martes, 30 de septiembre de 2014

Capitulos de una historia incompleta: el país que se desploma en lo irreal.





La máscara de la epidemia roja.

Mi amigo M. comenzó a sufrir de fiebre muy alta alrededor de las nueve de la mañana del sábado de la semana pasada. No hubo un síntoma previo ni tampoco anuncio de la virulencia del inmediato malestar. La fiebre llegó y también, la erupción rojiza, el ya tristemente conocido dolor en las articulaciones. Encorvado y tembloroso, reconoció lo que sufría con esa certeza triste del Venezolano que sabe los riesgos que corre en un país que se ha vuelto peligroso en la indiferencia: formaba parte de la estadística sanitaria del país. No obstante, para el Gobierno, mi amigo — y su cuadro médico — no es más que una estadística que debe esconderse, una cifra en medio de un debate insustancial y la insistente diatriba ideológica sin verdadera sustancia que el gobierno insiste en usar como arma legal.

La primera vez que tuve noticias sobre la Chikungunya, fue hace unos meses a través de un artículo muy modesto en una publicación científica. Se le comparaba con el dengue — debido a la sintomatología semejante y sobre todo, al vector de contagio — aunque se le considera incluso más peligrosa, por el hecho que sus sintomas continúan presentándose luego de incluso dos años de haber presentado el cuadro médico. El artículo además, indicaba que es lo bastante virulenta como para propagarse a considerable velocidad y que puede puede convertirse en epidemia en un tiempo relativamente corto.

Cuando escuché el rumor — porque en Venezuela carecemos de información veraz y oportuna desde que la censura sustituyó la versión oficial — de varios casos de la enfermedad en Venezuela, me aterroricé. No sólo por el hecho que el país no se encuentra preparado bajo ningún aspecto para manejar una emergencia sanitaria sino porque además, la Revolución chavista suele enfrentar las crisis de cualquier índole a través del desconocimiento y la indiferencia. De manera que cuando se insistió había al menos seis casos de Chikungunya confirmados y otros tantos por verificar en varios estados del país, lo primero que temí fue el silencio. Y me refiero a esa mutismo irresponsable de la noticia que se esconde para disimular y ocultar la verdadera gravedad de una situación insostenible y potencialmente peligrosa.

Los rumores continuaron aumentando. De media docena de casos, comenzó a hablarse de diez, veinte y finalmente, de casi cien, repartidos equitativamente en la geografía nacional. Casos inexplicables por su virulencia, caso imposibles de clasificar porque nuestro país depauperado y empobrecido se encontró intentando espantar el Chikungunya con las manos vacías y esa sensación de desamparo del que no tiene otra defensa que el temor. Con una lentitud de pesadilla, la Chikungunya dejó de ser un rumor para convertirse en el amigo cercano, en el esposo, en el pariente. En la sala de espera llena de rostros enrojecidos por la fiebre, en el vecino encorvado de dolor. En las largas filas frente a las farmacias de anaqueles vacíos. En los casos sin nombre llenando las páginas frágiles de los periódicos sobrevivientes. Finalmente el gobierno no pudo seguir ignorando la evidencia y decidió admitir lo inevitable: Venezuela está enferma.

Pero de pronto, el Chikungunya no era un problema de salud pública. En un país donde cada tema se debate amargamente y tiene un cariz político, el lento avance de una enfermedad se tildó de inmediato de “Guerra Bacteriológica”, de “ataque de la derecha” contra el “robusto” sistema de salud Revolucionario. Todo lo anterior mientras la epidemia se expandía con una rapidez previsible, acentuada además por una severa crisis de insumos médicos de proporciones imprevisibles. Pero el Gobierno revolucionario continuó insistiendo en su método escapista y propagandistico de dismilar las grietas de la gestión deficiente, de una admistración partidista que sólo beneficia a los incondicionales. Llamó “irresponsables” a las distintas advertencias del gremio médico sobre la delicadisima situación de salud, desmintió cifras y ocultó las reales para luego proclamarse “en control” de una severa circunstancias que le desborda. Porque el Chavismo, cualquier crisis coyuntural es un saboteo directo a su proclamada visión humanista, una grieta en esa máscara quebradiza y borrosa de ideología que usa a conveniencia. Pero la Chikungunya no conoce sobre votantes, electores o el color de la camisa. No sabe de cifras maquilladas ni tampoco de discursos virulentos sobre “ofensivas”. La Chikungunya es un enemigo silencioso y discreto, uno invencible para la grandielocuencia revolucionaria.

Dos días después de sufrir de fiebres altísimas, mi amigo M. continuaba sin encontrar acetaminofen, el único medicamento capaz de aliviar los dolorísimos síntomas de la Chinkungunya. Ninguna farmacia de Caracas asegura su existencia y las pocas que aún tienen algunas pocas cajas en el inventario advierten que el producto “ es insuficiente para la demanda. Tampoco ha podido practicarse el necesario examen médico que le indicará si realmente sufre de Chikungunya o de si se trata de algún otro cuadro médico, de los tantos y misteriosos que en la actualidad forman parte del panorama nacional. Pero en Venezuela, incluso la salud se debate, tiene una connotación ideológica: El Ministerio de salud desmiente, no aconseja. Poco a poco, la epidemia del silencio se enfrenta a la realidad, se convierte en una contradicción a la simple evidencia de la estadistica de todos los días, de cada nueva victima de la indiferencia de un país donde incluso la salud es motivo de diatriba ideológica.

Ha transcurrido una semana desde que mi amigo M. enfermó. Comienza a recuperarse lentamente, aunque ahora sabe que no lo hará del todo. Que con toda probabilidad durante los siguientes dos o tres años, sufrirá de fiebres, dolores y pequeños malestares. Además, toda la familia de M. también presenta los síntomas de la enfermedad: la epidemia suma rostros a medida que las cifras gubernamentales insisten en invisibilizarlo. Poco a poco, la crisis sanitaria borda esa normalidad que el gobierno intenta sostener con todos los recursos a su alcance, con la opinión penalizada y la censura debida. Pero en esta ocasión, el enemigo es mucho más certero, más directo y sin duda mucho más fuerte que un discurso político y la contradicción.

El emperador va desnudo:

Hace dos años, decidí solicitar un crédito para adquirir lo que sería mi primer automóvil. Lo hice a pesar de que muchos de mis amigos me insistieron que una deuda cuantiosa era sin duda mi peor decisión en el difícil momento económico que atravesaba el país. Aún así y contra el criterio de la mayoría, lo hice. Tenía esta noción poco clara que necesitaba realizar una inversión segura que aseguraba mis ahorros y además, me garantizara podría revalorizarse con el transcurrir del tiempo.

Luego de una larga serie de trabas y dificultades, finalmente obtuve el crédito y adquirí un pequeño automóvil. No era ni por asomo el vehículo más costoso del mercado y mucho menos el más cotizado pero para se trató de un pequeño triunfo en una economía cada vez más deprimida y escasa de oportunidades para pequeños inversiones bursátiles. Recuerdo que la primera vez que me subí en él, tuve una extraña y emocionante sensación de posibilidades, como si mi inversión no sólo tuviera un sentido y un valor monetario muy concreto, sino que además simbolizara un tipo de confianza en el país que aún dudaba pudiera merecer, pero que consideré oportuno brindar. Una de esas decisiones que demuestra tu opinión sobre el país en que trabajas, una manera de incluirlo de tus proyecciones a futuro y tus metas inmediatas.

Hace menos dos meses, compré un nuevo teléfono. Un smartphone de una marca reconocida que no es el modelo más reciente de la línea y tampoco, el más costoso. ¿Su precio? el mismo que el total del crédito que solicité por mi automovil. De hecho, el modelo más reciente del aparato tiene el mismo valor en el Mercado Venezolano completo que mi automovil. Cuando realizo un pequeño calculo mental, tengo una sensación de vértigo casi doloroso: al cambio y debido a la distorsión de la inflación que sufrimos, el precio de cualquiera de los bienes que poseo se multiplicó…pero también cualquiera que aspire comprar. De manera que la escalera de progreso se hace mucho más cuesta arriba: cada peldaño inalcanzable con respecto al anterior. La sensación me abruma, me desconcierta, finalmente me aplasta.

Y es que de pronto, asumo que en Venezuela la posibilidad de progreso y motilidad social se redujo a mínimos históricos. O si somos mucho más pragmáticos, no existe. El salario mínimo de cualquier trabajador del país es incapaz de cubrir el gasto elemental del modus vivendi de Caracas, la ciudad más costosa del continente y que irónicamente tiene las peores condiciones de vida. Pero vayamos más allá: no se trata de lo que podamos comprar o no, sino de lo que podemos aspirar. Porque mientras la moneda Venezolana pierde valor, la economía se desborda de billetes sin otro valor que la de reforzar una falsa prosperidad, el país se desploma sobre las bases débiles de una propuesta económica inviable, que no posee mayor sustancia que las arengas ideológicas de un gobierno que se aferra a la ortodoxia financiera para complacer un radicalismo obsoleto. Y en medio de esa batalla contra un enemigo invisible, contra una moneda frágil, se encuentra el ciudadano común, el cada vez más desconcertado frente a un panorama económico incontrolable, que lo sujeta y lo aplasta en indicadores irreversibles y sin duda, cada vez más inestables.

Camino por un centro Comercial de la ciudad. No se trata del más lujoso, aunque sí probablemente el más concurrido. Cientos de paseantes abarrotan los pasillos. Pero no hay nada que comprar. Las vitrinas de las pocas tiendas abiertas, muestran una mercancía tan exigua que hace incluso más triste ese aspecto de tierra arrasada que parece tener cada local comercial desde hace varios meses atrás. Cuando me detengo a mirar una tienda de electrodomésticos, me asombra la vitrina vacía, el anaquel brillante sin nada que mostrar. Un vendedor me mira con una especie de resignación amarga que he aprendido a reconocer en esta Venezuela depauperada.

— ¿Hace cuanto no reciben mercancía? — pregunto. No me responde. Mira a su alrededor, al interior vacío de la tienda, donde los anaqueles desnudos se multiplican. De hecho, la tienda parece desmantelada, rota. Se encoge de hombros, me mira de nuevo. La expresión dura se transforma en otra cosa. En un pesar nítido, en un miedo que no puede disimular.
— Desde diciembre pasado.
— ¿Y que han vendido durante este tiempo? — pregunto sobresaltada. El vendedor mira a su alrededor. La tienda siguiente está cerrada y la que le sigue inmediatamente después anuncia que “esperan reponer inventario”. Y de pronto, comprendo que me responderá el vendedor, con ese cansancio enorme, de días enteros de esperar que también llegue el cartelito con el “esperamos por inventario” o el sonido de la Santamaria que se cierra. Sé que me dirá porque seguramente lo ha pensado tantas veces que ya se le hizo rutina.
— Nada que no sea la puerta cerrada — dice. Y lo dice en voz baja, sin tremendismo ni dramatismo. Solo se trata de la verdad. De la imagen de la Venezuela silenciosa, la que vive más allá de la versión oficial.

Hace unos días, escuché a Maduro asegurar que la economía Venezolana “era perfecta”. Lo hizo frente a un auditorio vacío en el centro del mundo Capitalista que tanto denigra. Lo hizo en medio de una arenga torpe, escuchada demasiadas veces, sin sustancia ni valor. De nuevo, el puño en alto, la ideología. Una pieza más en un mecanismo político roto que lentamente deja de funcionar.

Como matar un Ruiseñor:

En muchos países del mundo, el color verde es el símbolo de la esperanza y de la belleza. Pienso en eso mientras miro la línea del Ávila, inmensa y radiante, en contraste con la silueta árida de Caracas. Me encuentro en la fila de un supermercado esperando para pagar los pocos artículos que pude comprar. Debería estar agradecida: encontré dos paquetes de azúcar, uno de papel sanitario, unos cuantos de café y una botella de champú. Todos productos escasísimos y cada vez más limitados en los anaqueles depauperados de los supermercados Venezolanos. Pero no lo estoy. No agradezco esta sensación de rapiña, de humillante angustia que siento cuando decido llevar cuatro paquetes en lugar de los dos que necesito. No agradezco el sobresalto que me produjo la visión de pasillos llenos con un único producto. No agradezco este silencio agrio que llena el pequeño supermercado donde me encuentro. No agradezco esta sensación de haber perdido en algún momento la posibilidad de la normalidad, esa noción que lo que soporto no sólo es inadmible sino por completo inevitable. Porque en Venezuela vivimos en una constante crispación, en una perenne sensación de desastre. En medio de una guerra ficticia con victimas reales.

La fila avanza lento. Hace rato que la existencia de productos acabó. De manera que sólo quedamos dentro del supermercado los sobrevivientes a la pequeña confusión de la compra nerviosa. Aprieto las bolsas entre los brazos, cansada y entristecida. Miro de nuevo El Ávila: un trozo de verde radiante, alzandose extraordinario hacia el cielo de un azul tan hermoso que duele. Pero no es suficiente. Hoy no me consuela su belleza, a pesar de que intento aferrarme a ella. No es suficiente para secarme las lágrimas de furia y humillación que me hace sentir este alivio borroso por haber podido avanzar un paso más en la difícil cadena de oprobios de un país herido. No es suficiente, para hacerme sentir de nuevo ciudadana en un país de huerfanos. No es suficiente para consolar la angustia, para ocultar las cicatrices aún sensibles de una amargura silenciosa. A pesar de la belleza, hoy no hay gentilicio que pueda aferrarse a ella.

El verde de una Venezuela que no existe, que no logro conciliar con la realidad. El verde circunstancial, sin otro significado que el que yo quiera darle. Más tarde, sentada en terraza de mi edificio, miro el verde desde la tristeza, miro el verde desde el dolor y me pregunto, a ciegas, exhausta, cuando tendrá de nuevo significado, cuando podré recurrir a mirar la montaña querida para intentar creer de nuevo en la posibilidad, en la esperanza, en la capacidad de construir algo sobre las cenizas.

No lo sé, pienso y quizás eso es más doloroso que cualquier otra cosa: esa incertidumbre en todas partes. Esa angustia latente y simple que no puedo manejar.

C’est la vie.

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