martes, 5 de enero de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: Unas reflexiones sobre el nuevo rostro del poder en Venezuela.





Me hice adulta durante las tres presidencias consecutivas de Hugo Chávez Frías, lo que equivale a decir que crecí durante el chavismo. Durante casi diecisiete años he votado en cada uno de los procesos electorales promovidos desde el gobierno, a pesar de mis dudas, de mis reticencias y finalmente, mi desesperanza. Lo hice porque a pesar que gran parte de mi vida transcurrió en medio de la violencia verbal de Chávez, del menosprecio oficialista hacia el opositor de conciencia y sobre todo, la agresión contra el pensamiento distinto que promueve el chavismo, decidí que Venezuela valía la pena. Una razón muy sencilla — quizás, simplista — idealista y vulgar para continuar ejerciendo mi opinión política. Pero no puedo decir que tenga otra. O incluso que esa sea realmente una razón por la que continúe insistiendo durante casi dos décadas en participar en la vida política del país. A veces supongo lo hice porque no tenía otro remedio. Porque necesitaba mirar mi propia versión de la historia, incluso aunque no tuviera más remedio.
No es sencillo ser opositor en Venezuela, incluso cuando simplemente eres un crítico a conciencia de lo que ocurre en el país. De origen, eres un enemigo del poder, una estadística incómoda, un elemento que el Gobierno necesita disimular, ocultar y aplastar para prosperar. No se trata sólo que el Gobierno Chavista jamás reconoció el hecho de la existencia legal y política de la disidencia, sino que además, la transformó en un enemigo fácil y útil con el cual justificar su propia ineficacia. O como diría mi amigo Pedro (no es su nombre real) sociólogo obsesionado por la realidad política de Venezuela, somos “carne de cañón” para un gobierno que necesita justificar su violencia.
— Todas las revoluciones asumen la necesidad de ser infalibles. De nunca justificarse ni mucho menos, ofrecer cuentas o razones — me explica. Nos encontramos en su oficina del Centro de la ciudad, desde la cual se puede distinguir a la distancia la Plaza Bolívar y sus alrededores — este Gobierno no es distinto. Todo sistema radical necesita un enemigo que explique su torpeza, que justifique sus errores. Y a quien señalar cuando necesiten proteger su propia subsistencia.
Hace años, Pedro me dijo que ser opositor en Venezuela era muy parecido a nadar entre tiburones. La amenaza está a tu alrededor, debes moverte con mucho cuidado para evitar ser atacado. Corría el año 2006 y ya por entonces, la radicalización era insoportable. Tanto como para que lo despidieran de la dependencia pública donde trabajaba sólo por negarse a asistir a un par de concentraciones masivas en apoyo a Hugo Chávez. En esa oportunidad, me insistió en que su error había sido “no saber distinguir entre lo que debía hacer y lo que era necesario hiciera” para subsistir entre tiburones del poder.
— Tienes derecho a no asistir a un evento político que no apoyas — me escandalicé — ¿Como puedes justificarlo?
 — La administración pública actualmente es un campo minado — me explicó — saber donde apoyas el pie para seguir avanzado. Yo simplemente me dejé caer en la bomba más próxima.
Me escandalizó su tranquilidad pero sobre todo, esa aparente resignación que le hacía asumir los atropellos del gobierno como inevitables. Para entonces, ya la llamada aplanadora Chavista había tomado todos los poderes del Estado y la purga ideológica era cosa habitual. Y sin embargo, seguía pareciéndome preocupante, un gravísimo indicativo de un tipo de prejuicio político peligroso.
Recuerdo esa conversación mientras estamos allí, analizando de nuevo un país roto a la mitad. Un país que no se reconoce en las diferencias y que no es probable que lo haga a futuro. Un país corrompido por un tipo de enfrentamiento cada vez más virulento y duro que difícilmente alguien que no lo sufra puede comprenderlo. Pedro suspira cuando me escucha comentar lo anterior.
— En Venezuela nos acostumbramos a que existan ciudadanos de segunda categoría. Nos acomodamos a las restricciones. Ya no se trata de nadar entre tiburones o de saltar entre minas. Ya es simplemente asumir que para el Gobierno, no existes. O intenta minimizar tu existencia cómo puede.
Lo sé, por supuesto. Me acostumbré a escuchar las diatribas groseras de Hugo Chávez, insultando a cualquiera que se atreviera a contradecirle. Asumir que mi opinión política no sólo carecía de valor sino lo que era más grave, de representatividad en un país donde la ideología distorsionada parecía ocupar todos los espacios. Se trata de una idea difícil de digerir y contra la que aprendí a luchar desde todos los aspectos posibles. Y no se trata de una lucha fácil ni tampoco que puedas afrontar desde cierto pragmatismo. Luchar contra el poder es un asunto de principios. O así al menos, lo asumí.
— De principios pero también, de comprender que hagas lo que hagas, la única opción es seguir haciéndolo — me dice Pedro — A pesar del miedo, que lo hay y del riesgo, que es inevitable. Pero hacerlo, porque no tenemos más remedio.
Unas horas antes, caminamos por el Centro de Caracas. A menos de un día para la instalación de la Nueva Asamblea Nacional con mayoría calificada opositora, las paredes de los edificios circundantes a la institución están cubiertos de pintas y grafitis que insisten que la zona “Es chavista”. También proclaman “Estado Comunal o nada” y toda una serie de consignas que intentan minimizar el triunfo opositor. Pedro sonríe a pesar de mi molestia.
— Es normal — dice, intentando calmarme.
 — El Oeste votó por la oposición. Votamos.
 — Lo sé. Pero es un territorio simbólico para el Chavismo.
Durante diecisiete años, Caracas ha estado dividida simbólicamente en dos regiones: El “Este” de Caracas — donde se supone vive y prospera la llamada Oligarquía — y el Oeste, con sus grandes barriadas y urbanizaciones de clase media, en apariencia la mayoría de un país empobrecido y natural militante del chavismo. Una visión peligrosamente simple de una ciudad complicada, violenta y agresiva. Aún así, la creencia se mantuvo por décadas y parecía cimentada en la forma como se expresaba la conflictividad política: mientras el Este de la ciudad — y presumiblemente opositor — se rebelaba contra la política y el sistema impuesto por el Chavismo, el oeste permanecía tranquilo. Más de una vez, una hubo quien se cuestionó en voz alta ¿por qué el Oeste no protesta? ¿Qué ocurre que la crisis económica y social al parecer no se percibe de la misma en las zonas populares del país?
Mi amiga Gladys, a quien conocí durante las protestas del 2014 y que vive en uno de los barrios más populosos de Caracas, suele decirme que para un considerable número de ciudadanos adeptos al Chavismo, la crisis no es otra cosa que una percepción sobre los cambios necesarios que atraviesa el país. Que buena parte de la militancia chavista está dispuesta a soportar los rigores de la crisis mientras le aseguren hay una posibilidad de reivindicación. Cada vez que debatimos sobre el tema, terminamos en medio de un incómodo silencio que ninguna sabe bien cómo manejar.
— Se trata de una crisis por mal manejo de recursos, por ineficacia administrativa. Lo político oculta eso — le insistí hace unos cuantos meses. Ella movió la cabeza, sin aceptar argumentos.
 — Los cambios no son sencillos. Somos Chavistas no por un tema de pobreza o de dinero en el bolsillo. Creemos que el Comandante intentó algo bueno para el país.
No respondí nada, aunque pensé en decenas de objeciones inmediatas para su comentario. Tal vez ella lo notó, porque me dedicó una de sus amables miradas de abuela comprensiva.
— No es algo malo o bueno. Voto por la memoria de mi Comandante.
 — ¿Incluso cuando todo va tan mal?
 — Va a mejorar.
Unos días antes de las elecciones legislativas, volvimos a reunirnos. Gladys, casi septuagenaria y con un cuadro crónico de hipertensión arterial, me contó lo preocupada que estaba por no poder encontrar — o directamente comprar — las medicinas que necesitaba. De inmediato, me ofrecí para ayudarle a encontrarla, difundiendo la información en Redes Sociales. Suspiró, compungida.
— Me angustia cuando no pueda conseguirla de nuevo — me explicó en voz baja — o no pueda comprar lo que necesito. Soy una vieja, la costura y la pensión no me alcanza para nada.
No digo nada. La miro, tan digna y a la vez, tan vulnerable, con su cabello blanco, el vestido de florecitas zurcido y vuelto a zurcir. Los zapatos ortopédicos gastados. Se le ve abrumada, desconcertada. Durante las últimas semanas, ha sufrido toda una serie de privaciones y dolores inevitables en un país como el nuestro, tan cerca del abismo. Y siento una profunda impotencia, una sensación extraña y abrumadora de desear ayudarla pero no saber cómo hacerlo. Ambas víctimas de una crisis coyuntural de proporciones imprevisibles.
— Ya en unos días hay elecciones — me recordó de pronto. Asentí.
 — Sí, lo sé. ¿Vas votar?
 — Siempre voto.
 — Yo también.
Una vez, Gladys me dijo que le parecía sinceramente admirable que continuara votando a pesar que nunca ganaban mis candidatos y mi opción. Me lo dijo con sincero asombro, con esa sutileza suya que he aprendido a querer. Cuando le respondí que era mi deber, se apresuró a responderme que ella votaba “porque el Comandante así le enseñó”.
— ¿Sólo por eso votas? — le pregunté en esa oportunidad. También con respeto. También con la misma necesidad de comprenderla que ella me suele dedicar. Tomó un sorbo del café que compartíamos antes de responder.
 — Antes del Comandante nunca nadie le importó si votaba.
 — Pero ahora sabes que tu voto es valioso — inquirí — ¿No quieres que tenga peso? ¿Que exprese lo que sientes?
 — Por eso voto por El Comandante.
 — ¿Cuando votas por ti?
Recuerdo esa conversación mientras Gladys me cuenta sus penurias para conseguir medicinas, las largas colas que debe realizar para comprar incluso lo básico. El paro Universitario que afecta la futura — y anticipada — graduación de su hija mayor. Gladys me cuenta sus pequeñas desgracias sin drama, con una tristeza profunda que me conmueve y me preocupa. Finalmente, ambas nos quedamos calladas, en el café vacío y un poco destartalado donde siempre nos reunimos. La anciana y la mujer joven, mirando el país en direcciones opuestas.
— No sé por quién voy a votar — me dice. Y me lleva unos minutos comprender lo que me dice. Cuando la tomo de las manos, están frías.
 — Vota por quien quieras.
 — No es tan fácil, mija.
 — Entonces vota por ti.
Pienso en Gladys y en tantos como ella, mientras atravieso el Centro de Caracas junto a Pedro. Hay una cierta tensión en el aire, una definitivamente sensación de expectativa que no sé si es buena o mal. En una de las esquinas más cercanas al histórico edificio de la Asamblea Nacional, un grupo de militantes chavistas vestidos de rojo sacuden banderas y consignas. Alguien grita un sonoro insulto cuando un transeúnte les reclama en voz alta.
Hace unos ocho años, mi madre me preguntó por qué seguía votando. Lo hizo, luego de la enésima decepción electoral. Me recuerdo entristecida, con una sensación de patética necesidad de comprender lo que ocurría en mi país. O mejor dicho, por qué no podía comprenderlo. Me llevó unos segundos ordenar mis pensamientos, al menos lo suficiente para vencer la desesperanza.
— Voto porque es mi derecho, de los pocos que me quedan — le expliqué en voz baja — y lo seguiré ejerciendo como pueda. Creo en el poder de la gente. O mejor dicho, creo en lo que Venezuela puede ser.
 — Van casi dos décadas que no es otra cosa que un experimento social fallido — me responde. Lo hace con esa tristeza abrumadora del vencido, del derrotado por algo que ni siquiera puede asumir el tamaño de su derrota. Un sentimiento que hemos compartido ya demasiadas veces en el pasado — ¿Vale la pena seguir insistiendo?
Me encuentro frente a la máquina de votación, ocho años después. Miro las opciones y por un instante, recuerdo la sensación amarga de ser rehén en mi propio país. Sin posibilidades ni alternativas. Sólo incertidumbre ¿Es tan importante un gesto simbólico? me digo, con el corazón latiendo muy rápido. ¿Tiene sentido? ¿Podré lograr algún cambio? Las manos me tiemblan. Siento una combinación de rabia y esperanza que no sé muy bien que puede significar. Y entonces voto, por supuesto. Lo hago de nuevo, por todas las ocasiones en que he sentido este mismo temor, esta angustia abrumadora. Esta tristeza mezclada con ingenuidad. ¿Puede un voto hacer la diferencia?
— Lo asombroso del triunfo del 6 de diciembre es que nadie lo esperaba — me dice Pedro, ambos de pie frente al imponente edificio de la Asamblea Nacional. En una ocasión pude fotografiarlo y me asombró su magestuosidad sencilla, bien conservada. Un monumento anónimo de un país que olvida su historia con mucha facilidad — que no sólo se trató de un triunfo electoral, que lo fue, sino algo más contundente, clamoroso. Un paso adelante en la historia.
Un militante chavista pasa frente a nosotros. Levanta la bandera, nos grita a la cara. “¡No volverán!” “Si el pueblo no se arrecha, lo saca la derecha”. Está enfurecido, inquieto, nervioso. Como no reaccionamos, avanza hasta la siguiente la siguiente esquina para gritar y luego en la siguiente. Finalmente se detiene para encender un cigarrillo. Hay un cierto vigor agrio en todo la escena, una especie de furiosa rebeldía. Pedro suspira, mientras seguimos nuestra caminata espontánea por las calles circundantes.
— El chavismo fue motor de una serie de cambios que aún son parte de toda esa noción que lo identifica como contracultura y transformación política — dice Pedro — pero la historia digamos, los atropelló. Los atropelló el descontento. Incluso el hecho mismo que la oposición dejó de ser una especie de idea genérica para convertirse en un movimiento real. ¿Lo entiende el chavismo?
Se refiere, por supuesto, al triunfo de siete millones de electores que arrebató el poder legislativo al control hegemónico del chavismo. Un triunfo que nadie avizoró ni ponderó, que incluso ahora sigue sorprendiendo a unos y a otros. Un triunfo resonante que construyó una super mayoría que pone en entredicho la idea del chavismo como fuerza mayoritaria del país. Una idea que además, hecha por tierra la percepción del Chavismo como idea única, como aplanadora capaz de destrozar cualquier pensamiento contrario. Luego de casi veinte años de férreo control chavista, se trata de un paso definitivo que refleja el descontento, que lo muestra de la manera más cruda. El primero de muchos pasos, que abre espacio a una lucha política sin precedentes. Una ruta tortuosa hacia la Venezuela posible.
O al menos, así lo espero.
El solitario militante sigue su camino. Alza y sacude la bandera insultando a gritos y de pronto, pienso en las casi dos décadas de ideología del resentimiento, del odio como motor de toda propuesta política. Voté contra eso, me digo. He votado contra eso en cada ocasión en que lo he hecho. Y finalmente, mi voluntad parece expresarse. Crear una idea clara. No puedo evitar sonreír. Una sonrisa de triunfo.
— ¿Qué pasará después? — le pregunto a Pedro, aunque creo que me lo pregunto a mi misma. Mi amigo también sonríe, mientras seguimos caminando por esta ciudad arisca y dura, tan nuestra. Parte de nuestra historia.
 — No lo sé. Pero al menos, ahora tenemos la certeza que algo ocurrirá. La historia empieza por la certeza de cambio. Incluso el más pequeño. Y ya la tenemos.
Una idea curiosa esa, me digo. Y siento de nuevo, esa rara mezcla de esperanza, alegría y miedo que me provoca siempre Venezuela. Una idea que nace, una perspectiva que se construye. Quizás, una posibilidad cierta de un país viable.
No lo sé. Pero al menos, me reconforta que ahora tengo la seguridad que podré ser protagonista, desde mi voto y mi conciencia, de lo que pase en mi país. De nuevo, soy parte del presente y del futuro de la Tierra donde nací.
C’est la vie.

0 comentarios:

Publicar un comentario