lunes, 25 de junio de 2012

De la nueva década de mi vida y otros aprendizajes: mi otro yo en el espejo.




Cuando tenía 20 años, los treinta me parecían muy lejanos. Era como atravesar un trecho enorme de mi vida que todavía no comprendía muy bien a donde me llevaría. Tenía algunas ideas: para los treinta ya tenía que haber logrado LA GRAN COSA en mi vida ( que era la gran cosa, eso estaba por definir ), encontrarme estabilizada y viviendo lo que se supone sería todos esperan de la vida, aunque no sabia que era exactamente lo que esperaba. De hecho, si algo recuerdo de los veinte y mi impresión sobre el futuro era esa sensación un tanto de incertidumbre y un poco más de miedo. Incertidumbre por no comprender exactamente que quería hacer o a donde quería ir. Miedo justamente por eso. Entre ambas cosas, la imperiosa necesidad de creer que más adelante lo sabría, que un poco después lo comprendería a cabalidad.

No lo he comprendido y tal vez esa es la gran sorpresa que me ha traído esta tercera década de vida.

Porque cuando comencé a transitar los veinte años tuve muchísimo miedo, como dije. Un temor que no acababa de comprender muy bien pero que en realidad tenía relación con el hecho que no sabía a donde me dirigía. Y no lo sabia porque comencé la veintena con una serie de decisiones que buenas o malas, me dejaron en un punto incomodo de mi futuro. Había culminado una licenciatura Universitaria que no solo no me agradaba sino que era radicalmente distinta a lo que siempre había soñado para mi futuro académico. Comenzaba a vivir sola, cuando apenas podía cocinarme un plato de comida decente. Y mis grandes pasiones, las de siempre, las ardientes, las reales, parecían relegadas a un segundo plano. Recuerdo esos primeros meses de los veinte con una sensación agridulce: mis planes eran tan inconsistentes como carentes de sentido y más aun, impersonales. Eran una mezcla de un "deber ser" difuso y una necesidad de justificar que todo el esfuerzo de una carrera universitaria que no me satisfacía en lo más mínimo tenía que tener algún valor. Cualquiera. De manera que me insistía, una y otra vez, que mi próximo paso "debía" ser asociada del bufete donde había comenzado a trabajar, y quizás, comenzar una especialización en un tema "respetable", "realista". Porque había mucho de esas palabras en ese futuro distante. Convencerme que "debía" comprender el mundo como una serie de decisiones sensatas, comprensibles. Era doloroso sin duda. Pero aun peor, profundamente triste. Pasaba mucho tiempo, con una extraña sensación de pura desazón, esperando que me consolaran las interminables horas de trabajo en el bufete que trabajaba, con sus espléndidos muebles de madera pulida, sus tranquilos pasillos olorosos a pino y sus alfombras mullidas. A veces, me preguntaba si para todo el mundo era igual, si para el resto de mis compañeros de clases que se obsesionaban con sentencias y libros de textos legales, esta sencilla y llana angustia era tan real como lo era para mí. Los días seguían transcurriendo y recuerdo que fue la época donde me obsesionaba la idea de quien sería a los treinta años, si esa mujer distante en el tiempo, se sentiría mejor, más libre, justificada, satisfecha. Y esperaba que sí. Necesitaba creer que sí para continuar.

No sucedió nunca por supuesto, y tal vez, esta sea la gran lección en esto, lo que aprendí cuando dejé atrás la necesidad de justificarme, de consolar esa incertidumbre del adulto joven, la aparente responsabilidad de complacer una identidad concreta de mi misma, como imagen social. Comprendí que la seguridad adulta, solo es un mito, uno de esos tan inconcretos y poco claros como los que todos tenemos en la infancia.  De hecho, entendí de manera muy clara,  a medida que el tiempo transcurrió y tomé decisiones que destruyeron esa fantasía difusa de la mujer que podría ser, que ser adulto no es muy diferente a ser niños: es crear a diario, aspirar todos los días a construir esa identidad real, indivisible y vital que todos aspiramos para nuestro futuro. Es, en resumidas cuentas, una forma de fe. La mayor, pienso sin duda, porque es enfrentarte al miedo de siempre, de todos los días, heredado, asumido, parte de tu vida desde que comprendimos que el futuro es parte de cada decisión que tomamos, buena o mala, concreta o accidental. Es creer y confiar simplemente que más allá de lo que se asume por cierto, existe una incertidumbre que puede ser en esencia, extraordinaria.

¿Y quién es esta de mujer de treinta en la que me convertí? Por supuesto, alguien totalmente distinto a la que temía convertirse en lo más profundo la joven abogada abrumada y muy cansada de mis veinte. Y eso, es, sobre todas las cosas, la mayor satisfacción que he podido obtener recién comenzando esta nueva década de mi vida.

C' est la vie.

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