miércoles, 20 de junio de 2012

Del tema recurrente a la voz de la conciencia: Lo que aprendí en el Taller de Foto Poesía con Gabriela Gamboa







Siempre he sido claustrofobica: es una de mis obsesiones más viejas. Recuerdo que lo descubrí - o lo digamos lo comprendí - a los nueve o diez años, cuando leí por primera vez "Entierro Prematuro" de Edgar Allan Poe, y el cuento me dio muchísimo más miedo que cualquier otro de los que contenía aquel viejo volumen de "Narrraciones Extraordinarias". Me provocó auténtico pánico, imaginar despertar en una diminuta caja de madera y el pensamiento de morir allí, atrapado, horas tras hora, cada vez más débil, hasta que simplemente la oscuridad parecía serlo todo. Miedo puro.  Un pensamiento doloroso y tan visceral que me provocó pesadillas por meses.

Poco después, siendo una adolescente, recuerdo una escena en especial que me demostró el alcance de ese terror instintivo a los espacios cerrados: en una ocasión, durante una visita a un club de Playa, me subí a uno de los juegos que ofrecía el parque acuático: un enorme tobogán techado que iba a parar directamente en la enorme piscina. Mientras hacia la fila para arrojarme de cabeza y a toda velocidad hacia el fondo de agua, eché un vistazo a la construcción: un pequeñísimo embudo de plástico azul que parecía abrirse hacia la nada, hacia una oscuridad resbaladiza y rígida que me provocó escalofríos. Sentí un primer ramalazo de pánico que intenté contener como pude y me obligue a continuar junto con el resto del grupo con quién había disfrutada del día playero. Pero cada vez que miraba el reducisimo espacio, los esfuerzos que le llevaba a cualquiera entrar por el conducto, sentía que un miedo completamente incontrolable me dejaba sin respiración. Lo siguiente que recuerdo es encontrarme en la orilla exterior de la plataforma, temblando en una especie de crisis de pánico y sin poder explicar a mis desconcertados amigos porque casi me había desmayado al intentar deslizarme por el aparentemente inofensivo tobogán. No encontré como explicarlos el terror, la sensación de casi dolorosa angustia que aun en ese momento me hacia temblar, envuelta en una toalla mojada por el mero pensamiento de esa oscuridad dura, rígida, sofocante que para mí simbolizaba aquel sencillo tobogán de plástico.

Por lo que, siempre estuve más o menos consciente que mi fobia era parte de mi vida. Es una especie de pequeño secreto vergonzoso que de alguna manera, simboliza algo más profundo en mi mente que jamás he analizado demasiado bien. Pero esta presente y de maneras un tanto singulares:  Evito siempre que puedo subirme en ascensores muy pequeños, así que es probable que de vez en cuando, suba escaleras para evitar los tres o cuatro minutos de puro terror que me inspira el pequeño cajón de metal. Nunca frecuento grandes multitudes, ni tampoco me subo a un coche - si puedo evitarlo - en la parte trasera, a menos que haya el suficiente espacio para que pueda estirar la piernas y extender los brazos. Cuando viajo en el subterráneo de mi ciudad, camino hasta el último vagón y casi siempre, prefiero estar de pie y cerca de las puertas, que sentada entre dos usuarios. Y siempre miro las puertas, las ventanas a donde voy. Es una sensación angustiosa que me cuesta controlar y que en ocasiones simplemente no puedo contener.

No obstante, nunca había pensado que esa obsesión podía tener su reflejo en mi trabajo fotográfico. Un pensamiento bastante ingenuo por cierto, pero que probablemente se deba a esa especie de miopía que todos tenemos sobre nuestra propia vida. Nunca había notado cuanto influye esa lucha con el pánico, ese miedo ancestral que sigo explicándome muy bien, en mis fotografías. Pero lo hace y de que manera. Y eso lo descubrí mientras cursaba el taller de Foto Poesía en Escuela Fotoarte.

Fue algo tan simple, como cambiar de registro. A petición de la profesora Gabriela Gamboa, abandoné por un momentos mis habituales autorretratos - todos en primeros planos cerrados, con iluminación dramática y dura, en espacios diminutos, casi siempre solo mi rostro - por paisajes. Tenia que fotografiar el mundo más allá de mi misma y eso, como siempre, me supuso un poco de confusión. Pero de alguna manera, superé esa sensación de resbalarme en terreno desconocido y me obligué a intentarlo.  El cambio fue súbito. Y no solo desconcertante, sino además un poco incomodo. Me encontré de pie en mitad de una calle, intentando conceptualizar los paisajes en algo hermoso sin que me lo parecieran. Nunca he sido muy apegada a esa belleza sin limites y un poco esquemáticas de las largas lineas de paisajes. Y me encontré buscando la forma de poder fotografiarlo de manera cómoda. En terreno conocido. La encontré fotografiando a través del visor de mi Yashica Mat 124 G: el mundo en tres dimensiones, atrapado en un perfecto cuadrado que me brindó una cierta seguridad en lo que hacía. Con una pequeñísima profundidad de campo, dejando bien visible las ranuras del lente abierto, capté el mundo en pequeñas postales de un blanco y negro muy contrastado. Y lo fotografié todo, sin notar un rasgo evidente, sin asumir que estaba de nuevo, haciendo autorretratos pero una de manera definitivamente más personal y si, inquietante.  De hecho, no comprendí la idea hasta que me dediqué  a escoger cuales imágenes formarían parte de la entrega final: con un sobresalto miré todos aquellos paisajes de calles y avenidas de mi ciudad encerradas en diminutos espacios y el acostumbrado hilo de pánico me recorrió. Asombrada - un poco conmovida - tomé la serie de autorretratos que también incluiría en la selección y me quedé un segundo en silencio, como quién recibe una revelación inesperada: la imagen mi rostro, apretado contra una tela transparente, bien apretado contra mi nariz y mi boca me sobresalto. Recordé la sensación de miedo que me había producido el simple hecho de cubrirme la cara al fotografiarme. Y de nuevo recordé la sensación de leve angustia que había experimentado mientras me encorvaba sobre el visor de la Yashica para fotografiar la ciudad, los paisajes atrapados, como los llamó un buen amigo. Me llevó un momento entender que había tanto de mí en esas pequeñas escenas cotidianas encerradas en los perfectos límites del 6x6 que sentí una genuina sensación de reconocimiento, más aun que la sentí mirando mi rostro en los autorretratos. Porque el pánico, leve e inmediato, nunca fue más real que comprender cuanto de ese miedo luchaba contra mi conciencia en las imágenes, cuanta de esa necesidad de interpretarme a través de la fotografía recreaba las lineas que encerraban los paisajes en diminutas ideas afiladas, destructoras y constructoras a la vez. Un pensamiento que me llenó de cierta sensación de plena conciencia del poder de cada acto artístico, de la necesidad que todo fotógrafo tiene de hablar y reinterpretarse a través de las pequeñas formulas individuales que definen tu propia manera de ver el mundo.

Continuo mirando la serie de fotografias. Y siento un ligero escalofrio por sentirlas tan cercanas, tan duras y dolorosas casi a esa perturbada conciencia de mi misma que existe en alguna parte de mi mente. No sé si me produce placer, llegar a una conclusión tan enorme como afilada, o simplemente asumir que la fotografía, es de hecho, uno de mis lenguajes más personales. Como sea, la sensación es definitiva y la consecuencia inevitable. Miro las fotografías preguntándome, como lo he hecho desde hace unos días, adonde iré ahora con este pequeño conocimiento, que viene después, ahora que encontré esa piedra angular en mi interpretación del mundo que me rodea.

No tengo la respuesta.

Y eso, creo, que es lo que más me satisface en todo esto: el eterno cuestionamiento hacia la búsqueda de algo más en lo que deseo expresar.

C'est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario