domingo, 7 de septiembre de 2014

Un deseo en una lágrima. Historias de brujería.



Mi abuela solía decir que la Luna siempre tenía sonreía. A pesar de las noches de tormenta y las noches agitadas y oscuras. Cuando le pregunté por qué, mi abuela se encogió de hombros.

- Porque la sonrisa es un simbolo de valentia.
- ¿La sonrisa? - pregunté desconcertada - ¿Así?

Me estiré los labios con los dedos en una mueca rara e incluso inquietante. Mi abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas, esas que tanto me gustaban.

- Hablo de las sonrisas de verdad, de las que brotan como retoños frescos. Las que te iluminan la cara, el espíritu. De las que nace la felicidad, ramas enteras de frutos de buenos deseos.

Me imaginé con mucha claridad la imagen: Un árbol extraordinario de tronco dorado, extendiendo sus ramas hacia un cielo azul y limpio, mis favoritos. Y en las hojas, pequeñas sonrisas dibujadas: sonrisas pequeñas y timidas, unas muy amplias de grandes dientes risueños, otras con los labios apretados decorosamente. Decenas de risas escondidas, floreciendo y brotando de la raíz misma de aquel árbol extraño.  La imagen me pareció extravagante y muy bonita. ¡Me encantó!

- ¿Y la Luna sonríe por que es valiente dices? - pregunté. Mi abuela me hizo un guiño cariñoso, inclinada sobre su rosal favorito, cortando con cuidado las ramitas secas y las hojas chamuscadas por el sol.
- Para sonreír, debes aceptar que la tristeza existe, que el dolor es real, pero que aún así vale la pena sonreír. Que tratar de encontrar motivos para hacerlo, es mucho más importante que sucumbir al dolor. Cuando descubres ese secreto, sabes que llevas la sonrisa como una Joya, como un sueño compartido, como una promesa de esperanza.

No entendí mucho aquello. Yo sonreía por gusto, sonreía con ganas, sonreía porque la risa se me salía de los labios sin que pudiera contenerla. Sonreía a gritos, hasta que se me salían las lágrimas. Con once años cumplidos, la risa estaba en todas partes. En las tardes de bicicletas, en los días de colegio aburridos, entre las páginas de los libros. La risa del árbol mágico, pensé entusiasmada con la idea. Un regalo misterioso de pura alegría que parecía brotar de la tierra misma.

- ¿Eres valiente por sonreír? - se escandalizó mi amiga Flor cuando le comenté del tema. Me encogí de hombros.
- Eso dice mi abuela.
- Pero los héroes siempre van muy serios. No se rien, sino que te miran con los ojos muy abiertos, muy serios. Para que sepas los valientes que son.

Levantó el libro de historia que hojeabamos juntas. El rostro de Simón Bolívar me miró desde una página coloreada. Muy serio claro. Las cejas arquedas en un gesto arrogante, la nariz larga y delgada inclinada. Y la boca elegante muy apretada, claro.  Sin sonreír. Nada de sonrisas para el Héroe, me dije asombrada. Me pregunté si mi abuela sabía sobre esa seriedad de los hombres de los Libros, de los grandes Lideres del pasado. Claro que sabía, me dice sacudiendo la cabeza, mi abuela sabia de todo.

- Bueno, la cosa es que quizás sonreían cuando nadie los veía - le respondí a Flor. Pasé hoja tras hoja del libro de Historia. Todos los rostros que encontré allí me miraban circunspectos, helados y distantes. Sin expresión. Y desde luego, sin atisbo de sonrisa. Ni una pequeña, en la comisura de los labios. O pequeñita, medio dibujada, escondida en la solapa de la camisa. Nada de eso. Los grandes hombres de la historia, que seguramente fueron muy valiente, no sonreían.

- Que raro - dije desconcertada. Flor se encogió de hombros.
- No entiendo nada.

La idea me atormentó por días. Finalmente, le pregunté a tia F., que estaba muy atareada en la cocina y me dedicó una mirada borrosa e inquieta.

- ¿Que Simón Bolívar no se reía? - me preguntó parpadeando. Mi tia F. siempre parecía que estaba a punto de despertar de algún sueño profundo. Parpadeaba mucho - después me enteraría que debido a su miopía - y con frecuencia tenía una expresión un poco asombrada, como si alguien le hubiese sacudido del hombro con fuerza, sobresaltandola.
- Como mi abuela dijo que la gente valiente sonreía...me pregunté porque Simón Bolivar no lo hacía.

Me sentí ridícula diciendo aquello en voz alta. ¡Hasta a mi me parecía un poco irrespetuoso imaginar al gran hombre histórico riendo, mandibula batiente, con las manos apoyadas en las rodillas! Tia F. parpadeó otra vez y se tomó la cosa con calma.

- Bueno, las brujas creemos que la Luna siempre sonríe...
- Eso me dijo la abuela.
- Pero para sonreír, tienes que tener el corazón exaltado y saber, el poder que tiene.
- ¿Las sonrisas tienen poder?
- ¿No lo sientes?

Sonreí. Una mueca amplia y seca. Pues no, no sentía nada. Pero ya tia F. se había olvidado que yo estaba allí y revolvía cosas en la cocina. Me fui de allí con mi sonrisa amplia y estirada sobre los labios, queriendo sentir la magia. La verdad, era que no sentía nada...

Por aquel entonces, nadie me prestaba mucha atención en casa. Tatarabuela P. había enfermado semanas atrás, y a pesar de los esfuerzos de los médicos y de toda la familia por cuidarla, no mejoraba. Todos estaban preocupados, profundamente tristes. Incluso mi abuela que siempre se veía estoica y muy fuerte. Todos visitaban al menos una vez al día la habitación de Tatarabuela, le tomaban de la mano, la besaban con ternura. Ella los miraba a todos, muy cansada y dolorida. A veces, dormía, con sus hermosos cabellos blancos flotando sobre la almohada como un rayo de sol.

- ¿Y a ti que te pasa? - me dijo cuando entré en su habitación con mi gran sonrisa falsa. Me encogí de hombros.
- Bueno...que quiero ser valiente.
- Repiteme eso.
- La abuela dice que la sonrisa es cosa de valientes.

La Tatarabuela me dedicó una de sus miradas irritadas. Se veía muy frágil y cansada, medio hundida en sus almohadones, llevando una bata de hilo y con el rostro demacrado. Me hizo una seña para que me acercara.

- Eso no es una sonrisa. Deja de hacerla.

Relajé la cara. Ella inclinó la cabeza y se calzó sobre la nariz sus enormes anteojos de pasta.

- Cuentame eso de la sonrisa.

Le expliqué lo que la abuela me había contado. Lo del árbol de las sonrisas, lo del valor y la esperanza. Y también, lo de las pinturas de los proceres y héroes, todos ellos muy serios y severos en las imagenes. La tatarabuela sonrío y sacudió la cabeza.

- Entonces te dio por andar con esa mueca demente por la casa - dijo divertida. Me encogí de hombros.
- Quería parecer valiente sonriendo.

No le dije que tenía mucho miedo. No le dije que a medida que transcurrian los días y los médicos iban y venían por la casa, comenzaba a preocuparme que podía suceder con ella. No le dije que temía el día en que no escuchara su voz firme, que no entrara a su habitación para verla dormir o hacerle preguntas sobre su colección de cajitas. No le dije que estaba aterrada pero no se lo decía a nadie, por las lágrimas de mi abuela y de mi mamá. No le dije que a veces lloraba de noche, por ella, por saber que sufría. Por querer desear descansara con tranquilidad pero tener miedo del...

- Tengo que sonreír para ti - le dije al final - eso pasa. Pero no me sale bien.

Carraspeé incómoda. Me pregunté si me reñiría por "mis locuras", como solía decirme o me echaría de su habitación para escuchar en paz su programa de radio favorito, como también solía hacer. Pero no hizo nada de eso. Solo extendió la mano y me acarició la mejilla.

- Porque no es real. ¿Qué te hace reir brujita?

Lo pensé. Me hacia reir las piruetas demenciales de Capitán, el perro en el Jardín. Los destrozos de la tia F. en la cocina. Las discusiones de tia E. y su amiga Fefi sobre telenovelas. Me hacian reir los chistes de Flor, la manera como su gato se subia a los anaqueles y corría desordenando, arrojando cosas con su cola torcida. Cuando terminé de contarle todo aquello, sonreía de oreja a oreja, con toda libertad.

- Así esta mejor. ¿Y que te hace reir cuando estamos juntas? - preguntó Tatarabuela.

Me hacía reír su manera de dedicarle miradas exasperadas a tia E. y mi prima M. cuando bailaban la música de la radio. Me hacia reir que siempre hacia un chasquido muy raro y escandaloso con la lengua cuando estaba disgustada. Me hacía reir con su manera de arrojar las revistas y periodicos sobre su hombro cuando se cansaba de leer. Comencé a reirme incluso antes de terminar de contarle, y Tatarabuela rió con ganas también, aunque bajito, sin moverse mucho. Después sabría que aquel simple movimiento le provocaba dolor.

- Entonces, cuando debas pensar en mi y quieras sonreír, piensa en eso - me dijo. Sentí un escalofrío y la sonrisa recién recuperada se me congeló en los labios.
- Tati...
- Sonreí brujita, la esperanza siempre renace.


Esa noche, antes de dormir, sentí otra vez el miedo. Y entonces me esforcé pensar en los chistes de Flor, en su gato, en la manera ridícula y divertida como mi tio C. imitaba a un cantante de moda. Me dormí sonriendo, aunque con las manos apretadas contra la almohada, a medio camino entre la tranquilidad y el dolor.


La sonrisa es un árbol de ramas brillantes, pensé el día en que la hermana Rosa, directora del colegio donde estudie, me hizo ir a la dirección. Mi abuela estaba con ella. No sonreía y tenía el rostro pálido y cansado.

- Mi niña...

La sonrisa es una flor, es una forma de valentia. Me aferré a la mano de mi mamá cuando pasé junto a la habitación de la Tatabuela, ahora vacía. Las ventanas abiertas, el viento levantando las frágiles cortinas de encaje. ¿Donde estás? me pregunté abrumada y paralizada, en soledad. ¿Donde estás? ¿Cómo te perdí? ¿Cómo te recupero? El olor de la albahaca en el jardin, confundiendose con la lluvia.

La sonrisa está en la Luna, porque siempre hay esperanza.

Lloré contra las sábanas de la cama de la Tatarabuela, que aún conservaban su olor. Lloré aferrada a su recuerdo, a las horas de lectura, a su imagen hermosa, al sonido de su voz. Y lloré sin saber que otra cosa hacer, perdida en el tremendal de la angustia, herida y lastimada como nunca. Lloré perdida, a trozos, rota a pedazos. En medio de las sombras del Jardin.

- Hay que sonreír brujita. Siempre hay que sonreír.

¿Era su voz, en los rincones del Patio? ¿Era el sonido de sus pasos en el pasillo silencioso? Sentada con las manos apretadas contra las rodillas quise creer que sí. Tati, ¿Donde estás? ¿Por qué te espero y no regresas? Miré por la ventana la luz de la Luna, palpitandose, abriéndose camino en la oscuridad.

Y en las ráfagas de aire de la noche, de las ramas de los árboles que cantan, recordé que había que sonreír. A pesar del dolor y de la angustia. O justamente, quizás debido a ellas. De manera que sonreí. Recordando su voz firme al bromear con tia P., sus ojos brillantes cuando cantaba a viva voz. Sonreí para el olor a albahaca de su cabello. Sonreí para todas las veces que bailamos juntas con su música favorita de la radio. Sonreí para los sueños, sonreí para el pasado, para las heridas abiertas y para todas las que habría que curar. Sonreí para el futuro, para todos los tiempos venideros. Sonreí para encontrar la paz.

Mi abuela me encontró riendo y llorando, bailando a solas el cha cha cha que tanto le gustaba a Tatarabuela. Cuando me vio, también sonrío, entré lagrimas, con el rostro demudado de pena. Y entendí finalmente, el poder de sonreír, esa valentía secreta del espiritu, ese poder que es tan inmenso como el cielo y tan profundo como el dolor.

Sonreír, para creer y confiar.

Sonreír, para soñar.

C'est la vie.


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