jueves, 21 de mayo de 2015

La estafa histórica de la Revolución Chavista en dos actos. Las victimas sin rostro.






Hace un rato, alguien que conozco me comentó que el Chavismo ha “democratizado” la educación. Que de hecho, es el único gobierno de la historia Venezolana y probablemente, del continente latinoamericano, en apoyar a los pobres de manera directa y como política constitutiva esencial. Leo el comentario, un poco asombrada de la ingenuidad del planteamiento, pero sobre todo, de las implicaciones que esa reflexión parece sugerir.

— ¿A que llamas democratización? ¿Al hecho que ahora el problema tenga un nombre o peso político? — le pregunto. — Hablamos que es un gobierno que conocen la pobreza, que saben de donde provienen y cual es el origen del problema Venezolano — me responde. La retórica militante me irrita pero sobre todo me entristece. Es la misma que justifica errores, omisiones y despropósitos desde hace más de década y media. Lo más sorprendente es que el discurso que sostiene el planteamiento es casi idéntico al que se insistió durante los primeros años de la “Revolución” de Hugo Chavez, cuando la idea del socialismo aún era novedosa y buena parte de la militancia chavista parecía deslumbrada por la idea. No obstante, ahora, sólo es propaganda barata, convertida en letanía sin la menor sustancia real. — Reconocer no es suficiente, asumo que la solución debe plantearse también como aspiración gubernamental. — No es tan sencillo. — ¿Por qué no lo es? — Porque el problema es de pensamiento y no de acción.

A mi interlocutor lo conozco desde hacia varios años — coincidimos en varios foros y espacios de discusión política — y para él, la noción del chavismo se mantiene incólume, a pesar del natural desgaste de una doctrina que no parece sostenerse de otra cosa que de aspiraciones izquierdistas y de esperanza de justicia social. De hecho, su punto de vista resume no sólo esa percepción sobre la Venezuela chavista basada en un ideal histórico inexistente sino además, en esa noción que el socialismo a-la-Venezolana tiene por único mérito asumir la existencia de la pobreza. ¿Que ocurre con la necesidad de un planteamiento que promueva una solución a mediano o largo plazo? ¿Incluye esa necesidad de la izquierda histórica de justificarse por medio del resentimiento de clases una propuesta más allá del colectivismo?

Cuando se lo planteo, no responde directamente. Me insiste que en Venezuela, el “proyecto chavista” apenas comienza a rozar la superficie del problema, tanto el educativo como cualquier otro. Me habla sobre las cifras — que ningún organismo objetivo puede probar o contrastar — de inclusión en la educación formal, en el hecho que el gobierno Chavista se está asegurando que el acceso Universitario no pertenezca únicamente a las élites.

— La segregación no comienza en la Universidad, sino en el hecho que la educación anterior es un hecho discriminatorio por si mismo — insisto — ¿Cómo puedes hablar sobre un sistema incluyente si la mayor parte de las escuelas y Universidades del país padecen un déficit presupuestario alarmante?

Tampoco hay respuesta para eso. El militante chavista ahora insiste que los niños “revolucionarios” — la salvedad y el matiz me produce escalofríos, la discriminación empieza pronto en este país — disfrutan de una serie de ventajas que los de generaciones anteriores no podían siquiera imaginar. Me habla de un mayor énfasis en los programas educativos, en el interés del Gobierno por asegurar que los Venezolanos de menos recursos tengan un acceso mucho más sencillo a un sistema educativo que hasta entonces los marginó. Me dice todo lo anterior con el habitual tono de enseñanza docta, como si la doctrina chavista estuviera más cerca de la religión de la política. Y quizás, así es.

— Hablas de planes y proyectos inconclusos. Y sobre todo confundes ideologización con educación — le digo — ¿Por qué el gobierno no asume que la educación necesita ser valorada y construida como un proyecto a largo plazo? — Y lo es. Estamos creando opinión política. Estamos criando a la nueva generación de chavistas.

Me lo dice con sencillez, como si fuera un concepto obvio. Incluso uno inocente. Me asombra que este venezolano de mi edad, Universitario y que además, sufre las mismas privaciones y riesgos que yo en un país en crisis, asuma que la doctrina política deba inculcarse como un objetivo educativo. Que deba suprimirse no sólo la capacidad para criticar la idea del país que se construye sobre una ideología insustancial. Me inquieta además, que el planteamiento no sólo resulta coherente con el resto de las actuaciones gubernamentales, sino con la idea general que el Chavismo no es un sólo un Gobierno o una idea política, sino un tipo de cultura.

— ¿Te parece correcto enseñar a los niños a ser chavistas desde la cuna? ¿No es eso lo que tanto le critican al capitalismo? ¿La falta de opciones? — La educación garantiza la perdurabilidad de la Revolución. Lo demás, son proyecciones inocentes — me explica — simplemente, aseguramos el futuro.

Continúa utilizando el plural, con una convicción tan firme y elemental que llega a rozar lo ingenuo. Y sin embargo, no hay nada superficial en esa idea del poder que se perpetua a través de la manipulación de la consigna, de mezclar la percepción de la educación con el mero adoctrinamiento. Venezuela convertida en un terreno político inevitable, la opinión critica aplastada desde el origen.

— ¿Es que no lo sabías? — me dice por último y parece realmente sorprendido — ¿Que toda Revolución aspira a transformarse en cultura?

No lo sabía. O en realidad, solamente lo había temido.

***

Desde hace casi tres años, un grupo de unas treinta mujeres, niños y algunos ancianos, invadió un terreno baldío a dos cuadras de mi casa. Como suele ocurrir en esos casos, durante las primeras semanas hubo una enorme preocupación, expectativa con respecto a lo que ocurriría con los autoproclamados “pioneros de la ocupación urbana”. Abundaron las tímidas mediaciones con funcionarios públicos, que no logró convencer a la avanzadilla de abandonar el terreno, enfrentamientos con los vecinos que reclamaban la presencia del grupo e incluso, alguna que otra riña callejera. Finalmente, la invasión logró construir una precaria construcción de Zinc y anunció sus intenciones de continuar en el terreno hasta que el Gobierno tomara una decisión con respecto a sus exigencias de vivienda propia. Recuerdo que por entonces, había al costado derecho del terreno una pared medio derruida donde se podía leer: “Chavez nos prometió casa y lo va a cumplir como hombre de pueblo”.

La frase aún sigue pintada allí. O al menos, parte de ella. La pared terminó por desplomarse luego de un torrencial aguacero y ahora, es una especie de construcción de bloques de cemento rota, medio rellena de papel periódico podrido y basura. El resto de la invasión se encuentra el mismo estado de abandono: Una parte del terreno está cubierta íntegramente por escombros de lo que parece ser un intento de construir algo más elaborado que un tarantin de zinc y a la izquierda, se acumulan una montaña de desperdicios quemados. Las familias — las que aún insisten en permanecer en el lugar — se apelotan en una franja de unos seis metros muy cerca de la avenida. Todos duermen en literas, colchonetas sobre el piso de tierra y en algunos casos, sobre la tierra cubierta con una sábana. En las mañanas, uno de los hombres lleva algunos envases con agua potable desde la plaza cercana para que los niños se laven la cara y algunas veces, tomen un baño precario. Eso, a la vista de los transeúntes y vecinos, expuestos y vulnerables, aislados en una especie de espacio en blanco, por una vez ajenos a las consignas y al puño en alto.

Porque todos son militantes del Chavismo más radical, por supuesto. O eso aseguran a quien quiera escucharlos. Al principio, habían más de cincuenta personas en el grupo y algunos de ellos se identificaron como “avanzada ideológica” a los vecinos que se acercaron para intentar mediar en la situación. Anunciaron que la invasión era “un campamento de adoctrinamiento” y que estaban allí para “vigilar” a la urbanización y a los “escualidos” que vivían en las cercanías. Fueron días complicados: la mayor parte del tiempo, el grupo insistía en escuchar música electoral a un volumen estridente, en llevar a cabo reuniones de militancia en plena calle y en recordar que el chavismo, era en realidad el motivo por el cual habían decidido ocupar el lugar. Incluso las mujeres y los niños parecían contagiados de aquel proselitismo barato, en ese objetivo difuso que justificaba la incomodidad. En más de una ocasión, las reuniones partidistas se convertían en algo semejante a tertulias familiares, con bailes y bebida e incluso, en una ocasión, en una celebración que terminó con disparos al aire y con uno de los “pioneros” herido de bala.

Pero con el transcurrir del tiempo, la efervescencia política desapareció. Los carteles se rompieron sobre las paredes y el suelo, las camisas rojas se destiñeron y los empecinados ocupantes del principio, fueron renunciando a lo que hasta entonces, había sido un espacio dedicado a lo que llamaban “el conocimiento de la política diaria”. Poco a poco, el grupo fue haciéndose menos numeroso, cada vez más exiguo, hasta llegar a los treinta y pocos que aún insisten en continuar habitando el terreno. Sólo mujeres con niños en brazos y algún que otro anciano que parecen acompañarlas.

Pienso en todo lo anterior, mientras veo al grupo reunirse en la acera. Llevan bolsas de basura rota entre las manos y también, algunas pancartas mal dibujadas donde pueden leerse “necesitamos solución”. Ya no hay destinatario para la petición. Ni Chavez eterno ni Maduro que gobierna. La mujer que sostiene la cartulina con los brazos en alto, tiene un aspecto enclenque, cansado. Un niño de alrededor siete años le rodea las caderas con los brazos. Son la viva imagen de una tristeza muy vieja, primitiva, de una pobreza elemental que parece ser la esencia de ese Chavismo que aún insisten en apoyar.

Comienzan a quemar basura. Lo hacen mientra lo que parece ser una protesta publica improvisada se lleva a cabo alrededor del fuego. Hay algo primitivo en la escena: el grupo grita y exige al aire, rodeados del humo negro e irrespirable, mientras las mujeres le cubren el rostro a los niños y los hombres intentan detener el tráfico. No lo logran: el tráfico se hace espeso, el sonido de los corneteos sofocan las consignas. En medio del caos, una de las mujeres corre hacia la acera donde me encuentro, con el rostro tiznado de ceniza. Llora y parece enfurecida.

— ¡Ya esta mierda no sirve! ¡No pasa nada! — grita. Tose, el niño que lleva en brazos llora a todo pulmón. Alguien más allá sacude la cabeza — ¡Este gobierno es pura paja!

Lleva una vieja camiseta desteñida con la consigna de algunas de las cientos de elecciones por las que ha transitado el país. Los ojos de Chavez me miran desde la tela, medio desapareciendo entre las manchas de sudor y suciedad que la rodean. La mujer ahora llora, sentada en la orilla de la acera. El niño llora con ella, pasandole los brazos por el cuello.

La protesta durará al menos una hora o mientras el fuego fue visible en medio del caos callejero. Finalmente, el grupo volverá al interior del terreno. La pancarta colgada en la pared de Zinc entre las cenizas incandescentes que flotan a su alrededor. La mujer continuará llorando en la acerca, con el niño en brazos. Sin respuestas, sin consuelo.



Más tarde, miro desde mi ventana la extensión vacía y llena de basura que se abre a la derecha de la invasión. Hay un hombre intentando recoger los desperdicios con las manos desnudas. Se agacha, arroja montones de objetos inclasificables y los arroja a la bolsa de plástico blanca abierta junto a sus pies. Es un movimiento metódico, lento, resignado que me produce una tristeza infinita. Pienso en los niños en los colegios, que reciben la política como primera enseñanza, en los desesperados de siempre que asumen la ideología como una forma de lucha y en el resto de nosotros, los Venezolanos atrapados en medio de una batalla dialéctica y sin sentido. Y la tristeza se transforma en otra cosa. En algo más amargo y duro de asimilar. En medio de un país sin nombre, roto en la esperanza, en medio de un caos coyuntural.

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