sábado, 16 de mayo de 2015

Pétalos de rosas secretas y otras historias de brujería.





Mi abuela solía decir que las buenas amigas eran tan necesarias como una medicina. Lo decía, luego de visitar a las suyas, llevando paquetes de galletas caseras, ramos de flores del jardín, incluso libros usados en lo que solía escribir largas y cálidas dedicatorias. Con diez años, yo no entendía mucho toda aquella efusividad.


- Pero ¿Es necesario siempre ser taaaaan buena amiga? - insistía. Alargaba la "a" para demostrar mi incredulidad y para además, dejar muy claro que todo el asunto engorroso de llevar obsequios, escribir dedicatorias y regalar palabras me traía sin cuidado. Mi abuela solía reír con ese egoísmo infantil.
- Los amigos son la demostración que hay misterios que no podemos explicar del todo.


Por supuesto, no entendía esa frase. Ni quería hacerlo, la verdad. Como hija única en un ambiente de adultos, era mimada, consentida y con frecuencia malcriada. Así que no me importaba mucho o al menos, no tanto como para hacerme preguntas al respecto. Seguía acompañando a mi abuela a sus numerosas visitas en lechos de enfermos, en celebraciones de cumpleaños, largas tardes de tertulias con viejos amigos sin entender mucho por qué lo hacia o en todo caso, sin preocuparme en realidad por saber el motivo.

- ¿Tu abuela te contó como nos conocimos? - me preguntó una vez Doña Clo, una de las amigas más antiguas. Se conocían desde niñas y eran muy cercanas desde entonces. Ambas compartían el mismo sentido del humor, el gusto por libros de terror absurdos y las películas de vaqueros italianas. Pero sobre todo, eran cómplices y profundamente solidarias la una con la otra. Mi abuela solía decir que Clo, escandalosa y nerviosa, era la parte que faltaba en su vida para estar completa.
- Tenían como mi edad ¿no?
- Más o menos, sí - doña Clo sonrío - pero eran tiempos distintos. No era igual ser niña en nuestra época que en la tuya,

Mi abuela asintió con un solemne cabezazo. Doña Clo me dedicó una de sus miradas misteriosas y se pasó los dedos por su cabello color manzana tan bien cuidado y peinado. Solía usar el cabello corto, peinado hacia arriba de manera muy elegante - o a que ella le parecía elegante en todo caso - y con un pequeño rizo sobre la sien derecha. Después sabría que su elaborado peinado intentaba cubrir las cicatrices de una peligrosa intervención quirúrgica que le había salvado la vida.

-¿Como es eso?
- Cuando conocí a tu abuela, ambas eramos niñas que estaban creciendo en plena post Guerra - me explicó - nuestros padres eran europeos y la mayor parte de la familia de ambas continuaban en Europa, aún sin poder viajar a America para escapar de la pobreza y del miedo. Y nadie el mundo podía comprender eso a menos que lo estuviera viviendo.

Había escuchado historias parecidas de vez en cuando en casa. La guerra era un tema delicado entre los miembros de mi familia, sobre todo porque casi todos conocían sobre su historia de primera mano. La mayor parte de la rama Italiana y Española de mi familia, habían permanecido en el viejo continente durante el conflicto e incluso, algún que otro primo desconocido habían muerto, en el frente de batalla o debido a bombardeos. Siempre me producía escalofríos esa visión de otro mundo que no podía imaginar, donde el miedo parecía estar en todas partes. Imaginaba con enorme claridad las escenas de las ciudades destruidas, convertidas a escombros. Los sobrevivientes caminando entre los trozos de su vida y recuerdos diseminados por el suelo, convertidos en victimas de un dolor impensable y que quizás, no podían comprender.

- ¿Y por eso nada más se hicieron amigas? - pregunté con toda la sinceridad deslenguada e imprudente de la infancia. Mi abuela carraspeó la garganta pero no dijo nada. Clo se lo tomó con filosofía.
- Se puede ser amigos por razones por completo incomprensibles para los demás. Pero sobre todo, se puede ser amigo por ninguna razón - me contestó - pero sobre todo, la amistad puede surgir por si misma, como si naciera por ensalmo. Un día conoces a alguien y de pronto, te hace sonreír. Te escucha mejor que nadie. Te comprende como nunca pensaste nadie pudiera hacerlo. ¿No te ha ocurrido?

Me quedé pensando. Flor era mi amiga más querida del colegio y sin duda, la única persona en que pude pensar al escuchar las palabras de doña Clo. Era a quien le contaba mis preocupaciones y angustias, pequeñas secretos y alegrías. Y Flor sabía escucharlas mejor que nadie, con los ojos muy abiertos y asombrados, las manos abiertas generosas. Asentí, convencida.

- Sí, y es verdad lo que usted dice. ¿Usted y mi abuela eran amigas como yo lo soy de Flor?
- Lo somos aún.

Rieron juntas. Las miré a ambas, las cabezas juntas, la sonrisa amable y de pronto, las imaginé como niñas. Flacuchas, seguramente pecosas y muy pálidas. Doña Clo seguramente tenía los ojos grandes que había conservado en la vejez y su nariz huesuda. Y mi abuela, el rostro todo hoyuelos que siendo hermoso a pesar de las arrugitas en la comisura de los ojos y la boca. Dos niñas en mitad de una historia más grande que ellas mismas. Dos solitarias que terminaron encontrándose la una a la otra.

- Conocí a tu abuela el día en que me dio un bofetón - dijo entonces Clo con una de sus sonoras carcajadas - Yo estaba gritando porque una abeja me había picado y ella salió de no se donde, agitando las manos y asegurándome que no pasaría nada. "Ven acá" me dijo "yo sé como quitarte el aguijón". Pero yo no escuchaba nada, no quería hacerlo, aterrorizada por el dolor y el brazo hinchado. Y ella me dio un bofetón. Uno muy fuerte. Me sacudió la cabeza.

Me quedé boquiabierta. Mi abuela asintió con un gesto grave, pero sonreía al hacerlo.

- Después dejó de llorar y le saqué el aguijón del brazo - me explicó - y entonces, cuando se le pasó la locura, le pedi fuera a mi casa a tomar café con leche.

Las imaginé juntas, la niña llorosa y la del cabello cobrizo despeinados, sentadas en la mesa de la cocina, con las piernas colgando desde la silla. Y me conmovió la imagen. De pronto, me pareció dulcísima, invaluable. Por supuesto no lo pensé en términos tan complejos, sino que tuve una profunda sensación de maravilla, porque dos personas pudieran quererse y comprenderse de esa forma, por tantos años y de tantas maneras distintas. Me quedé mirándolas, como si de pronto mi abuela y doña Clo fueran dos personas distintas, totalmente ajenas a mi, unidas por un vínculo que yo no podía comprender y que era especialmente valioso y profundo.

Seguí pensando en eso mientras volvíamos a la casa. ¿Quienes son las personas que nos rodean? ¿Las que nos abrazan en el miedo, nos consuelan en el dolor? ¿Quienes son las que escuchan nuestros secretos? ¿Las que nos comprenden mejor que nadie? Abuela sonrío cuando le comenté en lo que estaba pensando.

- Es que de pronto, entendí que tener una amiga es tener una historia - le dije a mi abuela - que un amigo te recuerda y te hace estar vivo. Es como...
- ¿Magia?
- ¿Todo tiene que ver con la magia? - me quejé, incrédula y petulante. Mi abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Eres una bruja, por supuesto que sí.

Reímos juntas. Mi abuela siguió caminando, mirando la calle repleta de transeuntes con los ojos entrecerrados.

- Hay un ritual en Brujería para los amigos y los parientes que escoges, no los que la sangre te da - me dijo entonces - nunca lo entendí. De niña, lo leía y me preguntaba por qué querría atar mi espíritu a una persona desconocido. Por qué querría dibujar su nombre en las estrellas.
- ¿Que ritual es ese? - pregunté sorprendida.
- Uno muy viejo, me lo enseño tu tatarabuela Paula - me explicó - dos amigos son dos formas de ver el mundo que se complementan, de manera que tomas un hilo rojo y uno azul y lo atas junto con esa persona tan querida. Juntos tejen la historia, lo elaboran lentamente. Crean entonces una trenza a dos colores. Una idea que los une a ambos. Después la envuelven en un papel donde ambos piden un deseo para el otro. Cuando se quema, la ceniza flota en el viento. Y las estrellas te recuerdan.

Imaginé la escena: Flor y yo sentadas en la oscuridad del Jardín desordenado de mi abuela, tejiendo la trenza a dos colores. Y luego elevando las manos al cielo para dejar escapar la ceniza. Me pregunté si Flor se reiría de mí si se lo pidiera. O yo me atrevería. De pronto, no todo en la amistad era tan sencillo como hasta entonces había supuesto.

- La cosa es que nunca entendí por qué algo tan metáforico debía representar la amistad, que es cosas de todos los días - continuó mi abuela - ¿Que sentido tenía? Hasta que finalmente...sentí que debía hacerlo.
- ¿Lo sentiste? ¿Así de la nada?
- Magia.

Torcí el gesto. Mi abuela apoyó su mano calida y callosa en mi hombro y lo apretó. Me miró con ojos risueños.

- No es magia de sacar conejos de un sombreo o de volar en escobas. Es ese poder que te permite comprender tu mente, tu espiritu y la razón por la cual haces las cosas - continuó - De vez en cuando, algo es tan claro para ti que sabes debes hacerlo. Que de hecho, ocurre y se hace enormemente significativo aunque no sepas de inmediato el motivo. En Brujería le llamamos "una lección del misterio".
- ¿Por qué no sabes que es?
- Porque proviene de una parte de tu mente muy profunda.

Me detuve, un poco desconcertada. Mi abuela también lo hizo, mirándome desde sus dignas alturas de la anciana exquisita que era.

- ¿Entonces la magia viene dentro de ti?
- Sí.
- Pero entonces eso es mio - dije - está en alguna parte de lo que pienso.
- ¿Y por qué sería menos mágico de ser así?

Siguió caminando. La miré alejarse unos metros, con la trenza rozandole la espalda. Me apresuré a correr para alcanzarla.

- ¿Entonces la amistad es mágica?  - no era eso lo que quería preguntar - ¿Todos somos mágicos?

Eso estaba mejor. Ella me tomó de la mano y suspiro. Un gesto lento y solemne que escuché a pesar del bullicio de la calle.

- Somos obra de nuestro propio misterio. Y por eso, la amistad es uno.

Por supuesto, no comprendí. Ni lo comprendería por mucho tiempo después.


***

Flor era una de las pocas niñas del salón que no le había sufrido varicela. Cuando finalmente se contagió, el resto se rió de ella, sobre todo porque Flor tenía cicatrices por todas las mejillas y los brazos, muy rojas y visibles. Para Gloria, la niña más popular de la clase y también, la más malvada, Flor tenía el aspecto de una manzana poncha y podrida, o así lo gritaba a quien quisiera escucharlo en pleno patio de recreo. Su corrillo de amigas, que siempre la seguían a todas partes y le celebraban de todas sus maldades, señalaban a Flor entre risitas.

Lo veía todo desde la distancia, con cierto malestar pero sin atreverme a intervenir. Antes que Flor enfermara, nos habíamos peleado a los gritos porque ella había cometido el imperdonable error de llamar a mis libros "basura". Lo hizo sin malicia, como de hecho hacía cualquier cosa y se refería más a su aspecto ruinoso - que era cierto - que a su verdadera utilidad. Pero a mi me había herido mucho y más aún cuando ella se había negado a retractarse. "Estan sucios y llenos de raspones y rotos" me explicó con su habitual pragmatismo "botalos y comprate libros nuevos". Aquello fue como pedirme enviara al olvido a mis amigos más queridos de manera que consideré que Flor y yo no teníamos nada de que hablar. Después había enfermado y habíamos dejado de vernos por larguísimas tres semanas, toda una eternidad para los niños de nuestro edad.

Claro está y a pesar de eso, lamentaba las burlas de Gloria y sobre todo, su crueldad para con Flor, que aún tenía un aspecto pálido y enfermizo. Solía esconderse en los salones vacíos, huyendo de las burlas y risotadas y por último, simplemente dejó de mirar a su alrededor, con la cabeza hundida en el cuaderno, siempre tensa y pesarosa. La miraba a seis pupitres de distancia, lamentandome por ella, preocupandome por ella pero sin atreverme a dirigirle la palabra de nuevo. Me dolía aún nuestra discusión y en algún punto de mi mente egoista de niña malcriada, seguía pensando que me debía una disculpa.

Pero no podía dejar de pensar en todo lo incómodo que estaba sucediendo con Flor. Y de pronto, comencé a pensar también, en todas las cosas que habíamos compartido antes de la gran pelea - como la llamaba en mi mente - y su varicela. Las tardes en la cocina de mi abuela, comiendo galletas y bebiendo jugo de naranja luminoso. Nuestras conversaciones y juegos. Esa sensación de jamás estar sola que Flor siempre me hacia sentir y más aún, esa comprensión que tenía de su mundo y de sus cosas. Porque más allá de mi misma, Flor era alguien que apreciaba, era mi reflejo en el espejo, alguien a quien amaba y confiaba. Y la extrañaba claro. Extraña su risa juguetona, su imaginación despierta, su amabilidad.

Me encontré revisando los libros de las sombras de la casa, buscando el ritual del que me había hablado mi abuela. Encontré algunos párrafos que hablaban sobre la amistad y tuve la sensación que atravesaba una idea distinta hasta la que entonces había tenido sobre los amigos. En uno de las páginas, una de mis desconocidas primas Europeas insistía en que "La amistad es el reflejo de lo que aspiras para ti mismo" y alguien más "Es tu manera de recordarte a ti mismo. Encontrar otro sentido a tus historias, comprenderte a través de los ojos de alguien más". Me conmovió esa interpretación de las cosas, sobre todo, porque era justamente lo que yo sentía por Flor: juntas, podíamos recordar momentos de nuestra vida que de otra manera se habrían perdido para siempre. Juntas, eramos más que otra cosa, fuertes. Podíamos enfrentarnos a las lágrimas y a los temores. Nuestra risa era más fuerte a la vez, como un gran eco de alegrías y pequeñas confidencias. Era como un mundo único, nuestro, insustituible.

Mi abuela me encontró llorando sobre el libro de las sombras en que finalmente, encontré el ritual. Un llanto lento, un poco culpable. Ella me miró con su paciencia de bruja y espero hasta que finalmente, pude contarle que me sucedía. Después rebuscó en los cajones de su escritorio y dejó frente a la mesa donde me encontraba, una cinta azul, una verde y un papel.

- A veces, los amigos te enseñan a confiar en tu corazón - me dijo. Tomé todo y lo sostuve con un gesto respetuoso.
- ¿A ti que te enseñó eso Clo?
- Me enseñó a querer. Que casi la misma cosa.

Flor me miró con  los ojos muy grandes y sorprendidos cuando me senté junto a ella en el rincón donde estaba en el patio de recreo. Le dejé sobre las manos la cinta verde y le sonreí. Tenía un aspecto extraño, agotado y triste, aunque ya las cicatrices rojas de la viruela empezaban a desaparecer.

- Pensé que podíamos hacer algo juntas.
- ¿Qué es?
- Magia.
- ¿Aquí en la escuela? - se entusiasmó. Sonreí.
- Justo en la Escuela.

Cuando Gloria se acercó para burlarse, nos encontró a ambas tejiendo nuestra trenza de amistad. Y me levanté, enfurecida y salvaje, a gritarle que nos dejara en paz. Y cuando se fue, Flor y yo reímos juntas, cabeza con cabeza, burlándonos del miedo de Gloria y agradeciendo en silencio estar una junto a la otra. Una sensación de comprender el verdadero sentido de lo que es ese cariño único, fuerte e imperecedero que te ata a otra persona desde las estrellas.

Levantamos las manos. Las cenizas parecieron flotar en el atardecer cristalino del jardin antipático de mi abuela, varias horas después. Miramos el aire incadescente, elevandose con lentitud, bailando en el viento hacia la curva del cielo más allá de la  montaña.

- ¿Y ahora que pasará? - me preguntó. Miré las cenizas, recordando las risas de mi abuela y Doña Clo.
- Habrá muchas historias que contar.

Un eco en el cielo púrpura y añil de la noche. Quizás en la eternidad.

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