domingo, 3 de junio de 2012

De lo autóctono a lo de todos los días: Lo esencialmente Venezolano.




Hace poco un amigo canadiense me contaba una anécdota peculiar: me decía que cuando uno de sus familiares venezolanos fue a visitarlo, uno de sus vecinos se quejó de inmediato del "acoso" a que fue sometido. ¿La causa? que el pariente latinoamericano de mi amigo, daba religiosamente los buenos días y las buenas noches cada vez que se subía al ascensor del conjunto residencial donde vive. Y no solo: además preguntaba por la salud del vecino, le hacia comentarios sobre el clima y lo que parece ser alarmó más al aterrado interlocutor, hizo comentarios sobre su ropa. Al final, mi amigo tuvo que prometer al asustado personaje que no volvería a suceder aquel acto de "forzosa intimidad", como lo definió "la victima" en pocas pero escogidas palabras.

Cuento esto, porque hace poco, comencé a analizar desde otro punto de vista esa idiosincrasia tan propia del Venezolano. Por supuesto, me refiero a esa calidez casi extravagante, esa enorme camaradería, la gestualidad excesiva y esa confianza inmediata que en muchos países, se toma por grosería. Y es de hecho esa cualidad tan propia del gentilicio de nuestro país, los que nos hace reconocibles en otras latitudes. Para bien o para mal, ese rasgo de carácter tan ufano, tan ruidoso incluso, es parte del ser Venezolano.

Y estoy consciente que hay una gran cantidad de compatriotas que les molesta profundamente esas características de nuestra idiosincrasia. No hay nada más que ver el polémico vídeo "Caracas, Ciudad de despedidas" y escuchar a una niña que no llega a la veintena, quejándose con una seriedad que casi provoca ternura sobre "la bulla del Venezolano". Con una expresión de casi sufrimiento, la chica explica a cámara lo insoportable que le resulta esa ufana inocencia de nuestro gentilicio, esa necesidad de tocar y hacerse notar, de la risa en voz alta, el comentario levemente ofensivo, esa alegría atolondrada del ciudadano de esta tierra. Y es hilarante, hasta el momento en que resulta preocupante, que la chica no solo habla por ella, sino por ese conglomerado de extraños en su propio país, de temerosos de su propia identidad que deambulan de un lado a otro en este pequeño mundo que es Venezuela, que es simplemente nuestro idea de la cultura que creamos cada día y que de alguna manera nos pertenece a todos.

De aquí y de allá: Venezolanos todos.

Hace poco menos de siete meses, llevé a cabo un extenso e interesante taller de Coolhunting. Como suelo hacer, me preparé exhaustivamente para tomarlo o lo que yo creía se trataba de una preparación para un taller de análisis de tendencia de moda y fotografía. Leí a diario sobre moda, sobre grandes y reconocidos fotógrafos, sobre referencias. Memoricé largas listas de eventos fotográficos y artísticos que pudiera tener relación con el tema. No obstante, desde el primer día recibí una lección de identidad que no voy a olvidar jamás. Con una de sus penetrantes miradas, el instructor, un Coolhunter de reconocida experiencia, desechó todo aquello y de hecho, resumió lo que sería las clases venideras en una sola frase:

- Vamos a mirarnos, no afuera, no otra cosa -  golpeó casi con delicadeza el escritorio donde se encontraba sentado con ese entusiasmo suyo que resultar casi conmovedor  - siempre olvidamos de donde venimos y eso es el peor error de cualquiera. Hay que entender quienes somos, para crear quienes seremos.

Fue como una revelación. De hecho, tengo la impresión que fue una y muy clara. De pronto, me encontré caminando por la calle, mirando con renovada atención esa necesidad casi elemental del Venezolano por disfrutar su idiosincrasia: los colores chillones, los atuendos llamativos, la sonrisa escandalosa. De disfrutar del interminable cielo azul que parece ser parte perenne de nuestra historia, del calor del trópico tan radiante que en ocasiones resulta insoportable. Y es que así somos, como bien dijo mi Profesor, con una sonrisa casi tierna. Así somos, con los colores chillones, la afición por el mar y la música estrafalaria, por saltar y reir, por criticar y gritar, esa necesidad de ser escuchados, casi infantil. Somos, este país de eternamente adolescentes, de jóvenes de cualquier edad, de los que aun se asombran por las cosas más triviales, que aman esa simplicidad de mirar todo con ojos redondos de niños eternos. Y puede sonar trivial, y quizá profundamente sencillo, pero el Venezolano es simplemente reflejo de esta tierra a medio terminar, de este Paraíso en caos que llamamos, casi con inquebrantable ternura, hogar.

C'est la vie.

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