miércoles, 27 de mayo de 2015

Mapa de ruta hacia el olvido: El legado Chavista.






Desde hace casi doce años, desayuno con frecuencia en la misma panadería a dos cuadras y media de donde vivo. Llamo al dueño por su nombre de pila, las cajeras suelen saludarme. Hace unos días, una de ellas se despidió de mí con una sonrisa triste.

— Vuelvo a mi tierra, a Cucuta — me explicó — Hasta hoy trabajo aquí.

La miré sorprendida. Sé que llegó a Venezuela hace unos siete años y también, que lo hizo por lo que suele llamar “buscar una frontera segura”. Con frecuencia me había asegurado, en nuestras cortas conversaciones junto al mostrador, que Venezuela más que tierra de Gracia, era un lugar donde podía huir de la pobreza y también del miedo que por años, le acosó en su ciudad natal. Sacudí la cabeza, sin saber que responder a eso.

— Uno sabe cuando ya tiene que agarrar sus peroles y seguir — me dice casi con cansancio — y Venezuela me está botando, mija. Me bota a diario.

Toma la canilla de pan campesino, el paquete de queso y el chocolate que llevo y los guarda juntos en una bolsa. Me la extiende, con su sonrisa dispareja de dientes pequeños, como de niña. El gesto tiene algo de despedida, una tan sencilla que quizás por ese motivo, me conmueve mucho.

— A veces la Patria no es suficiente — dice, como quien no quiere la cosa. Y me sorprende escucharla. Porque ella, Colombiana por nacimiento pero Venezolana por adopción, por años apoyó a Hugo Chavez. Lo hizo con enorme devoción, sin disimulo alguno, con el ferviente entusiasmo que siempre pareció despertar el difundo lider entre sus seguidores. Me quedo de pie junto a la casa registradora, un poco desconcertada.

— ¿Ya no es suficiente? — no puedo evitar preguntarle. Dos clientes que aguardan en fila nos miran a ambas. Una mujer mayor con cierta impaciente y un hombre canoso, con interés. La cajera suspira, aprieta la boca, con un gesto angustiado. — No mija. Uno se desencanta. Uno empieza a entender que no todo es tan facilito como uno pensó. ¿Revolución? Si Luis.

Hace unos años, en uno de los momentos más duros de las decenas de ciclos de manifestaciones y protestas que ha vivido Venezuela durante los últimos años, ella llegó vestida de rojo de pies a cabeza para trabajar detrás del mostrador. Lo hizo, a pesar de la violencia callejera, de la tensión y la incomodidad entre los clientes, del mero hecho que declarar sus simpatías políticas de esa manera podía afectar al lugar donde trabajaba. La recuerdo sentada detrás de la caja registradora, con la camiseta con el monograma de los ojos de Hugo Chavez estampado sobre el pecho bien visible. Hubo discusiones, enfrentamientos. Ella insistió a quien quiso escucharla, que “Chavez era el hombre que Venezuela necesitaba”.

— Llegó como tarde el desencanto ¿no? -dice la mujer que espera a unos pasos a mi espalda. Deja sus pocas compras sobre el mostrador. La cajera evita mirarla, extiende la mano, toma el pan y el jugo de naranja que la mujer lleva, las guarda en la bolsa. Una rutina casi mecánica y silenciosa. 
— Quizás la muchacha está desencantada, pero sabe como es la cosa en este país. Chavez fue el hombre que nos salvo de la mierda — dice el hombre detrás de ella. Un silencio tenso lo invade todo.

Sacudo la cabeza, tomo mi bolsa y camino hacia la puerta. Llevo escuchando ese tipo de discusiones casi década y media. Desde las eufóricas, las emotivas, las simples, las repletas de Resentimiento. De pronto, la política se convirtió en un asunto cotidiano, en un elemento indispensable. En el país de la incertidumbre, lo único seguro parece ser ese odio abstracto, que gravita en todas partes, contaminando incluso las cosas más pequeñas.

— Chavez nos trajo hasta esto — dice la mujer mayor. La cajera no mira a nadie, inclinada sobre la maquina registradora, pero por la rigidez de sus hombros, sé que nos escucha — Chavez agarró un país más o menos viable y terminó convirtiendolo en un despojo. En un país donde no hay un día normal, donde te pueden matar en plena calle y nadie le importa. Donde el sueldo de un mes te alcanza para llegar al final de un día. Un país sin esperanzas. Ese el país chavista. Eso nos dejó Chavez.

Nadie dice nada. El resto de los clientes del local vuelven la cabeza, intentan ignorar la discusión. Pero por supuesto, la escuchan, les incomoda, les preocupa. Recuerdo que hace unos años, una escena semejante habría terminado en un gritos, insultos, quizás una riña pública. Sin embargo, ahora hay un cierto cansancio resignado, como si la monotonía de la diatriba amarga aplastara incluso la opinión. Pienso en el largo trecho que hemos recorrido los Venezolanos, de la crispación a la desesperanza y me asustan sus consecuencias.

— Chavez hizo lo que la historia le mandó — insiste el hombre. Levanta la voz, aprieta los puños. Lleva unos pantalones impecables pero muy gastados, una camisa manga larga amarillenta, cerrada hasta la barbilla. Tiene un aspecto impecable y humilde — Venezuela estaba siendo vendida, dividida al mejor postor. Por los ricos de siempre y los que se querían aprovechar de ellos. Chavez los detuvo y los puso en su sitio.

Hace poco, Naky Soto comentaba en una de sus inteligentes notas, que el Chavismo tenía muchos Villanos, pero ningún héroe. Que la militancia chavista defiende porque “eres como yo” en lugar de usar cualquier argumento, incluso el mínimo de justicia. Pienso en eso, mirando al hombre, con su ropa vieja, el rostro enfurecido, los puños apretados, esa defensa a ultranza de lo indefendible. Pienso en los Villanos de ocasión en un país inocente. En los que usan la ideología como arma, los que se excusan detrás de una idea política para atacar. ¿Había sido Chavez el último héroe del Chavismo? ¿Había sido el único capaz de despertar admiración genuina y no solidaridad necesaria?

— Chavez le dejo esto — dice la mujer mayor. Señala el mostrador del pan semi vacio, la calle rota más allá de la puerta abierta, la pequeña bolsa de plástico con un canilla de pan que el hombre sostiene — le dejó a este pueblo pobreza, enfrentamientos. Le dejó miedo. Eso le dejó cuando murió y es lo unico que pudo heredar. Porque la Venezuela que gobernaba la convirtió en nada.
— Chavez fue… — Eso, Chavez fue — le interrumpe la mujer cada vez más enfurecida — se murió y dejó al país en manos de una banda de ladrones. ¿A usted le alcanza el sueldo? ¿Usted compra lo que quiere? ¿Usted sale tranquilo a la calle? ¿Usted puede aspirar a comprarse una casa, un carro? ¿Usted tiene asegurado el futuro de sus hijos? Lo que no tiene, es lo que Chavez le dejó. A usted, a todos lo que no votamos por él. Nos dejó un país que es un vacío.

El hombre responde algo más, en voz tan baja que no puedo escucharlo y supongo que la mujer tampoco. Pero la discusión prosigue, entre lamentos, murmullos y acusaciones inentendibles. De pronto, dos clientes más también se unen a la diatriba y de nuevo, estalla esa especie de confrontación a media maquina, entre el tedio y la resignación, en que se ha convertido el debate político Venezolano. El resentimiento está allí, también la angustia y el miedo. Y también algo mucho más amargo de asumir, esa ruptura con el ideal de unos y de otros. Ya nadie espera nada de un país en escombros, de un sistema político que se tambalea. Ya nadie asume la idea que el futuro es algo más que esta sensación que el país desaparece en medio de una debacle de proporciones históricas. ¿Cuando ocurrió esto? me pregunto con un sobresalto. ¿Cuando dejamos de creer en el país posible? ¿Cuando asumimos la idea que la Venezuela que creíamos real dejó de existir, de ser, de construirse a diario? Me lo pregunto con toda seriedad, con toda la objetividad que puedo. Y no puedo recordar la última vez que pensé en Venezuela como una posibilidad, como una idea que se construye a diario. Como una identidad personal.

La discusión sigue hasta que el hombre, con un gesto de fastidio, camina hacia la puerta, donde me encuentro escuchando. Parece avergonzado, cansado, herido. Como si hubiese perdido un elemento importante y crítico de si mismo. Como si en medio de los gritos y acusaciones, la rabia no es suficiente para defender a una idea de país que no existe, que quizás no existió nunca. Camina, con el brazo levantando, en un gesto desdeñoso y cuando cruza la puerta, se vuelve para mirar al grupo que continúa murmurando a su espalda.

— ¡Al menos Chavez nos regaló Patria! — exclama. Lo hace con una inocencia que sorprende, con una furia infantil que por alguna razón, me conmueve. Y pienso en esa malcriadez del miedo, tan frágil, tan Venezolana.

La cajera levanta la cabeza de la maquina registradora. Lo mira, los ojos muy maquillados entrecerrados, los hombros caídos. La viva imagen de la desesperanza e incluso, algo más duro de asumir.

— Págame con Patria la próxima vez, pues — le grita. Lo hace a todo pulmón, agitando los brazos. Pura furia e incluso, algo más doloroso. Una frustración que quema, que parece simbolizar la muerte de algo tan intimo como una forma de esperanza. Luego se queda muy quieta y parece a punto de estallar en llanto, con las manos apoyadas sobre el mostrador. Finalmente se tranquiliza, sacude la cabeza. Hace una seña al siguiente cliente. No me mira.

Más tarde, mientras camino de regreso a mi casa, pienso en la Venezuela que intenta sobrevivirse así misma. Al país en zozobra que perdió el norte y la manera de reconocerse. Lo hago, mientras miro las Vallas con el rostro de Chavez en todas partes, el papel amarillo que comienza a romperse por los bordes. Los militares uniformados custodiando las esquinas, con armas cargadas sobre el hombro. Las calles rotas y repletas de Basura. Y me pregunto con sencillez, cuando perdimos a Venezuela. Cuando se convirtió en una tierra yerma, desconocida. Cuando ocurrió esta transformación y por qué por tanto tiempo nos resistimos a verla. Pienso en el país que se idealiza, en esa perspectiva sobre quienes somos que se construye a trozos y fragmentos de ese gentilio fracturado que apenas reconocemos como nuestro. Y esa desesperanza, la que lastima, que está en todas partes. La que aplasta lentamente cualquier intento de construir algo más allá de la incertidumbre.

C’est la vie.

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