domingo, 17 de mayo de 2015

Danza de estrellas olvidadas y otras historias de brujería.





Recojo con cuidados los trozos de las velas derretidas que se extienden a mi alrededor. La luz de la Luna parece llenarlo todo, flotar como un parpadeo en la oscuridad. Y tengo la impresión que el tiempo se detiene, se hace un sólo instante interminable. Como si el presente y el pasado fueran indistinguibles entre sí.

Mi tatarabuela tenía un carácter extraño y huraño. O eso afirmaba siempre que podía, sentada bajo el árbol de mango del jardín antipático de la casa. Me insistía en que nunca creyó necesario ser más amable o más dulce, comprensiva o más abierta. Que ella había nacido iracunda y que así se iba a quedar.

- Soy intratable e insoportable. Eso es bueno - me decía, con su labor de bordado en las rodillas. Era un bastidor muy bonito: el circulo de madera tenía hojitas talladas y la línea central, era de bronce pulido. Me parecía recordar que la Tatarabuela lo había construido ella misma.
- Pero las monjas del colegio dicen que hay que ser bueno y amable...

Tatarabuela solía lanzar respingos de impaciencia cada vez que el hablaba de la escuela y sobre todo, de las religiosas que lo dirigían. Más de una vez, le había reclamado en voz alta a mi madre poner mi educación en manos de "mujeres que no tienen idea como desobedecer" y peor aún, que estaban convencidas que "sonreír era para todo el mundo". Yo no entendía mucho lo quería decir, pero tenía la impresión que la tatarabuela, díscola y contestona, seguramente se aburría en el colegio, donde se insistía en el orden y la educación como principal enseñanza.

- Las monjas de tu colegio creen que ser bueno equivale a obedecer a alguien.
- ¿Y no es eso pues?
- ¿Tu que piensas?

Suspiré, mirando al jardin con los ojos entrecerrados. Tenía un aspecto bonito y frondoso, con los árboles llenos de brotes y la tierra rebosante de hierba verde. Pensé en que usualmente, los jardines solían estar muy bien cuidados, con el cesped recortado y los árboles de ramas limpias flotando sobre el azul del cielo. Pero el de mi abuela era extrañamente salvaje, sin son ni ton, con flores de todos los colores naciendo en todas partes, los árboles de raices enormes brotando como por encanto en las esquinas y la hierba altísima, que casi te rozaba las rodillas, rebosante de vida. Pero mi abuela lo prefería así. Me decía que la naturaleza era poderosa, profundamente sensitiva y que obedecía a sus propias razones. ¿Y quién era ella para contradecirla? De manera que se limitaba a abrir un poco de espacio para que todas pudieramos caminar y a cuidar con mimo las plantas y flores que así lo necesitaban. De resto, el jardin antipático era un lugar anárquico, vital, inolvidable.

- Que no - dije pensando en el jardín - que no hay que obedecer a nadie para ser bueno. Pero ellas no me entienden y yo no sé entonces que hay que hacer para ser una persona buena.

Tatarabuela me dedicó una de sus largas miradas apreciativas. Aunque ya era casi centenaria, tenía una mente lúcida y rápida. Siempre tenía una respuesta para todas las preguntas y a pesar de ser una gran cascarrabias - porque lo era - tenía una gran imaginación y alegría de vivir. Me gustaba escuchar sus historias, incluso sus regaños y sermones. Cuando estaba en casa la seguía a todas partes, curiosa e intrigada por su extraña personalidad.

- ¿Que te ha dicho tu abuela sobre ser bruja? - me preguntó de pronto. Me encogí de hombros. Con nueve años seguía pensando que la brujería era algo a mitad de camino entre las animadas comidas domingueras de la casa y una forma de pensar que yo no entendía. Y que ser bruja consistía en llevar el cabello trenzado y cantar alabanzas y esas cosas. Pero eso no se lo podía decir a la irascible Tatarabuela Paula, que esperaba sin duda alguna respuesta más elaborada - y menos necia, claro - que esa.
- Me ha dicho que es pensar.

Era cierto. O al menos yo lo había entendido así. La mayoría de las veces, mi abuela me hablaba de una bruja como una mujer que siempre reflexionaba sobre el por qué de las cosas. Sobre las ideas que podían ser o no correctas. Incluso sobre lo que no podía ver y tocar. Me la describía como un espíritu con alas, siempre radiante y de brazos extendidos, buscando nuevo conocimiento en cualquier lugar. Esa idea me gustaba. Pero también me desconcertaba. Chocaba directamente con la mayoría de las cosas que me enseñaban en el colegio y que se suponía, yo debía entender.

- Bueno, quizás son cosas distintas pero no es que tengas que decirle nada a las monjas sobre eso - me dijo una vez Flor cuando se lo comenté. Le di un mordisco a mi pan con queso antes de responder.
- No es cuestión de decirselo o no. Es que según mi abuela, uno se debe pensar todo y sólo hacer lo que uno piensa.
- ¿Por qué te angustia eso?

Era dificil explicarle el motivo. En casa, mi abuela insistía en que cada cosa que haces o piensas tiene un motivo. Y que pensarlo y analizarlo te hace más fuerte, te hace más sabio. Y claro está, bruja. Pero yo no me atrevía a contradecir a las monjas. O al menos, no todas las veces como debía. Más de una vez, me había quedado callada, mordiendome las uñas de nerviosismo, mientras ellas hacian o decían algo que yo consideraba equivocado o incluso directamente terrible. No me atrevía a hacer nada o mejor dicho, no entendía por qué debía hacerlo.

- No sé, creo que debo hacer algo que no sé que es - le respondí por último. Flor soltó uno de sus filosóficos suspiros.
- Bueno, a lo mejor la cosa es que lo sepas, no importa si no haces nada. Mucha gente no lo sabrá ¿No?

Esa era una idea interesante y la pensé de nuevo, esa tarde sentada junto a tatarabuela en el jardín. Ella movió la cabeza de un lado a otro, como si pensara en lo que acaba de decir y no le gustara demasiado.

- Es cierto, es pensar. Pero pensar también debe tener un sentido - insistió - un lugar común al que lleguen las ideas que reflexionas. En otras palabras, una bruja más que una mujer que piensa - que lo es - es una mujer que aprende.

Caramba, eso si que me sorprendió. Me quedé un poco aturdida, como si a la nueva información le llevara algún tiempo acomodarse bien en mi mente. Entonces ¿Pensar sólo era una parte de aprender? ¿O aprender y pensar eran cosas ineludibles? Era aún muy niña para analizar una reflexión semejante a profundidad pero de inmediato, tuve algo muy claro: pensar y aprender eran parte de la vida de la Bruja. Y probablemente, lo que la hacia llamarse así.

- ¿Y que pasa con ser bueno? - pregunté. Me parecía una cuestión muy importante, capital, en medio de toda la discusión.
- ¿Que te parece que es ser bueno?

Era una buena pregunta. Según las monjas, ser "bueno" equivalia a cumplir lo que decia la Biblia y se ordenaba en el salón de clases. Según la televisión y las películas, una persona "buena" era la que ayudaba a otros, la que siempre podía sonreír y ser feliz. Y según Flor, muy sabia en esos asuntos, ser "bueno" era no dar problemas y hacer siempre caso a todo lo que decía tu mamá y tu papá. O al menos uno de ellos.

Pero a mi la cosa no me parecía tan simple. De pronto, encontré que en realidad no tenía idea sobre lo que era lo bueno y lo malo. Era como si de verdad no supiera como explicar lo que pensaba y me encontré preguntándome, un poco confusa, si alguna vez había pensado sobre el bien y el mal en términos semejantes. O mejor dicho, pensé como la niña que era, que en realidad no tenía idea sobre nada. Y así se lo dije a mi tatarabuela. Ella soltó una carcajada.

- En brujería suele decirse que el más sabio es el que admite su propia ignorancia - dijo divertida - pero además de eso, no saber implica que estás intentando llegar a tus ideas. Cuando no sabes algo, tu mente intenta formar algo para rellenar ese espacio en blanco. Y esa formación de ideas o como lo haces, te hace sabio.
- ¿Sabio es el que se pregunta, entonces?
- Sabio es el que sabe debe preguntarse cosas - dijo mi abuela dejando el bastidor sobre la mesita de madera junto a ella. Solía hacer que el tio L. se la llevara hasta el jardín, para dejar sobre ella las agujas, el hilo y también su infaltable vaso con jugo de naranja - cuando dejas de hacerte preguntas, dejas de crecer.

Esa era una imagen muy extraña. Me imaginé a mi misma, ya de mayor mirando a mi alrededor y haciéndome preguntas en voz alta sin parar, sobre todo y por todos los motivos. Parpadeé y me encontré pensando si la sabiduría era algo tan personal como hacer una pregunta por mera curiosidad.

- ¡Claro que lo es! - dijo mi tatarabuela casi enfurecida - la curiosidad de una bruja es como el oro: un elemento valioso que puede ser su mejor defensa. ¿No lo escuchaste nunca? En todas las culturas, la curiosidad se teme o se precia. Los sabios o los que se llaman así mismos de esa manera,  intentan controlarla. Los poderosos manipularlas y los crueles sofocarla. Pero la curiosidad es la línea que te conduce hacia el Centro mismo de todo lo que crees y todo lo que quieres creer. Para una bruja, la curiosidad es como un rastro de fuego que le conduce directamente a la libertad de espíritu.

Me lo imaginé muy claro: una bruja bailando con las manos abiertas, en medio de la oscuridad. Una bruja de cabello largo y despeinado, que levantaba sus manos hacia la luna, hacia la madre secreta y la oscuridad. Y de pronto, pensé que todos somos ignorantes, somos creadores y de alguna forma, todos hacemos preguntas para crecer. Lo sepamos o no. Lo querramos o no.

- La bondad, niña, es sólo una idea moral. Lo que te enseña la cultura donde naces o en la que te educan - dijo entonces mi abuela - pero en realidad, lo Bueno, es tu capacidad para construir un mundo a la medida de tu sabiduría. Por eso la bruja piensa, la bruja aprende, la bruja crece en experiencia. La bruja es el poder del fuego de aprender, desobedecer lo que se supone establecido y creer en consecuencia.

Esa frase me desconcertó, me abrumó y por último me cautivó. No dejé de pensar en ella esa noche, tendida en cama, con las manos abiertas en la oscuridad, mirando por entre mis dedos entreabiertos, la luz de la luna. Lo pensé al día siguiente, sentada en mi pupitre de la Escuela, atreviéndome a levantar la mano para preguntar, aunque sabía que no debía hacerlo, que seguramente me traería problemas. Y seguí pensandolo esa tarde, esperando en el salón de castigo a que mi abuela viniera a buscarme, convencida que finalmente había comprendido que ser buena no es lo mismo que ser obediente. Y que en ocasiones, la mejor manera de aprender es sabiendo que desobedecer es una manera de crear.


Y lo continúo pensando ahora, como la mujer en que me convertí, la que celebra la Luna en medio de cabos de vela derretidos. La que mira la noche con asombro, la que continúa convencida que el poder del conocimiento - y quizás de la bondad - comienza en el límite mismo de lo que queremos creer y confiar. Que la sabiduría nace quizás de la simple inocencia y del poder de la curiosidad.

Una voz en las estrellas. Magia antigua.

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