domingo, 14 de septiembre de 2014

De la esperanza y el color de las estrellas en el firmamento. Historias de brujería.

Imagen de aisha.yusaf en Flickr


El día que murió mi bisabuela P. llovía. Una lluvia muy fuerte de verano, que dejó nuestra casa sumida en un desagradable silencio. Me quedé sentada toda la tarde, frente a la puerta del jardin antipático, mirando el mundo ondular en plata, mecido por el viento, con una sensación de tristeza que muy pocas veces había sentido a mis cortos once años. Era la primera vez que un pariente cercano moría y me sorprendió lo rotundo de la muerte, lo inexplicable, lo irrebatible. No lo pensé de esa forma, claro, pero si tuve bastante claro que bisabuela, con sus sonrisas orondas, su gusto por el café muy negro - que me heredó - y su buena voz para cantar, se había quedado en el presente. En los días que vendrían, en el futuro que yo esperaba vivir, ella no estaría. O sí, quizás, pero como un recuerdo, una imagen pendulante, mi visión sobre ella.

El dolor estaba en todas partes. Mi abuela encajó el golpe quedándose muy callada y quieta. Apenas salía de su habitación y las pocas veces que lo hacia, se sentaba a solas, bebiendo a sorbos su jugo de parchita favorito. No miraba a nadie, ni aceptaba la mano de mi abuelo, no cuidaba de sus rosas. Incluso, se negaba a mirar a su perro, un hermoso pastor Alemán llamado Capitán, que le hacia fiestas buscando alegrarla. Pero el sufrimiento de mi abuela parecía ser de esos inexpugnables, muy hondos y silenciosos, como si ni todas las palabras del mundo pudieran llenar el vacío que la muerte de bisabuela le había dejado. Como si el mundo entero se hubiese detenido y se hubiese roto a pedazos.

Ni siquiera a mi, me miraba. Y eso me dolía mucho. Me preciaba de ser su niña consentida - opinión que compartian mis tias, con cierta irritación - pero el dolor de mi abuela era de esos que no aceptaban sonrisas ni tampoco, las monerias de una nieta de once años muy preocupada. De manera que dejé de intentarlo, preocupada y desconcertada. Comencé a preguntarme entonces si mi abuela no volvería, si se quedaría siempre allí, entre los silencios del cuarto de costura, con los dedos afligidos sobre sus telas e hilos, llorando a escondidas para que nadie la viera. Esa idea me aterró y me dolió, así que decidí preguntarle a la única persona creía podría responder algo así: mi bisabuela recién fallecida.

No quiero decir que creyera pudiera comunicarme con mi bisabuela. Sabía que su espíritu, identidad o como sea que se llamase esa idea intangible sobre si misma, había desaparecido para siempre. Lo sentía muy claro, en su cuarto vacío, en sus ropas bien dobladas y guardadas para siempre, que jamás volvería a llevar.  Pero también sabia que la abuela de alguna manera extraña, seguía entre nosotros. Seguía en todas las cosas que había creado y dejado en la casa, en las sonrisas que aún me llenaba los labios al recordarla. Tenía la sensación que la bisabuela seguía viva, de una manera elemental y muy sutil, pero allí, como parte de las cosas más importantes de mi vida. Y a esa presencia intangible, dulce y entrañable fue la que decidí preguntarle que hacer.

Había una fotografía de Bisabuela que siempre me gustó. Aparecía sentada en un espléndido valle anónimo, con los brazos en alto y riendo a carcajadas. Estaba descalza, con el cabello suelto y el rostro radiante. También era muy joven, quizás no más de veinte años. Mi abuela había enmarcado esa imagen y la había colgado en una pared de la habitación de mi abuela, con una pequeña vela a su lado que encendía a diario desde su muerte. Cuando me sentía muy triste y sola, me sentaba a mirar la imagen y de pronto, sentía paz, una sensación de liberación y felicidad muy profunda.  Así que me senté frente a la fotografía para esperar conversar con el espíritu de mi abuela a través de ella.

- Bueno, creo que ya sabes por qué vine - comencé. El silencio del cuarto me aplastaba un poco, así que bajé la voz - no es que quiera molestarte o eso. Quiero saber como lograr que abuela sonría de nuevo.

La fotografía de bisabuela siempre me había parecido muy bonita, solo que ahora me parecía radiante. Se le veía contenta, plena, una criatura de extraordinaria vitalidad y belleza saltando en un paisaje eterno. Recordé que en una ocasión, bisabuela me había dicho que nunca supo en que momento el bisabuelo le había tomado esa imagen. Se encontraban los dos en la celebración de algún cumpleaños familiar y de pronto, bisabuela había sentido la necesidad de bailar. "Era como volar" me contó en una oportunidad "con los brazos llenos de sonidos y de paisajes. Me saqué los zapatos y comencé a dar vueltas. La música en todas partes. La música que se levantaba a mi alrededor. La música que me rodeaba. Y era música. Que delicia".

Lo pensé un poco, con la cabeza ladeada. Vaya, bisa, ¿Quieres que baile para alegrar a abuela? La idea me hizo sonreír. Ya lo sabes, soy muy torpe: tropezaré y quizás me caiga. La haré reir sin duda, pero no será muy efectivo. ¿Se te ocurre otra idea?

El cuarto de la bisabuela siempre olía a albahaca. Un olor delicioso y muy penetrante que siempre me habría el apetito. Había pequeñas hojitas entre su ropa, entre las sabanas de la cama y también, esparcidos por entre la pequeña biblioteca repleta de sus cosas preferidas. Y el olor, ¡Ah! ¡Que olor más delicioso! ¡Que delicia encantadora esa la de aspirar ese olor verde y florido! Me encantaba hacerlo, con los ojos cerrados, dejando que esa radiante vitalidad me llenara los pulmones, las manos, los cabellos. Siempre me gustaba asomarme a la puerta de la habitación de bisabuela y tomar un fragmento de esa luz fresca, jugosa, que parecía atravesar el mundo a través de su ventana. Era una manera de sonreír, de soñar, de reír.

- ¿Quieres que lleve a la abuela tu olor? - pregunté en un susurro, acercándome a la velita. La chica de la fotografía parecía exultante, con sus cabellos flotando y sus manos abiertas hacia el sol - ¿Eso la hará sentir mejor?

Pero era muy sencillo ¿Verdad? Porque no se trataba de la albahaca ni tampoco del baile. Se trataba de la esencia de la bisabuela, lo que la había hecho única, querida y extraordinaria. Esa sonrisa espléndida, esa capacidad para siempre tener el gesto correcto, la palabra querida. Los brazos extendidos. ¡Que bonita, las tardes que pasabamos juntas, conversando en voz baja sobre el pueblo donde había nacido, sobre sus películas y libros favoritos! O esas largos mediodias donde bisabuela ensañaba a abuela como cortar de la manera más delicada las ramitas de las rosas y limpiar las hojitas del Sauce al fondo del jardín ¡Que ternura sus abrazos, su manera de trenzarme el cabello! La bisabuela siempre había llenado de sonrisas mi vida, de una calidez extraordinaria...

- De amor - dije en voz alta. La chica de la fotografía siguió sonriendo y tuve la impresión que desde ese pasado remoto, en ese día eterno de hierba fresca y sol radiante, me hacia un guiño misterioso, uno que solo yo podía entender. El corazón me dio un brinco y sonreí - ¡Lo entiendo bisa! ¡Lo entiendo!

Me llevó algunos días encontrar el libro de las sombras adecuado, el ritual justo, pero cuando lo hice, sentí que bisabuela me susurraba al oido como hacer bien las cosas, como crear algo tan bonito y dulce, como lo habian sido nuestros momentos de café, esas tardes donde abuela se reía a carcajadas de nuestras muecas, la deliciosa sensación de complicidad que siempre habíamos compartido. Cuando terminé, sentí que los dedos se me llenaban de recuerdos, que el pasado florecía en mi pecho verde y lozano, tal como lo recordaba, con ese brillo delicioso y cálido de lo que atesoramos con mayor fervor.

La abuela me dedicó una mirada desconcertada cuando entré en su habitación cargando un pequeño bulto de tela. Tenía el rostro ajado, el caballo despeinado, los ojos tristes. Llevaba la misma pijama que le había visto durante los últimos días. Con una sonrisa, abrí las ventanas de su habitación.

- Niña...
- Sólo dejame hacer esto. Si te molesto después, me voy - le aseguré. Apretó los labios y se quedó muy quieta otra vez en su silla. Me miró recoger su ropa sucia, tender la cama, ordenar las tacitas de porcelana. Después, tomé mi pequeño atado de tela y me sente frente a ella. Ladeó la cabeza para mirarme mejor.
- ¿Magia? - murmuró. Abrí mucho los ojos.
- Pero espera...esta te va a gustar - sabia que desde la muerte de mi abuela, no había querido realizar rituales o llenar la casa de ramitas y hojas suculentas, o cantar a la luz del sol - esto es algo para ti, para mi y para bisabuela...

Abrí el atadito de tela y saqué el montón de hojas de albahaca, el pañuelo de mi bisabuela, su fotografía y dos hojas de papel.  También los lapices de colores y una manzanita. Abuela suspiró y apretó los dientes. Casi senti el dolor fluyendo en ella, recorriendola. Dejandola a ciegas. Me incliné y tomé sus manos entre las mias.

- No, no, vamos a crear - le dije - ¿Te acuerdas? Como decía la Bisa: "A las cosas hay que sonreirles para que te devuelvan la sonrisa".

Le extendí la hoja de papel y los lapices de colores. Nos rodeé de las hojas de albahaca y puse su fotografía frente a nosotras. De pronto, en el olor fresco de las hojas, sentí la vida misma brotar del silencio, rodearnos a mi abuela y a mi. Quizás ella sintió lo mismo, porque por primera vez en mucho tiempo, sonrío.

- ¿Dibujamos? - preguntó. Solté una carcajada.
- Dibujemos nuestro mejor recuerdo, para que el viento lleve nuestra voz...
- Y la Tierra nos recuerde los buenos extraordinarios.
- Para que el fuego nos cante...
- Y el agua reconforte.

Y dibujamos, juntas, entre risas y carcajadas. Ella inclinada sobre la hoja y yo sobre mis rodillas, sintiendo cada trazo en mi piel, como una canción olvidada. De pronto, el jardin radiante de mi abuela se hizo un mar de verdes intensos, de rayos de sol extraordinarios y la bisabuela estaba allí, en medio de todo, con el rostro torpe de mi recuerdo y mi mano y la sonrisa, amplia y generosa de mi amor por ella. En la hoja de mi abuela, saltó la luz, el color de pequeñas escenas que no reconocí, de niños jugando, de brazos extendidos hacia el sol, de montañas abiertas al cielo. Y sonrío, mi abuela, entre lágrimas, mientras dibujaba, con los labios apretados de dolor, con los dedos libres para contar su angustia. Pero sonrío incluso cuando el dolor fue solo líneas, solo trazos de historia a medio construir. Solo recuerdos, en medio del olor del albahaca y la imagen de la bisabuela, eternamente joven y feliz, en nuestro espíritu.

- Ella está bien, está libre y vuela con nosotros - murmuró mi abuela por último - Estará siempre aquí.

Hizo un gesto que parecía abarcar su habitación, nuestra casa, el mundo. Sonreí, escuchando el sonido del viento que bajaba de la montaña, la calidez del olor de la albahaca y sentí que sí, que la abuela sería parte de nuestra vida, para siempre, incluso cuando su recuerdo se hiciera frágil y quizás, lo olvidaramos de vez en cuando. Pero seguiría vivo, en la felicidad, en la dulzura y sobre todo en el amor que nos había unido y seguiría uniendonos para siempre. La magia de las palabras que danzan más allá del dolor.

- Un mordida para recordar que el fruto de la vida siempre es fuerte y se transforma - dijo mi abuela cortando un trozo de manzana y extendiéndomelo - una mordida para sonreír por todo lo que somos y queremos ser.
- Así sea - respondí. La manzana nunca tuvo mejor sabor que en esa tarde de luz radiante, de renacerers diminutos, de esperanza y de despedida del dolor.


A veces, muchos años después, recuerdo de pronto a bisabuela. Ya casi no puedo evocar su rostro ni el sonido de su voz. Pero me sigue haciendo reír el olor de la albahaca fresca que impregnaba su risa, el amor que me regaló y sobre todo, esa eternidad diminuta y profunda que disfruta, en mi corazón.

Somos quienes nos recuerdan leí en una ocasión. Sonrío, mordiendo un trozo de una manzana roja y deliciosa. Y también, quienes forman parte de ese jardin interminable de nuestro espíritu y nuestra historia, más allá de la razón.

C'est la vie.

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