domingo, 21 de septiembre de 2014

De la música de la mecánicas celestes. Historias de Brujería.



El olor de la albahaca me rodea, profundo, fresco, casi primitivo. Tomo una larga bocanada de aire, tengo la sensación que el mundo palpita a mi alrededor, enredado en el aroma, verde y primaveral. Una vez leí que la mente humana recuerda más que escenas, aromas. Esa esencia profunda e inolvidable que parece contener historias, sueños, la ilimitada belleza de un paisaje imaginado. Sonrío con el pensamiento, mientras arrojo al caldero otro puñado de hojas.

El fuego se alza, un espiral radiante que me ilumina el cuenco de las manos, el rostro, me ruboriza las mejillas, me deslumbra. La sensación me desborda, como si el calor tuviera vida propia. Los limites de mi mente y de mi cuerpo se hacen borrosos en este resplandor limpio, primitivo, que se enreda en mis ojos cerrados. Y sueño, aún despierta. Y me alzo en este resplandor ígneo, a ciegas. Más que nunca, el tiempo parece danzar en espiral.

La primera vez que vi un caldero, no sabia lo que era. O sí, pero no me importó demasiado. Después de todo, el caldero de tia M. era enorme, sin forma, abollado por los bordes, ennegrecido por décadas de fuego. Le pasé la yema de los dedos un poco asombrada por su textura irregular, por esa frialdad de acero antiguo. Miré a mi tia, un poco decepcionada.

- ¿Esto es un caldero? - pregunté, con esa indiscreta espontaneidad de la niñez. Mi tia me sonrío con malicia.
- ¿Qué esperabas encontrar?
- No lo sé. Algo...bonito, supongo.


El caldero de tia era muy viejo. De hecho, todos los de la casa lo eran: un ollón de metal pesado con aspecto de haber soportado inclemencias y pequeños dolores. No era realmente un objeto bonito y quizás, no tenía por qué serlo. Pero a mi me parecía vulgar, con sus bordes derretidos, su fondo oscuro y brumoso, la linea desigual que se elevaba en una curva sin chiste de metal. ¿No se suponía que todas las cosas mágicas debían ser hermosas? ¿No debían tener cierta dignidad, una historia que contar? Mi tia sonrío mientras pasaba un paño húmedo para limpiar el suyo, en un gesto casi cariñoso.

- Lo que puede ser bello o no, son opiniones. Cada uno tiene una distinta, una percepción muy diferente del mundo - me explico - un caldero lleva muchas noches a cuestas, muchas palabras, muchas horas de brillo al fuego. De manera que también es hermoso. A su manera extraña, singular. Pero lo es.

Pues bien, a mi no me lo parecía. Y tampoco me lo pareció el que me obsequió en mi cumpleaños número once. Era mucho más pequeño que el suyo, un poco más grande que un plato sopero, de metal brillante y pulido. Lo sostuve con cuidado, intentando no demostrar mi poco interés por aquel objeto que me parecía poco menos que un cacharro viejo de cocina.

- ¿Y que debo hacer ahora? - pregunté sin mucho entusiasmo. Mi abuela enarcó una ceja y las comisuras de los labios le temblaron, como siempre que estaba a punto de reir en voz alta. Supongo que mi imagen debió ser muy graciosa: una niña flacucha, pálida y desgrañada, sosteniendo con esfuerzo un tradicional caldero de brujería. Pero mi abuela no se río, lo cual agradecí. Ya me sentía bastante incómoda.

- Yo te he enseñado lo que debes hacer, ahora sólo debes encontrar por qué necesitas quemar algo en el caldero - me dijo. Apreté los labios para no dejar escapar el suspiro de decepción que me subió a la garganta. Sí, lo sabía todo los calderos: sabian que representaban el vientre de la Diosa, que eran el simbolo de la creatividad, la prosperidad y el poder del pensamiento. Que cuando quemabas algo en su interior, invocabas el poder de tu imaginación, tu voluntad, la fuerza de tu espiritu. Que el fuego que crecía en él, era una forma de comprender la capacidad de la mente humana para asumir la transformación y la evolución. Por supuesto, con once años, entendía muy poco sobre eso y en realidad, debo admitir me importaba bien poco. Me encantaba la idea de aprender brujería, de aspirar a llamarme bruja algo vez. Pero todo aquello sobre hierbas...bueno...no tanto. Claro que era algo que no podías decirle a tu abuela - la sabia, la bruja - cuando te miraba muy seria con los brazos en jarra ¿Verdad?

- ¿Y como sabré eso?

- Si no lo sabes, quiere decir que aún el caldero no te pertenece. Cuando lo sepas, entenderás su magia.

Entender su magia. Vaya que eso me parecía dificil. Por horas, miraba el caldero de metal en mi habitación, un objeto extraño, anacrónico - y feo, vamos - en medio de mis libros favoritos, mis esculturas de yeso de Dioses, juguetes y revistas. A diferencia de todas las demás cosas que la abuela me había mostrado y enseñado, el caldero no lograba despertar mi interés. ¿Qué debía hacer con él? ¿Como podría saber algo tan confuso como que hierbas quemar y por qué? Miré los pequeños frasquitos de cristal que la abuela me había obsequiado, frustrada y fastidiada. ¿Qué sabía yo de aquello? ¿Que importancia tenía aprender sobre plantas en un mundo donde las medicinas más complejas estaban al alcance de la mano? ¿Que podía encontrar de interesante en un mundo extraño de pequeñas lecciones naturales que me parecían carecían de verdadero sentido? Pues al parecer tenía que encontrarlo, pensé con los labios apretados, furiosa e incómoda. Aunque no sabia por donde empezar.

Me dediqué a leer sobre las propiedades de las plantas. Pasaba las páginas de los libros de las Sombras de la casa, admirando los dibujos pero sin demasiado interés por conocer sus propiedades y beneficios. Combiné algunas hojas y aceites sin saber muy bien por qué, a no ser que me agradara su olor, pero no sentí un especial interés en quemar algunas o hacer algo más acariciarlas con los dedos con cierto aburrimiento. Y el caldero siguió allí, entre mis libros de Garcia Marquez y Borges, mis cajas de Legos y mi televisión, recordandome que había algo que descubrir en él, un simbolo desconocido que yo no alcanzaba a entender cual podría ser.

Por entonces, mi mamá y yo comenzamos a pelearnos con frecuencia. Nunca nos habíamos llevado especialmente bien, pero cuando comencé a crecer, las diferencias entre ambas se hicieron más evidentes y dolorosas. Tal parecía que nunca podíamos estar de acuerdo en ninguna cosa: eramos extremos de una misma idea que se contradecía una y otra vez. Al principio, me asustó esa sensación de no reconocer a mi madre o que ella no me reconociera a mi, pero poco a poco comencé a comprender que eramos desconocidas la una para la otra. No nos gustaban las mismas cosas para comer, leer o incluso divertirnos. Teníamos un sentido del humor muy distinto y la mayoría de las veces, nos sentíamos incómodas en la mutua compañia. Preocupada, me pregunté si en algún momento - aunque yo no supiera cual - algo se había roto entre ambas, un vinculo de unión que yo no sabía muy bien como recomponer. Cuando se lo pregunté a mi abuela, ella sonrío con tristeza.

- Suele ocurrir a cierta edad: tu madre acaba de descubrir que eres un espiritu individual y distinto a ella misma...y tu que no la comprendes muy bien - me explicó. Siguió trenzandome el cabello en silencio, un gesto lento y delicado que de alguna manera consoló la tristeza que me abrumaba - no ocurre nada grave: a veces maduramos para comprender que quienes forman parte de nuestra vida, son pequeños enigmas.

Mi madre por cierto, lo era. No entendía su carácter distante, su sonrisa suave y hermética, sus largas mirada silenciosas. Había en ella un dejo distante que muchas veces me desconcertaba y me hería. No había entre nosotras una verdadera intimidad ni mucho menos complicidad. Por otra parte, ella le abrumaba un poco mi naturaleza inquieta, mi perenne curiosidad, mi espontaneidad y torpeza. Más de una vez, me sentí tan lejos de ella en la misma mesa como sólo podían estarlo dos desconocidos. Una sensación dolororísima que no podía entender muy bien.

- Toda madre y toda hija aprenden a mirarse como parte de una misma historia cuando asumen que son distintas - me dijo mi abuela, anudando la punta de la trenza con una cinta carmesí. Luego me acarició las mejillas con sus dedos callosos y cálidos - en cierta manera, ambas son idénticas. La diferencia es sólo en la mirada.

No entendí muy bien que quiso decir pero no me atreví a preguntar. Mi abuela tenía una expresión triste y cansada y tuve la impresión que ella había vivido algo muy parecido a lo que yo vivía con mi mamá. Le eché los brazos al cuello y la abracé con fuerza.

- ¿Te pasó con mi mamá? - le pregunté con timidez. Mi abuela apoyó su cabeza contra la mia, un gesto tierno y más elocuente que ningún otro.
- A todos nos pasa mi niña. La cuestión es entender como asumir que somos piezas de un enorme mecanismo anónimo.

Pensé mucho sobre esa frase. Sobre todo, luego de pelear y discutir una y otra vez con mi mamá. A gritos, entre lágrimas, aterrorizada y angustiada de esa sensación de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarme más sola que nunca. Recuerdo que en una ocasión en mi mamá me había gritado por escuchar música a un volumen muy alto mientras ella descansaba, me enfurecí por la sensación que nada en mi le agradaba, que todo lo que formaba parte de mi mundo y opinión, le desagradaba.

- ¡Eres insoportable! ¡Te odio! - le grité a todo pulmón. Ella se quedó muy pálida y quieta, con el rostro sin expresión - ¡Te odio!

Me encerré en mi cuarto llorando angustiada. ¿Por qué todo lo que hacia molestaba tanto a mi mamá? ¿Por qué no podía ser como antes? Recordé esa brumosa niñez, donde leía hasta quedarme dormida en sus rodillas o ambas comiamos helado riendo. Recordé esa sensación de plenitud y paz. Recordé esas largas tardes en que yo hablaba y reía mientras ella me escuchaba con rostro de asombro, como si le sorprendiera mi entusiasmo y energía. Y también recordé algo más: el olor de la canela. Flotando a nuestro alrededor: desde la taza de café, desde las pequeñas bolsitas que mamá solía colgar de las esquinas, de los palitos de Olor de la cocina. El aroma estaba en todos mis recuerdos, en todas mis ideas, en todas mis sonrisas. El olor estaba en las pequeñas carcajadas, en las horas de sueño mientras mamá leía sentada a mi lado. Mi mamá, siempre sonreía, inclinada para mirarme dormir, para apartarme el cabello del rostro. Para rozarme con los labios la frente. Te quiero, solía susurrar cuando pensaba que yo estaba dormida. Te quiero más que nada en el mundo.

Canela.

Tomé dos palitos de la cocina con dedos temblorosos y los arrojé al caldero. No sabía bien que hacer, pero el olor me reconfortó de inmediato. Los miré allí, silenciosos, en su lecho de hojas de Albahaca y romero. Cuando arrojé el pequeño fósforo en su interior, tuve una sensación dulce, muy intima. El fuego era como pequeñas lágrimas, saltando y revoloteando en la oscuridad, parpadeando timidamente. Las hojas crujieron, los palitos suspiraron con lentitud.  Y el olor brotó, cálido y seguro. El olor de la risa, de la mano de mi mamá en el parque, del sol radiante abriendose paso entre las ventanas, de los días callados de lluvia, de las risas a carcajadas, de los pequeños silencio. El olor de los abrazos, de los besos, de las miradas de mi mama. El olor me habló para  recordarme todas las pequeñas escenas que había olvidado, todas las pequeñas ternuras, todas las historias guardadas que de pronto eran mucho más brillantes y reales que antes. Y lloré, rodeada de su ternura, arrullada por ella. Me sentí consolada, querida, en medio del resplandor desigual de un fuego recién nacido. Sentí que de pronto, la llanura interminable de silencio de los últimos meses, se llenaba de belleza, de rostros y diminutos fragmentos de alegría. Un renacer intimo, elemental, originario. El caldero pareció brillar, hacerse enorme, abarcar el mundo en su significado, como si pudiera contener todas las alegrías y tristezas, todas las escenas y recuerdos perdidos y encontrados en una ráfaga con olor a nostalgia.

Mi mamá me miró con ojos tristes cuando me senté en su cama. No supe que decir, ni como explicarle lo que sentía. Pero no hizo falta. Me extendió los brazos y yo me refugié en ellos temblando, con los labios apretados de alivio. No lloraré, me dije, apretandome contra su hombro. No lloraré, aunque quiera hacerlo. Ahora quiero sonreír, por el olor de la canela, por la belleza de este lenguaje silencioso que es suyo y mio. Por todas las pequeñas cosas que nos pertenecen, que nos rodean, que forman parte de nuestro mundo.

- Mami...
- Yo también te quiero.

Me besó en la frente. El silencio con olor a canela nos envolvió, nos consoló a ambas. Y descubrí que el mayor secreto de todos es la sonrisa que refleja a la otra, es el amor sin condiciones. Es el poder de comprender a quien forma parte de tu vida desde la dulzura de su misterio y dolor.

Mi abuela me miró mientras arrojaba hojitas de mango en el caldero, sentada en la puerta que daba desde el jardín a la cocina. Pero no comentó nada. Se sentó a mi lado en silencio y arrojó un pequeño trocito de manzana, que llenó el aroma del mango de algo más poderoso, intimo. Una pequeña canción. Me pasó el brazo por los hombros y ambas miramos el atardecer enredarse en las volutas de humo, elevandose hacia el gris cristalino del cielo, frágil e ingrávido.

- ¿Que recuerdo guardarás en este aroma? - me preguntó. Suspiré y miré los últimos rayos del sol, la montaña interminable, la ciudad más abajo. El calor de su mano sobre mi hombro. El olor de su cabello cayendo sobre sus hombros. Un paisaje cálido, que supe querría disfrutar para siempre. Cuando arrojé más hojas del mango al caldero, el fuego se elevó en pequeños anillos, chisporreteando y salpicandome de luz los dedos.

- Todos los atardeceres sin nombre.

Y el olor se elevó, llevando su recuerdo aparejado. De pequeños matices de sonrisa, de esa ciudad imaginaria que alguna vez fue real, de la compañía de mi abuela, de la lección que recibí silenciosa, de la imagen de mi madre en mis pensamiento. Una mirada a los sueños quebradizos, a los recuerdos que aún se escriben y a la memoria que se eleva, siempre muy alto, a morar junto a las estrellas.

C'est la vie.

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