jueves, 31 de marzo de 2011

El sexto Sentido de la tristeza









Con frecuencia me pregunto ( parafraseando a un gran escritor cuyo nombre no recuerdo ahora ) que fundamentaba la felicidad de las generaciones futuras sobre el sacrificio de las presentes. Pienso que hay una idea que socava las bases de la educación, y le arrebata - consciente o puro accidente - su ideal más directo. Una pequeña tragedia, sin duda.

Por puro aburrimiento insomne, vuelvo a ver El sexto sentido. Las escenas transcurren con esa calma bien pensada con que su director imaginó el miedo.  Entre el ruido de una noche densa y calurosa, comprendo el miedo - mi propio miedo -, el aislamiento - mi silencio indefinible de mi época de distancias simples, las emocionales - , donde la vida del hombre común se hace cada vez más solitaria. Un espejismo tal vez, suspiro, cierro los ojos. Aprieto Grandes Esperanzas entre mis manos - un fetiche que podría salvarme de la simple desesperación-. El corazón latiendome muy rápido, un sobresalto tan simple como el juego de simbolos de la pelicula. Un instante de razón sin nombre. Un escalofrio de infinito placer.

Pero sigamos conversando sobre la pelicula. Sin duda, el miedo que me hace sentir su historia no nace de los fantasmas que deambulan silenciosos y desconcertados por esa Philadelphia helada y triste de tonos grises. Hay algo más, una penumbra leve que todos podemos reconocer.  Siempre que la veo anoto algunas cosas: el íntimo transtorno que puede llegar a causar la empatía (not every gift is a blessing); el temblor de la identidad al descubrir que lo más recóndito de ella misma ha cambiado profundamente en algún lugar lejos de su vigilancia; el espectador abocado a revisar toda la narración bajo el designio de la última vuelta de tuerca, súbitamente creadora de un nuevo punto de vista. Y esa sensación de alivio porque el pequeño Cole pudo explicar a su madre el motivo de su eterna angustia. Si, sentados ambos en un coche viejo, mientras el fantasma de una mujer triste se asoma por la ventana.

Que poético.
 Pero sobre todo,  hay en esta historia una inquietud  cuyo concepto se deja ver durante el avance del otro miedo, más evidente: la asunción de que la vida del mundo moderno se ha desarrollado sobre el fondo sombrío de un continuo dolor. Dolor históricamente prolongado: qué lucidez la de esa escena en que, a la afirmación de Cole de que la escuela había sido antes un lugar donde "colgaban a la gente", el maestro responde que aquel ha sido el emplazamiento de la corte de Philadelphia, lugar de promulgación de algunas de las primeras leyes de la democracia estadounidense. Eso habría hecho las delicias de cualquier psiquiatra que decida analizar la psiquis de esta sociedad nuestra, tan convencida del valor del sacrificio pero que lo rechaza como moneda de valor. Por supuesto, las otras tres notas también pueden leerse bajo el signo de esta última: la pesadumbre inevitable para el que ha entrevisto los destellos del pequeño secreto histórico que late tras la Declaración de los Derechos Humanos; la irreversible sacudida (lo público siempre acaba intimando con lo privado) para el que llega a saber, a reconocerse en la estirpe de los sacrificados.




C´la vie

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