domingo, 3 de mayo de 2015

La danza de la memoria y otras historias de brujería.




Cuando tenía unos catorce años, tomé el hábito de trepar al techo de la casa para mirar a las estrellas. No recuerdo cuando empecé a hacerlo o por qué motivo lo hice. Más tarde tendría la sensación que no hubo un sólo día de mi infancia que no terminara con ese silencioso húmedo con olor a viento de montaña del cielo abierto, del asombro de mirar las estrellas extendiéndose en todas direcciones. Había algo de primitivo en necesidad de contemplar la cúpula celeste, de quizás comprender lo fugaz y diminuto de mi vida a través de ella. Un diminuto portento diario que siempre disfruté especialmente.

Por entonces, la casa de mi abuela era un hervidero de actividad. Tia P.  había decidido venir a vivir con nosotros y había hecho construir una pequeña habitación privada al otro lado del jardín, un pequeño anexo que llevó meses levantar y que llenó la casa del estruendo de la obra, las voces de los obreros y el escándalo de las herramientas golpeando sin cesar a cualquier hora del día. Quizás por ese motivo, el hábito de subirme al techo se hizo imprescindible, una manera de escapar no sólo al bullicio, sino también a esa sensación de invasión que las interminables obras me producían a diario. Y es que no sólo se trataba de la nueva elemento en la casa de mi abuela, sino esa definitiva sensación de perdida de la infancia que me abrumaba a toda hora. No podía escapar de ella, por más que quisiera y lo intentara. Me lo recordaba el reflejo en el espejo, la lenta pero sostenida sensación que mi vida estaba transformandose en algo más. Finalmente, mirar las estrellas se convirtió en una especie de silencio reconfortante, una idea que me consolaba en medio de todos los cambios que me llevaba esfuerzo asimilar.

Me tendía con los brazos abiertos, sobre las tejas viejas y mohosas. Algunas se movían bajo mi peso, otras parecían se me clavaban firmes en la espalda. Un pequeño lecho filoso que me sostenía con esfuerzo. El olor del musgo y de la hierba que crecía desordenada en las esquinas parecía llenarlo todo y no siempre era agradable. Y no obstante, valía la pena. El mundo perdía frontera y confín. Había una radiante belleza en ese azul diseminado por todas partes, las estrellas plata y púrpura brillando en un pequeño caos sin confín ni sentido. Nunca me sentí más a gusto, más eterna, carente de edad que flotando en silencio elemental que me rodeaba y me mecía casi con delicadeza. Como si el vaivén del mundo dejara de tener importancia justo allí, en medio de la noche. Una soledad radiante.

Mi abuela estaba encantada con aquella rutina mía. En más de una ocasión, me miró subir por la escalinata que llevaba a la parte más alta de la casa con una sonrisa. Eso me sorprendió: casi todos los demás habitantes de la casa consideraban mi nuevo habito como una especie de rebeldía simplona. Sobre todo, para mi prima M., para quien mi necesidad de mirar las estrellas era romanticismo barato. Así me lo hizo saber en plena cena familiar y en voz lo suficientemente alta como para que todos los presentes alrededor de la mesa de madera la escucharan.

- ¿Qué? ¿Te crees que encontrarás algo en las estrellas sólo mirándolas? - se encogió de hombros -  sólo es un cielo muerto. ¿No lo sabes? Ninguna de esas estrellas están vivas. Tienen siglos que desaparecieron, tu sólo ves lo que quedó de ellas.

Aguanté la respiración. Intenté no mirarla. La conversación de la mesa se detuvo, expectante, como si el resto de la familia nos escuchara con atención. Tal vez era así.

- No te importa por qué las miro - dije al final. Tomé una bocanada de aire - Muertas o vivas, son la única cosa que no pertenece al hombre que conozco.

Mi prima soltó una risotada en voz alta. Hizo un comentario sobre mi "romanticismo" antes que mi abuela le pidiera con severidad me dejara en paz. Pero ya el daño estaba hecho. A pesar que no lo admitiría jamás en voz alta, sentí un dolor insoportable ante el pensamiento que el espectáculo nocturno que tanto amaba, sólo era el reflejo de algo más. Una imagen de lo que había sido las estrellas hacia tanto tiempo que no podía imaginarlo. Y lo sabía, por supuesto: durante meses había leído sobre el tema por aquí y por allá, pero la manera como lo había dicho mi prima, le había quitado cualquier muestra de sublime belleza que yo pudiera haberle dado. Las estrellas sólo eran ecos de sí mismas, pequeñas partículas de historias muertas que no se repetirían jamás.

De manera que esa noche, al subir al techo, me quedé a medio camino, sentada en uno de los peldaños de la vieja escalera de metal. Me sentía un poco ridícula de insistir en contemplar las estrellas, imáginandome mundos imposibles, criaturas espléndidas. O incluso, que pudieran tener algún significado en su belleza misteriosa y remota. Estaban muertas ¿no? Sólo eran resplandores de luz olvidados. Una idea cientifica que le arrebataba toda belleza y profundidad. El pensamiento me hizo sentir deseos de llorar. Me quedé sentada, en la oscuridad, con una sensación de vacío que no podía explicar muy bien.

- ¿Te vas a quedar allí toda la noche?

Mi abuela se acercaba con el jardín con su pequeña lamparita de cobre. Le encantaba llevarla en la noche, con el cabo de una vela medio derretida titilando en su interior. Me encogí de hombros, mirando el juego de sombras triples que la luz producía en la hierba mal cortada. No sabía como explicarle mi tristeza.

- Creo que mejor me voy a dormir temprano hoy - respondí.
- ¿Es por lo que dijo tu prima?
- Bueno, es la verdad ¿No? las estrellas están muertas. Hasta el señor Sagan lo dice.

Me había obsesionado con el libro "Cosmos" de Carl Sagan. Había algo aterrador y hermoso en sus fotografías de mundos desconocidos, de majestuosos paisajes inimaginables que me mostraban una dimensión de la realidad que hasta entonces, yo no había imaginado. También el escritor hablaba sobre la plácida muerte de la cúpula Celeste, la lentísima transformación de las fronteras de lo creemos real gracias a la luz. Pero mi prima simplemente había puesto las cosas en un lugar vulgar que le había arrebatado toda la belleza a las imágenes en mi mente. El cielo sólo era un lugar hueco, engañoso. Un reflejo de la nada.

- ¿Te parece que todo es tan simple? - preguntó mi abuela, sentándose a mi lado. Me encogí de hombros.
- No lo sé. Es la verdad, la luz que vemos en el cielo viene de estrellas que hace tantísimo tiempo explotaron o algo así. ¿Entonces que es lo que vemos? ¿La nada? ¿La muerte?

La idea me dio un escalofrío. Me incliné hacia adelante, rodeándome la cintura con los brazos. Tuve la sensación que el tiempo avanzaba muy rápido, que había algo en el aire, en la sustancia de las cosas que se deshacía con tanta velocidad que en aquel instante de puro pánico, podía notarlo con absoluta claridad. El olor de la argamasa y el cemento de la construcción de la tia, el jardín creciendo y muriendo bajo mis pies, incluso la montaña querida alzándose en su imperturbable belleza. ¿No eran símbolos de los cambios? ¿De la idea que nada es para siempre? ¿Que todos morimos a diario? ¿Que todo se transforma, se desmorona? Era una idea insoportable, enorme y dolorosa. Un pensamiento que pesaba excesivamente a mis escasos catorce años.

- Hija, la muerte siempre está en todas partes. Pero también la vida. Son los extremos de todo lo extraordinario que transitar tu propia existencia - dijo mi abuela en voz baja. Colocó la lamparita un peldaño más abajo de donde nos encontrábamos sentadas y la luz pareció colorear con delicadeza nuestra piel - Somos parte de un ciclo mucho más grande, de una serie de ideas mucho más complicadas que el temor a la trascendencia y la conciencia de nuestra fugaz existencia.

Suspiré. Era difícil pensar en ideas tan complicadas sin sentir miedo. Sin percibir como una angustia secreta se deslizaba en mi mente hasta provocarme un terror infinito. De pronto, tuve la sensación que todo lo que miraba era transitorio, elemental, apenas creado. Y que tan rápido como había nacido, podía morir, desaparecer. No era algo sencillo de asimilar y la sola idea de hacerlo me puso otra vez al borde las lágrimas.

- Pero...¿Eso es todo? ¿Vivir para esperar morir? - dije - ¿Mirarnos como el reflejo de las estrellas?
- Puedes vivir así o vivir para comprender el pequeño portento de estar vivo - dijo mi abuela, acariciándome las mejillas con sus dedos callosos - para comprender que en medio de todas las transformaciones Universales, de la ley inmutable de la naturaleza que te lleva al cambio, eres tu. Que lo eres al nacer, sobreviviente a la biología. Que lo eres mientras creces, transformándote, haciéndote más fuerte, mucho más consciente del mundo que te rodea. Que eres único, inimitable, individual, eterno en tu identidad. Que no habrá nadie más como tu antes o después. Que incluso aunque te parezca que eres un rostro más entre la multitud, serás siempre producto de un extraordinario momento estelar.

Se quedó en silencio. Había algo lírico en sus palabras que me provocaba una profunda emoción, pero no lograba calmar el miedo que sentía. Más allá, el anexo que mi tia había hecho construir se levantaba al margen del jardin, todo ladrillos y paredes vacías. Pensé en el momento en que esa pequeña habitación nacida fuese antigua. En el que las grietas llenaran la argamasa, en que todo careciera de belleza. Pensé incluso en el día en que el olvido arrasara no sólo lo nuevo, sino lo de siempre. Lo que consideraba inmutable. Cuando aquella casa que tanto amaba, no fuera otra cosa que un recuerdo. Como la luz de las estrellas que me consolaba, como todas las ideas que había tenido o tendría. ¿Todo era tan fugaz? ¿Tan pequeño? ¿Tan frágil?

- Sí - dijo mi abuela después de escucharme. Ella nunca me mentía - Y también, habrá el recuerdo magnifico que existió. Habrá alguien que podrá asombrarse que hubo una casa llena de risas, llena de belleza. Que hubo mujeres que cantaron a la Luna. Que hubo belleza para recordar viejas historias, siempre nuevas, gracias a quienes las recuerdan. Las Estrellas ya no están pero su luz se perpetúa, se hace interminable y hermosa. Como si el Universo no dejara jamás de existir. Como si cada cosa creara dejara huella.

Una vez había leído en uno de los Libros de las Sombras de la Casa, que la brujería era el arte de construir el conocimiento. Lo había escrito una pariente que jamás conocí y que había sido médico en algún lugar de Italia. Había sido la primera mujer de su pueblo en llegar a la Universidad, había sido una de las primeras mujeres de su familia en sostener un titulo universitario. Y después había regresado con su familia para curar, para enseñar, para según escribió: "recordar que somos toda nuestra historia en un segundo. ¿Quién recordará mañana que hubo una mujer que quiso curar y consolar. A quien abrí camino, a quien le digo a la distancia: si, puedes hacerlo. Es real lo que sueñas. Que cada día es parte de tu historia y será lo que quieras de ella". Recordé con enorme nitidez la caligrafía inclinada y casi ilegible de aquella mujer desconocida. La pasión que me pareció entrever en sus palabras. Y pensé en lo finito, en lo remoto. En lo bello y en lo que se recuerda. En esa esperanza tan fina y tan endeble de perdurar, en ese poder extraordinario y eterno de construir lo que aspiras. De ser único incluso en un pestañeo de la eternidad.

- Hace mucho siglos atrás la humanidad miro el cielo y creyó que la luz provenía de Dioses, de criaturas extraordinarias que vigilaban el mundo con paciencia - dijo mi abuela. Había subido conmigo al tejado y ahora ambas nos encontrábamos tumbadas de espaldas, mirando al infinito con los ojos muy abiertos y asombrados - La Luna como la Madre eterna, El Sol como el poder más poderoso. Y las estrellas como el Mapa de lo Divino. Vivir es transitar el camino de ese conocimiento esencial, de comprender que nuestra vida es fugaz sin duda, pero también trascendente. Que se eleva más allá de nosotros y de cualquier significado. Que se hace extraordinaria por nuestra capacidad de sostener nuestras ideas a pesar del caos. De crear para aspirar a la trascendencia. Somos hijos del tiempo. Pero también, de las estrellas.

Esa noche, cuando escribí sobre la conversación mi libro de las Sombras, tuve una sensación nueva. Que cada palabra que escribía tenía un sentido único. Haciendo retroceder esa idea del olvido a fuerza de entusiasmo, de creación y de pura aspiración a la belleza. Y me pregunté si siempre era así, esa necesidad de crear y comprender, soñar y elevarme en el límite de mi existencia. Una idea asombrosa y temible. Extraordinaria y dolorosa. Un pensamiento que me hirió y me reconfortó, en una extraña visión sobre mi propia vida que me deslumbró.

Aún continuó haciéndome la misma pregunta mientras escribo y siento el poder de la palabra entre mis dedos. Cuando fotografío y comprendo el mundo de una manera original. ¿Creamos para trascender? ¿O se trata de algo más? Sonrío al pensar en la frase, por el hecho de no comprenderla en realidad. Y aún así, es el poder de lo que aspiro, de esa necesidad de continuar, a pesar de todo. Esa profunda aspiración a la trascendencia que aún no logro abarcar.



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