lunes, 11 de junio de 2012

Yo tengo razón, tu no la tienes: La política a la Venezolana.




Yo fui una de las que ayer, se levantó muy temprano, se puso un jean y una camiseta y decidió ir a dar su apoyo a un candidato presidencial. Lo hice, a pesar que no me convence en extremo su propuesta - es la misma de siempre, solo que aderezada por otro aroma -, nunca he sido esencialmente política y no apoyo fanatismo político, sino ideas. Pero aun así y a pesar de eso, decidí que tenía que participar. Existir como parte de un conglomerado que apoya una nueva opción, luego de casi una década y un poco más de un soportar un régimen político con el cual no comulgo en lo más mínimo. Lo hice con toda la convicción que es un acto de conciencia, no un acto de triunfalismo. Y una manera de expresar mi opinión. 

Llegué a la Plaza Caracas antes que cualquier otro partidiario del candidato presidencial Henrique Capriles. O al menos, que el gran grueso de la manifestación pública que le acompañara, se materializara en los alrededores de la Plaza Caracas. Eran poco más de las 10 de la mañana, y allí, solo habían unos cuantos transeúntes, un poco ausentes del acto político a llevarse a cabo. En suelo, habían unas pocas pancartas con la efigie del candidato, que un par de voluntarios ordenaban con cierta parsimonia. Los miré y me alejé un poco, caminando en los alrededores de la Plaza, impaciente y un poco inquieta. 

De  inmediato, un hombre con una camiseta roja carmesí, con unas cuantas consignas rotuladas entre pecho y espalda se me acercó. Supongo que era evidente mis simpatias a pesar de no llevar ningún distintivo que lo mostrara, porque comenzó a gritarme que "A Chavez no lo para nadie", "Apátrida" y otras florituras semejantes. Por supuesto, tal vez se debió a que no había nadie más a quién gritarle las consignas, esta mañana de domingo nublada. Cual fuera el caso, contuve mi instinto de salir corriendo y miré a aquel hombre que no dejaba de repetir las mismas frases machaconas una y otra vez. 

Un Venezolano, de mediana edad o un poco más. Con aspecto cansado, la ropa sucia. Una bandera de la Isla de Cuba en las manos. ¿De Cuba? Parpadeé sorprendida. Una de las frases que más me continuaba repitiendo el hombre era mi condición de "apátrida" "traidora a la Patria". Contuve el impulso de preguntarle si conocía el significado del término, si comprendía lo absurdo que era acusarme de algo semejante ondeando la bandera de otro país. Pero no lo hice. Y no solo por lo obvio que supone provocar a alguien potencialmente agresivo, sino además por el hecho que de pronto comprendí, que si yo estaba allí, de pie, dispuesta a apoyar una serie de ideas que podían bosquejarse a través de la candidatura de Capriles, lo que estaba deseando evitar era justamente un enfrentamiento semejante. 

Porque ¿Que es justamente el peor de todos los logros de esta revolución carente de sustento ideológico que vivimos? El odio. El rencor entre ciudadanos, el hecho que nos enfrentemos por ideas tan básicas como carentes de cualquier complejidad. Mentalemnte, repasé esta década y casi media, de elecciones, insultos, agresiones, violencia, temor, amedrentamiento y comprendí, no como una revelación, sino como una toma de conciencia pulcra y casi elemental, que la fortaleza de un régimen político fragmentado es el ciudadano provocador, el que desconoce la existencia del otro, el que ataca, el que se menosprecia las ideas del contendor. A solas, escuchando las consignas de aquel hombre que parecía no agotarse de vociferar y caminaba de un lado a otro de la enorme Plaza aun vacía, me pregunté cuanto de esperanza significaba para él, exactamente lo que para mí era lo contrario. Pensé en la pobreza, la ignorancia manifiesta en un país que no consideraba la educación, la cultura, la calidad de vida una prioridad consistente. Imaginé un Presidente que simbolizaba no un cargo político, sino el luchador contra "ellos", los "burgueses", los "responsables" de años de sinsabores. Y por supuesto, más allá de eso, la desesperanza por las promesas incumplidas, de nuevo rotas.  Con cierta tristeza, comprendí donde fallaba mi visión de las cosas, que faltaba para entender a este país de todo, convertido en fragmentos que no parecían calzar en ninguna parte. Contemplé la Plaza vacia, que comenzaba a llenarse de simpatizantes del Capriles ( candidato  y simbolo de lo no que desea una parte de la población, más que una propuesta política ) y me pregunté a donde vamos, que deseamos, que construimos a diario. Reflexioné con cierta angustia sobre la política del odio, esa que hacia a aquel hombre gritar consignas que parecía no comprender y a los jovenes que llegaban a la Plaza responderlas con la misma furia. Miré el ambiente caldeado, las pancartas sobre el suelo y la escultura de Simón Bolívar alzandose al fondo y sentí una genuina desazón, más allá de la tristeza, hacia este proyecto de futuro a medio acabar que todos los venezolanos intentamos imponer al otro. Una coyuntura histórica que volvió a los Venezolanos enemigos, en lugar de simple adversarios.

Cuando regresé a mi casa, comenzaba a llegar la gran cantidad de manifestantes que acompañaban a Capriles en su recorrido. No quise quedarme porque de pronto, lo que me había llevado allí no era tan importante, aunque continuaba siendo significativo.  De aquí de allá, se escuchaban pequeños y explosivos intercambios de insultos entre seguidores del Presidentes y los que formaban parte de la caminata  multitudinaria. Y de nuevo, la sensación de pesadumbre me hizo pensar en la Venezuela que quiero y no tengo, y me pregunto si tendré: un país donde la política solo sea una gran abstracción definida por nuestra propia voluntad ciudadana y no una excusa para el odio y la agresión.

C'est la vie. 

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