De donde sacaste esa gran conclusión?
- Tu y las otras abuelas están convencidas que el mundo tiene un sentido poético, hermoso, idealizado - me quejé - que todo se entrelaza en un bello tapiz de cosas que se complementan. Pero el mundo no es tan sencillo. No puede serlo. No todo es bello, tierno, sensible. Hay...muchas cosas más.

Tatarabuela me escuchó en silencio. Ladeo el rostro y pareció mirarme con mayor atención. Tenía un rostro afilado y aún a su avanzada edad, conservaba una cierta belleza muy elegante. Los altos pómulos cubiertos de arrugas, los ojos de parpados gruesos, la boca amplía. Tal parecía que el paso de los años había respetado esa perfecta simetría de sus rasgos. Su poder.

Una vez, mi prima M. me había dicho que tatarabuela había sido una célebre belleza en su juventud y que eso la irritaba muchísimo. Que cada año, durante las fiestas de los Ancestros, se cortaba el cabello a la nuca y lo arrojaba al caldero de celebración, para asegurarse de asumir el poder de su inteligencia más allá de su apariencia. Pensé en esa escena, contemplándola en la semi penumbra de la cocina. La gruesa trenza blanca le caía sobre el hombro, larga hasta casi la cintura. Me pregunté si ya no necesitaba pensar en su belleza o había dejado de molestarle. O simplemente, con la llegada de la vejez, ese enfrentamiento contra la idea de lo que consideramos bello, había dejado de importarle.

- Por supuesto que hay más cosas en el mundo que la poesía, la belleza y la fe - comentó - pero también la brujería es mucho más que lo admiras y te imaginas. Hay algo más profundo que se anida firmemente en el corazón de la bruja, del mundo que la crea, del Universo que construye. Y esa idea esencial es la que sostiene todo lo demás. Lo que hace poderoso lo que crees.
- ¿Lo ves? Todo es bonito, todo es significativo - insistí - ¿Qué pasa con las cosas que no son tan bonitas y tan significativas?
- ¿Como cuales?
- La muerte, la enfermedad...

Casi había dicho la vejez. Me apresuré a guardarme la palabra, a esconderla bajo la lengua lo mejor que pude. Mi abuela rio por la bajo, como si pudiera adivinar lo que estaba pensando o mejor dicho, lo que había ocultado con tanta rapidez.

- ¿La vejez? ¿La violencia? ¿El sufrimiento? - completó. Me encogí de hombros - ¿Piensas que la Brujería no atañe a esas cosas?
- No sé que atañe.
- La brujería es una creencia antiquísima no sólo por el hecho que se ha mantenido a través del tiempo, sino porque ha evolucionado a través del tiempo - dijo Tatarabuela - y esa evolución es parte de lo que somos quienes la practicamos. No somos dechados de bondad, o criaturas maravillosas e inocentes. Somos espíritus complejos, furiosos, libres, independientes. Somos buscadoras de la verdad, somos creadoras de una idea perenne que se manifiesta a través de nuestra creencia en ella. Que decidas mirar lo bello y lo dulce, es tu decisión. Que asumas existe más allá de eso, también.

Sentí un escalofrío. De nuevo, la casa pareció suspirar, como si escuchara con atención las palabras de mi tatarabuela. Y esta vez, no fue un sonido lento, sosegado, que podría interpretarse como cualquier cosa. Fue algo real, como si cada madera y pared de la casa exhalara un profunda bocanada de aire. Miré a mi alrededor, sobresaltada.

- ¿Que fue eso? - murmuré. Tatarabuela continuó mirandome. Luego hizo algo muy extraño: comenzó a deshacerse su larga y apretada trenza.
- Hace siglos, una Bruja era llamada por su capacidad para hacerse preguntas, por su perspicacia y perseverancia para aprender - dijo - lo era porque cada Hija de la Luna era una forma de manifestación de inteligencia. De la capacidad de cuestionarnos. Toda bruja se rebela contra todo, incluso contra sí misma. Toda bruja crea y construye a partir de la duda.

Un breve crujido, que pareció sacudir el piso. El miedo me subió como una ráfaga caliente por la espalda, me dejó aturdida y paralizada. Tatarabuela pareció no escuchar el inquietante sonido, sentir el breve movimiento: siguió deshaciendose la trenza hasta que el cabello blanco le cayó sobre el pecho y los hombros. Gruesos mechones de cabello plateado, encrespado y brillante. Enredado con hojas y ramas que hasta entonces no habían estado allí o que yo no había notado. Sentí que el miedo se convertía en otra cosa: en asombro, en furia...y de pronto, en algo parecido en comprensión. Un pequeño dolor chispeó en alguna parte de mi mente.

- Cada bruja se rebela porque necesita hacerlo - dijo. Y de pronto, Tatarabuela me pareció más joven de lo que nunca había sido en mi vida, más lozana, más radiante. Los grandes ojos grises me observaron chispeando de vitalidad - La bruja es el símbolo de esa necesidad del espíritu del hombre por oponerse a lo que lo limita, por avanzar incluso contra la corriente. Contra todo y a pesar de todo. Contra el miedo a lo desconocido, contra el dolor de la ignorancia. Contra el poder de cada cosa que quiera detener su lento recorrido.

"Somos brujas por la rebeldía, por la duda. Vivimos para responder nuestras preguntas".

Levantó los brazos. La casa pareció gemir en silencio, un sonido monumental y profundo que me recordó a las olas del mar. Tatarabuela parecía transformarse en si misma, recorrer un camino misterioso en la oscuridad hacia la mujer que había sido: Una joven de espléndida cabellera moviéndose alrededor de su rostro. Las manos abiertas hacia la oscuridad. Y tan radiante, poderosa. La encarnación de la sabiduría. Del poder del miedo y de la certidumbre. Una leve brecha entre las sombras.


Abrí los ojos en la Oscuridad levemente salpicada de dorado del amanecer. Me quedé muy quieta sobre la cama, sintiendo como el sueño se derramaba sobre mi, como sus escenas se enredaban unas a otras. Y también la compresión. Recordar que Tatarabuela había muerto hacia casi dos años ya y que aún, echaba mucho en falta su presencia, su voz, su inteligencia. No llores, no llores, me dije acurrucándome bajo las sabanas cálidas. No llores, sólo se trata de un sueño. Pero lloré, claro está. Y pensé que aunque se tratara de un sueño, sus imágenes podían resumir mis temores y dolores, brindar sentido a esa sensación de vacío y abrumador desconcierto que por tanto tiempo me había atormentado. Lloré por la ausencia, por el sueño, por mi dolor, por mi necesidad de cuestionarme. Lloré por todas las cosas que es imposible de comprender pero continúan allí,  perdidas en nuestra memoria.

Me llevó esfuerzos bajar a desayunar. La casa estaba llena de actividad matutina. Mis primas corrían para salir, alguien hablaba en voz muy alta desde el jardín. Me senté en la mesa, con las manos aún temblandome un poco. Me serví un poco de pan con mantequilla.

- Esto te hará bien.

Mi abuela se acercó con una taza de porcelana blanca entre las manos. El olor de la albahaca me rodeó. Parpadeé aturdida. Ella solo sonrío, mientras la dejaba junto al plato con rebanadas de pan que comenzaba a comer.

- Pero...
- A veces, todo es un símbolo - comentó. El sabor del té me reconfortó, me rodeó, me consoló. Me pregunté si despertaría una tercera vez.

Tal vez la vida es un poco de incertidumbre y curiosidad, me dije con un suspiro de profunda tranquilidad.

C'est la vie.

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