martes, 29 de diciembre de 2015

Memorabilia apresurada: Las doce cosas que no haré el año que viene



Nunca he comprendido muy bien el objetivo de los propósitos de año nuevo. De hecho, lo comprendo tan poco que desde que recuerde, me he burlado un poco de esa propensión tan optimista que muchísima gente tiene de predecir qué hará en un futuro cercano. O lejano incluso. Una especie de esperanza difusa y superficial machacada de buenas intenciones.

—Qué cínica — dice mi amiga L. cuando le digo lo anterior. Me encojo de hombros.
—Mira, somos hijos de la incertidumbre —le digo, muy consciente de lo poético —y cursi— que suena la frase.
—Somos sobrevivientes —me responde; otra cursilería más, me digo con una sonrisa—, pero entre ambas cosas, está el hecho que asumir que podemos planear, aunque sea sólo un poco lo que vendrá, me consuela. ¿A ti no?
—La verdad es que no.

Reímos juntas. A menos de una semana del fin del año, el pensamiento de lo que nos espera a unos días de distancia, parece más una excusa para asumir nuestras fallas y temores, que cualquier otra cosa. Pero también, es una manera de comprender que construimos algo nuevo con cada decisión, omisión e incluso, esa inexacta capacidad que todos tenemos de reflexionar sobre nuestras pequeñas dudas. Y el fin de año es la mejor excusa —mejor que cualquier otra, debo decir— para asumir que podemos mirarnos de una forma por completo novedosa. Un volver a nacer tan inocente como oportuno, tan sin sentido como cualquier otro.

—¿Qué planeas entonces para el año que viene? ¿Dejarte llevar? —se burla L., muy consciente de mi cinismo. De esa ambición mía, tan infantil, de control.

No sé que responder a eso. La verdad es que nunca me he planteado algo tan simple como una especie de hoja de ruta sobre lo que haré —o no— en el transcurso del tiempo. Me obsesionan mis aspiraciones, como a cualquiera tampoco, pero también se muy bien que cada una de ellas depende de mi capacidad para transitar a través de los obstáculos y algo tan simple como el temar. Más bien, he aprendido a esbozar una teoría sobre lo que aspiro, lo que asumo real, lo que le brinda cierta coherencia a mi vida. Y sin embargo…me pregunto si eso es suficiente. ¿En eso se basan los propósitos de año nuevo? ¿En nuestra capacidad para creer que todo es posible por el mero hecho de desearlo? ¿De admitir que soñar es un poco rozar lo que necesitamos, incluso desde esa dimensión de lo inconcreto? Me quedo un poco en blanco, con la sensación que quizás, es cierto que todos necesitamos creer firmemente en que el futuro puede construirse a golpe de expectativas. Y que tenerlas, a pesar de lo que creamos, puede sostener algo tan frágil como nuestra manera de mirar al mundo.

—¿Y si pienso en lo que no haría? —digo de pronto. Mi amiga me mira con una ceja arqueada.
—¿La lista de los no-propósitos? —Se ríe— Bueno, suena válido.
—Suena realista.
—Ya veo —suspira; nos encontramos sentadas en un viejo y destartalado café que visitamos desde niñas, cuando ambas éramos un par de colegiadas mal humoradas convencidas que debíamos enfrentarnos a un mundo especialmente tedioso. Me hace gracia que cada año regresemos al mismo lugar, para tomar un poco del café amargo del dueño, un viejo italiano que durante década y media, nos ha ignorado casi con obstinado cariño. El paso del tiempo puede ser un truco de la imaginación, pienso, saboreando el café con placer.
—¿Y cuáles serían esos no-propósitos?

Sostengo la taza con firmeza. De pronto y aunque no lo admitiría en voz alta, siento un ligero vértigo de expectativa. ¿Qué puedo predecir no haré el año entrante? ¿Qué puedo asegurar estará fuera de mis opciones? Quizás lo más sencillo será asumir que toda decisión tiene un cierto trasfondo de una insistente búsqueda de identidad. ¿Qué principios personales puedo prometerme a mi misma no quebrantaré el año que viene? Con toda probabilidad, seguramente los siguientes:

* Dejaré de atacar a mi cuerpo como un enemigo invisible:
Me daré la libertad de disfrutar lo que como, aunque no siempre sea lo más saludable ni mucho menos, lo más apropiado para mi salud. Me perdonaré cometer pequeños pecados y cuando decida que necesito un buen mordisco de chocolate para sobrevivir a un día especialmente duro. Me aseguraré de hacerme responsable no sólo por mi salud, sino por el hecho de aceptar mi cuerpo con todas sus imperfecciones. Las evidentes, las que temo, las que serán más visibles en el transcurrir de los doce meses que esperan. Y me alegraré de comprender que mi cuerpo puede proporcionarme felicidad, incluso con algunos kilos de más alrededor de la cintura y unos cuantos músculos flácidos. Me recordaré cada vez que pueda que mi cuerpo es la suma de sus pequeños y extraordinarios misterios. Un paisaje de mi historia personal.

* No me juzgaré:
Ni tampoco insistiré en criticar hasta la última de mis decisiones con una ferocidad que no dedico ni al peor de mis enemigos. Asumiré que cometo errores con frecuencias y que de alguna forma, hacerlo me permite comprender mi vida como un cúmulo de experiencias e ideas por completos. Disfrutaré de mis torpezas, de mis tiempos muertos, de la momentánea pereza, de no tener el impulso inmediato de hacer el bien. De reír por mis fugaces episodios de pura crapulencia. De asumir que puedo —y en ocasiones necesito— ser grosera e insoportable sin motivo alguno. Que puedo responder con malhumor, que puedo gruñir y quejarme. Y que todo eso es parte de la infinita belleza de sentirme cómoda en mis huesos pero sobre todo, en mi necesidad de comprenderme a mi misma.

* No me importará la opinión ajena a pesar de lo significativa que pueda parecerme:
Y eso implica, dejar caer el fardo de las culpas y las expectativas. O arrojarlo tan lejos donde no pueda molestarme. Intentaré no me irrite o me preocupe la opinión de quienes respeto intelectualmente. Aprenderé a admirar con toda la libertad, sin que eso implique menospreciar mi propio punto de vista. Abandonaré el nocivo hábito de prohibirme dudar, cuestionar o criticar a quienes amo cuando creo que debo hacerlo. Aceptaré que en ocasiones el amor —filial, romántico, fraterno— no implica aceptar por las buenas la perspectiva de alguien más. Que puedo ser todo lo testaruda que quiera para defender mis argumentos. Que debo serlo, de hecho. Que puedo enfurecerme hasta las lágrimas por construir mi punto de vista. Que no tiene la menor importancia si lo que creo es minoritario, irritante o no coincide con el punto de vista general.

* Me censuraré menos: 
Y eso incluye, disimular mi estado de ánimo, mi opinión y perspectiva. Me permitiré estar todo lo furiosa que quiera siempre que pueda. No me importará si mi enfado molesta a alguien más o le parece una muestra de agresividad. Seré todo lo militante, radical, ambigua y por supuesto, contradictoria que quiera. Me conservaré todo lo integra que pueda con respecto a lo que creo, aspiro, deseo, me gusta, sueño. No me importará si lo que disfruto inquieta, irrita o desconcierta a los que me rodean. Seré libre —aún más de lo que soy— para decir lo que quiero, siempre que lo deseo. Disfrutaré de la controversia, del enfrentamiento, del hecho que lo que opino y reflexiono no siempre sea cómodo y sustancial para quienes me rodean. Y disfrutaré de esa expectativa de no saber nunca donde encajará mi punto de vista. Y la aventura de ser todo lo osada que pueda para construir mi forma de pensar.

* Me reiré a todo pulmón de chistes políticamente incorrectos:
De los racistas, de los sexistas, de los ofensivos, de los groseros, de los verdes. Dejaré de pensar que existe alguna cosa que el humor no pueda traducir en carcajadas. Dejaré de creer firmemente que todo debe tener un equilibrio de sacrosanto respeto y creeré con mayor firmeza en las virtudes del humor negro, de la sátira, del sarcasmo. Intentaré convencerme que nada es sagrado, que la blasfemia, la herejía y la grosería son tan necesarios como la admiración y lo admirable. Que puedo enfrentarme a lo que se supone debe ser correcto, en busca de un motivo consistente para creer, militar y sostener como opinión. Y lo haré, porque la búsqueda de la verdadera dimensión de lo que pienso, atraviesa no sólo lo que temo, sino lo que puede escandalizarme. Lo que asumo real y lo que puedo desmenuzar a través de mi opinión. Agradeceré el valor de la grosería y la provocación.

* Dejaré de recordar pequeños errores y ofensas: 
Porque con toda honestidad, no tiene el menor sentido sostener una carga emocional que no tiene otro valor que la que le otorgo. Así que la arrojaré todo lo lejos que pueda, todas las veces que sea necesario. Aprenderé —recordaré— que lo único que puedo controlar es mi reacción a lo que hacen los demás y nunca su comportamiento. Que soy mucho más independiente y libre en la medida que dejo de sostener los dolores y terrores de quienes me rodean. Recordaré que cada quien insiste en sus circunstancias y que debo aprender a apartarme de ellas, sin creer que debo comprenderlas también. En suma, dejaré de mirar atrás para juzgar, ni siquiera a mi misma.

* No me cansaré de insistir en lo que deseo hacer: 
A toda hora, en todas partes, en todos los lugares posibles. Me declararé obsesiva, insistente, tediosa, irritante. Disfrutaré de todo lo que aspiro, de seguir el camino que creo debo recorrer. Llevaré papel y lápiz a todas partes, para escribir todo lo que necesite, no importa si quienes me rodean creen que es suficiente, si no tiene sentido, si carece de lógica. Fotografiaré todo lo que crea debe ser conservado, atesorado, querido, comprendido. Leeré todos los libros que pueda, memorizaré todas las frases que me cautiven. Imaginaré un mundo de palabras e imágenes. Llevaré un bolso lleno de palabras, de imágenes, de deseos, de pensamientos, de temores, de decisiones, de asombro. Me deleitaré con las obras de pintores que nadie recuerda, cantaré canciones que nadie escucha. Y continuaré creando mi mundo de belleza personal, para que proteja mucho mejor de como lo ha hecho hasta ahora, del desconsuelo, el dolor y la angustia.

* No criticaré a mis seres queridos por su mal humor eventual (o incluso el frecuente)
Les perdonaré los pequeños roces, las críticas, los momentos de silencio y los de desahogo. Escucharé con amabilidad sus quejas y dolores, asumiré con buen humor sus momentos de irritación. Les consolaré en los de amargura y dolor. Sabré comprender que el buen humor no es necesario y que sonreír jamás es una obligación. Que las mañanas pueden ser conflictivas, los días largos y tediosos, las noches privadas y quizás pesarosas. Que está bien la tristeza, la angustia, la desesperación, la furia. Y que todos tenemos derecho no sólo a expresarlas como nos plazca sino a que quienes nos rodean, lo acepten con naturalidad.

* No olvidaré el valor de ser infantil, torpe e irritante: 
Porque es divertido. Porque es saludable. Porque es natural. Porque es parte de la vida adulta recordar las ventajas de la niñez. Porque es una manera de asumir que somos parte de un inevitable ciclo de crear a través de nuestra historia. Porque está bien hacer pequeñas locuras con más frecuencia de la que podamos admitir. Porque es hermoso la libertad de no temer a nuestra vulnerabilidad. Porque está bien correr a toda velocidad bajo el sol, gritar hasta las lágrimas de emoción, bailar dando saltos y traspiés. Reír hasta que quedar débiles y sin aliento. Comer con la boca abierta. Salir despeinado. Abrazar con fuerza hasta quedarnos sin aliento. Besar en público. Un buen beso apasionado. Saludar a quienes queremos con entusiasmo. Agarrarnos muy fuerte de las pequeñas cosas, de las insustacionales, las simples, las aparentemente sin forma, para sobrevivir al desconsuelo. Y está bien por supuesto, saber el valor de hacerlo. De ese recorrido a ciegas hasta el centro mismo de una felicidad muy inocente y personal.

* No dejaré de ver malas películas, música escandalosa y leer libros baratos:
Y comentarlos. Y disfrutarlos. Y reír con ellos. Y criticarlos. Y no creerme una gran intelectual por hacerlo. Y maravillarme de las cosas simples y quizás rudimentarias. Y no criticar a quien las cree complejas y maravillas. Y recordar que toda forma de arte es sanadora, enaltecedora, asombrosa en esencia.

* No pensaré que cada error que cometo es imperdonable: 
Y me perdonaré todas las veces que pueda por mis torpezas, mis blanduras y flaquezas. Por los terrores y temores. Por la timidez y la necedad eventual. Por las palabras que no dije o las que se me escaparon sin pensar. Por mi inocencia, por mi cinismo, por mi pereza. Por mi energía desbordada y desordenada, por todo lo que temo y lo que aspiro por pura ensoñación. Por todo lo que no encaja bien en mi vida, por lo que deseo que encaje. Por lo que deseo entender y aún no logro. Por los silencios empecinados, por las largas parrafadas sin sentido.

Mi amiga L. me mira con un gesto sorprendido y un poco conmovido luego de escuchar todo lo anterior. Tomo un sorbo de café con cierta timidez, como si el silencio significara alguna cosa que no puedo comprender. Finalmente deja escapar un lento suspiro, que puede significar cualquier cosa, pero que a mi me parece una respuesta en sí mismo.
—¿Entonces, no te parece bien mi lista? —Pregunto por fin. Ella sonríe. Un gesto amplio, amable y entrañable.
—No solamente me parece bien, sino que me estoy preguntando si no necesito una parecida también.
Reímos juntas. De pronto, el olor de la ciudad, su bullicio irritante, me parece soportable, casi amable. Parte de todas las cosas que sueño y que aspiro. Una de esos pensamientos románticos inevitables, supongo. Y me pregunto, mientras paladeamos ese momento de paz absurda, un poco inesperada, si el tiempo tiene como único propósito recordarnos que siempre puede ser un buen momento para empezar a construir lo que deseamos. A pesar de los pequeños terrores. De las piezas perdidas y sueltas en nuestro pensamiento. De lo que podemos encontrar. No lo sé, me digo, incapaz aún de admitir mi súbito optimismo. Pero es una idea bonita, de esas perdurable. De esas que tampoco debería censurar con tanta frecuencia el año entrante.
—Por todo lo que empieza —dice L., levantando la taza la café con un gesto simple pero a la vez, curiosamente significativo. Hago lo mismo y pienso en los grandes y pequeños momentos, dignos de atesorarse. Ah, también debo perdonarme la cursilería eventual el año siguiente, pienso.

—Y lo que termina —añado. Ambas tomamos el último sorbo de café y me encuentro pensando que somos inocentes en nuestro empeño de brindar sentido a la realidad, cada día, por todos los motivos. Gracias a las buenas excusas que nos damos a nosotros mismos.

¿Eso está mal? Me digo con una sonrisa secreta. No sé que podría responder a eso.

C’est la vie.

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