martes, 1 de diciembre de 2015

El país a fragmentos: El origen del resentimiento




Vivo en el oeste de Caracas, capital de Venezuela. Se trata de una zona emblemática de apoyo al chavismo y también, considerada una especie de bastión ideológico de la llamada “Revolución Chavista”. Eso, a pesar que mi urbanización es una zona donde que podría catalogarse de “clase media” —profesionales de formación media y Universitaria— y no hay una especial efervescencia política. No obstante, para el chavismo, el oeste de la ciudad —que abarca desde lugares residenciales como en la que vivo hasta barriadas— pertenecen a las llamadas “zonas populares”, de apoyo radical y casi absoluto al difunto Presidente Hugo Chávez. Una idea insistente que se acepta como inevitable desde hace más de dieciséis años y que de alguna forma define el sector de Caracas como un bastión político.

Pienso en todo lo anterior, mientras cruzo una de las avenidas donde se encuentra el edificio donde vivo. Una larga fila de vecinos atraviesa la esquina y aguarda impaciente a que un pequeño supermercado abra sus puertas. Unos metros más allá, una pareja de jovencísimos Guardias Nacionales vigila, con su arma de reglamento al hombro bien visibles. No conozco mucho sobre armamento militar, pero sí, que el arma está cargada y que tiene un aspecto peligroso. Y que ambos funcionarios la llevan con un descuido que me provoca escalofríos. De hecho, toda la escena tiene algo inquietante. Una tensión malograda y pesarosa que me he acostumbrado a encontrar en todas las calles de Caracas en los momentos más imprevisibles.
La fila está formada casi exclusivamente por ancianos. Están de pie, en diferentes posturas y tratando de soportar el calor mañanero. Cuando me detengo a unos metros de la cola, una mujer de cabello castaño entrecano, anteojos gruesos y camiseta desteñida, me lanza una mirada hostil.

—Si se va a cole’a mija, pienselo —me dice, con los brazos tensos junto al cuerpo. Sacudo la cabeza.
—Sólo quería saber que se está vendiendo —le explico— y desde cuando esperan aquí.

Un murmullo incómodo se extiende entre las cuatro o cinco personas que escuchan la conversación unos pasos más allá. Un hombre de rostro macizo y moreno, con una gorra de tela enterrada sobre la frente, se encoge de hombros.

—Mija, lo que vendan. Ya uno no tiene mucho que escoger.

A nadie parece gustarle la respuesta. Los murmullos se repiten y ahora, varios de los presentes se alejan del lugar donde me encuentro. Hay una incomodidad evidente, un malestar poco disimulado por mis preguntas, por las respuestas del hombre, quizás por la circunstancia entera. Una de las mujeres que nos escucha se encoge de hombros y me dedica una mirada larga y cansada.

—Ya uno perdió ese decoro de preguntar que espera. ¿Sabe mija? Uno viene y hace su colita para esperar que cosa puede mendigar.

La frase entera tiene algo de romántico, quizás de melodramático. Pienso en que los Venezolanos somos propensos al drama y la exageración. Pero el dolor de la mujer parece auténtico, durísimo. Como si las palabras —con todo su tinte lóbrego y exhausto— describiera mejor que otra, una idea muy amplia sobre la crisis que atraviesa el país. O mejor dicho, el estado de ánimo del país, a escasos días de las elecciones legislativas. Una especie de percepción muy cruda sobre el proceso histórico que nos llevó a esta ruptura histórica, a esta circunstancia imprevisible que parece abarcar cada ámbito de la vida cotidiana.
Nadie dice mucho más. La calle se abre en una pequeña bifurcación hacia una calle ciega con el concreto hecho pedazos y un desvío a la cercana autopista. Allí, se alza una gigantografía de Chávez, remozada en tiempos de elecciones. El otrora hombre fuerte de Venezuela sonríe desde su eternidad de papel, el rostro fofo de los últimos meses de enfermedad tiene un tinte grisáceo. Los ojos son dos pliegues de piel en medio de las facciones hinchadas. Pero aún así, puede leerse bajo la imagen “Chávez el inolvidable. El seis de diciembre, vuelve a ganar”.

Cuando Chávez comenzó a recorrer Venezuela con su primera campaña electoral, el oeste de Caracas se llenó de pequeños afiches baratos de un Chávez joven y caricaturizado llevando una guayabera roja. Recuerdo haber visto el primero y sobresaltarme al reconocer al hombre de la boina que había visto años atrás en televisión, luego del fallido golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez. En su nueva encarnación como figura política, Chávez aparecía rodeado de hombres y mujeres de aspecto enfurecido, que levantaban el brazo con el puño cerrado y le miraban con devoción. Una imagen que me recordó a otras tantas parecidas que había visto en los libros de historia. No me costó demasiado, relacionarla con una fotografía de Fidel Castro que había visto y en la que el líder cubano, aparecía rodeado de sus fieles seguidores. La misma algarabía, la misma atmósfera de adoración fanática. El pensamiento me sobresaltó. Recuerdo haberme quedado un minuto entero mirando el afiche callejero, preguntándome qué era lo que me provocaba tanto temor.

Eso, a pesar que no entendía verdaderamente las implicaciones que las semejanzas entre ambas imágenes podían tener. Sólo me desconcertó la recurrencia, el fervor, el hecho que los afiches llenaran de un lado a otro las tranquilas paredes de mi urbanización. Antes, había visto algunas fotografías de candidatos presidenciales colgados de postes y árboles, pintas en la pared. Pero esto era por completo nuevo. Una larga fila de afiches idénticos empapelaban los muros, fachadas de edificios, incluso los troncos de los árboles. Una larguísima sucesión del rostro de Chávez llenándolo todo.

—Es el candidato de la gente —me explicó el dueño del Kiosko junto a mi edificio, un hombre que jamás había expresado parecer político alguno y que ahora parecía exaltado y arrebatado por la idea de Chávez como presidente—, los vecinos nos pusimos de acuerdo para ayudar con la propaganda, para llevar el mensaje para todos lados. Queremos cambio, mija. Queremos un cambio para este país.

No supe qué responder. Lo mismo había escuchado a la mayoría de los vecinos de mi edificio. Lo mismo me habían insistido amigos y conocidos. De pronto, el país entero clamaba por una transformación que nadie tenía una idea muy clara en qué consistía pero que consideraban necesaria. Una destrucción de lo conocido en pos de la búsqueda de un cambio radical. Para todos, el planteamiento era uno sólo: Chávez simbolizaba muchas cosas, pero sobre todo, era el motor de esa necesidad de cambio que la mayoría asumía inevitable.
Y en el oeste de Caracas, esa idea era mucho más persistente y abrumadora que en cualquier otra parte de Venezuela, quizás. El oeste, la parte más empobrecida, marginada y sometida al escarnio de una democracia burocrática que había creado un enorme cinturón de miseria que terminó segregando casi de manera sistemática. Chávez, ídolo de una generación entusiasta, resentida, herida y sobre todo, llena de una profunda cólera reivindicatoria, no sólo encarnó el ideal de transformación que la izquierda histórica del continente promovió durante casi medio siglo. Y Venezuela, empobrecida a pesar de su riqueza, desbordante de facilidades, inocente, revanchista, violenta y clasista, fue el caldo de cultivo idóneo para proclamar el cambio social desde el enfrentamiento y el rencor.

Durante los meses de la primera campaña electoral de Hugo Chávez Frías, fue evidente que Venezuela se identificaba plenamente con la idea de la Revancha Social como una forma de hacer política. Aunque nadie lo admitiera en voz alta, la mayoría de los partidarios del naciente movimiento en torno al líder carismático, estaban convencidos de la necesidad de “enfrentarse” a los opresores tradicionales, a los políticos que durante décadas habían medrado el tesoro nacional, los empresarios que eran sus aliados e incluso, los Medios de Comunicación que se erigían como un poder cultural por si mismo. Aún así, nadie mencionaba la palabra socialismo o al menos, no de una manera directa. El cambio de Chávez tenía más relación con la efervescencia del momento político, con la necesidad de ruptura de un país joven y caprichoso que asumió el hecho político como una necesidad emocional. Chávez, joven, impetuoso, violento, firme, enérgico era la reinvención del mítico “mano dura” venezolano. La representación y símbolo de la lenta y silenciosa necesidad de enfrentamiento que por años próspero y anido en la Venezuela empobrecida, ignorada y herida por el desencanto y la frustración.

Y el oeste de Caracas, las amplias barriadas construidas a la sombra de la democracia clientelar, las zonas más pobres y peligrosas, apoyaron a Chávez por un reflejo de identificación inmediato. Chávez, mestizo, llanero, con un rostro granítico y piel morena, era más parecido al caraqueño promedio que los rostros de rasgos europeos que solían formar parte de la élite política nacional. Chávez, que cantaba a viva voz coplas de sábanas, que iba a las entrevistas llevando Liqui liqui y que no dudaba en señalar con el dedo al enemigo común —el político de traje, el millonario explotador— se transformó de posible candidato político a una necesidad nacional.

Por supuesto, yo no entendía nada de esas cosas al momento de esa crucial elección. Tampoco el entusiasmo que despertaba entre la mayoría de quienes conocía. Había una especie de euforia extraordinaria, una convicción que Chávez, por el sólo hecho de proponérselo, podría transformar al país en un ideal. En más de una ocasión, Chávez el candidato pareció confundirse con una visión del país utópica, inexistente y lo que era más preocupante, por completo improbable de Venezuela. El entusiasmo por Chávez pareció mezclarse con una férrea convicción que el país debía transformarse de inmediato, a pesar de las posibles consecuencias y no obstante a la preocupante percepción de la incertidumbre que parecía sostener el proyecto personalista del nuevo caudillo.

Recuerdo todo lo anterior mirando el afiche de Chávez, sobreviviente a su propia muerte, eternizado en un icono simplista y utilitario. Chávez, muerto y enterrado, pero de nuevo, necesario para apuntalar una elección peligrosamente cerca del abismo. Hay algo de irónico en su imagen pretendidamente eterna, en esa jovialidad del hombre enfermo, esa fragilidad del símbolo que el chavismo intenta utilizar. Me pregunto, cuántos somos conscientes de eso. Cuantos analizamos el trayecto histórico de la Venezuela post Chávez desde la perspectiva de lo que el país perdió y ganó con su muerte.

Cuando atravieso de nuevo la avenida, la fila se extiende al menos dos calles más allá. El grupo de ancianos continúa de pie esperando, con el rostro enrojecido por el sol inclemente, la ropa empapada de sudor. Los contemplo y me pregunto cuántos de ellos pegaron afiches como el que suelo recordar, cuántos votaron por Chávez con un entusiasmo casi infantil. Cuántos de ellos lo hicieron una y otra vez, a pesar de la evidencia de un proyecto personalista que se derrumbaba en medio de la crisis, la ineficacia y la destrucción de cualquier base ideológica. ¿Cuantos creyeron con toda sinceridad en ese mesías de pueblo, en esa imagen idílica del hombre llegado de las entrañas de la violencia social para reivindicar las heridas abiertas de un país al borde la ruptura?

Uno de los ancianos con los que hablé antes me hace una seña para que me acerque a donde se encuentra. Cuando lo hago, sonríe con cierta gentileza. Pero también hay una profunda amargura que intenta disimular con jovialidad. Extiende la mano y me palmea en el hombro.

—Están vendiendo arroz. Es para que sepa, mija. Dos bolsas con cédula —me informa. Con el tono confidencial del sobreviviente, del cómplice. Le agradezco lo mejor que puedo, con un nudo en la garganta. Él escucha, sacude la cabeza. La sonrisa desaparece, se convierte en otra cosa.

—No es dar gracias, aquí estamos todos metidos en este problema —dice una de las mujeres de la fila (tiene el rostro enrojecido y húmedo de sudor; los ojos bordeados de arrugas tienen un aspecto acuoso y cansado) —hay que ayudarse, ¿qué más le queda a uno?

Uno de los guardias de la esquina me hace una seña imperiosa que vaya al final de la fila. El arma le bambolea entre las manos con el movimiento y por un momento, me apunta. Está cargada, lo sé por seguro. Me pregunto que ocurriría si se disparara por accidente. Que ocurriría si me hiriera. En un país donde la violencia es un hábito y el militarismo una obligación, sería un crimen anónimo. Parte del paisaje árido heredado por nuestra vocación por el puño de hierro. El pensamiento me produce escalofríos.

—Por eso es que hay que votar —dice alguien de pronto. El tono de voz firme, un poco chirriante. Varias cabezas se voltean. Alguien lanza un grito sofocado —Votar pues, para cambiar todo esto. Hay que ir y votar para que esta mierda se acabe.

Un mes antes de la elección de la primera elección Chavez que convertiría a Chávez en presidente de Venezuela, uno de mis vecinos me sostuvo la puerta para entrar en el edificio y con enorme gentileza, me escoltó hasta el interior, luego que le inquietara el aspecto de un desconocido que me dedicaba miradas insistentes desde la calle. Un poco preocupado, sacudió la cabeza.

—Hay que votar mija —me dijo entonces. Miró sobre el hombro al desconocido, que caminó en dirección contraria y se perdió en la oscuridad—, votar para salir de esta vaina.

Recuerdo las palabras con tanta claridad que se confunden con el murmullo de aprobación que recorre el comentario del hombre. Todos sacuden la cabeza, todos parecen enfurecidos. Alguien más allá recuerda que “la guerra económica nos puso en esto” y una cólera popular, amplia y ruidosa recorre al grupo. Cuando me alejo, los escucho discutir en voz alta. A gritos, acusándose unos a otros, señalandose como culpables, víctimas, cómplices. La cola, sin embargo, continúa en su lugar, se alarga. Parece interminable cuando la miro a la distancia.

Cuando atravieso la calle, me tropiezo con otro afiche de Chávez. Este es más viejo que el anterior y tiene un aspecto deslucido y quebradizo de la intemperie. Chávez, con una sonrisa forzada e incómoda, abraza a dos niños que parecen un poco desconcertados allí, apretados contra sus mejillas. Y de pronto, tengo una sensación de irrealidad, como si el tiempo histórico fuera cíclico. Como si la política en Venezuela dependiera de esa necesidad de cambio basado en la destrucción que por décadas elevó y cimiento el discurso cultural Venezolano. Como si Chávez vivo y muerto fuera el símbolo de un proceso elemental en la Historia Venezolana. De nuestra identidad cultural.

Una visión sobre quienes somos y sobre todo, el país como aspiración a futuro. Una noción de la realidad.

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