miércoles, 17 de septiembre de 2014

Todos los rostros de un país en fragmentos: ¿Quienes somos y como nos comprendemos?




- El Venezolano es petulante.

Escucho la frase y me vuelvo para mirar quien la dijo. Se trata de una mujer de cabello corto y de un llamativo color rojo, que conversa con dos hombres de traje y aspecto sanguineo dos mesas más allá de donde almuerzo. Ella fuma, exhala humo, rie en voz alta.

- Es como te lo digo, un Venezolano le saca el chiste a todo. Se rie de todo. Se burla de todo. Es un petulante.

Tomo un sorbo de café, un poco avergonzada de seguir la conversación a distancia. Pero no puedo evitarlo, aunque quisiera. La mujer parece bastante decidida a hacerse escuchar y a dejar bien claro su opinión sobre el gentilicio. Siento una extraña sensación de irritación, pero también, una cierta tristeza amarga. El Venezolano reilón, el feliz, el chevere. Esa imagen seudoidílica de la sonrisa forzada. Que caro nos ha costado esa superficialidad, esa necedad infantil, esa adolescencia perpetua.

Mi abuela también solía decir que el Venezolano era victima de su inocencia. Una frase bien intencionada con varios niveles de lectura mucho más preocupantes. En una ocasión le pregunté si pensaba que realmente el país era inocente - o al menos, ingenuo - y me dedicó una de sus largas miradas duras.

- Lo es, pero a menudo creemos que ingenuidad es una forma de bondad. Hablamos de un país que reacciona desde las visceras, un país aterrado de la responsabilidad y que la rechaza en todas las formas. Un hombre criado y que ha crecido en una cultura que no le exige nada. Solo confiar. El Venezolano confía, se ríe.
- Y vota  - añadí yo. Tenía dieciocho años y aún no había visto lo peor de ese hábito del Venezolano por el voto irresponsable, por la necesidad de creer en líderes masianicos y esa esperanza absurda en confiar su futuro a una figura paternal borrosa. Pero ya sospechaba - en plena campaña electoral de Hugo Chavez - que el Venezolano interpreta el poder con las visceras, con la emoción. El hombre simpático, el que me cae mejor, el que es más agradable, el que me resulta "deseable". A ese le daré mi voto, a ese confiaré la administración del país. La idea me inquietó y me preocupó. Eso, a pesar que había vivido en una democracia más o menos aceptable, con sus fallas y vaivenes.

La idea me obsesionó durante los meses de campaña de 1998, la última en que el Estado fue simplemente un observador de la contienda y no uno de los candidatos. La última donde realmente no supe que ocurriría en las urnas de votación, la última que no me produjo miedo, desazón y dolor. La primer donde votaría. La primera donde escogería presidente. La primera donde sería parte de un evento histórico que cambiaría  - a mi pesar - a Venezuela para siempre.

La campaña de Hugo Chavez fue muy emocional, dirigida directamente a esos pobres de solemnidad que el  bipartidismo marginó por años. Con su discurso reivindicador, Chavez no le hablaba a la clase media robusta, tampoco a la nueva generación que crecía y aspiraba algo más contundente de una democracia con grandes fallas, pero que podía perfeccionarse. O al menos en eso pensé, cuando me negué a dar mi voto al teniente Coronel, contra el criterio de gran parte de mis amigos, algunos de mis familiares e incluso de varios de mis profesores universitarios más queridos. Para todos, Chavez representaba un tipo de cambio necesario, irreversible, indispensable. Para mi, Chavez representaba algo más peligroso: una volatil combinación entre populismo y furia callejera. La misma que había visto bullir en las calles, hacerse cada vez más patente y amenazante.

Chavez tuvo una campaña electoral al mejor estilo de cualquiera del capitalismo: muy costosa, con una dirección de campaña impecable y con todos los recursos para convencer a los indecisos y al menos, poner a dudar a los que le detestaban. O al menos, esa fue lo que pensé, mientras le escuchaba debatir junto a Oscar Yanez, sonriendo con placidez, probablemente consciente de los numeros apabullantes de las encuestas, que le daban como vencedor. Recuerdo que ese Chavez, de traje y corbata, delgado y granítico, me pareció muy distinto al Chavez de las pancartas, vestido de rojo y con el puño en alto, que hablaba sobre transformación y algo más inquietante: enfrentamiento. Nunca lo dijo de manera directa  - ¿Necesitaba hacerlo? - pero la transformación que predicaba el Chavez del '98, a pesar de su conservador programa de gobierno, era radical. O al menos esa fue la impresión que tuve, el temor que me abrumó cuando nadie tuvo duda de su triunfo a través de los votos.

Y es que el Venezolano votó en el '98 no sólo por Chavez, sino contra los abusos, la corrupción y la burocracia de cuarenta años de democracia bipardista. Un voto castigo monumental que dejó muy claro que el país aspiraba a otra cosa...aunque no supiera exactamente qué. Aún así, esa visión del país a medias, del país proyecto, del país mientras tanto, fue uno de los factores definitivos para ese voto de furia, de mandar al carajo lo que había sido Venezuela por una apuesta a un futuro inmediato. Leyendo a la distancia los resultandos electorales, analizando sobre todo los pocos meses de Luna de miel de los cuales disfrutó Chavez, no cabe menos que asombrarse del tamaño monumental del engaño, de esa propuesta borrosa que no existe, que no era otra cosa que lo mismo de siempre pero vendido de manera distinta. El "seremos", "Construíremos", "Será" de la democracia  bidapartidista convertido ahora en la visión de una transformación violenta y audaz.

Chavez llegó a la presidencia por los votos, probablemente sin desearlo. Para el lider militar con ínfulas de Mesias social, la noción de la democracia era cuando menos incómoda. Más de una vez he leído que para Chavez, la verdadera interpretación del poder era un ejercito de marginados asaltando los símbolos tradicionales a sangre y fuego. Una apoteosis de la lucha de clases, quizás una reinteprretación a la Venezolana de la Revolución Cubana. Pero tuvo que aceptar las reglas de la democracia y las aprendió pronto. No sólo las aprendió, las jugó con esa habilidad del que está convencido de su propio peso y capacidad de manipulación. Porque Chavez, Carismático, el "Venezolano esencial", con la viveza criolla, la groseria y vulgaridad de esa raíz del gentilicio que nadie admite pero es real, asombro y deslumbró a ese pueblo acostumbrado a la distancia política, al funcionario que ejerce el poder con mano de hierro envuelta en guante de seda. O mejor dicho, al poder que denigra, aplasta, mira hacia otro lado.

Chavez conquistó al Venezolano travieso, al petulante, al bromista, al risueño. También conquistó al intelectual con ambición, a la clase media con leves nociones de humanismo, esa visión utópica - y sí, inocente -  de la izquierda tradicional que durante tanto tiempo alimentó las fantasías de un país próspero. También conquistó al Venezolano de pie, acostumbrado y obsesionado con el presidencialismo, la figura del héroe, del procer mediático, el hombre fuerte. Con la ingenuidad y esa petulencia del ciudadano malcriado, mal acostumbrado a deberle la prosperidad y la visión del futuro al poder, El Venezolano decepcionado de la democracia, de la sucesivas estafas históricas, de las promesas huecas, votó por la esperanza incierta, por el esa imagen suya reflejada en la política. No en vano, se ha repetido hasta el cansancio que el mayor triunfo de Chavez fue la identificación. Chavez como el hombre real, el Venezolano de todos los días. El reflejo de lo que somos o fuimos. Una confusa mezcla de gentilicio y esperanza.

- Una vez pensé que los políticos Venezolanos nunca habían conocido a nadie como Chavez. Quizás solo como el que le hacia los mandados o el que trabajaba detrás del mostrador - me comentó en una oportunidad Pedro, uno de los amigos más cercanos de mi abuelo y que por años, había desconfiado de los Presidentes de la democracia. Dueño de una pequeña panaderia en una zona popular de Caracas, solía insistirme que el poder de "los ricos" se basaba en la necedad del pobre. Con Chavez, tampoco se identificó, a pesar de lo que pudiera pensarse. Tal vez se debió a su natural cinismo o que a sus sesenta años de edad,  tenía la suficiente experiencia para no dejarse engañar por el discurso de ocasión del recién elegido presidente.
- Eso es un poco racista - le reclamé. Se rió con una de sus estruendosas carcajadas.
- Venezuela es racista ¿No lo sabias? Este es un país que tiene los recuerdos muy claros sobre su pasado español. El blanco de orilla, el mulato, el mestizo y el mantuano. A quien cada quien sabe a que lugar pertenece, le llames ahora sifrina, malandro o campesino. Es lo mismo.
- Y entonces para ti, Chavez simboliza todo eso.
- No, Chavez no simboliza nada, pero es el hombre que Venezuela nunca esperó fuera Presidente.
- ¿Por el color de su piel?
- No todo es tan simple, pero sí, Venezuela votó por el tipo que no es un gordo bebedor de Whiskie ni un Universitario. Votó por el bebedor de cerveza, votó por el dicharachero, por el que habla golpea'o, por el matón, por el tipo duro, el que manda en el barrio.

Pensé en Chavez, de pie con uniforme militar, asumiendo la responsabilidad del golpe de estado con su "por ahora". Y luego, en el Chavez de las pancartas, rodeado de hombres de aspecto humilde que le llevaban en hombros. También el de las entrevistas, delgaducho y llevando un liquiliqui impecable, con el cabello crespo recortado y la piel morena impecable. Y el Chavez convertido en Presidente, bañado en multitudes a las puertas de Miraflores. Aún faltarían muchos años para que se convirtiera en el lider carismático y corrosivo envestido de poder absoluto que la política nacional y las fallas de una oposición infantil crearian, pero en ese '98, ya había algunos atisbos de eso. El hombre que juró sobre la constitución atropellando la tradición - y hay quien dice que la legalidad -, el hombre del verbo ágil y potente. Aún sólo un político, pronto un símbolo político.

- Pero le tienes desconfianza - le pregunté a Pedro, quien no vivió lo suficiente para sufrir las consecuencias del clientelismo socialista, el odio social convertido en arma política, el extremo abuso de poder, la ideología de la revancha. No obstante este Pedro, que descreído y un poco campechano no confiaba en Chavez. No confiaba en su amabilidad forzada, en sus larguísimas peroratas de autoalabanza, en su mirada al futuro basado en golpes de efecto. Sacudió la cabeza, con un suspiro.

- A mi edad mija, he visto todos los payasos del mundo. Me sé sus chistes y también sé lo que no hace reir - me respondió - y también sé que lo que hace Chavez es enamorar un pueblo muchacho. Y lo hace bien.

Con frecuencia, pienso en esas palabras. Las pienso mientras escucho las justificaciones frágiles y confusas con que aún los partidarios del Gobierno continúan excusando la responsabilidad Gubernamental. La pienso, cada vez que un Chavista habla del lider muerto como una especie de utopía que acabó muy pronto. Lo pienso cada vez que asumo que Venezuela se desploma lentamente, se transforma en un gran experimento sociológico fallido. Y es que el Venezolano infantil, el burlón, el visceral, continúa enfrentándose al futuro desde la irresponsabilidad, con esa incertidumbre frágil de quien no se preocupa demasiado por lo que vendrá. La mano floja del voto sin sentido, el poder político ejercido desde la superficialidad.


La mujer continúa riendo en voz alta. Los hombres que la acompañan sacuden la cabeza. Ella toma un sorbo de lo que parece ser vino y se echa el cabello sobre los hombros. De pronto, el entusiasmo que la animo antes, se transforma en otra cosa: en arrugas en la piel, los labios apretados, los hombros encorvados. Cuando toma otro sorbo de vino, sacude la cabeza.

- Este es país es una herencia que se le dejó a la tristeza - dice entonces. Y la frase me produce escalofríos, una sensación seca y duro que no sé muy bien a que atribuir. Tal vez se trate de simple angustia o de reconocer esa misma idea - repetida de cien maneras distintas - en mi manera de comprender al país.

C'est la vie.

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