domingo, 28 de septiembre de 2014

De las sonrisas olvidadas y otras miradas al silencio. Historias de Brujería.




El sonido del viento contra la ventana. El olor de la lluvia tan cerca, tan dulce como amargo. Y más allá, el suave vaivén del mar, un susurro primitivo que parece nacer de las rocas y de una historia tan vieja que nadie recuerda ya. Y de pronto, el rayo cruza el cielo púrpura, lo abre en dos. El sonido ronco del trueno lo llena todo, lo envuelve en una nota cálida y misteriosa casi sobrenatural.

Desperté sobresaltada. Me llevó unos segundos recordar que me encontraba en la cama de mi casa, la noche del día de mi cumpleaños. Me quedé sentada entre las sábanas con una extraña sensación de vértigo, como si aún continuara soñando, elevándome en medio del silencio, remotando las olas de mis ojos cerrados. Pero estaba despierta, claro. No llovía afuera y el jardín de mi abuela tenía un aspecto apacible, muy diferente al paisaje de la tormenta violenta con que había estado soñando. Me acerqué a la ventana para mirar. El cielo despejado me recibió con una sonrisa. Faltaba poco para el amanecer.

Cumpliría doce años. Era una fecha singular a la que le había brindado un significado personal, aunque en realidad no tuviera ningún otro. Había transcurrido casi un año desde que me había iniciado en la Brujería y aún me sorprendía lo mucho que aprendido durante los meses que habían transcurrido desde entonces. Claro está, no se trataba de otra cosa que conocimiento elemental, de largas conversaciones con mis tias primas, del conocimiento de todos los días, de la mirada atenta al continuo devenir de la historia de la que ahora formaba parte. Pero aún así, me sentía profundamente feliz, como si avanzara con lentitud por un camino desconocido cada vez más fértil y verde.

Mi cumpleaños coincide con el primer día del sol. Una fecha curiosa que marca el principio de un nuevo ciclo en muchas partes del mundo y el último trecho del año, en mi país donde siempre es verano. Miré el amanecer preguntándome si por ese motivo, tenía esta sensación de entusiasmo, de alegría. Vaya, no se cumple doce años todos los días, me dije ufana. Ya no era niña aunque tampoco era una joven aún. Estaba en ese espacio intermedio entre dos mundos muy distinto pero a mi no me molestaba. Los primeros cambios en mi cuerpo habían comenzado a suceder: había crecido unas cuantos centimetros, mi cuerpo comenzaba a a tener curvas femeninas y de hecho, yo misma me sentía como una semilla a punto de nacer. Era una sensación curiosa e intima que de inmediato relacioné con mis próximos doce años. Sí, seguramente de allí partía la sensación.

Además, mi abuela me había prometido un regalo "especial".

- ¿Como que especial? - le pregunté con los ojos muy abiertos. Soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Muy especial.
- ¿Qué es?
- Lo recibirás el día de tu cumpleaños.
- ¡Pero dime algo sobre lo que será!
- No, te conviene ejercitar la paciencia.

Apreté las manos sobre las rodillas. Caramba, que de paciencia si no estaba muy dotada y la larga espera de semanas me resultaba insoportable. Pero mi abuela se limitó a sacudir la cabeza y a reir de nuevo, muy divertida con mi mohín malcriado.

- Sólo tienes que esperar, sé que te gustará.

Mi imaginación se disparó. Comencé a imaginarme todo tipo de objetos misteriosos y fabulosos que la abuela podía regalarme: ¿Sería un libro con una historia extraordinaria? ¿O una nueva cámara, de esas antiguas que tanto me gustaban? Decidí que no. Mi abuela no llamaría especial a cosas que podrían comprarse en una tienda. ¿Sería entonces alguna de las cosas enigmáticas que se guardaban en el sotano? ¿O uno de los bellos objetos mágicos que mi abuela coleccionaba? Imaginé tantas cosas y de manera tan distinta, tantas imágenes espléndidas, que cuando mi abuela me extendió el pequeño baúl de madera grabado, no supe que decir.

- ¿Una caja? - tartamudeé por último. Mi abuela me dedicó una mirada penetrante.
- No es sólo una caja. Abrela.

La coloqué sobre la mesa de la cocina y la miré con atención. Realmente, no se trataba sólo de una caja, sino de varias, colocadas unas dentro de otras hasta formar una diminuta y rara estructura. Todas tenían una gavetera de mango romo y también, pequeñas pestañas que podía abrir hacia afuera o presionar para volverlas a ocultar. Lo toqué todo, asombrada y un poco desconcertada. ¿De que clase de cosa se trataba? No había visto nada parecido antes o al menos, no tan pequeño y mucho menos, tan delicado.

- ¿Que es? - pregunté sin saber que pensar.
- Es una caja de sabiduría  - me explicó con una pequeña sonrisa - todas las brujas tenemos una. En ella guardarás todas las cosas que representen para ti la magia, el conocimiento, los sueños. Y un secreto. Es tu forma de recordarte a ti misma, que cada día creces en conocimiento y que la mujer que serás en el futuro, despierta cada día.

Me entusiasmé. Abrí y cerré las gavetinas, saqué algunas para mirar. Eran de madera muy fina, con un leve olor medicinal. Me pregunté que se había guardado antes en ellas, a quien había pertenecido antes que mi abuela me lo regalara. Como todas las cosas que había en su casa, aquella caja enigmática seguramente tendría su historia, una muy larga e interesante que contar.

- La tiene, pero hoy comienza la tuya - me dijo mi abuela cuando se lo pregunté - usa la caja de la sabiduría para recordar quién eres y a donde vas.

Que palabras extrañas esas, me dije cuando me quedé a solas con la caja. Aunque me había encantado la historia que la abuela me había contado, seguía pareciendome un objeto extraño y sin mucho chiste. Pero no se lo dije claro. Meses atrás habia aprendido con mi caldero que en brujería, las objetos suelen tener más de un significado, todos ellos muy interesantes. Y estaba dispuesta a descubrir cual era el de esta pequeña caja, con su extraño olor entre amargo y dulce, sus muescas en la madera. La acaricié con dedos timidos, asombrada por la belleza de sus ornamentos, por su delicadeza. Le di vueltas, mirando los pequeños raspones opacos que hablaban de historia. Alguien habia tallado las letras J.E en el interior de una de las bisagras interiores y me hizo sonreír imaginar la mano desconocida que lo había hecho. ¿Eran sus iniciales? ¿Las de alguien a quien quería? Casi pude ver con los ojos de mi imaginación a la bruja sin rostro que lo había hecho, con el cuchillo apoyado sobre la madera, los labios apretados por el esfuerzo. ¿En que habría estado pensando? Me gustó que mi caja de la sabiduría  se trataba de un objeto que quizás tendría mucho que contarme.

- ¿Y que haré ahora contigo?  - me pregunté en voz alta. La verdad, no tenía mucha idea de que podría guardar en la caja. Mi abuela había dicho que debían ser objetos que simbolizaran para mi lo mágico, lo misterioso, la sabiduría. ¿Cuales podrían ser? Miré a mi alrededor ¿Cuales podrían mostrar mi curiosidad innata, mi necesidad por aprender? Me acerqué a mis libros favoritos. Acaricié con la yema de los dedos los lomos de cuero. Una caricia cariñosa. Tomé mi viejo Volumen de Narraciones Extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

Con distancia era el libro que más me había sorprendido hasta entonces. Mi mamá me lo había obsequiado, casi al descuido y yo había comenzado a leer sin saber de qué se trataba o quién era su autor. Pero de inmediato, el poder de sus historias me abrumó, me desconcertó. Fue como entrar a otra región de mi mente, en un lugar totalmente nuevo de mi imaginación. Cada cuento, cada escenario, me asombró y me desconcertó. Me asustó, incluso. Me desconcertó la mezcla de lo bello con lo tétrico y de pronto, entendí que el mundo podía ser muchas cosas que no había imaginado aún.

De manera que el primer objeto que guardé en mi caja de sabiduría fue un libro. Me gustó verlo allí, con su tapa amarilla un poco gastada por los bordes y sus hojas dobladas, tan manoseadas. Sonreí, con cierta sensación de satisfacción. Era un buen comienzo, pensé. Un primer paso para algo más grande. Añadí además, una pequeña notita escrita a mano donde explicaba que Edgar Allan Poe me había enseñado que el miedo puede ser hermoso y que lo hermoso aterrador.

Lo siguiente que guardé en mi caja de sabiduría fueron tres de mis fotografías favoritas. Me llevó semanas escogerlas, mirar una a una todas las que había tomado durante ese largo año de aprendizaje solitario detrás de la cámara. Finalmente escogí tres de rostros, entre todas las escenas y paisajes que había coleccionado: un retrato de una mujer desconocida de la calle, uno de mi tatarabuela P. y uno de mis autorretratos. Miré esos pequeños fragmentos de historia y pensé que me habían enseñado mucho en si silencio: La mujer desconocida había sonreído cuando la fotografié y esa sonrisa, me había demostrado que el lenguaje de las imagenes es trascendental. La imagen de mi abuela, que el tiempo puede detenerse: a pesar de haberla perdido, aún podía contemplar su fotografía y recordar su olor y el sonido de su voz. Mi autorretrato, a reconocerme, a pesar del miedo, del sobresalto de mirar mis ojos como un reflejo de mis pensamientos. Coloqué con cuidado las tres imágenes en una de las gavetas, con dedos temblorosos.

"Somos lo que vemos. Vemos lo que somos" Decía la nota que incluí entre ellas.

Con el transcurrir de los meses, incluí también pequeñas hojas a medio escribir: párrafos solitarios, poemas a medio terminar, fragmentos de imágenes a medio describir. También lápices, pequeñas esculturas de arcilla del taller de mi tia L., piedritas con pequeñas historias a cuestas. Pronto, descubrí que decidir que guardar en mi casa de la sabiduría se había convertido no solo en un hábito sino en una obsesión. Porque por cada objeto que incluía, también guardaba una idea, un recuerdo, una promesa, una interpretación de mi misma. Cientos de miradas a mi vida, a ese proceso lento y doloroso de crecer. Una especie de imagen en movimiento de mi misma.

"Una palabra por cada sueño que conservo. Una palabra por cada mirada al infinito" escribí en un papel para cerrar una de las pequeñas gavetinas. De pronto, noté que habían transcurrido casi siete meses desde que mi abuela me había obsequiado la caja. Como si el viento se llevara el tiempo enredado en las esquinas.

Probablemente, pensé con un sobresalto, a eso le llamen crecer.

***

El sonido de la lluvia, cada vez más fuerte, cada vez más poderoso. Me golpea el rostro, me sacude por completo. Aprieto los brazos contra el pecho, cierro los ojos, deslumbrada por el brillo de la lluvia al caer. Y de pronto, el sonido del mar, extraordinario, interminable...

Desperté. Me había quedado dormida junto a la caja, mientras terminaba de guardar en ella un ensayo de clase donde había obtenido la mayor calificación y una hoja de mi árbol favorito. ¿Había tenido ese sueño antes? Me parecía recordarlo vagamente. El olor del mar, la sensación de la lluvia sobre la piel. No pude encontrar donde podía encajar esa sensación de desasiego, de asombro un poco temoroso. Cuando comencé a escribir la escena en una hoja de papel, la imagen se hizo clara, radiante.

El mar embravecido golpeando contra las rocas. El rayo cortando en dos el cielo púrpura. El trueno llenando el mundo. El escalofrio en mis brazos desnudos. Y esa calma plomiza después.

Guardé el papel entre las páginas del libro de Edgar Allan Poe. Tal vez después podría recordar cuantas veces había soñado lo mismo o sabría que podría significar. Miré las páginas amarillentas del libro, la madera pulida y envejecida de la caja y pensé en la sustancia que crea el recuerdo y los conocimientos. El poder de construir nuestra propia mirada hacia el futuro.

Por esas semanas de septiembre, mi abuela llevaba a cabo la limpieza de Equinoccio en casa, lo que venía a significar que durante algunos días mis agitados cada lugar de la casa sería ordenado, sacudido, lavado y sacado al sol. Había un gran revuelo en pasillos y habitaciones y como cada año, tuve la sensación que el comienzo de ciclo traía un soplo de aire fresco a la casa. Me gustaba la sensación de entusiasmo, de risas y algarabia que llenaba el aire perfumado y cálido del Verano eterno. Era como un renacimiento diminuto. Una explosión de luz.

- Tienen que ver esto - llamó mi tia E. desde el comedor - les va a encantar.

Me encantó desde luego lo que encontré cuando me senté junto a ella en la mesa: Mi tia había extendido sobre la madera un buen montón de fotografías de familia. Algunas tan viejas que comenzaban a romperse por los bordes, otras actuales y coloridas. Solté un jadeo de alegría, tomando algunas para mirarlas de cerca: no reconocí a la mayoría de las personas en ellas, pero si a varios rostros, tan jóvenes que casi me resultaron desconocidos. Mi abuela sonreía desde una juventud frutal, con el cabello largo y abundante. A su lado, mi abuela me miraba con su habitual serenidad. Mi madre, muy pequeñita y risueña, jugaba entre sus piernas. Solté una carcajada de puro placer.

- ¡Hay un montón de gente que no recuerdo de quien se trata! - me dijo mi tia - que extraño eso. Debe tratarse de algún pariente desconocido.

Seguí revisando. Encontré una fotografía de mi tio favorito, siendo aún un niño muy pequeño. De tia E., adolescente y taciturna. De prima M. con su cabello rizado muy corto y abundante - pensé en burlarme de ella después -, una de mi bisabuela, una dama muy joven y bella. Extendí la mano para tomar la imagen de una mujer pálida y alta, que sonreía con tristeza a la cámara.

- Ah mira, esta es tu tia J. La hermana de tu bisabuela. Murió unos diez años antes que nacieras - me contó tia E. - era una mujer muy triste, sufría de artritis y siempre la atormentaban severos dolores. Pero era una gran pintora, o habría llegado a serlo de haber vivido lo suficiente. Murió de polio a los veintitrés.


Miré a la desconocida J. en la fotografía que había captado su imagen para siempre. Estaba de pie, junto a un mar plácido y radiante, lleno de chispas de luz. Llevaba un vestido negro, los brazos descubiertos. Una expresión cansada que la hacia lucir mayor a pesar de su hermoso rostro y de la melena de cabello oscuro que le caía sobre los hombros. La miré, con una extraña sensación de reconocimiento, como si pudiera adivinar su historia solamente a través del juego de luz y sombra a sus pies. Tuve un escalofrío.

El mar, infinito, extraordinario, dibujándose más allá. Sacudí la cabeza, incrédula, desconcertada. No, seguramente mi imaginación salvaje me estaba jugando algún truco pesado. Con todo, no pude dejar de mirar la sonrisa triste de la desconocida J., el mar a su espalda, el cielo infinito de tormenta abriendose más allá.

- ¿Puedo quedarme con la fotografía? - pregunté. Tia E. se encogió de hombros, mirándome por encima de sus anteojos de aumento.

- Bueno claro - titubeó - aunque no entiendo para qué.

- Conocimiento - le respondí. Ella sacudió la cabeza, divertida.

- Si tu lo dices.

Miré la fotografía por horas en la oscuridad de mi habitación. ¿Eras tu la dueña de mi caja de sabiduría? le pregunté a la joven de cabello negro. ¿Grabaste tus iniciales en ella para recordarte a ti misma incluso después de tu muerte? ¿Y el sueño? ¿Ese mar borrascoso y extrañordinario te pertenece? De nuevo, me taché de atolondrada, de inventar una historia sin ningún resquicio de realidad, una conjetura demencial. Y sin embargo....

El mar, alzandose añil y plata. El rayo más allá.

"Eres la historia que cuentan de ti" escribí detrás de la fotografía de J. cuando la guardé junto a la descripción del sueño - su sueño, me surruró una voz en mi mente - y volví a esconderla entre las páginas del libro de Poe. "Eres quien te recuerda, quien te conserva para la memoria, quien aprende de ti".

Quizás, en eso se basa la sabiduría, pensé acariciando mi caja con dedos tiernos. En el recuerdo de quienes fuimos y quienes podremos ser.

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