jueves, 11 de septiembre de 2014

El día en que el mundo Occidental aprendió el sentido del terror.



El recuerdo más claro que tengo del Once de septiembre de 2001 es el miedo. Un tipo de terror - entre el asombrado y el desconcierto - que no pude comprender de inmediato. Porque la imagen de las Torres Gemelas en Escombros simbolizó no sólo un tipo de ataque que EEUU no había conocido en doscientos años de historia, sino la demostración que la violencia  había llegado a ese límite del civilizado mundo occidental que hasta entonces se había considerado impensable. Una nueva visión sobre la identidad del miedo, los alcances de la Violencia y algo más crudo e indefinible: la admisión que el peligro del Terrorismo se encontraba en todas partes.

Vivo en el tercer país más violento del mundo. Incluso hace trece años, la violencia era parte de la cotidiano, de esa visión de lo cotidiano deformada por un instinto primitivo de agresión. Más aún, soy Latinoamericana: un continente que durante los últimos cincuenta años ha sufrido la violencia en múltiples formas y desde distintos puntos de vista: desde golpes de Estado hasta agresiones del poder. No somos inocentes, en realidad. Y aún así, recuerdo con absoluta claridad la sensación de lenta toma de conciencia del peligro, del terror que metaforizaba la imagen del llamado Símbolo del Capitalismo reducido a pedazos, de esa visión idílica de la paz que siempre ofreció EEUU. La advertencia estaba clara, pero aún más, la cicatriz que la herida dejaba abierta una vez que norteamerica se recuperó del primero estupor y comenzó a pensar en  la posible reacción. Porque la violencia salvaje que marcó un antes y un después en la historia de EEUU, también definió de una manera totalmente distinta la reacción hacia el terror.

Y es que desde el histórico Pearl Harbor, nadie se había atrevido a atacar de manera directa los intereses estadounidenses. Eso a pesar que sus tropas y ejércitos suelen participar en conflictos armados con cierta regularidad y que el país, con frecuencia ofrece apoyo militar a diferentes países del mundo. Pero no se trata de una interpretación de la violencia directa o un tipo de consideración altruista: EEUU construye su propia visión de los limites de la agresión y el terrorismo. Tradicionalmente el país controla el eje de la violencia y por supuesto, la forma en que la asimila su cultura. Una imagen quebradiza y extrañamente inofensiva, que brindó una engañosa sensación de tranquilidad a una generación que asumió que las fronteras de su país le protegían por completo de cualquier tipo de violencia, de esa otra que la mayoría del mundo sufre y padece. El Norteamericano promedio de hecho, se concibe así mismo como un ciudadano moral que conceptualiza el uso de la fuerza desde la razón y no desde la necesidad. Un país inocente, que lo ocurrido el Once de Septiembre dejó traumatizado para siempre.

Porque no sólo se trato de la contundencia de los atentados sino de su simplicidad. Un ataque suicida perpetrados con cuatro aviones de pasajeros secuestrados por terroristas y lanzados después contra los edificios más característicos del poderío económico y militar norteamericano. Cuatro hombres anónimos, armados con cuchillos y botellas, que lograron no sólo ridiculizar el poderío armamentista de EEUU sino además, demostrar que el gigante Occidental es vulnerable al ataque y al terror.  El 11 de septiembre destruyó la falsa seguridad en que había vivido Norteamerica, la certeza de  encontrarse a salvo de los males y terrores de un mundo ideológico en decadencia.

Norteamerica y sobre todo, la conciencia del  norteamericano cambió para siempre. Quizás por primera vez en un siglo de paz lograda a base de una férrea defensa de principios morales y éticos, comenzó a resquebrajarse. La imagen  de esta Norteamerica próspera y profundamente confiada en sus capacidades y el bienestar, se transformó de pronto en algo más, en algo profundamente turbio, elemental y tan duro como para transformar la percepción que el país tiene sobre si mismo por completo. Y esa transformación por supuesto, tuvo inmediatas repercusiones en el mundo a semejanza de EEUU, esa cultura que admira y también reacciona contra el llamado Imperialismo, contra esa interpretación del progreso utilitario que encarna el concepto estadounidense del bienestar. Resulta inevitable, que EEUU no sólo sufrieras las consecuencias directas de un ataque de tal magnitud y significado, sino además, que se reconstruyera así mismo como una nación paranoica, agresiva y decidida a restañar las heridas, a defenderse a cualquier costo. Las historias sobre las torturas sufridas por posibles sospechosos las semanas inmediatamente siguientes a los atentados, los ataques injustificados y poco probados a los países responsabilizados por los ataques, demuestran que la reacción de EEUU no se trató sólo de una estrategia de defensa, sino una instintiva necesidad de demostrar el poderío, a pesar de la herida.

Pero la herida perdura trece años después.  Porque los ataques terroristas perpetrados el 11 de septiembre tenían la intención general de hacer daño a Estados Unidos, de demostrar que no era ajeno a la violencia. De "darle una lección" a un país considerado el símbolo de la decadencia del poder económico y cultural. No obstante, lo que Osama Bin Laden nunca pudo prever es que su ataque además, sacudiera la conciencia norteamericana sobre los principios básicos que sostienen al país, su economía e incluso su privada concepción sobre la seguridad. Y es que el acto terrorista no sólo despertó al EEUU combatiente, lo cual sería previsible, sino a un tipo de noción de la defensa que parecía no asumir sus propios riesgos y limites. Una forma de enfrentarse al miedo y sus implicaciones totalmente nueva para el país y sus ciudadanos.

Dos formas de construir la paz: Ninguna completamente efectiva.

A EEUU se le suele llamar el gigante dormido. Es el país con el armamento de guerra más tecnificado y numeroso que hasta hace trece años, jamás había sufrido agresión alguna. Y es que EEUU construyó su visión sobre la paz sobre la concepción de mantener la paz social fronteras adentro y prever las agresiones externas y en la medida de lo posible, controlarlas. Por casi cien años, lo logró. EEUU colaboró - de manera indirecta o directa - en toda una serie de conflictos bélicos sin tener relación directa con ninguno de ellos, a no ser borrosas conexiones geopolíticas que casi nunca pudo sostener por largos períodos de tiempo. De tal manera que EEUU pareció encontrarse por mucho tiempo, en el límite de la agresión y de la necesidad de pacificar conflictos que pudieran afectarle de manera tangencial. Una contradicción que probablemente fue el caldo de cultivo que dio origen a la monumental agresión que sufriría el Once de Septiembre dentro de sus fronteras.

Por ese motivo, desconcierta la inmediata reacción del país a los ataques: aunque el ataque a Afganistán fue considerado poco menos que necesario - incluso comprensible dentro de las líneas de defensas inmediatas que el país instauró - la posterior invasión a Irak demostró que EEUU asumió la violencia no como una consecuencia, sino como un motivo de contraataque. George W. Bush, no solamente instrumentó una invasión injustificada - aunque intento establecer un difuso vínculo que jamás pudo demostrar - sino que además, construyó toda una plataforma de seguridad basada en el ataque. El gigante pacifista, el símbolo del occidente civilizado, se transformó de inmediato en una colosal maquinaria de enfrentamiento que intentó demostrar por todos los medios posibles que a pesar del ataque sufrido, continuaba siendo el líder de una visión del mundo muy concreta. Y más allá, de una percepción sobre la paz - obtenida a través de medios cuestionables - específica. 

Pero, la decisión le resultó costosa al país y no sólo en el consabido sentido metafórico: Bush creó un conflicto del cual perdió el control rápidamente sino que además, la guerra de Irak se convirtió de inmediato en un enfrentamiento de pocas ganancias y considerables perdidas económicas. La invasión y posterior pacificación de Irak alcanzó magnitudes que sobrepasaron de inmediato los  60.000 millones de dólares que se insistieron sería la inversión de EEUU para "obtener una paz duradera" y se transformó en una lucha fiscal puertas adentro que terminó desequilibrando una estructura financiera robusta. 

Se ha llegado a especular sobre si el origen del deficit y la lenta caída económica de Estados Unidos no proviene desde la grieta fiscal que provocó el gasto continúo de las Guerras en  Afganistán e Irak. De hecho, los economistas Linda Bilmes y el premio nobel de economía Joseph E. Stiglitz, calcularon que el costo de la Guerra del Golfo llegó a rozar los  3 y 5 billones de dólares.  Una cifra que parece ser responsable de las proyecciones económicas poco optimistas del país a futuro. Eso, a pesar de la llamada "recuperación" ocurrida entre 2009 y 2010, que indica que el nivel de vida general del Estadounidense promedio aumentó 10% con respecto a lo obtenido en años anteriores. Pero esa breve visión de prosperidad, contrasta con el hecho que aún el país continúa pagando el altísimo coste de la guerra de Irak, de la cual no obtuvo otro beneficio que una apariencia de paz.

Sin embargo, fronteras adentro, la presunción sobre la pacificación y la seguridad jamás volvieron a ser las mismas que eran antes del once de septiembre. Con o sin guerra, el norteamericano promedio no sólo perdió su capacidad para comprenderse así mismo como un hombre privilegiado - connotación que durante años sostuvo como elemento del gentilicio norteamericano - sino además, como además, parte de una sociedad que asimila y brinda un tipo de seguridad muy concreta. Y es que el norteamericano actual no se encuentra seguro en ninguna parte, no asume la paz como una idea que pueda dirimir entre la interpretación que tiene de su país y lo que ocurre más allá de sus fronteras. Ironicamente, las guerras e invasiones que buscaron preservar la paz estadounidense o en todo caso, intentar demostrar la invulnerabilidad de su sistema político y cultural, sólo lograron debilitar ese concepto de país sustentable que hasta hace trece años habían disfrutados. El terror sustancial contaminó la perspectiva estadounidense, en formas que Bin Laden jamás imagino. Una generación marcada no sólo por la posibilidad de la agresión - una idea que nunca contemplaron sus padres o abuelos - sino además de la inestabilidad de una forma de vida que hasta entonces, se consideró ejemplo inmediato para el resto del mundo. Desde la guerra impopular que envió al frente a buena parte de una juventud criada para oponerse por principio al conflicto armado hasta los elevadisimos costos morales de un enfrentamiento que no ofreció verdaderos resultados, la herida del miedo transformó a EEUU en otro país. Un país dentro de sus propias fronteras. Un estado paranoico que parece comprenderse así mismo en una mirada limitada y excluyente de sus propias ideas fundacionales.

Han transcurrido trece años desde el ataque de Osama Bin Laden a Estados Unidos y aún Al Qaeda no ha sido deerrotada por completo, aunque su amenaza ya no parece ser tan importante como lo fue hace algunos años. Aún así, el peligro terrorista no sólo no ha disminuido sino que aumentó exponencialmente, en nuevas maneras y nuevas pretenciones. Con un medio Oriente cada vez más agresivo y caótico, nuevas facciones del tecnoterrorismo como ISIS avanzando a pasos agigantados en reclutamiento y difusión, el nuevo rostro del terror parece incluso más amezante y real que nunca. Un arma que se empuña contra una fragil convicción de paz y lo que es aún peor, una percepción de la identidad occidental cada vez más ambigua.  El país que se mira así mismo desde el miedo y el desconcierto, una visión global sobre el terror totalmente nueva.

Anoche, un inusualmente firme Barack Obama dio uno de sus mensajes más duros contra el nuevo enemigo al borde de la exigua paz que Norteamerica insiste en sostener. Al inicio de su gira europea, dejó claro para  para aquellos que “amenacen” a EE UU que: “No nos vamos a olvidar ni nos van a intimidar. Haremos justicia” y agregó que el objetivo está claro:  “Destruir el Estado Islámico”. Anunció además,  acciones “horrendas” como la ejecución de periodistas “no hacen más que reforzar nuestra determinación” para acabar con los extremistas. Para ello, según ha dicho, es importante tener una "estrategia regional" y llevar a cabo "ataques desde el aire", que hasta ahora han sido algo más de un centenar en Irak.

Sin embargo, las vagas amenazas de Obama no parece ser lo suficientemente contudentes para consolar el terror. Ese miedo omnipresente y elemental que su país no ha dejado de sentir desde hace Once años y lo que resulta más preocupante, que se ha convertido en una impronta esencial dentro de la concepción del mundo occidental. Tal vez, por ese motivo, al analizar las consecuencias del Ataque a las Torres Gemelas, la conclusión inmediata es que el peligro es mucho más evidente ahora mismo que hace trece años y sus inmediatas consecuencias aún más  devastadoras. La violencia y la agresión terrorista como parte del futuro incierto de un mundo confuso y en plena transformación.



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