martes, 19 de mayo de 2015

La complicidad de lo atemporal: La cultura de la eterna juventud.






La escena es más o menos así: La chica sonríe con emoción al hombre que le acompaña. Ambos se encuentran un lujosísimo restaurante, jóvenes, atractivos y llevan ropa a la moda. Él se inclina, le toma de la mano, le roza los nudillos con los labios.

— Somos eternamente jóvenes — murmura. Ella sacude la cabeza.
— Sólo se trata de una ilusión — responde — algún día seremos ancianos.
— Probablemente, pero nadie creerá que lo seamos.

Después me enteraré que ambos personajes tienen alrededor de cincuenta años y en la confusa trama de la película, reprensentan la promesa de la juventud irreal y quebradiza de los fármacos y los cosméticos, el ser o no ser de una cultura que idolatra la estética y desdeña el paso de la edad. No obstante, el breve diálogo representa algo más, una idea mucho más confusa y dura de aceptar. ¿El mundo adulto dejó de existir?

El cuestionamiento parece exagerado e incluso sin mucho sentido, pero si miramos a nuestro alrededor, la sociedad a la que pertenecemos se detuvo en una adolescencia perpetua. Se aupa y se insiste en una belleza irreal, la visión de la generación de releveo parece detenida en un limbo entre dos extremos de esa visión borrosa del futuro y la construcción de un presente irregular. Y en medio de ambas cosas, una visión de la cultura congelada en una imagen única. La publicidad que muestra un mundo perfecto, basada en expectativas inalcanzables y que desarrolla ideas distorsionadas sobre la identidad, crea una ilusión sobre quienes somos — y sobre todo, de quienes seremos — poco menos que preocupante.

Hace unos meses, el crítico de cine A.O Scott, se refería al mismo tema en un extraordinario ensayo publicado por el New York Times, donde se refería a lo que llama “las cifras patriarcales”. Scott, que analiza la cultura occidental a través de los mensajes y mentamensajes de la televisión y la cinematografia actual, insistía que la edad de los personajes principales — masculinos y femeninos — en series y películas de alta factura se ha reducido drasticamente en la última década. Para el crítico, esa disminución en los estereotipos de referencia — la visión del lider cultural y social, el apoyo de historias y nudos narrativos — parece sugerir que el hombre y la mujer actual se consideran cada vez más jóvenes, a pesar de la biologia. En otras palabras, la juventud se asume como necesaria, inevitable, extrechamente relacionada con el éxito y sobre todo, como elemento indespensable de una interpretación sobre nuestra imagen social muy especifica. Por supuesto, que Scott analiza el planteamiento mirando el mundo del cine y de la televisión como un reflejo de cultura popular, lo cual puede limitar su reflexión a un ámbito muy especifico, pero aún así, es una forma de comprender que está ocurriendo mientras los rostros en las pantallas, portadas de revistas e internet se vuelven mucho más jóvenes. ¿A donde ha ido la edad adulta? ¿Que ocurre cuando el hombre real toca ese límite de lo que se considera representativo de la era en que vive?

La sociedad parece muy sensible a esa visión comercial y cultural de la identidad. Hace algunos meses, tuve una discusión incómoda con un amigo quien me insistió que jamás contrataba a nadie con más de treinta años en su pequeña agencia de Publicidad y fotografía, porque estaba convencido que la treintena traía un inevitable declive de la creatividad. Insistía en lo anterior, a pesar de él mismo haber llevado a cabo la mayor parte de su vida productiva durante la década de la treintena y comprenderse así mismo con la experiencia de su edad real. No la que le brinda la apariencia del cabello rizado y estudiadamente descuidado largo que le cae sobre los hombros, el jean, la camiseta de colores radiantes. Detenido en una juventud inexacta, parece además, asumir que esa juventud es parte de lo que cree es un fragmento de lo que somos y de la idisoncracia occidental.

— Te hablo que la gente de treinta años tiene otras prioridades que no tiene mucho que ver con la creatividad — me dice, con cierta irritación, cuando le recuerdo su edad y también el hecho, que logró el éxito laboral a los treinta y cinco años cumplidos — soy una excepción, me dediqué buena parte del tiempo de mis veinte a educarme y los treinta a desarrollar lo aprendido.
— ¿Cual es la diferencia que existe entre tu experiencia y la de cualquier otro?
— Que la gran mayoría está obsesionado con roles sociales que no son exactamente prolíficos en creatividad. Esposos, esposas, padres. A los treinta llegan nuevas prioridades. Y esas no son desarrollarte, crecer y arriesgarte, sino más bien asentarte.

Me asombra que para mi amigo, la madurez sea una forma de desvalorizar la capacidad creativa. Se encoge de hombros cuando se lo menciono. “Somos una cultura adolescente que decidió no crecer. Quienes somos va en consonancia con esa idea”.

Pero volvamos a lo que propone Scott, quién insiste que la cultura no abandonó la edad adulta, sino que la está desconstruyendo. Para el crítico, la visión del hombre social del siglo XXI, tiene una enorme deuda con la idealización del hombre extraordinario que tanto se aupó en el siglo XIX: hombres y mujeres que se comprendian así mismos como espléndidos, eternamente jóvenes. Como Oscar Wilde, que ensalzó la vanidad como “medida moral” y otros tantos estetas que insistieron en mirar a la sociedad como una redimensión de la juventud. No obstante, esa tendencia jamás ha sido más fuerte — y quizás destructiva — como en el nuevo siglo: Hablamos de una inmadurez intelectual y afectiva que hace retroceder a ciertas reflexiones sobre como concebimos el mundo que nos rodea y nuestras relaciones con nuestra personalidad y el grupo social. Siempre jóvenes, cada vez más irresponsables. No en vano, las estadísicas sugieren que la edad donde un joven se independiza de los padres aumentó en casi una década y más aún, se mira así mismo como carente de cualquier atributo de la edad. Hay algo desconcertante y juvenil en todos los ámbitos de lo que consideramos real y personal: Desde un mundo obsesionado con la juventud como atributo cronológico hasta el hecho de comprender las diferentes etapas de nuestra vida a través de ideas incompletas. Y de nuevo, miramos a la telvisión: la figura del héroe nubil, que rara vez rebasa la veintena, el super héroe que roza la adolescencia, las incesantes reflexiones sobre la vida de principios de la treintena, el limite de la adultez para la ficción televisiva. ¿Que hay más allá? ¿Hasta donde avanzamos para comprender la verdadera idea de la longevidad fisica y mental del hombre? ¿O simplemente no queremos aceptarlo, asumirlo, interpretarlo más allá de ese límite imaginario donde los primeros signos de la edad se sustituyen por mera inocencia?

Pero profundicemos aún más: vivimos en una época de incertidumbre, de transformaciones tan rápidas como contundentes. Un siglo que seguramente será recordado por replantear ideas sobre género, identidad cultural y sexual, todo un planteamiento sobre el ego individual y colectivo como una forma de mirarnos. Y es que mientras el mundo parece hacerse cada vez más complejo, las consecuencias es una búsqueda de asimilar lo cambios desde la simplicidad. Los gobiernos debaten sobre leyes inmediatas, los problemas parecen simbolizar una idea general que no termina de tener un verdadera coherencia y los lideres carecen del verdadero poder de unificar opiniones. ¿Nos encontramos en una transición entre dos propuestas y nociones de la realidad ? ¿O algo más simple: una simple destrucción de cualquier elemento de poder en beneficio del pensamiento colectivo, irracional, irreflexivo?

Por años se ha insistido que “la adolescencia es un invento del siglo 20", el producto de un aumento de la calidad de vida, lo que conlleva más tiempo libre y una mayor capacidad de identificación. Somos individualistas, ególatras. También disfrutamos de un proceso más largo de educación. Por supuesto, son interpretaciones arbitrarias: es dificil definir que es en realidad la juventud, mucho más aún durante un siglo que se caracterizó por sus avances médicos y cosméticos. La aparente juventud eterna. No obstante, lo realmente complejo es definir la edad adulta emocional, lo que nos hace ser parte de una visión más nebulosa de la personalidad del hombre y la mujer actual.

Porque lo “adulto” es sin duda una imprecisión social, una imposición cultural que versa sobre la cronología y la biología. ¿Qué ocurre entonces cuando los limites se hacen borrosos e inexactos? ¿Cuando la adolescencia bien puede sobrepasar la primeros años de la veintena e incluso más allá? ¿Cuando los primeros de los treinta aún nos sorprenden en medio de estudios universitarios, con dudas existenciales abrumadoras y aún en medio de la construcción de lo que consideramos el futuro?

Quizás, todo se trate que alcanzamos un momento histórico donde la edad adulta ya no se asume necesaria e inevitable. El primer síntoma es la imagen imperecedera. Pero ¿Que hay más allá? ¿Que se comprende cuando el mecanismo de lo social parece avanzar en un ritmo sin sentido y caótico? Los limites desaparecen, la juventud pertenece a todos. O mejor dicho, la adultez se convierte en otra cosa. Una idea difusa a medio elaborar.

Quizás Scott lo resuma en su artículo de la mejor manera “No es sólo que el patriarcado en el estricto sentido de la vieja escuela Don Draper se ha venido abajo. Es que tal vez nunca han existido en primer lugar, al menos en la forma en que sus avatares imaginaron. Lo que plantea la pregunta: ¿Hay que llorar la danza o difuntos en su tumba “?

La edad adulta como una idea insostenible — o quizás, admitimos finalmente que lo es — . La edad adulta como una frontera entre la honestidad y uan percepción de quienes somos mucho más directa y descomplicada. O quizás solo, esa aceptación tácita que somos parte de un mundo cada vez más frívolo — ¿Infantil? — y una forma de mirarnos mucho menos dura. Una incierta opinión sobre el futuro, basada en un presente blando y un pasado aún por asimilar.

C’ est la vie.

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